sábado, 13 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 7





Paula no podía mirar al señor Alfonso a la cara. Se quedó con la mirada fija en el fuego, segura de que cuando superara el shock de lo de la muerte de Billy, recuperaría el buen sentido y la despediría.


Estaba tan sumida en su desgracia que al oír su voz dio un respingo. No lo había oído acercarse a ella por detrás.


—¿Necesita ayuda con los preparativos?


Se quedó en blanco. ¿Preparativos? ¿De qué estaba hablando?


—El funeral —aclaró él después de un momento—. ¿Necesita que haga alguna llamada por usted?


Normal. Creía que Billy había muerto recientemente, no sabía que era viuda desde hacía dos meses. Como temía perder su trabajo, no había dicho nada.


Su amabilidad le sorprendió hasta casi hacerle perder la serenidad. Ella sacudió la cabeza.


—No. Ya ha pasado todo.


No había podido correr con los gastos del funeral, pero tampoco había ido nadie. Le había pedido a uno de los mejores amigos de Billy que recogiera las cenizas de la funeraria porque no tenía coche para ir a recogerlas ella misma.


Unos días después él la había llamado para decirle que los amigos de copas habían celebrado un funeral en su bar favorito. Al parecer no se les había ocurrido invitarla, y ella por su parte, tampoco les preguntó qué habían hecho con las cenizas.


—¿Cuándo murió?


Tenía que decírselo, y una vez que lo hiciera, sabría que le había mentido.


—Hace dos meses y medio —dijo ella, mirándolo a la cara y observando su sorpresa.


—Ya veo —recogió su bolsa y sin decir palabra, salió del cuarto.


Ella lo miró marcharse e intentó contener las lágrimas al ver a su hijita dormida.


—Lo siento, cariño —susurró, sintiendo cómo toda su seguridad desaparecía.


Había sido muy inocente al pensar que podría engañar a todo el mundo y conservar los dos puestos de trabajo para poder quedarse a vivir en la casita de piedra. Tragándose un sollozo, se preguntó qué iba a hacer.


Paula odiaba sentir pena de sí misma; había aprendido hacía tiempo que era una pérdida de tiempo y que no era nada productivo. Después se dijo a si misma que no merecía la pena, que no le habían dicho que la fueran a despedir y desde luego, ella se había ocupado de todo desde la muerte de Billy.


Maldita sea, se había ocupado de todo desde que descubrió que estaba embarazada y se había trasladado allí con Billy.


Normalmente él tenía resaca por las mañanas y dormía hasta tarde. Cuando se levantaba solía ir al bar o de caza, o a pescar con sus amigotes.


Paula decidió hablar claramente con el señor Alfonso y presentarle su caso sin darle tiempo a pensar demasiado sobre lo que acababa de saber. Tenía que convencerlo de que la mantuviera en su puesto, y desde luego, había probado que podía ocuparse de ello.


Arropó bien a Emma y fue al cuarto de la lavadora para sacar de la secadora una camisa de franela y unos vaqueros que estaban secándose allí con el resto de su colada. 


Estaba claro que no podía ir a hablar con él vestida con un pijama rosa de patitos, así que decidió cambiarse de ropa.


Volvió al salón, echó un vistazo a Emma y subió al piso superior. Se detuvo en la primera habitación iluminada. 


Había una maleta negra sobre la mesa de trabajo y su abrigo estaba colgado en la silla, goteando, pero no había ni rastro del señor Paula.


Continuó por el pasillo hasta la siguiente habitación y se detuvo, helada en el umbral. Él estaba de pie junto al armario, de espaldas a ella.


Con la espalda desnuda.


Sus ojos se deleitaron con la suave piel de sus amplios hombros y la fina cintura. A Paula se le quedó la boca seca. 


Aquel hombre tenía la complexión de un dios griego… 


¿Quién iba a imaginar tanta perfección bajo la elegante ropa?


Debió de hacer algún ruido porque él miró por encima del hombro y la vio antes de que ella pudiese escaparse.


—¿Necesita algo, señorita Chaves? —preguntó, aparentemente molesto, mientras sus palabras quedaban amortiguadas por el jersey que se estaba poniendo.


Ella sintió cómo le ardían las mejillas. Se giró e intentó recordar por qué había subido al segundo piso. Había actuado por impulso y no se había dado tiempo para pensar qué iba a decir. Tal vez aquél no fuera el mejor momento para sacar el tema de su futuro en el puesto. Antes de abordar el tema tenía que asegurarse de que estaba de buen humor.


Buscó una razón a la desesperada que justificase su presencia en su habitación.


—Me preguntaba si querría que le preparase algo para comer.


Él se pasó la mano por el estómago, ahora cubierto por un suave jersey que realzaba el color azul de sus ojos.


—¿Puede prepararme un sándwich?


—Claro. ¿De jamón, pavo…? —dijo ella, alegre. Sabía que se pondría de mejor humor cuando tuviera el estómago lleno.


Había ido a la compra el día anterior, cuando un vecino le había ofrecido llevarla al pueblo. Había aceptado agradecida, ya que ir en coche le facilitaría la tarea de cargar con Emma y la compra, así que se había aprovisionado bien.


—Jamón. Con todo lo que quiera. Y café, si hay.


Ella asintió y se giró para marcharse.


—Señorita Chaves…


—¿Sí? —tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no mostrarse nerviosa. ¿Acaso iba a despedirla antes de darle la orden de que le preparara la cena?


—Comeré aquí. Voy a usar este cuarto como oficina cuando lo vacíe un poco. ¿Me puede traer el sándwich aquí arriba?


—Claro —dijo Paula, suspirando aliviada mientras se volvía para irse.


—Y, señorita Chaves…


—¿Sí?


—Cuando esté trabajando, no me moleste. Por ningún motivo. ¿Entendido?


—Entendido —dijo, asintiendo. ¿Cómo no iba a comprenderlo, con ese tono de voz?


Paula salió con rapidez, recogió el abrigo mojado del primer cuarto y se dijo que tendría que subir con algo para secar el suelo cuando le subiera el sándwich.


Cuando volvió con la comida y un termo de café, él ya estaba trabajando en su ordenador portátil y sus fuertes y largos dedos volaban sobre las teclas. Ella dejó la bandeja a su lado y él murmuró algo sin levantar la vista.


Secó el suelo y salió del cuarto lo más rápidamente que pudo para evitar molestarlo mientras trabajaba. Había adivinado que si algo podía provocar su despido, sería aquello.


Decidió no volver a ponerse el pijama por si él necesitaba algo más. Se tumbó en el sofá e intentó conciliar el sueño, pero estaba bien despierta, pensando en qué le iba a decir a Pedro Alfonso para convencerlo de que la mantuviera en su puesto en la Granja Blacksmith.


Emma empezó a despertarse y Paula la tomó en brazos antes de que empezara a llorar.


—Hambrienta, ¿verdad, chiquitina? —Emma hizo un gorgorito como respuesta y Paula se soltó con una mano dos botones de la camisa para darle el pecho a su hija sentada en el sofá.


—No te preocupes —le susurraba Paula—. Lo convenceré de que podemos hacer este trabajo.


Tomó el libro de intriga que tenía a medias y lo leyó en voz alta para la niña.


Paula esperaba no equivocarse en cuanto a lo de conseguir convencer a su jefe, porque no tenía ni idea de qué hacer si el señor Alfonso decidía buscar otra ama de llaves.


Cuando la niña acabó de comer, Paula le cambió el pañal y volvió a acostarla. Ella se tumbó, físicamente agotada, pero incapaz de dormirse por la cantidad de ideas que daban vueltas en su cabeza.


Finalmente se levantó y echó un vistazo a su alrededor buscando algo que hacer. Ya había limpiado la casa de arriba abajo, así que ahuecó los cojines del sofá y colocó las alfombras para ir después a la cocina. Podría empezar a preparar la cena del día siguiente. Cocinar siempre le daba tiempo para pensar. Tal vez pudiera idear un plan mientras preparaba un estofado.


Sacó algo de verdura del frigorífico y empezó a pelar y cortar. El ritmo del trabajo la ayudó a relajarse.


—¿Qué está haciendo?


Ella dio un respingo al oír su voz. Él estaba en la puerta con el termo de café en la mano y una expresión bastante sombría. Parecía que no pudiera hacer nada a derechas esa noche.


—Estoy preparando la cena.


Él la miró como si hubiera perdido la cabeza.


—Son las dos de la madrugada.


—Para mañana —echó una mirada al reloj—. Bueno, puesto que es más de medianoche, para esta noche, entonces —genial, empezaba a hablar por hablar.


—Parece agotada —dijo él, cuyo rostro pareció aún más temible—. ¿Por qué tiene que cocinar a estas horas?


—No podía dormir —hubiera querido preguntarle por qué estaba él despierto, pero se mordió la lengua. Él no parecía cansado. Estaba estupendo. Tenía el pelo ligeramente revuelto, como si se lo hubiera peinado con los dedos, pero eso lo hacía estar aún más atractivo.


—Bueno, pues déjelo —dijo él, levantando el termo.


Ella lo tomó y miró a su alrededor.


La pila estaba llena de cacharros y la encimera estaba cubierta de cacharros sucios. Había pretendido preparar solamente el estofado, pero la cosa se le había ido de las manos y estaba en medio de preparar varias cenas distintas. 


Le quedaba al menos una hora de trabajo y no quería dejarlo en ese momento.


—Le prepararé café —dijo ella, esperando que si se iba arriba cuanto antes, la dejaría continuar con lo que estaba haciendo. Tal vez él sólo escribiese por la noche. Había oído que algunos escritores hacían eso.


—Puedo prepararme el café yo solo —gruñó él, intentando tomar el termo de sus manos y cubriéndoselas con las suyas por un momento.


Paula se quedó quieta un momento al sentir la caricia del calor de sus manos y se apartó enseguida, intentando ignorar la agradable sensación de su suave piel contra sus secas manos.


Tomando aire para calmar su pulso acelerado, se giró y dejó el termo sobre la encimera.


—Yo lo haré —dijo, y mirándolo por encima del hombro, añadió—: Sólo tengo que poner unas cuantas cosas en la nevera antes de volver a la cama. Yo le subiré el café.


—No toleraré ninguna interrupción en mi trabajo —dijo, repitiendo la frase como una declaración de principios. Se quedó mirándola un momento y salió de la cocina.


Desde el punto de vista de Paula, había sido «él» quien la había interrumpido a «ella».


Molesta, cargó la cafetera con café recién molido y agua y se puso a recoger la encimera mientras la cocina se iba llenando del aromático olor de la infusión.


Lo último que necesitaba era enfadarlo, aunque no podía entender por qué el que ella se pusiera a cocinar en medio de la noche le supusiera a él un problema. Él no la pagaba por horas.


Cuando estuvo listo, vertió el café en el termo y puso un puñado de galletas en una servilleta para subírselo.


Él estaba sentado frente al ordenador, bloqueando la visión de la pantalla con los hombros. No levantó la vista cuando ella dejó el café y las galletas en una esquina de la mesa.


Paula bajó las escaleras de puntillas, acabó lo que estaba haciendo y se preparó para meterse en la cama. Volvió a dar de comer a Emma y después se acostó en el sofá intentando apartar las visiones de Pedro Alfonso de su mente.




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