sábado, 27 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 19






Paula


¡Menuda mierda! He vaciado casi la totalidad del contenido de mi armario sobre la cama y… ¡no tengo nada que ponerme!


Dios, ¿cuántas veces en mi vida habré repetido esta frase? 


¡Pero es cierta! Casi el cien por cien de la ropa que tengo en el armario es demasiado arreglada para la cita de esta noche. Ayer ya me puse uno de mis pocos looks informales y no voy a repetirlo pero tampoco quiero ir demasiado puesta.


Pedro va a llevarme de sidrerías a modo de agradecimiento por haber estado a su lado ayer por la noche. ¡Ojalá me lo agradeciese de otra forma!


No sé por qué me he encaprichado de él de esta manera pero es que no puedo evitarlo. Solo de pensar en su sonrisa me tiemblan las piernas.


Anoche me besó. Sí, sé que fue un beso fugaz propiciado por los nervios y el estrés de la noche. Puede que no significara nada para él, aunque tengo la esperanza de que esas estúpidas barreras que ha levantado contra mí hayan empezado a caer. ¿Habré conseguido resquebrajarlas un poquito?


¿Si yo puedo ver en él lo que hay detrás de su fachada de chico rural por qué no puede hacer él lo mismo y ver más allá de mi aspecto de pija?


Suspiro. Miro el montón de ropa y me decido por un conjunto cómodo y abrigado, que ya sé cómo son las noches aquí… 


Más vale que prevalezca mi vena práctica sobre mi vena coqueta. Al final, me decido por unas botas negras altas que combino con unos leggins rosa palo y un grueso jersey de cuello alto gris oscuro.


Me pongo delante del espejo y admiro mi imagen. No está mal. Hubiera preferido un vestidito negro y unos tacones, pero mejor en otra ocasión.


Oigo que alguien golpea a la puerta con los nudillos y, al pensar en Pedro al otro lado, recuerdo cómo aporreó la puerta de casa el día de mi ducha extra larga. Sonrío y cruzo los dedos esperando que hoy esté de mejor humor.


Me acerco a paso ligero y le abro la puerta. Lo primero que pienso es: «Qué bien huele». Una mezcla de aftershave y colonia que debe ser Armani. Adoro esa colonia. Tiene un olor tan varonil. Vaya con el hombre de campo, ¡a ver si va a resultar más pijo que yo!


—¿Qué pasa? —pregunta extrañado por mi expresión.


—Eso que te has puesto, ¿es Emporio?


Asiente confuso y pregunta:
—¿No te gusta?


No puedo responderle lo que me pasa por la cabeza: me pone. Me pone un montón. Si un hombre lleva esa colonia me vuelve loca. ¡Lo que me faltaba! Es como si una cuerda invisible me atrajera poco a poco hacia él. Solo quiero acercarme a su cuello, perderme en ese aroma…


—¿Paula? ¿Tienes algún problema con la colonia? —Pobre, no entiende nada. No sabe el efecto que ese olor provoca en mí. Se rasca la cabeza, extrañado—. Pensé que te gustaría…


Lo miro de arriba abajo. Se ha puesto botas y unos chinos y, aunque sigue su pauta habitual de llevar una camisa a cuadros, se nota que se ha esmerado con el conjunto. Y, lo que es más, ha acertado. Está guapo. Muy guapo.


Y ese olor… Se me está metiendo en la cabeza y no me deja pensar.


—Me encanta, Pedro. ¿Nos vamos ya? —Quizás si aspiro el olor a hierba mojada que hay fuera esta colonia salga de mi cabeza y pueda empezar a pensar con claridad.


Nos subimos al coche y Pedro conduce en silencio por la carreterita llena de curvas que cruza valles y bosques de hayedos hasta que llegamos a un caserío en el pueblo de Saldías.


—¿Has ido alguna vez de sidrerías?


—No —replico mientras lo sigo al interior del local.


—Como ves, hay un montón de mesas alargadas con banco, la gente se sienta junta, conforme va llegando y todo el mundo toma el mismo menú.


—Dios, aquí todo lo solucionáis con comida, ¿no? He perdido la cuenta de lo que he engordado en las dos semanas que llevo aquí.


—Yo creo que estás preciosa.


No puedo evitar sonrojarme ante esta afirmación. Deseo fervientemente gustarle a Pedro y, aunque creo que es así, tiene que dejar a un lado sus recelos conmigo para dejarse llevar. Por eso me gusta escucharle decir eso.


Nos sentamos en un banco que todavía está vacío en busca de algo de intimidad.


—El menú es el siguiente: tortilla de bacalao, de segundo sirven chuleta de buey acompañada de ensalada y de postre queso con membrillo y nueces. ¿Cómo lo ves?


—Me encanta. A excepción del membrillo. Me lo daban para merendar en el colegio y lo odiaba.


—Y, ahora, cuando nos sirvan el primero, nos vamos a levantar e iremos a por sidra.


—Vale.


—¿Ves esa zona con los barriles y el serrín en el suelo?
Asiento con la cabeza a la espera de que me siga explicando.
La gente va a ir abriendo barriles y saldrá un chorro de sidra. Te pones a la cola y cuando uno termina de llenar su vaso, ¡zas!, colocas el tuyo antes de que el líquido se derrame en el suelo.


No parece muy complicado pero tampoco me apetece hacer el ridículo y yo soy poco hábil en estas cosas.


—Conforme se termina un barril se abre otro y otro…


—Y si dejo caer un chorro de sidra, ¿qué pasa?


—Nada, mujer, ¿qué va a pasar? ¿Para qué crees que está el serrín en el suelo? Aquí la gente es muy hábil pero cuando los niveles de alcohol en sangre aumentan todo el mundo tiende a ser un poquito más torpe. ¿Te animas, chica de ciudad?


—Vamos —digo al tiempo que me pongo en pie.


Pedro y yo nos colocamos detrás de uno de los barriles en los que la gente está llenando sus vasos.


—Llenaré el mío primero y así te avisaré cuando vaya a quitar mi vaso para que estés preparada para poner el tuyo, ¿de acuerdo?


Uno tras otro, el resto de clientes va llenando sus vasos y yo me pongo nerviosa al ver que cada vez falta menos para mi turno. Antes de que me dé cuenta, Pedro está llenando su vaso y grita:
—¡Tu turno!


Con una habilidad que me sorprende a mí misma, coloco el vaso debajo del chorro sin dejar caer ni una gotita de esta bebida fabricada con zumo fermentado de manzana.


—¡Victoria! —chillo eufórica por haberlo conseguido.


Pedro y yo brindamos y regresamos a la mesa donde charlamos animadamente olvidándonos de los altibajos que ha tenido nuestra relación desde que nos conocimos. 


Supongo que es normal. Hay demasiada tensión sexual entre nosotros y también un rechazo a estar con la otra persona por no ser como nos gustaría, eso ha hecho que pasemos del amor al odio en segundos.


A lo lejos vemos que entra Juancho en la sidrería.


—¡Únete a nosotros! —decimos alegres.


Juancho se acerca contento.


—Hoy vengo con el beneplácito de la señora —comenta ufano—. Está cenando con sus amigas y, como va a disfrutar destripándome y poniéndome a parir, hoy me ha dado permiso para salir con los amigotes.


—¿No estás un poco mayor para estos trotes, Juancho? —inquiere Pedro, divertido—. Mira que ya no eres ningún crío… ¡que en nada te jubilas!


—Antes muerto que vivir sin diversión —replica solemne.


—No sé cómo te casaste con alguien como Maria si esa es tu visión de la vida.


Pedro, no seas así, a mí Maria me pareció un encanto.


—¡Ay! Es todo ordeno y mando —se lamenta Juancho—. Solo sabe dar órdenes y reñirme. Yo creo que ya no sabe ni por qué me quiere.


—¿Por eso sales todas las noches por ahí? —le pregunto.


—Las que consigo escabullirme de sus garras, que por desgracia no son todas.


—Bueno, venga, menos lamentos y más sidra. ¿Otra rondita, chicos?


Los tres nos levantamos, olvidamos la cena y, divertidos, nos lanzamos a una y otra ronda de sidra.


Una hora después empiezo a verlo todo borroso.


—Creía que la sidra tenía una graduación de alcohol muy baja…


Pedro me sostiene entre sus brazos porque todo me da vueltas.


—La tiene, pero has debido de beberte por lo menos un barril y apenas has cenado.


—¡Juancho también y está como una rosa!


—Tiene experiencia. Anda, vámonos a casa.


Nos despedimos de mi director que se queda con sus amigos y salimos de la sidrería. Mi cabeza agradece la llovizna y el frío.


—Es que tú también, ¡menuda cita me has preparado! —protesto mientras subo al coche—. Tendrías que haberme llevado a un restaurante fino a cenar y luego a tomar un gin-tonic a algún local con zona chill out.


—Sabes que no vas a tener eso conmigo, Paula. Esos sitios no me van nada. Y menos la gente que hay en ellos.


—Lo sé.


—¿Y te importa?


Niego con la cabeza. Estoy mareada y me cuesta hablar.


Pedro pone el coche en marcha y se gira hacia mí. Me habla muy serio:
—Paula, yo no busco a alguien perfecto, solo a alguien que me quiera tal y como soy.


—Pues entonces, deja de buscar —musito antes de apoyar la cabeza contra la ventana y quedarme dormida.


Veinte minutos más tarde llegamos al caserío y al bajar del coche, de pronto, me siento mucho más animada y le pregunto lanzada:
—¿En tu casa o en la mía?


Pedro me observa divertido.


—En la tuya. Así te dejaré la oportunidad de que seas tú la que me aparte de su lado esta vez.


—Yo no haría eso.


—Es cierto —me guiña un ojo mientras entramos en casa—, tú solo me tirarías de tu casa si te riñera por subir la calefacción o por gastar demasiada agua.


—Tenía frío.


—Lo sé. Al menos es una excusa.


—Cierto. Tú no tenías ningún motivo para tratarme como lo hiciste —alego.


—Tienes razón.


—Entonces, ¿por qué?


Se lo piensa un segundo:
—Tenía miedo. La última vez me hicieron daño. Creí que lo mejor sería alejarme de ti.


—¡Qué gran error!


—Sí. Está visto que estoy mejor a tu lado.


—Pero más cerca


Se acerca a mí por detrás y me abraza, pasándome los brazos por la cintura.


—¿Así?


—No. Todavía estás lejos.


—¿Qué tal así? —pregunta mientras pega su cuerpo a mi espalda.


—Te quiero dentro —le pido.


—Está bien —replica presionando su miembro contra mi trasero.


—Está mejor pero no es suficiente…


Pedro me da la vuelta y empieza a desvestirme despacio, muy despacio. Demasiado despacio. Quiere hacerme sufrir.


—Date prisa —le apremio.


—Shhh —me acalla poniéndome el dedo en la boca—. No hay por qué apresurarse.


Ah… esto… pues, ¿cómo explicárselo?


Pedro, no puedo más. Deja los preliminares para otra ocasión. —Él se entretiene besándome el lóbulo de la oreja pero yo insisto—. En serio, están sobrevalorados.


Al fin, accede a mis peticiones y, tras desnudarse con rapidez, me coge en volandas y me lleva a la cama donde me deja caer con suavidad para tumbarse sobre mí y penetrarme de golpe.


—Ah…


—¿Qué tal así? —gime con voz ronca—, ¿es esto lo que querías?


—Es… perfecto —logro responder.


Pedro y yo nos movemos al unísono y compruebo que lo del otro día no fue un caso aislado: nos compenetramos a la perfección.


Cierro los ojos y me dejo llevar por el placer que recorre mi cuerpo.


«Puede que la vida en el campo no esté tan mal.»






ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 18




Pedro


No puedo creerme que, justo esta noche, Iñigo esté de boda. 


¡Maldita sea! Y, además, menuda noche más desapacible para una celebración.


La vaca lleva ya más de cuatro horas de parto. Me acerqué a verla antes de ir a la cena y se había aislado de las demás, estaba bastante inquieta, sostenía la cola hacia fuera y hacía fuerza. Ese ternero ya debería estar aquí.


Si todo funcionara correctamente no sería necesario que interviniera, pero no va todo lo bien que a mí me gustaría. ¡Y encima, el veterinario no está! Hay que joderse.


Me acerco a la vaca y compruebo que las patas están asomando. «Menos mal», suspiro. Entonces me fijo en que apuntan al cielo y no a la tierra. Viene de nalgas, ¡mierda! 


¿¿Para qué cojones tengo un veterinario si no está cuando lo necesito??


¡Joder! No me vendría mal un poco de ayuda. En ese momento y, como caída del cielo, aparece Paula. Lleva puestas unas botas de agua y su grueso anorak. Por debajo asoma el pijama de franela que le vi el otro día. No lleva paraguas y el pelo, que sigue recogido en una trenza, le chorrea. Se ha desmaquillado y, aunque estoy seguro de que ella odia verse con ese aspecto, yo creo está más bonita que nunca.


¿Esta es la señorita que va a trabajar todos los días con tacones de aguja y modelitos sacados de una pasarela?


—¿Va todo bien,Pedro?


—No, no va bien —gruño—. El ternero viene de nalgas y está atrancado por los huesos de la cadera. Para rematar, el veterinario no está localizable. Se ha ido de boda y no responde a mis llamadas.


—¿Puedo ayudarte? Si me dices lo que he de hacer quizá te pueda echar una mano.


Asiento. Es mejor que nada y, además, pensar que ha venido a echar una mano porque sí, sin que nadie se lo pida y en medio de una noche tan desapacible como la de hoy y con lo mal que le he hablado, tiene mucho mérito.


Será mejor que cuide mi tono. A lo mejor me he confundido con ella y no es como yo imagino.


Es mejor. Mucho mejor.


—¡Pedro! —El grito de Paula me saca de mi ensoñación y me devuelve a la realidad: un parto vacuno complicado.


—Está bien, esto es lo que haremos: ven a ayudarme, vamos a tumbar a la vaca de lado. Es muy tranquila y no hará falta ponerle el cepo para que nos acerquemos a ella y la ayudemos a expulsar el ternero.


Lo hacemos y, una vez que tengo a la vaca en posición voy al grifo que tengo en una esquina de la granja, me quito el jersey y la camisa, quedando en camiseta interior y me lavo los brazos y las manos desde el hombro hasta abajo. Luego, cojo unos guantes limpios y me los pongo.


—¿Hago lo mismo que tú?


No puedo negar que me encantaría que empezara a quitarse capas de ropa ahora mismo, pero no es necesario así que contengo mis ganas de decirle que sí y niego con la cabeza.


—Tranquila, voy a hacerlo todo yo, pero me vendrá bien tenerte cerca por si acaso, ¿puedes acercarme ese lubricante que hay allí? —Lo he olvidado sobre la pila.


Solícita, hace lo que le pido.


Unto los guantes con el lubricante y meto la mano dentro del canal de parto de la vaca.


—Efectivamente, viene de nalgas —me giro hacia Paula—. Si el parto fuera bien, esta hembra pariría sola y sin ayuda. 
De hecho, cuando me he acercado a la granja después de dejarte en casa pensaba que ya habría parido porque antes de la cena ya había detectado señales de que estaba de parto.


—¿Sobrevivirá el ternerito?


—Espero que sí —mascullo—, pero si lo salvamos no te encariñes mucho con él, porque dentro de un tiempo lo verás en la carnicería.


—¡Ojalá criases vacas lecheras!


—Lo siento, esto es lo que soy y esto es a lo que me dedico.


—Tienes razón, perdona, es que es tan triste que lo ayudes a nacer para luego comérnoslo… —suelta una carcajada—. Anda, no te distraigas por mi culpa.


Le ato las cadenas al ternero y tiró de ellas con cada contracción. Hacia fuera y hacia abajo cuando ella empuja y descanso cuando no para. Paula está a mi lado pero no dice nada. Observa y espera paciente por si necesito algo. 


Quince minutos más tarde el becerro está casi fuera.


—Trae un poco de agua.


El ternero ya está fuera, ahora debería respirar. Le limpio la nariz con las manos para quitarle todo el líquido amniótico y con un poco de heno le hago cosquillas. Le indico a Paula que le moje las orejas para que mueva la cabeza.


Suspiro aliviado, el becerro está bien y respira. Sin pensar en lo que estoy haciendo me quito los guantes y me acerco a mi inquilina. En un arranque, la tomo entre mis brazos y la beso. Al principio se echa hacia atrás sorprendida, pero, tras pensarlo mejor, se abraza también a mí y me devuelve el beso. Sabe a menta y a eucalipto.


Despacio, nos separamos.


—Gracias.


—Si no he hecho nada —protesta.


—Has estado a mi lado y eso es más que suficiente —la cojo de la mano y la acerco a mí—. Vamos a llevarlo a una esquina de la granja donde esté tranquilo y haya paja limpia y dejemos que la madre se acerque al pequeño.


—¿Hemos de irnos? —pregunta.


—Sí, es mejor que los dejemos solos. Ahora ella lo limpiará y empezará a amamantarlo. Si quieres, mañana puedes acercarte a verlo.


—Me gustaría.


La miro extrañado. Nunca hubiera pensado que le gustasen este tipo de cosas. Ella me lee la mente porque al instante me dice:
—No te sorprendas tanto. Odio el campo pero sería una insensible si después de ver nacer a una cría de vaca no me hiciera ilusión venir al día siguiente para ver cómo se encuentra. Deberías saber que a todas las mujeres se nos cae la baba con los bebés.


—Bueno, es tarde, será mejor que vayamos a casa —replico pensando que no a todas les gustan.


Como siempre, yo echándome para atrás después de dar un paso adelante.


Ha dejado de llover y el cielo ha despejado. Por el rabillo del ojo observo como mira las estrellas.


—En la ciudad no se ven muchas, ¿verdad?


—Apenas. Reconozco que poder ver el cielo estrellado es una de las cosas que echaré en falta cuando consiga volver.


Esta afirmación me deja pensando. En cuanto pueda,  Paula se largará y regresará a su adorada ciudad. Puede que yo le guste pero odia esto. He hecho bien en mantenerme alejado.


—Aunque no creo que eso suceda hasta dentro de dos años —continúa.


¿Dos años? ¿Es tiempo suficiente para hacerla cambiar de opinión? Por lo pronto, voy a dejar de ser un capullo integral. 


Después de lo que ha hecho hoy se merece, por lo menos, que la invite a cenar.


Venga, Pedrito, lánzate.


—¿Tienes planes para mañana por la noche?



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 17




Paula


Estoy sentada en el sofá, frente a la chimenea del caserío de los Oquiñena y, pese a que Juancho no la soporta, su mujer, Maria, resulta de lo más divertida. Aunque he de reconocer que es mandona y un poquito metomentodo; desde que he llegado a su casa no ha parado de darle órdenes al pobre Juancho que, cosa curiosa, las ha ido cumpliendo sin rechistar.


Empiezo a entender por qué huye a las sidrerías cada noche. No huye de Maria. Huye de él mismo, de su cobardía, de ser incapaz de llevarle la contraria. ¡No se atreve! Y, como no se siente capaz, elige desaparecer de su vista. Lo malo es que luego, cuando vuelve a casa, es peor el remedio que la enfermedad. Porque Maria a buenas debe tener un pase, pero a malas…


Maria me sirve una copa de vino, se sienta junto a mí y se gira hacia mi director:
—Anda, Juan Ignacio, ve a abrir la puerta que han llamado y yo estoy aquí charlando con Paula la mar de bien.


Sigo con la mirada a Juancho, extrañada, porque pensaba que yo era la única invitada a cenar. Espero que no se les haya ocurrido organizarme una cita a ciegas. No, qué bobada, a santo de qué se les ocurriría eso… Será cualquier vecino del pueblo que necesita algo.


Al cabo de unos minutos, mi director entra de nuevo al salón e interrumpe la conversación que tengo con Maria o, más bien, su monólogo sobre cómo preparar los pimientos del piquillo rellenos de bacalao. Y la interrumpe porque entra acompañado.


Acompañado por él.


Trató de disimular el malhumor que me entra al instante. 


¿Qué es esto? ¿Una broma de mal gusto? Juancho sabe de sobra que mi relación con Pedro no es buena, entonces ¿por qué lo ha invitado a cenar?


¿Estamos locos o qué?


Mientras Pedro, que parece mucho más tranquilo que yo (con toda seguridad porque ya hace un rato que se ha percatado de mi presencia) me da dos besos de manera educada pero sin siquiera mirarme a la cara y saluda afectuoso a Maria, el director me hace gestos y aspavientos con las manos indicándome que no ha sido cosa suya.


Ha sido cosa de su mujer.


Así que además de mandona y metomentodo también es una celestina. Ahora que estaba empezando a caerme bien…


De todas formas, si a ella se le ha ocurrido invitar a mi casero pongo la mano en el fuego a que es porque Juancho se ha ido de la lengua. Una copita de más y cantaría hasta la Traviata. A saber qué es lo que le ha contado.


Bueno, no tengo intención de montar un numerito en su casa aunque si lo que la señora de Oquiñena pretende es formar una parejita no podía ir más desencaminada. Voy a comportarme como la señorita que soy pero que no esperen de mí más que una exquisita educación. Amabilidad con Pedro, la justa.


—Venga, pues todos a la mesa —dice ella tan campante—. Juan Ignacio, descorcha una botellita de vino.


Creo que es la única que lo llama por su nombre completo y encima lo dice con un retintín.


He de aguantarme la risa al ver la cara de suplicio que pone cuando lo llama así. A Pedro también debe hacerle gracia la cosa porque le mira, enarca una ceja y, al igual que yo, contiene la risa.


Puede que Maria sea el demonio de Juancho, pero también cocina de lujo. Aunque yo creo que se ha pasado: eso de desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo no lo siguen aquí muy a rajatabla. En este pueblo todas las comidas son de rey, ¡como mínimo!


Juancho descorcha un vinito tinto de la tierra y rellena nuestras copas. En la mesa hay unas picadas antes del plato principal: chistorras, queso de Idiazábal y una ensalada con espárragos.


—Luego he preparado pimientos del piquillo rellenos de bacalao y un buen chuletón de buey —exclama ufana—. Los chicos no pueden pasar sin la carne, ¿verdad?


—Una cena estupenda, Maria —interviene Pedro con una sonrisa encantadora.


Sí, sí, un encanto… cuando quiere. Porque ya he comprobado en mis propias carnes que puede ser un príncipe encantador cuando quiere conseguir algo, pero que luego se transforma en sapo. A mí no me la da.


Juancho me mira con cara de circunstancias y como suplicando perdón. Porque ahora no puedo decir nada, ¡pero el lunes me va a escuchar! Si quiere que le perdone va a tener que pringar un día en caja por lo menos.


—Bueno, y cuéntanos Paula, ¿cómo es que una chica tan guapa cómo tú no tiene novio?


Lo que me faltaba. El interrogatorio de Maria para dar paso a intentar emparejarme con mi casero. Se van a enterar. 


Seguro que lo que viene a continuación no se lo esperan.


—En realidad sí que hay alguien especial por ahí.


Los tres se giran hacia mí con cara de sorpresa. Juancho y Maria sorprendidos por mi afirmación y Pedro nervioso. El muy imbécil debe creer que soy tan estúpida como para pensar que hay algo entre nosotros. A ver cómo se queda ahora.


—Sí. Es un, ¿cómo llamarlo? Un amigo especial.


—¿Ah, sí? —Maria parece muy interesada—. ¿Y dónde está tu amigo especial?


—Pues está en Valencia. El traslado ha dificultado un poco nuestra relación pero estoy segura de que Santi vendrá muy pronto a visitarme a Navarra.


Pedro se atraganta con la noticia y con un espárrago que se está comiendo. Juancho se apresura a darle golpecitos en la espalda mientras que Maria le sirve un vaso de agua. Yo observo satisfecha que no le ha hecho ninguna gracia lo que he contado.


Cuando consigue dejar de toser levanta la mirada y clava sus ojos en mí.


—Imagino que no se quedará en mi caserío, ¿verdad? —bufa—. No hemos hablado del tema de las visitas, pero aprovecho para decirte que no están permitidas.


—¿¿Perdona??


—Lo que oyes.


—¿Qué te has creído? ¿Qué tu casa es un colegio mayor y tú el vigilante del pasillo? He alquilado un piso, pago por él y puedo meter en mi casa y en mi cama —enfatizo esta última palabra— a quien me dé la real gana.


—¡Eso ya lo veremos!


Maria y Juancho, que observan nuestra conversación como si de un partido de tenis se tratara, girando la cabeza de un lado al otro de la mesa, llegados a este punto intercambian una mirada y, sin que sirva de precedente, están de acuerdo en que hay que cambiar de tercio.


Maria se pone en pie y empieza a recoger platos como si le fuera la vida en ello.


—Paula, cariño, ¿me ayudas a sacar el postre? Hemos traído chocolate de Elizondo.


La sigo hacia la cocina sin rechistar pero deseando decirle cuatro cosas más a Pedro. Me voy a quedar con las ganas.


—Iba a preparar goxua pero dice Juancho que no te sienta bien…


—El chocolate es perfecto.


Al cabo de unos minutos regresamos de la cocina con el postre, una cafetera llena y las tazas de café. Cuando entramos en el salón, los hombres están absortos en una conversación y no se dan cuenta de que llegamos así que aprovecho para estudiar con detenimiento a Pedro. Cuanto más lo miro más me gusta. Y cuanto más me gusta, más lo odio. Toda una contradicción, pero así es. Odio que me guste porque él no siente lo mismo que yo.


¿O hay una pequeña posibilidad de que sí? No le ha hecho ninguna gracia lo de Santi.


Hoy lleva una camisa a cuadros, como el día que lo conocí, pero en tonos grises con jersey a juego, unos vaqueros oscuros y unas botas. Está guapísimo. A mí siempre me han gustado los chicos con mocasines, pantalones de pinzas y camisas de vestir pero hay algo en Pedro que hace que me guste se ponga lo que se ponga. ¡Hasta el puñetero mono azul!


Maria está sirviendo los cafés cuando escucho un repiqueteo sobre el tejado.


—¿Otra nevada?


—Parece que es una tormenta —dice Maria que deja el café para acercarse hasta la ventana a investigar—. Y tiene mala pinta. Será mejor que volváis a casa y dejemos el café para otro día. Si empeora y os pilla de camino… ¡no lo quiero pensar!


—¡Aquí siempre estáis con lluvias o temporales! ¡Cómo echo de menos el calor y el solazo de mi Valencia!


Pedro se pone en pie.


—Maria tiene razón, Paula. Volveremos en mi coche. La carretera hasta el caserío puede ser peligrosa.


—¡Ni hablar! Puedo llevar mi coche perfec…


—He dicho que no —da un golpe sobre la mesa—. Si digo que es peligroso es por algo. La señorita vendrá conmigo, le guste o no. En esto no hay discusión.


Se ha puesto tan serio que no me atrevo a protestar.


—De acuerdo.


—Juan Ignacio, ve recogiendo la mesa y yo acompañaré a la puerta a nuestros amigos.


Resignados, Juancho y yo cumplimos con lo que se nos manda: él se pone a recoger y yo sigo a Pedro hasta el todoterreno. Eso sí, ambos lo hacemos con mala cara y sin decir ni mu.


Pedro está serio y conduce en silencio pero veo que su expresión se suaviza en un gesto de alivio al ver que ya estamos llegando al caserío. Aparca, sale del coche, coge un paraguas del maletero y, como un perfecto caballero, viene a abrirme la puerta y me acompaña hasta la entrada a casa.


Estoy sorprendida por su actitud, pero agradezco el gesto porque está cayendo una buena.


Abro la puerta y entro. Al darme la vuelta veo que se aleja hacia la granja.


—¿Qué haces?


—Tengo una vaca a punto de parir. Voy a comprobar que todo está en orden y enseguida iré para dentro. No te preocupes.


¿Quién ha dicho que yo me preocupe? Ay, cómo odio que se crea tan importante.


Entro en mi dormitorio y me desvisto deprisa, la calefacción estaba apagada y la lluvia y la humedad han enfriado la casa. Me pongo mi cómodo y abrigado pijama de franela y me asomo a la ventana del caserío a ver si Pedro sigue en la granja. Veo luz a través de las ventanas así que entiendo que sí. Ha dicho que había una vaca a punto de parir, ¿irá todo bien?


Voy al baño, me desmaquillo y me lavo los dientes, pero no deshago la trenza con la que me he recogido el pelo esta noche. Me acerco de nuevo a la ventana que da a la granja y empiezo a ponerme nerviosa. Ha dicho que no me preocupe… y no es que me preocupe por él, pero ¿y si la cría de la vaca está teniendo algún problema al nacer? Es raro que Pedro no haya vuelto.


La tormenta azota con fuerza las ventanas porque además de la lluvia hay unas intensas rachas de viento que hacen que resulte de lo más tétrica. Me estremezco por el frío así que voy a poner la calefacción. Cojo una manta y me siento en el sofá. No tengo sueño y no creo que pudiera dormir pensando que Pedro está ahí fuera ayudando a una vaca a dar a luz.


Si no ha regresado es porque pasa algo. Debería ir ayudarle. 


Sé que no voy a ser de mucha ayuda. No es que me maree al ver sangre pero no me hace mucha gracia y de partos… de partos no tengo ni idea, pero si sigo sus órdenes, seguro que en algo podré colaborar.


Que no creo que luego me lo agradezca, pero ese es su problema.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 16





Pedro


Salgo de la oficina del banco con la cabeza como un bombo. 


A Juancho le ha dado por intentar venderme seguros: un seguro para la granja, para los tractores, de responsabilidad civil ¡y hasta un seguro de decesos! Este hombre es de lo que no hay… Todavía estoy en la treintena y él hablándome de la muerte.


Y lo peor es que no sé por qué me he dejado engatusar para venir al banco. Encima del tostón que me ha soltado y que me ha dado una jaqueca del copón mi querida inquilina va a pensarse que he ido adrede a la oficina a verla.


¡Ja! Como si no tuviera bastante con escuchar sus taconeos sobre mi cabeza todas las mañanas.


Ahí estaba cuando he entrado: estirada como una jirafa y guapa como ella sola. ¿Por qué tiene que atraerme de esa manera? Odio a las chicas de su clase, ¿por qué no me pasa lo mismo con Paula? ¿Por qué lo único que deseo cuando la tengo cerca es estrecharla entre mis brazos y besar esos labios que me vuelven loco desde el día en que llegó?


¡Joder, es que no lo soporto! Si no fuera porque necesito el dinero le diría que la casa ya no está en alquiler.


En fin, me dirijo al caserío contento porque no voy a encontrármela, seguro que está en la posada de Elena. Hoy picaré cualquier cosa en casa, que si esta noche voy a cenar con Juan Ignacio será mejor no pasarse. Su mujer, Maria, prepara unas cenas de escándalo. De las que te tienes que tumbar luego boca abajo en la cama porque vas a reventar.


Ese es el único motivo por el que he aceptado ir a cenar hoy con ellos. Juancho se pone muy pesado en cuanto se bebe un par de vasitos de sidra y su mujer está loca de atar, pero me voy a poner las botas y al menos tendré la mente ocupada y no podré pensar en Paula.


Esa noche, llego a casa de Juan Ignacio con un mal presentimiento. Al ir a coger el todoterreno me he dado cuenta de que no estaba el Golf de Paula. «Habrá ido a Pamplona de tiendas y a cenar», me digo a mí mismo para convencerme, pero cuando llego al caserío de los Oquiñena y veo el vehículo aparcado en la puerta, estoy a punto de dar media vuelta y salir corriendo.


«Maldito Juancho.»


No solo es un auténtico coñazo con los productos bancarios cada vez que voy a la oficina sino que ahora se dedica a celestino. ¡Lo que faltaba!


Bueno, yo no soy ningún cobarde. Si quieren que cene con mi amiguita la pija, lo haré, pero si esperan que pase algo entre ella y yo, lo llevan claro. ¡Una y no más!


Aparco el coche y camino hasta la puerta cagándome en Juancho, en mi inquilina y en todo lo que encuentro a mi paso. Si es que quién me mandaría a mí… Llamo al timbre y el director me abre la puerta. Su cara cambia de la alegría al temor cuando se percata de que yo ya he descubierto
la encerrona.


—Esto…


—No digas nada, Juancho, mejor no digas nada.


—Ha sido cosa de Maria.


—No me jodas, ¿qué cojones sabe Maria que yo no sepa para que organicéis esta cenita de dobles parejas? —siseo—. Bastante tengo ya con tener que aguantarla en el piso de arriba.


—Pues… —se sonroja como si fuera un crío al que preguntan en clase y no sabe la respuesta. ¡Dios! Con la edad que tiene… Le quedan cinco años para la jubilación y se comporta como un adolescente. Tal cual—. El lunes después del temporal estuve charlando con Paula, contándole que me había pasado el fin de semana encerrado en casa con Maria y algo en su cara me dijo que vuestro encierro había sido mejor que el nuestro.


Lo acribillo con la mirada, pero él continúa su charla.


—Aunque también me dio la sensación de que la cosa no había acabado demasiado bien.


—¿Y qué, Juancho? ¿Ahora te ha dado por meterte a arreglar relaciones ajenas? ¿No crees que a tu edad sería mejor que te centraras en la tuya? ¿Por una vez en la vida?


—Puede… el caso es que la otra noche vine un poco pasadito de sidra y no sabía qué contarle a Maria para que no me cayera la bronca. Así que le dije que había estado contigo. Consolándote por lo de tu inquilina.


—¿Que tú qué? —Tengo ganas de estrangularlo.


—Lo siento, Pedro. No te morirás por una cena con ella. Además, ya sabes que Maria cocina de muerte. Eso que te llevas.


Suspiro resignado y lo sigo hasta el salón.


Cuando entro, no sé qué decir, porque Paula está espectacular. Pero lo más impactante no es eso. Lo que más me llama la atención es cómo va vestida. Acostumbrado a verla con su ropa para ir a trabajar me sorprendo al verla tan informal.


Lleva unos vaqueros desgastados y una camisa vaquera, que luce abierta por encima de una sencilla camiseta blanca, botas de piel de oveja y una gruesa rebeca de lana granate. 


El pelo lo lleva recogido en una trenza y, aunque estoy seguro de que no ha salido de casa sin maquillar, la pintura es discreta.


No puedo creer que esté tan guapa con un atuendo tan sencillo.


De repente, no puedo apartar mis ojos de ella que, al darse cuenta de que alguien ha entrado, interrumpe su amigable charla con Maria y se gira hacia mí. No sé descifrar lo que dicen sus ojos aunque pondría la mano en el fuego a que nada bueno.


Entonces me doy cuenta. No me mira con odio, ni con rabia, ni siquiera con desprecio. Me mira con indiferencia y eso me duele mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.


«Pedro, la has cagado pero bien.»