sábado, 13 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 6




Pedro se quedó mirando a la preciosa mujer que estaba hecha un ovillo en su sofá. Cuando dio la luz, sus enormes ojos azules parpadearon y él se sintió como Papá Oso al encontrar a Ricitos de Oro en su cama.


La diferencia estaba en que Ricitos de Oro no tenía un perro con apariencia demente. El perro se calmó cuando ella le ordenó que se callara, pero sus extraños ojos blancos seguían mirando en la dirección de PedroPedro miró a Paula, pero sin dejar de prestar atención al perro.


Ella parecía confusa y asustada, pero aun así seguía teniendo un aspecto encantador.


Justo lo que necesitaba, pensó mientras se frotaba la nuca. 


Su ensoñación de profunda soledad se desvanecía y se transformaba en molestias.


Estaba agotado de luchar contra la tormenta desde que salió de Philadelphia. Esa tarde, al oír la predicción, se había dicho a sí mismo que si no salía enseguida, se vería forzado a retrasar el viaje aún más, y no podía soportar la idea de verse bloqueado en la ciudad pudiendo estar en la Granja Blacksmith. Por eso decidió ir antes de lo previsto. Tenía que haber llamado para prevenirla, pero no se le había ocurrido que pudiera estar en la casa.


—¿Y bien? —dijo él, aún esperando su explicación.


Ella tragó saliva e hizo un gesto con la mano.


—Se fue la luz. No había agua ni electricidad.


Él miró a la lámpara del techo. ¿Acaso pensaba que era idiota?


—Parece que eso ya está solucionado.


Ella sacudió la cabeza de rubios rizos.


—La instalación de esta casa está conectada a un generador.


—¿No hay generador en la casa de piedra?


Ella volvió a sacudir la cabeza y siguió mirándolo como si fuera Atila el Huno.


Justo en ese momento, un gato con aspecto de haberse pillado de la cabeza a la cola en un aparato de maquinaria agrícola, apareció en la habitación y saltó al brazo del sofá. 


Ella lo acarició detrás de las orejas y él pudo oír el ronroneo del animal.


Pedro miró a su alrededor y se preguntó cuántos animales más habría allí, pero el perro se había calmado, lo cuál ya era algo.


—¿Señor Alfonso? —dijo ella, apartando al gato y las mantas que la cubrían. Cuando se levantó él pudo ver el pijama de franela rosa con patos amarillos que llevaba. Parecía a punto de echarse a llorar—. Siento estar aquí, pero mi bebé está resfriado y tengo que mantenerla en un sitio caliente.


¿Bebé? ¿Qué bebé? Pedro volvió a escrutar la sala preguntándose cómo había caído en aquella pesadilla.


—¿Qué bebé?


Ella señaló la canastilla de mimbre junto al sofá e Pedro se acercó para ver a la versión en miniatura de Paula dormida en la cesta.


En ese momento lo asaltó un batallón de emociones que lo dejaron enfadado y sin habla. Aquellos sentimientos lo tomaron, contra su voluntad, completamente por sorpresa. 


Tenía un niño. La mujer que parecía una niña tenía un hijo.


Ella empezó a recoger las mantas con movimientos compulsivos.


—Lo siento muchísimo, señor Alfonso. Me vestiré y me marcharé a casa.


Estaba claro que no había echado un vistazo al exterior recientemente. Estaban casi bloqueados por la nieve, y era sólo el principio.


—No —dijo él con firmeza, incapaz de soportar la idea. No podía sacar de allí a un bebé, enfermo o no, con aquel tiempo, y menos sin tener electricidad en la casita de piedra.


Además, probablemente fuera incapaz de encontrar la casa, aunque estaba a pocos metros.


Ella dejó de doblar mantas y se quedó mirándolo, con la barbilla temblorosa.


—¿No?


Sintiéndose extrañamente protector, él dijo.
—Desde luego que no —no iba a dejar que pusiese un pie en el exterior. Era tan bajita que la nieve le llegaría a la cintura.


Ella empezó a parpadear con rapidez, como si se le hubiera metido algo en los ojos.


—¿Y adonde voy a ir entonces?


Él se preguntó si tendría cerebro bajo todos esos rizos rubios. Normalmente no tenía muchos problemas comunicándose con la gente, pero por alguna razón, ella no parecía entender nada. Molesto, dijo:
—A ningún sitio. Usted se queda aquí.


Se dijo a sí mismo que no le importaba si era feliz o no, pero la expresión de desdicha que se pintó en su cara le hizo desear tomarla entre sus brazos. Oh, si, desde luego, tenía que marcharse a la casita de piedra cuanto antes. Pediría un segundo generador por la mañana.


—Oh —dijo ella, dejándose caer en el sofá abrazada a una manta—. Gracias.


Pedro miró por la ventana.


—¿Dónde está el padre del bebé? —su voz sonó más ruda de lo que él hubiera querido. Aquello no era asunto suyo, pero tenía que saberlo, y eso lo irritaba.


Ella tragó saliva y se le puso una cara muy extraña. Tras una larga pausa, dijo:
—No está aquí.


Extraña respuesta. Era el padre quien tenía que estar preocupándose del bebé, y no él. Él no quería ninguna complicación.


—Tengo mi teléfono móvil. ¿Puede llamarlo?


—Probablemente, no —dijo ella, parpadeando de nuevo.


¿Qué tipo de respuesta era ésa? O podía o no podía. ¿Qué quería decir con que probablemente no? Ella estaba actuando de un modo muy extraño así que la observó un momento, intentando comprender qué le pasaba.


—Paula, ¿Dónde está el padre de la niña?


Ella tragó saliva varias veces y bajó la mirada al suelo. 


Después levantó la barbilla y lo miró fijamente, con aquellos ojos tan grandes y azules.


—Está muerto.


Completamente pillado por sorpresa, Pedro no pudo hacer más que quedarse mirándola.


—¿Muerto?


Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.


No sabía qué decir. Era normal que pareciese tan disgustada.


Se sentía completamente atrapado en medio de una extraña pesadilla. Quería saber cuándo y cómo había muerto aquel hombre, pero ella parecía tan dolida y asustada que no se atrevió a preguntar.


Tenía que haberlo amado mucho y Pedro no tenía la menor idea de por qué eso lo molestaba tanto.



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