sábado, 13 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 7





Paula no podía mirar al señor Alfonso a la cara. Se quedó con la mirada fija en el fuego, segura de que cuando superara el shock de lo de la muerte de Billy, recuperaría el buen sentido y la despediría.


Estaba tan sumida en su desgracia que al oír su voz dio un respingo. No lo había oído acercarse a ella por detrás.


—¿Necesita ayuda con los preparativos?


Se quedó en blanco. ¿Preparativos? ¿De qué estaba hablando?


—El funeral —aclaró él después de un momento—. ¿Necesita que haga alguna llamada por usted?


Normal. Creía que Billy había muerto recientemente, no sabía que era viuda desde hacía dos meses. Como temía perder su trabajo, no había dicho nada.


Su amabilidad le sorprendió hasta casi hacerle perder la serenidad. Ella sacudió la cabeza.


—No. Ya ha pasado todo.


No había podido correr con los gastos del funeral, pero tampoco había ido nadie. Le había pedido a uno de los mejores amigos de Billy que recogiera las cenizas de la funeraria porque no tenía coche para ir a recogerlas ella misma.


Unos días después él la había llamado para decirle que los amigos de copas habían celebrado un funeral en su bar favorito. Al parecer no se les había ocurrido invitarla, y ella por su parte, tampoco les preguntó qué habían hecho con las cenizas.


—¿Cuándo murió?


Tenía que decírselo, y una vez que lo hiciera, sabría que le había mentido.


—Hace dos meses y medio —dijo ella, mirándolo a la cara y observando su sorpresa.


—Ya veo —recogió su bolsa y sin decir palabra, salió del cuarto.


Ella lo miró marcharse e intentó contener las lágrimas al ver a su hijita dormida.


—Lo siento, cariño —susurró, sintiendo cómo toda su seguridad desaparecía.


Había sido muy inocente al pensar que podría engañar a todo el mundo y conservar los dos puestos de trabajo para poder quedarse a vivir en la casita de piedra. Tragándose un sollozo, se preguntó qué iba a hacer.


Paula odiaba sentir pena de sí misma; había aprendido hacía tiempo que era una pérdida de tiempo y que no era nada productivo. Después se dijo a si misma que no merecía la pena, que no le habían dicho que la fueran a despedir y desde luego, ella se había ocupado de todo desde la muerte de Billy.


Maldita sea, se había ocupado de todo desde que descubrió que estaba embarazada y se había trasladado allí con Billy.


Normalmente él tenía resaca por las mañanas y dormía hasta tarde. Cuando se levantaba solía ir al bar o de caza, o a pescar con sus amigotes.


Paula decidió hablar claramente con el señor Alfonso y presentarle su caso sin darle tiempo a pensar demasiado sobre lo que acababa de saber. Tenía que convencerlo de que la mantuviera en su puesto, y desde luego, había probado que podía ocuparse de ello.


Arropó bien a Emma y fue al cuarto de la lavadora para sacar de la secadora una camisa de franela y unos vaqueros que estaban secándose allí con el resto de su colada. 


Estaba claro que no podía ir a hablar con él vestida con un pijama rosa de patitos, así que decidió cambiarse de ropa.


Volvió al salón, echó un vistazo a Emma y subió al piso superior. Se detuvo en la primera habitación iluminada. 


Había una maleta negra sobre la mesa de trabajo y su abrigo estaba colgado en la silla, goteando, pero no había ni rastro del señor Paula.


Continuó por el pasillo hasta la siguiente habitación y se detuvo, helada en el umbral. Él estaba de pie junto al armario, de espaldas a ella.


Con la espalda desnuda.


Sus ojos se deleitaron con la suave piel de sus amplios hombros y la fina cintura. A Paula se le quedó la boca seca. 


Aquel hombre tenía la complexión de un dios griego… 


¿Quién iba a imaginar tanta perfección bajo la elegante ropa?


Debió de hacer algún ruido porque él miró por encima del hombro y la vio antes de que ella pudiese escaparse.


—¿Necesita algo, señorita Chaves? —preguntó, aparentemente molesto, mientras sus palabras quedaban amortiguadas por el jersey que se estaba poniendo.


Ella sintió cómo le ardían las mejillas. Se giró e intentó recordar por qué había subido al segundo piso. Había actuado por impulso y no se había dado tiempo para pensar qué iba a decir. Tal vez aquél no fuera el mejor momento para sacar el tema de su futuro en el puesto. Antes de abordar el tema tenía que asegurarse de que estaba de buen humor.


Buscó una razón a la desesperada que justificase su presencia en su habitación.


—Me preguntaba si querría que le preparase algo para comer.


Él se pasó la mano por el estómago, ahora cubierto por un suave jersey que realzaba el color azul de sus ojos.


—¿Puede prepararme un sándwich?


—Claro. ¿De jamón, pavo…? —dijo ella, alegre. Sabía que se pondría de mejor humor cuando tuviera el estómago lleno.


Había ido a la compra el día anterior, cuando un vecino le había ofrecido llevarla al pueblo. Había aceptado agradecida, ya que ir en coche le facilitaría la tarea de cargar con Emma y la compra, así que se había aprovisionado bien.


—Jamón. Con todo lo que quiera. Y café, si hay.


Ella asintió y se giró para marcharse.


—Señorita Chaves…


—¿Sí? —tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no mostrarse nerviosa. ¿Acaso iba a despedirla antes de darle la orden de que le preparara la cena?


—Comeré aquí. Voy a usar este cuarto como oficina cuando lo vacíe un poco. ¿Me puede traer el sándwich aquí arriba?


—Claro —dijo Paula, suspirando aliviada mientras se volvía para irse.


—Y, señorita Chaves…


—¿Sí?


—Cuando esté trabajando, no me moleste. Por ningún motivo. ¿Entendido?


—Entendido —dijo, asintiendo. ¿Cómo no iba a comprenderlo, con ese tono de voz?


Paula salió con rapidez, recogió el abrigo mojado del primer cuarto y se dijo que tendría que subir con algo para secar el suelo cuando le subiera el sándwich.


Cuando volvió con la comida y un termo de café, él ya estaba trabajando en su ordenador portátil y sus fuertes y largos dedos volaban sobre las teclas. Ella dejó la bandeja a su lado y él murmuró algo sin levantar la vista.


Secó el suelo y salió del cuarto lo más rápidamente que pudo para evitar molestarlo mientras trabajaba. Había adivinado que si algo podía provocar su despido, sería aquello.


Decidió no volver a ponerse el pijama por si él necesitaba algo más. Se tumbó en el sofá e intentó conciliar el sueño, pero estaba bien despierta, pensando en qué le iba a decir a Pedro Alfonso para convencerlo de que la mantuviera en su puesto en la Granja Blacksmith.


Emma empezó a despertarse y Paula la tomó en brazos antes de que empezara a llorar.


—Hambrienta, ¿verdad, chiquitina? —Emma hizo un gorgorito como respuesta y Paula se soltó con una mano dos botones de la camisa para darle el pecho a su hija sentada en el sofá.


—No te preocupes —le susurraba Paula—. Lo convenceré de que podemos hacer este trabajo.


Tomó el libro de intriga que tenía a medias y lo leyó en voz alta para la niña.


Paula esperaba no equivocarse en cuanto a lo de conseguir convencer a su jefe, porque no tenía ni idea de qué hacer si el señor Alfonso decidía buscar otra ama de llaves.


Cuando la niña acabó de comer, Paula le cambió el pañal y volvió a acostarla. Ella se tumbó, físicamente agotada, pero incapaz de dormirse por la cantidad de ideas que daban vueltas en su cabeza.


Finalmente se levantó y echó un vistazo a su alrededor buscando algo que hacer. Ya había limpiado la casa de arriba abajo, así que ahuecó los cojines del sofá y colocó las alfombras para ir después a la cocina. Podría empezar a preparar la cena del día siguiente. Cocinar siempre le daba tiempo para pensar. Tal vez pudiera idear un plan mientras preparaba un estofado.


Sacó algo de verdura del frigorífico y empezó a pelar y cortar. El ritmo del trabajo la ayudó a relajarse.


—¿Qué está haciendo?


Ella dio un respingo al oír su voz. Él estaba en la puerta con el termo de café en la mano y una expresión bastante sombría. Parecía que no pudiera hacer nada a derechas esa noche.


—Estoy preparando la cena.


Él la miró como si hubiera perdido la cabeza.


—Son las dos de la madrugada.


—Para mañana —echó una mirada al reloj—. Bueno, puesto que es más de medianoche, para esta noche, entonces —genial, empezaba a hablar por hablar.


—Parece agotada —dijo él, cuyo rostro pareció aún más temible—. ¿Por qué tiene que cocinar a estas horas?


—No podía dormir —hubiera querido preguntarle por qué estaba él despierto, pero se mordió la lengua. Él no parecía cansado. Estaba estupendo. Tenía el pelo ligeramente revuelto, como si se lo hubiera peinado con los dedos, pero eso lo hacía estar aún más atractivo.


—Bueno, pues déjelo —dijo él, levantando el termo.


Ella lo tomó y miró a su alrededor.


La pila estaba llena de cacharros y la encimera estaba cubierta de cacharros sucios. Había pretendido preparar solamente el estofado, pero la cosa se le había ido de las manos y estaba en medio de preparar varias cenas distintas. 


Le quedaba al menos una hora de trabajo y no quería dejarlo en ese momento.


—Le prepararé café —dijo ella, esperando que si se iba arriba cuanto antes, la dejaría continuar con lo que estaba haciendo. Tal vez él sólo escribiese por la noche. Había oído que algunos escritores hacían eso.


—Puedo prepararme el café yo solo —gruñó él, intentando tomar el termo de sus manos y cubriéndoselas con las suyas por un momento.


Paula se quedó quieta un momento al sentir la caricia del calor de sus manos y se apartó enseguida, intentando ignorar la agradable sensación de su suave piel contra sus secas manos.


Tomando aire para calmar su pulso acelerado, se giró y dejó el termo sobre la encimera.


—Yo lo haré —dijo, y mirándolo por encima del hombro, añadió—: Sólo tengo que poner unas cuantas cosas en la nevera antes de volver a la cama. Yo le subiré el café.


—No toleraré ninguna interrupción en mi trabajo —dijo, repitiendo la frase como una declaración de principios. Se quedó mirándola un momento y salió de la cocina.


Desde el punto de vista de Paula, había sido «él» quien la había interrumpido a «ella».


Molesta, cargó la cafetera con café recién molido y agua y se puso a recoger la encimera mientras la cocina se iba llenando del aromático olor de la infusión.


Lo último que necesitaba era enfadarlo, aunque no podía entender por qué el que ella se pusiera a cocinar en medio de la noche le supusiera a él un problema. Él no la pagaba por horas.


Cuando estuvo listo, vertió el café en el termo y puso un puñado de galletas en una servilleta para subírselo.


Él estaba sentado frente al ordenador, bloqueando la visión de la pantalla con los hombros. No levantó la vista cuando ella dejó el café y las galletas en una esquina de la mesa.


Paula bajó las escaleras de puntillas, acabó lo que estaba haciendo y se preparó para meterse en la cama. Volvió a dar de comer a Emma y después se acostó en el sofá intentando apartar las visiones de Pedro Alfonso de su mente.




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 6




Pedro se quedó mirando a la preciosa mujer que estaba hecha un ovillo en su sofá. Cuando dio la luz, sus enormes ojos azules parpadearon y él se sintió como Papá Oso al encontrar a Ricitos de Oro en su cama.


La diferencia estaba en que Ricitos de Oro no tenía un perro con apariencia demente. El perro se calmó cuando ella le ordenó que se callara, pero sus extraños ojos blancos seguían mirando en la dirección de PedroPedro miró a Paula, pero sin dejar de prestar atención al perro.


Ella parecía confusa y asustada, pero aun así seguía teniendo un aspecto encantador.


Justo lo que necesitaba, pensó mientras se frotaba la nuca. 


Su ensoñación de profunda soledad se desvanecía y se transformaba en molestias.


Estaba agotado de luchar contra la tormenta desde que salió de Philadelphia. Esa tarde, al oír la predicción, se había dicho a sí mismo que si no salía enseguida, se vería forzado a retrasar el viaje aún más, y no podía soportar la idea de verse bloqueado en la ciudad pudiendo estar en la Granja Blacksmith. Por eso decidió ir antes de lo previsto. Tenía que haber llamado para prevenirla, pero no se le había ocurrido que pudiera estar en la casa.


—¿Y bien? —dijo él, aún esperando su explicación.


Ella tragó saliva e hizo un gesto con la mano.


—Se fue la luz. No había agua ni electricidad.


Él miró a la lámpara del techo. ¿Acaso pensaba que era idiota?


—Parece que eso ya está solucionado.


Ella sacudió la cabeza de rubios rizos.


—La instalación de esta casa está conectada a un generador.


—¿No hay generador en la casa de piedra?


Ella volvió a sacudir la cabeza y siguió mirándolo como si fuera Atila el Huno.


Justo en ese momento, un gato con aspecto de haberse pillado de la cabeza a la cola en un aparato de maquinaria agrícola, apareció en la habitación y saltó al brazo del sofá. 


Ella lo acarició detrás de las orejas y él pudo oír el ronroneo del animal.


Pedro miró a su alrededor y se preguntó cuántos animales más habría allí, pero el perro se había calmado, lo cuál ya era algo.


—¿Señor Alfonso? —dijo ella, apartando al gato y las mantas que la cubrían. Cuando se levantó él pudo ver el pijama de franela rosa con patos amarillos que llevaba. Parecía a punto de echarse a llorar—. Siento estar aquí, pero mi bebé está resfriado y tengo que mantenerla en un sitio caliente.


¿Bebé? ¿Qué bebé? Pedro volvió a escrutar la sala preguntándose cómo había caído en aquella pesadilla.


—¿Qué bebé?


Ella señaló la canastilla de mimbre junto al sofá e Pedro se acercó para ver a la versión en miniatura de Paula dormida en la cesta.


En ese momento lo asaltó un batallón de emociones que lo dejaron enfadado y sin habla. Aquellos sentimientos lo tomaron, contra su voluntad, completamente por sorpresa. 


Tenía un niño. La mujer que parecía una niña tenía un hijo.


Ella empezó a recoger las mantas con movimientos compulsivos.


—Lo siento muchísimo, señor Alfonso. Me vestiré y me marcharé a casa.


Estaba claro que no había echado un vistazo al exterior recientemente. Estaban casi bloqueados por la nieve, y era sólo el principio.


—No —dijo él con firmeza, incapaz de soportar la idea. No podía sacar de allí a un bebé, enfermo o no, con aquel tiempo, y menos sin tener electricidad en la casita de piedra.


Además, probablemente fuera incapaz de encontrar la casa, aunque estaba a pocos metros.


Ella dejó de doblar mantas y se quedó mirándolo, con la barbilla temblorosa.


—¿No?


Sintiéndose extrañamente protector, él dijo.
—Desde luego que no —no iba a dejar que pusiese un pie en el exterior. Era tan bajita que la nieve le llegaría a la cintura.


Ella empezó a parpadear con rapidez, como si se le hubiera metido algo en los ojos.


—¿Y adonde voy a ir entonces?


Él se preguntó si tendría cerebro bajo todos esos rizos rubios. Normalmente no tenía muchos problemas comunicándose con la gente, pero por alguna razón, ella no parecía entender nada. Molesto, dijo:
—A ningún sitio. Usted se queda aquí.


Se dijo a sí mismo que no le importaba si era feliz o no, pero la expresión de desdicha que se pintó en su cara le hizo desear tomarla entre sus brazos. Oh, si, desde luego, tenía que marcharse a la casita de piedra cuanto antes. Pediría un segundo generador por la mañana.


—Oh —dijo ella, dejándose caer en el sofá abrazada a una manta—. Gracias.


Pedro miró por la ventana.


—¿Dónde está el padre del bebé? —su voz sonó más ruda de lo que él hubiera querido. Aquello no era asunto suyo, pero tenía que saberlo, y eso lo irritaba.


Ella tragó saliva y se le puso una cara muy extraña. Tras una larga pausa, dijo:
—No está aquí.


Extraña respuesta. Era el padre quien tenía que estar preocupándose del bebé, y no él. Él no quería ninguna complicación.


—Tengo mi teléfono móvil. ¿Puede llamarlo?


—Probablemente, no —dijo ella, parpadeando de nuevo.


¿Qué tipo de respuesta era ésa? O podía o no podía. ¿Qué quería decir con que probablemente no? Ella estaba actuando de un modo muy extraño así que la observó un momento, intentando comprender qué le pasaba.


—Paula, ¿Dónde está el padre de la niña?


Ella tragó saliva varias veces y bajó la mirada al suelo. 


Después levantó la barbilla y lo miró fijamente, con aquellos ojos tan grandes y azules.


—Está muerto.


Completamente pillado por sorpresa, Pedro no pudo hacer más que quedarse mirándola.


—¿Muerto?


Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.


No sabía qué decir. Era normal que pareciese tan disgustada.


Se sentía completamente atrapado en medio de una extraña pesadilla. Quería saber cuándo y cómo había muerto aquel hombre, pero ella parecía tan dolida y asustada que no se atrevió a preguntar.


Tenía que haberlo amado mucho y Pedro no tenía la menor idea de por qué eso lo molestaba tanto.



MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 5




Paula llevaba a Emma en una mochila para bebés sobre el pecho y se había puesto una chaqueta muy grande cerrada sobre la niña. Lo único que se veía de la pequeña era la cabecita, cubierta con un gorrito de lana rosa. Emma estaba resfriada y necesitaba calor.


El intermediario que se iba a ocupar de la venta de los caballos acababa de aparcar un enorme camión frente al establo.


—¿Señorita Chaves? —llamó mientras saltaba del camión.


—Hola —respondió ella—. Ya están listos para que se los lleve.


Había estado en el establo despidiéndose de Max, y le había costado más de lo esperado. Le había llevado manzanas y azúcar, y el caballo le había dado golpecitos con el morro en el hombro cuando empezó a llorar, como si supiera lo que estaba pasando. Paula achacó su sensibilidad a lo cansada que estaba. Emma tenía un poco de fiebre y se había pasado buena parte de la noche llorando.


—De acuerdo. Aquí tengo todos los papeles. Espero que podamos hacerlo con rapidez para que pueda marcharme antes de que empiece la tormenta —dijo él, mientras sacaba un montón de papeles con calcos de su bolsillo trasero.


Paula tomó los papeles y miró hacia el norte. Era por la mañana, pero el cielo estaba casi negro. Se preguntó cuánto tiempo faltaría para que empezase a nevar, pero aún le quedaba mucho por hacer antes de que llegase el señor Alfonso aquel fin de semana.


Mientras el hombre conducía a un gran caballo gris dentro del camión, fue a buscar a Max para agarrarlo por la brida, aunque sabía que la seguiría como un perrito.


Cuando fue a conducirlo al camión, el hombre dijo:
—Espera, quiero que éste entre el último, porque se baja el primero.


—Pensaba que todos iban a ir juntos —dijo Paula rascando al caballo en la barbilla.


—Éste no, él va al matadero. Un caballo cojo es imposible de vender.


Paula sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


—¿Quiere decir que lo van a matar?


El hombre se encogió de hombros.


—Pues sí.


—¿No sacará nada de dinero por él? —su mente hacía planes a toda velocidad.


—No, pero no le cobraré nada a su jefe por dejarlo allí.


Paula soltó la brida de Max y revisó los papeles que le había pasado el intermediario. Antes de darse tiempo de cambiar de idea, apartó la hoja de Max.


—¿No le importa entonces si se queda?


El hombre la miró con cara de sorpresa.


—Eso es cosa suya. Un caballo cojo come tanto como uno sano. No puede montarlo, ¿verdad?


Paula negó con la cabeza, pero lo cierto era que no montaba a ninguno de ellos, así que no cambiaba nada. Emma estornudó y Paula la acarició por encima de la gruesa chaqueta.


Después llevó a Max de nuevo a su sitio en el establo y cerró la puerta tras él mientras el intermediario de ganado cargaba a los otros dos caballos.


¿Por qué actuaba de un modo tan inconsciente? El señor Alfonso había dejado bien claro que quería que desapareciesen todos los animales. Un caballo no era fácil de esconder, ni tampoco podía permitirse alimentarlo, se recordó a si misma. Por eso fue a comprobar el contenedor del pienso. No había mucho, pero como ya sólo estaba Max, duraría bastante. Ya pensaría en algo.


Tras firmar los papeles, salió del establo y se despidió del hombre.


Fue hacia la casita de piedra llamándose tonta a si misma, y pensando a la vez si los vecinos dejarían que Max pastase en sus prados a cambio de que ella cuidara de sus hijos. Se lo preguntaría cuando fuera al pueblo a hacer la compra.


No podía soportar la idea de que sacrificaran a Max. Era un buen amigo, y a Paula no le sobraban los buenos amigos.


Recogió la cesta de la ropa sucia y la de pañales de Emma para llevarlos a la casa grande. Haría la colada al día siguiente, mientras limpiaba el resto de la casa.


Trabajó todo el día, deteniéndose cada poco rato para darle el pecho a Emma. Tenía la naricita tan taponada que le costaba mucho comer.


Al final del día, agotada, decidió por fin que ya era hora de dejar el trabajo. Con Emma en brazos, abrió la puerta principal y se sorprendió al ver que ya había cinco centímetros de nieve.


Le costó cerrar la puerta por la fuerza con que soplaba el viento, después fue al establo a dar de comer y beber a Max, que dormitaba plácidamente. Tollie se había hecho una cómoda cama en un montón de paja frente al sitio de Max, y su cola peluda golpeó contra el suelo cuando ella pasó a su lado y lo saludó. Crew Cut, el gato, que tenía la cabeza y las orejas llenas de cicatrices, estaba acurrucado con el perro. A pesar de que el perro estaba ciego, se defendía bastante bien, pero ella había notado que cada vez pasaba más tiempo en el establo. Paula dejó la puerta ligeramente abierta para que el gato y el perro pudieran salir si lo necesitaban.


Cuando por fin entró en su casa, notó que la temperatura en el interior era casi la misma que en el exterior. Tenía que encender la chimenea cuanto antes para calentar la habitación para la niña.


Tendrían que volver a dormir junto al fuego esa noche. 


Encendió el interruptor de la lámpara del salón.


Nada.


Paula gruñó. Ya no tenía electricidad y la tormenta no había hecho nada más que empezar. Eso significaba que ya no tendrían ni luz ni agua, porque la bomba del pozo también era eléctrica.


Con Emma aún en brazos, se giró y volvió a la casa principal para encender el generador. Allí, Paula abrió la puerta y dejó a Emma, que ya empezaba a protestar, en el sofá, rodeándola de cojines para evitar que se cayera. Después encendió el generador y a los pocos segundos pudo oír el ruido del frigorífico, pero también se oía el ulular del viento en el exterior.


Paula encendió la televisión para escuchar las noticias mientras daba el pecho a Emma. La niña estaba muy caliente, así que intentó tomarle la temperatura. Aún tenía algo de fiebre, lo que justificaba el hecho de que estuviera tan protestona, porque normalmente era muy tranquila.


La previsión meteorológica anunciaba temperaturas por debajo de cero grados centígrados, vientos fuertes y medio metro de nieve.


Era imposible que Paula pudiera mantener a Emma caliente en la casita de piedra; no había más fuente de calor que la chimenea, y cuando el viento soplaba no dejaba salir bien el humo, así que el ambiente dentro del salón era irrespirable, y Emma ya tenía bastantes problemas para respirar con su catarro.


—Supongo que nos quedaremos aquí esta noche —le dijo a la niña, mientras la acunaba en sus brazos.


Emma sonrió, con su sonrisita sin dientes, por primera vez aquel día.


—Ésa es mi chica. ¿Te gusta la idea? —el bebé emitió un ruidito y volvió a sonreír—. Acamparemos aquí, haré fuego para estar calentitas e incluso podremos ver la televisión.


Paula se preparó una lata de sopa y tomó nota en su cabeza para reponerla en cuanto fuera a la tienda con su dinero. 


Cuando estaba acabando, oyó a Tollie ladrar en la puerta que daba al porche y fue a abrirle.


Con el perro entró una bocanada de aire helador que la dejó casi sin aliento. El perro estaba cubierto de nieve y justo antes de cerrar la puerta, entró Crew, corriendo directamente hacia el salón.


Paula le sacudió la nieve de encima a Tollie, después colocó un trapo viejo junto a un radiador y lo condujo hasta allí para que se tumbara.


—Si quieres estar en casa, tienes que quedarte aquí.


Tollie dio tres vueltas sobre el trapo y después se dejó caer, aparentemente encantado con el acuerdo al que habían llegado. Desde allí, ella podía ver la cola de Crew asomar bajo la vitrina de la porcelana.


Paula encendió el fuego en la enorme chimenea de piedra y después sacó mantas para prepararse para pasar allí la noche. Después se dejó caer en los blandos cojines del sofá y se preparó para disfrutar del lujo de pasar la noche en una habitación caliente.


Estaba tan cansada que ni siquiera encendió la televisión y se quedó dormida casi de inmediato, con el ruido de la tormenta arrullándola.


Se despertó con los ladridos furiosos de Tollie. Aún medio dormida, levantó la cabeza preguntándose qué pasaría para que el perro se pusiera así. Después se dio cuenta de que no estaba en su casa, sino en la casa grande.


No tenía ni idea de cuánto había dormido, pero cuando iba a levantarse a ver qué pasaba, las luces del cuarto se encendieron, cegándola por completo.


Para su horror, vio que Pedro Alfonso la miraba desde la entrada del salón. Las hombreras de su abrigo estaban cubiertas de nieve y en su rostro se pintaba una expresión terrible.


Él apartó la mirada de ella un momento para echar un vistazo a Tollie, que gruñía de pie, a su lado, con el pelo de la nuca erizado.


—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella sin pensar. No lo esperaba hasta dos días después.


Él dejó caer su bolsa de viaje.


—Lo mismo le pregunto a usted —le respondió casi con un gruñido.


Paula deseó que la tragara la tierra. La despediría, y probablemente esa misma noche, a juzgar por la expresión de su rostro.


Le dijo a Tollie que se callara mientras se preguntaba adonde podría ir. ¿Qué iba a hacer? No tenía dinero ni educación especializada ni familia. Aún tenía deudas con el hospital y la funeraria. Ya se había quedado en la calle antes, pero no iba a dejar que esto le pasara a su niña. 


Nunca. Miró a su hijita, que estaba dormida, con una expresión profundamente descorazonada.