sábado, 13 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 5




Paula llevaba a Emma en una mochila para bebés sobre el pecho y se había puesto una chaqueta muy grande cerrada sobre la niña. Lo único que se veía de la pequeña era la cabecita, cubierta con un gorrito de lana rosa. Emma estaba resfriada y necesitaba calor.


El intermediario que se iba a ocupar de la venta de los caballos acababa de aparcar un enorme camión frente al establo.


—¿Señorita Chaves? —llamó mientras saltaba del camión.


—Hola —respondió ella—. Ya están listos para que se los lleve.


Había estado en el establo despidiéndose de Max, y le había costado más de lo esperado. Le había llevado manzanas y azúcar, y el caballo le había dado golpecitos con el morro en el hombro cuando empezó a llorar, como si supiera lo que estaba pasando. Paula achacó su sensibilidad a lo cansada que estaba. Emma tenía un poco de fiebre y se había pasado buena parte de la noche llorando.


—De acuerdo. Aquí tengo todos los papeles. Espero que podamos hacerlo con rapidez para que pueda marcharme antes de que empiece la tormenta —dijo él, mientras sacaba un montón de papeles con calcos de su bolsillo trasero.


Paula tomó los papeles y miró hacia el norte. Era por la mañana, pero el cielo estaba casi negro. Se preguntó cuánto tiempo faltaría para que empezase a nevar, pero aún le quedaba mucho por hacer antes de que llegase el señor Alfonso aquel fin de semana.


Mientras el hombre conducía a un gran caballo gris dentro del camión, fue a buscar a Max para agarrarlo por la brida, aunque sabía que la seguiría como un perrito.


Cuando fue a conducirlo al camión, el hombre dijo:
—Espera, quiero que éste entre el último, porque se baja el primero.


—Pensaba que todos iban a ir juntos —dijo Paula rascando al caballo en la barbilla.


—Éste no, él va al matadero. Un caballo cojo es imposible de vender.


Paula sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


—¿Quiere decir que lo van a matar?


El hombre se encogió de hombros.


—Pues sí.


—¿No sacará nada de dinero por él? —su mente hacía planes a toda velocidad.


—No, pero no le cobraré nada a su jefe por dejarlo allí.


Paula soltó la brida de Max y revisó los papeles que le había pasado el intermediario. Antes de darse tiempo de cambiar de idea, apartó la hoja de Max.


—¿No le importa entonces si se queda?


El hombre la miró con cara de sorpresa.


—Eso es cosa suya. Un caballo cojo come tanto como uno sano. No puede montarlo, ¿verdad?


Paula negó con la cabeza, pero lo cierto era que no montaba a ninguno de ellos, así que no cambiaba nada. Emma estornudó y Paula la acarició por encima de la gruesa chaqueta.


Después llevó a Max de nuevo a su sitio en el establo y cerró la puerta tras él mientras el intermediario de ganado cargaba a los otros dos caballos.


¿Por qué actuaba de un modo tan inconsciente? El señor Alfonso había dejado bien claro que quería que desapareciesen todos los animales. Un caballo no era fácil de esconder, ni tampoco podía permitirse alimentarlo, se recordó a si misma. Por eso fue a comprobar el contenedor del pienso. No había mucho, pero como ya sólo estaba Max, duraría bastante. Ya pensaría en algo.


Tras firmar los papeles, salió del establo y se despidió del hombre.


Fue hacia la casita de piedra llamándose tonta a si misma, y pensando a la vez si los vecinos dejarían que Max pastase en sus prados a cambio de que ella cuidara de sus hijos. Se lo preguntaría cuando fuera al pueblo a hacer la compra.


No podía soportar la idea de que sacrificaran a Max. Era un buen amigo, y a Paula no le sobraban los buenos amigos.


Recogió la cesta de la ropa sucia y la de pañales de Emma para llevarlos a la casa grande. Haría la colada al día siguiente, mientras limpiaba el resto de la casa.


Trabajó todo el día, deteniéndose cada poco rato para darle el pecho a Emma. Tenía la naricita tan taponada que le costaba mucho comer.


Al final del día, agotada, decidió por fin que ya era hora de dejar el trabajo. Con Emma en brazos, abrió la puerta principal y se sorprendió al ver que ya había cinco centímetros de nieve.


Le costó cerrar la puerta por la fuerza con que soplaba el viento, después fue al establo a dar de comer y beber a Max, que dormitaba plácidamente. Tollie se había hecho una cómoda cama en un montón de paja frente al sitio de Max, y su cola peluda golpeó contra el suelo cuando ella pasó a su lado y lo saludó. Crew Cut, el gato, que tenía la cabeza y las orejas llenas de cicatrices, estaba acurrucado con el perro. A pesar de que el perro estaba ciego, se defendía bastante bien, pero ella había notado que cada vez pasaba más tiempo en el establo. Paula dejó la puerta ligeramente abierta para que el gato y el perro pudieran salir si lo necesitaban.


Cuando por fin entró en su casa, notó que la temperatura en el interior era casi la misma que en el exterior. Tenía que encender la chimenea cuanto antes para calentar la habitación para la niña.


Tendrían que volver a dormir junto al fuego esa noche. 


Encendió el interruptor de la lámpara del salón.


Nada.


Paula gruñó. Ya no tenía electricidad y la tormenta no había hecho nada más que empezar. Eso significaba que ya no tendrían ni luz ni agua, porque la bomba del pozo también era eléctrica.


Con Emma aún en brazos, se giró y volvió a la casa principal para encender el generador. Allí, Paula abrió la puerta y dejó a Emma, que ya empezaba a protestar, en el sofá, rodeándola de cojines para evitar que se cayera. Después encendió el generador y a los pocos segundos pudo oír el ruido del frigorífico, pero también se oía el ulular del viento en el exterior.


Paula encendió la televisión para escuchar las noticias mientras daba el pecho a Emma. La niña estaba muy caliente, así que intentó tomarle la temperatura. Aún tenía algo de fiebre, lo que justificaba el hecho de que estuviera tan protestona, porque normalmente era muy tranquila.


La previsión meteorológica anunciaba temperaturas por debajo de cero grados centígrados, vientos fuertes y medio metro de nieve.


Era imposible que Paula pudiera mantener a Emma caliente en la casita de piedra; no había más fuente de calor que la chimenea, y cuando el viento soplaba no dejaba salir bien el humo, así que el ambiente dentro del salón era irrespirable, y Emma ya tenía bastantes problemas para respirar con su catarro.


—Supongo que nos quedaremos aquí esta noche —le dijo a la niña, mientras la acunaba en sus brazos.


Emma sonrió, con su sonrisita sin dientes, por primera vez aquel día.


—Ésa es mi chica. ¿Te gusta la idea? —el bebé emitió un ruidito y volvió a sonreír—. Acamparemos aquí, haré fuego para estar calentitas e incluso podremos ver la televisión.


Paula se preparó una lata de sopa y tomó nota en su cabeza para reponerla en cuanto fuera a la tienda con su dinero. 


Cuando estaba acabando, oyó a Tollie ladrar en la puerta que daba al porche y fue a abrirle.


Con el perro entró una bocanada de aire helador que la dejó casi sin aliento. El perro estaba cubierto de nieve y justo antes de cerrar la puerta, entró Crew, corriendo directamente hacia el salón.


Paula le sacudió la nieve de encima a Tollie, después colocó un trapo viejo junto a un radiador y lo condujo hasta allí para que se tumbara.


—Si quieres estar en casa, tienes que quedarte aquí.


Tollie dio tres vueltas sobre el trapo y después se dejó caer, aparentemente encantado con el acuerdo al que habían llegado. Desde allí, ella podía ver la cola de Crew asomar bajo la vitrina de la porcelana.


Paula encendió el fuego en la enorme chimenea de piedra y después sacó mantas para prepararse para pasar allí la noche. Después se dejó caer en los blandos cojines del sofá y se preparó para disfrutar del lujo de pasar la noche en una habitación caliente.


Estaba tan cansada que ni siquiera encendió la televisión y se quedó dormida casi de inmediato, con el ruido de la tormenta arrullándola.


Se despertó con los ladridos furiosos de Tollie. Aún medio dormida, levantó la cabeza preguntándose qué pasaría para que el perro se pusiera así. Después se dio cuenta de que no estaba en su casa, sino en la casa grande.


No tenía ni idea de cuánto había dormido, pero cuando iba a levantarse a ver qué pasaba, las luces del cuarto se encendieron, cegándola por completo.


Para su horror, vio que Pedro Alfonso la miraba desde la entrada del salón. Las hombreras de su abrigo estaban cubiertas de nieve y en su rostro se pintaba una expresión terrible.


Él apartó la mirada de ella un momento para echar un vistazo a Tollie, que gruñía de pie, a su lado, con el pelo de la nuca erizado.


—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella sin pensar. No lo esperaba hasta dos días después.


Él dejó caer su bolsa de viaje.


—Lo mismo le pregunto a usted —le respondió casi con un gruñido.


Paula deseó que la tragara la tierra. La despediría, y probablemente esa misma noche, a juzgar por la expresión de su rostro.


Le dijo a Tollie que se callara mientras se preguntaba adonde podría ir. ¿Qué iba a hacer? No tenía dinero ni educación especializada ni familia. Aún tenía deudas con el hospital y la funeraria. Ya se había quedado en la calle antes, pero no iba a dejar que esto le pasara a su niña. 


Nunca. Miró a su hijita, que estaba dormida, con una expresión profundamente descorazonada.





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