sábado, 6 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 17





Oyó pasos y miró rápidamente a su alrededor. Marcelo se acercaba al Jeep. Paula dejó escapar un leve suspiro de alivio al ver que no era Pedro. Necesitaba un poco más de tiempo.


Marcelo se detuvo a un lado del Jeep.


— ¿Estás bien? —preguntó mirándola fijamente.


Paula sabía que estaba colorada de vergüenza.


—Claro. ¿Por qué?


—Vi que tenías los ojos cerrados y pensé que tal vez te encontrabas mal. Con este bochorno...


Ella estuvo a punto de echarse a reír, porque en efecto el bochorno la hacía sentirse mal. Pero no el bochorno al que se refería Marcelo.


—Estoy bien, de veras —dijo con voz tranquilizadora.


Marcelo se apoyó contra el Jeep.


—En fin, creo que nuestro piquito de oro ha conseguido convencer a la señora Crossland... Al menos de momento.


—Te sentirás aliviado —dijo ella. Sus tribulaciones la habían hecho olvidarse de los Crossland.


— Menuda actuación habéis hecho ahí dentro. Habéis estado fantásticos, de verdad. Cuando te fuiste, la señora Crossland se quedó tiesa como un palo — Paula asintió con la cabeza, incapaz de contestar. Marcelo se echó a reír—. De veras, deberías haber visto a Pedro cuando tú saliste. Se comportó como un enamorado embobado. Estaba tan distraído que no podía ni concentrarse en la conversación. No sabes cuánto me ha costado contener la risa.


Paula se aclaró la garganta.


— ¿Sabes cuánto tardará?


Como si hubiera oído la pregunta, Pedro apareció en la puerta principal de la casa. Bajó los escalones de dos en dos y se acercó al Jeep a grandes pasos.


— Siento haber tardado tanto —dijo al llegar—. No sé cuánto tiempo durará, pero por ahora la señora Crossland ha aceptado no aparecer por la obra más que una vez a la semana. A cambio, le dije que intentaría convencer a su marido para que acepte los cambios que propone.


Marcelo asintió.


—Estupendo,


—La señora Crossland está sola y aburrida. Una combinación mortal para una mujer con demasiado dinero y demasiado tiempo en sus manos. Le he sugerido que se vaya a Europa con su marido. No sé si seguirá mi consejo, pero espero que por lo menos te deje en paz —le dijo a Marcelo—. Si no, llámame inmediatamente.


—Demos gracias al Señor y entonemos el aleluya —dijo Marcelo—. Nuestro mago particular ha vuelto a hacer un prodigio.


Pedro miró su reloj y luego se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón.


— ¿Te importa que me lleve el coche un rato? —preguntó sin dejar de mirar a Marcelo—. Tengo que hacer algunas llamadas, y los papeles que necesito están en la casa.


— Claro, llévatelo —contestó Marcelo alegremente—. ¿Cuándo volveréis a Dallas?


—Lo decidiré después de hacer algunas llamadas.


Paula lo miró, sorprendida. ¿Qué había que decidir? Pedro ya le había dicho que se irían por la mañana, aunque el problema no se hubiera resuelto. Con los ojos fijos en Marcelo, Pedro añadió:
—Volveré a recogerte antes de que acabe la jornada.


Marcelo sacudió la cabeza.
—No te molestes. Me iré con alguno de los chicos. Ahora que nos hemos quitado de encima el problema, puede que salga a tomar unas cervezas y a echar unas partidas de billar. Voy a celebrarlo por todo lo alto.


Paula comprendió de pronto que, si Marcelo no llegaba pronto a casa, Pedro y ella pasarían solos en el chalet las horas siguientes.


«Ay, mamá, sálvame de mí misma.»


Pedro se montó en el Jeep como si Paula no existiera. Sabía que eso era una descortesía inexcusable, pero también sabía que no se atrevería a mirarla hasta que lograra tomar las riendas de sus emociones. Hacía una hora que se habían besado y aún tenía el pulso acelerado. Si la miraba, empezaría a revivir aquel momento... y a preguntarse sobre la evidente reacción química que se había producido entre ellos.


Hicieron en silencio casi todo el camino de regreso. Ya habían tomado el desvío de entrada a la urbanización cuando Pedro dijo:
— ¿Tienes hambre?


—No mucha.


— Creo que Marcelo tiene la cocina bien surtida. Supongo que encontraremos algo que comer, a no ser que quieras que paremos en el restaurante.


— No, vamos al chalet —Paula habló con su voz de niña aplicada, signo inequívoco de que estaba enojada.


Pero ¿cómo no iba a estarlo? Pedro llevaba años andando de puntillas a su alrededor, intentando ocultar la atracción que sentía por ella, sin afrontar el hecho de que Paula le gustaba más que cualquier otra mujer, ¿Qué haría respecto a la atracción mutua que el beso había desvelado?


A lo largo de los años, Paula le había contado historias de su vida familiar, de la muerte prematura de su padre y de cómo su madre había asumido el papel de ambos progenitores. No había hecho falta que le dijera que era su madre quien la había enseñado a comportarse como una auténtica dama.


Paula no tenía líos amorosos. Pedro estaba seguro de ello, aunque ignoraba la razón. Sí. Paula era una dama en el verdadero sentido de la palabra. Se comportaba en todo momento con una elegancia que a él lo hacía sentirse avergonzado de sí mismo.


Sin embargo, Pedro no podía ignorar lo que había pasado entre ellos esa mañana. Había percibido el deseo de Paula, su ansia, su pasión... y había estado a punto de dejarse llevar por un repentino arrebato.


No dejaba de pensar en el canalla que le escribía notas anónimas. Y se le habían ocurrido varias ideas. Quizá Paula no estuviera de acuerdo con ninguna de ellas, pero quería contárselas mientras todavía pudieran estar a solas.


Marcelo parecía haberse dado cuenta de todo. Por eso iba a dejarlos solos esa noche.


Llegaron a la puerta del chalet y salieron del coche sin decir palabra. Pedro abrió la puerta de la casa y le indicó a Paula que entrara. Una vez dentro, ella pareció dudar entre bajar a su habitación y subir al cuarto de estar. Pedro señaló la escalera de subida.


—Hay cierto asuntos que quiero discutir contigo.


Ella adoptó inmediatamente el papel de su asistente, papel que ejecutaba a la perfección.


—Desde luego —dijo—. Traeré mi maletín —empezó a bajar las escaleras.


—No te hará falta —dijo él y, sin esperarla, subió los escalones de tres zancadas. Cuando estuvo en la cocina, sacó una jarra de té de la nevera. Tras llenar de hielo dos vasos, sirvió el té y entró en el cuarto de estar, donde Paula esperaba de pie, mirándolo como si aguardara instrucciones.


Pedro le entregó un vaso y le indicó que se sentara en un confortable sillón. Ella tomó asiento. Él, por su parte, se acomodó en un sillón idéntico, a su lado. Así podía estar cerca de ella, pero no lo bastante como para tocarla. 


Además, podía verle la cara y observar su reacción ante lo que iba a proponerle.


Paula bebió un largo trago de té y suspiró, satisfecha.


—Lo necesitaba. Tenía mucha sed —dio otro trago, y Pedro hizo lo mismo.


Cuando volvió a mirarla, ella había dejado el vaso sobre la mesita que había entre los dos y había juntado las manos sobre el regazo. Tenía una expresión serena, como casi siempre. Había vuelto a adoptar su fachada profesional. 


Pero no era eso lo que Pedro quería.


—Tengo un par de ideas que me gustaría que tomaras en consideración —ligeras arrugas se formaron entre las cejas de Paula, que permaneció en silencio, aguardando—. Esta es una de ellas —continuó él—. Estoy de acuerdo en que no debes volver a tu apartamento. Quién sabe qué hará ese tipo la próxima vez... Haces bien en no tomarte este asunto a la ligera —ella se recostó en el sillón con expresión de sorpresa. Sí, no se esperaba que aquella conversación, aquella reunión, girara en torno a ella. Pedro se inclinó hacia delante, sujetaba el vaso entre las manos y apoyaba los codos sobre las rodillas —. Mi idea consiste en que te mudes a mi casa —ella lo miró como si hubiera empezado a hablar en chino—. Tengo bastante sitio, de veras. Tú has visto mi casa. Es demasiado grande para una sola persona. Y, además, es muy segura. Está rodeada por una verja de hierro forjado y las puertas son electrónicas —la miró un momento antes de fijar de nuevo la vista en el vaso. Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo inexpresivamente—. Allí estarás a salvo — añadió él, confiando en que su voz sonara razonable y lógica.


Esperó, aliviado porque ella no rechazara su sugerencia inmediatamente. Paula solía sopesar con calma las propuestas que se le hacían, contemplándolas desde todos los ángulos. Finalmente, dijo con voz inexpresiva:
—Lo habrás pensado bien, supongo.


Actuaba como si todos los días le pidieran que se fuera a vivir con alguien, mientras que Pedro tenía las manos húmedas, y no por el vaso de hielo que sujetaba entre las manos. Él asintió, y añadió:
— Sí, le he dado muchas vueltas desde que me contaste lo de los anónimos.


— Sería una solución temporal, Pedro. Agradezco el ofrecimiento, pero no veo adonde...


—Yo no he dicho que fuera temporal. 


Ella se puso rígida.


— ¿No hablarás en serio? No puedo vivir contigo para siempre.


 — ¿Por qué no?


— ¡¿Que por qué no?! —Por primera vez desde que había llegado, pareció agitada—. Porque no funcionaría, por eso. Pasamos casi todo el día juntos. Los dos necesitamos desconectar al final del día.


Él asintió.


—Eso no es ningún problema. Deberíamos hablar de cosas más importantes.


Paula se quedó callada. Pasó un minuto antes de que volviera a hablar.


— ¿Cómo cuáles? —preguntó, un poco jadeante.


Él alzó los ojos y le permitió ver cuánto la deseaba.


— Como de dónde dormirás, por ejemplo —contestó suavemente.


Vio que Paula intentaba digerir lo que insinuaba su comentario.


— ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? —preguntó ella finalmente.


Él dejó el vaso sobre la mesa y se pasó la mano húmeda por el pelo antes de decir:
— Somos dos personas solteras y sanas, Paula. No hay razón para que no podamos vivir juntos, dormir juntos y trabajar juntos.


¿Parecía tan ansioso como se sentía? 


—A mí se me ocurre una —contestó ella tras otra larga pausa.


—¿Cual?


—Que ese no es el modo en que quiero vivir. Hasta el momento, he conseguido conducir mi vida de modo que puedo mirarme al espejo por las mañanas sin avergonzarme de mí misma. No veo razón para cambiar ahora.


Pedro contaba con aquella reacción.


— También tengo una solución para eso —dijo.


—Ah, pues estoy deseando oírla —apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cerró los ojos —. ¿Cuál es?


—Podemos casarnos.






BAJO AMENAZA: CAPITULO 16





Paula bajó corriendo las escaleras, agarrándose a la barandilla provisional, pues no sabía si sus piernas la sostendrían. ¿Qué había pasado? Algo alarmante, algo maravilloso, algo que transformaba su relación profesional en Dios sabía qué.


Se detuvo cuando llegó al porche y respiró hondo varias veces, confiando en calmarse antes de bajar los escalones que conducían al patio delantero. Procuró llegar al Jeep sin dar un traspié, empeñada en que los obreros que pudieran verla no pensaran que le pasaba algo raro, a pesar de que en los últimos minutos su universo había girado sobre su eje y se había vuelto del revés.


Pedro Alfonso la había besado. Se había salido completamente de su papel. Aquel beso la había pillado completamente desprevenida, al igual que su propia reacción.


No sabía si podría volver a mirarlo a la cara después de haberlo besado de aquella forma, como una mujer hambrienta de amor.


Llegó al Jeep y se dejó caer en el asiento delantero, dando gracias al cielo porque Pedro hubiera aparcado a la sombra de un árbol, de modo que la temperatura en el interior del vehículo era fresca a pesar del calor bochornoso del mediodía. Cenó los ojos y deseó que se la tragara la tierra.


Lo que la hacía temblar era el recuerdo de la mirada ardiente de Pedro. Sabía que debía tomar las riendas de sus emociones de alguna forma, antes de que su jefe y Marcelo regresaran al coche. Abrió los ojos y cuadró los hombros resueltamente. «Afronta la situación», se dijo. «Piensa en este asunto como en un problema que hay que resolver.»


Antes de nada, le debía a Pedro una disculpa. Ensayó unas cuantas en su cabeza. «Lamento haberte agarrado y haberte besado así.» No, esa no servía. Además, era mentira. Se sentía avergonzada por haberse lanzado a su cuello; y humillada por haber traicionado lo que secretamente sentía por él. Sí. Pero no lo lamentaba. 


Llevaba demasiados años preguntándose cómo sería besar a Pedro. Bueno, pues ya lo había averiguado... delante de una clienta y de un empleado de la empresa. «Siento haberme aprovechado de la situación.» Eso se acercaba más a la verdad. Pedro la había besado para dar mayor veracidad a su actuación delante de la señora Crossland. 


Seguramente había pensado que los actos eran más expresivos que las palabras. Si así era, su comportamiento sin duda le habría desvelado más de la cuenta acerca de lo que sentía por él.


Lástima que no estuvieran en Dallas. Allí podría haberse refugiado en su apartamento hasta recobrar la calma. Pero enseguida recordó que eso tampoco le serviría de nada. 


Había decidido dejar su apartamento, temporalmente al menos, porque ya no se sentía segura en él.


De momento, no había ningún sitio donde se sintiera a salvo. 


De pronto, añoró los sabios consejos de su madre, como le ocurría a menudo desde la muerte de esta. Cerró los ojos y trató de recordar qué le había dicho su madre sobre su relación con Pedro. En su cabeza empezaron a formarse las palabras. Como si su madre estuviera sentada a su lado en el Jeep, Paula la oyó decir:
—Paula, cariño, sé que te sientes atraída por tu nuevo jefe, pero debes recordar que es muy arriesgado iniciar una relación con un compañero de trabajo.


«Tienes mucha razón, mamá.»


—Es un hombre muy atractivo, Paula. Me recuerda a tu padre en muchos sentidos.


Aquella comparación le había parecido acertada, pero Pedro se había dicho muchas veces a lo largo de los años que ella no tenía la valentía y la resolución suficientes para tomar la drástica decisión de cambiar de vida que su madre había tomado siendo muy joven. Andrea, su madre había renunciado a una vida cómoda y a todo contacto con su familia para casarse con Christopher Wood, el hombre al que amaba.


Paula tenía vagos recuerdos de su padre. La casa familiar estaba repleta de fotografías de él. Siempre le había encantado escuchar las historias que su madre contaba sobre su padre. Aunque Andrea se había entristecido al descubrir lo seria que era su enfermedad, también le había dicho a Paula que así, al menos, volvería a reunirse con su marido. Christopher había sido un hombre muy guapo y, al igual que Pedro, se había hecho a sí mismo. El verano que Andrea lo conoció, Christopher trabajaba de jardinero para pagarse los estudios en la universidad. Ella había terminado su primer curso en una prestigiosa universidad del Este y había vuelto a casa a pasar las vacaciones de verano. 


Christopher era tres años mayor que ella, pero como cada año tenía que trabajar varios meses para pagarse la universidad, cuando se conocieron solo había completado cinco semestres de la carrera. A Andrea le gustaba contarles a sus hijos cómo se conocieron: cómo lo vio trabajando en el jardín de su madre una mañana de verano; cómo relucía su pecho desnudo y moreno, cubierto de sudor; con qué gracia se movía su cuerpo fibroso y atlético; cómo supo que aquel era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida antes siquiera de hablar con él. Decía que de pronto había sentido una especie de revelación, como si una voz interior, muy profunda, le dijera: «Ahí esta, Andrea. Ahí tienes al hombre que te dará el amor que siempre has deseado. Ve a conocerlo. No lo lamentarás». Abdrea procedía de una familia privilegiada. Christopher nunca hablaba de la suya. 


Aquel verano, la trató como si fuera de cristal y nunca la tocaba; apenas se atrevía a dirigirle la palabra. Mientras él trabajaba, ella parloteaba sobre la universidad, sobre sus amigos y sus compras, pero no le decía que había dejado de aceptar invitaciones de otros chicos. No quería ver a nadie más, les explicaba Andrea a sus hijos. Su corazón ya había elegido. Una semana antes del día previsto para su regreso a la universidad, Christopher y Andrea se escaparon. Andrea confiaba en que, una vez que sus padres asumieran su boda con un hombre tan ajeno a su círculo social, la perdonarían y aceptarían a su marido. Pero se equivocaba.


Paula nunca había conocido a sus abuelos. Su madre contestaba con evasivas cuando sus hijos le preguntaban por ellos, diciendo que aquello no tenía importancia. Lo que importaba era la familia que su marido y ella habían creado. 


Paula a menudo se preguntaba cómo habrían sido sus vidas de no haber muerto su padre en un accidente en una plataforma petrolífera diez años después de su boda. 


Christopher aceptó aquel trabajo porque pagaban bien y tenía tres hijos pequeños que alimentar. Trabajaba dos semanas seguidas y pasaba otras dos en casa. Paula recordaba la alegría de su madre cada vez que Christopher volvía a casa. Aquellos eran sus recuerdos más queridos. 


Tenía cinco años cuando su padre murió. La compañía petrolera les pagó una generosa indemnización, y su madre solo quiso utilizarla para pagar la educación de sus hijos. Insistía en que eso era lo que hubiera querido su padre, porque Andrea y él nunca pudieron acabar sus estudios.


Andrea se las veía y se las deseaba para llegar a fin de mes, pero los niños nunca pasaron privaciones. Además, recibieron de su madre una esmerada educación acerca de cómo debían comportarse en el mundo. Un regalo de valor incalculable.


Paula vio a su madre recoger los fragmentos de su vida rota y seguir adelante, sin hacer ningún esfuerzo por contactar con su familia. A veces, se preguntaba si sus abuelos se habrían enterado de la muerte de su padre. A largo plazo, su ausencia no les había causado ninguna carencia. Andrea colmaba sus necesidades, tanto material como emocionalmente.


Por más que hubiera escuchado la historia de amor de sus padres durante su niñez, Paula nunca se creyó capaz de mandarlo todo al garete y desafiar a su familia para casarse con un hombre al que conocía desde hacía solo unas semanas. Hasta que, ocho años atrás, había visto a Pedro Alfonso en la puerta de un pequeño café, sudoroso, cansado y cubierto de polvo y yeso, dispuesto a entrevistarla para su primer empleo. En aquel cegador momento de revelación, comprendió plenamente a su madre por primera vez en su vida. «Recuerda, cariño mío», le había dicho Andrea una vez cuando empezó a trabajar para Pedro, «que este es tu primer empleo. Es importante que lo hagas bien. Tus futuros jefes se dirigirán a esa empresa para pedir referencias. No es conveniente que te enamores de tu jefe».


«Es demasiado tarde para eso, mamá», había querido decirle ella. Ya era demasiado tarde cuando Pedro la llevó a conocer la oficina aún por terminar y le explicó que tendría que hacer el trabajo de tres personas, aunque el salario apenas alcanzaba para una.


Hubiera podido buscarse otro empleo, pero la idea ni siquiera se le pasó por la cabeza. Decidió seguir los consejos de su madre y no embarcarse en una relación sentimental con Pedro. Sabía que, al aceptar el trabajo, al menos podría verlo cada día. Solo aspiraba a ayudar a aquel hombre tenaz y solitario a alcanzar su sueño. Y lo había logrado.


Había aceptado tiempo atrás que, algún día, Pedro se casaría con una de aquellas mujeres de la alta sociedad con las que salía. Pero, a decir verdad, ella tampoco se había quedado en casa, llorando por un sueño que no podía cumplir. Había salido con hombres de vez en cuando. Sin embargo, las exigencias de su trabajo le proporcionaban la excusa perfecta para no implicarse en una relación continuada. Sabía que ningún hombre podía ocupar el lugar de Pedro en su corazón. Casi todos dejaban de llamarla cuando ella anulaba una cita o dos con el pretexto de que habían surgido complicaciones inesperadas en el trabajo.


El hecho de pensar en Pedro la devolvió bruscamente a la realidad. De repente, comprendió que acababa de complicarse la vida al desvelarle inequívocamente lo que sentía por él.


«Lo sé, mamá, lo sé. Me he portado como una tonta. Pero ¿qué hago ahora? ¿Presentar mi dimisión y huir a las montañas? ¿Fingir que no ha pasado nada? ¿Reírme como si todo hubiera sido una broma?»




viernes, 5 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 15



Durante el trayecto de regreso a la obra volvieron a guardar silencio. Pedro parecía preocupado. Paula, por su parte, se concentró en el paisaje y admiró la frondosa vegetación mientras canturreaba entre dientes. En cuanto salió del Jeep, al llegar a la obra, Marcelo lanzó un silbido que resonó a muchos metros de distancia. Los demás obreros volvieron la cabeza mientras el jefe de obra se acercaba a recibirlos.


—Vaya, Paula, estás guapísima con esa ropa. Deberías ponerte colores vivos más a menudo. ¿No crees, Pedro?


Este lanzó a Paula una breve mirada. — Supongo que sí. ¿Sabes algo de la señora Crossland?


Los dos hombres echaron a andar hacia el edificio en construcción.


«¿Y ahora qué?», se preguntó Paula. Su parte no empezaría hasta que apareciera la señora Crossland. Como tenía tiempo de sobra, decidió explorar la casa. Cruzó el patio delantero, evitando cuidadosamente los montones de escombros esparcidos aquí y allá. Se detuvo en el escalón superior del porche y se dio la vuelta. Al contemplar el paisaje, sintió que se le formaba un nudo en la garganta. 


Qué hermosa vista aguardaba a quien decidiera detenerse allí y mirar hacia el valle que se extendía ante ella, al que servían de telón de fondo las suaves colinas. Paula tragó saliva y, por un instante, se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquel en vez de en una gran ciudad.


De pronto oyó la voz Pedro a su espalda.


— ¿Sabes?, con esa ropa lo único que te falta es una rosa entre los dientes.


Ella se dio la vuelta y lo miró.


—Buena idea. Iré a ver si encuentro una — se acercó a la puerta, que estaba abierta.


Pedro la agarró por el brazo y la detuvo, diciendo:
—No quiero que vayas a ninguna parte sin mí mientras estemos aquí.


Parecía hablar muy en serio. Debía de haber pasado algo que Paula se había perdido.


— ¿Por qué? ¿Qué pasa?


Él apretó la mandíbula un par de veces antes de decir:
— Si te has vestido así para llamar la atención, lo has conseguido con creces. No hay ni un solo obrero que haya podido concentrarse en su trabajo desde que llegaste. No quiero tener que despedir a alguien por sobrepasarse contigo —la miró fijamente; parecía aún más alto, debido a que ella llevaba zapatos sin tacón—. Parece que tienes dieciocho años, con esa ropa. Nadie diría que eres una respetable mujer de negocios.


A Paula se le ocurrieron varias respuestas un tanto acidas, tales como que era él quien había sugerido que compraran ropa informal y quien había insistido en que no se detuviera a hacer la maleta antes de tomar el avión. Las pensó, pero se mordió la lengua. Así era como había conseguido permanecer a su lado tanto tiempo.


—Lamento que mi ropa te cause problemas. Tengo otro traje en el coche. ¿Dónde puedo cambiarme?


Él se apartó de ella, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que la estaba sujetando del brazo. Se puso a contemplar el paisaje en lugar de mirarla. 


Paula aguardó. 


Cuando Pedro se giró hacia ella, tenía los ojos empañados por una emoción que ella no entendió.


—No hace falta que te cambies. Mira, estoy de un humor de perros, pero sé que no puedo pagarlo contigo, así que... te pido disculpas. Es que me ha sorprendido verte así vestida, eso es todo. No estaba preparado para... Pero, claro, eso no es problema tuyo —miró a los obreros que trabajaban en la obra y bajó la voz—. Sin embargo, lo de los hombres lo decía en serio. Es mejor que piensen que eres la hija de Marcelo. Así te tratarán con respeto. O eso espero, al menos.


— Quiero echarle un vistazo a la casa. ¿Tienes tiempo de acompañarme?


Él sonrió, pero Paula comprendió que su sonrisa era fingida.


—Claro. Yo también tengo que familiarizarme con la casa antes de que llegue la señora Crossland.


Sin decir una palabra, Paula se volvió hacia la casa. Cruzó el umbral sin rematar y al entrar en el vestíbulo, se detuvo para quitarse las gafas de sol. Una escalera curva, adosada a la pared, llevaba al segundo piso. Paula ya se imaginaba la lámpara de cristal austríaco que colgaría del techo, en el centro del recibidor. No pudo evitar preguntarse cuántos meses al año pasarían los Crossland en su segunda casa.


Los obreros la saludaron cuando cruzó las habitaciones del piso bajo. Pedro la siguió a cierta distancia. Paula estaba molesta por la conversación que acababan de mantener. El estaba enfadado con ella, aunque lo negara. Pero ¿por qué? ¿Porque se había burlado un poco de él a cuento de la señora Crossland? Pedro sabía reírse de una broma, aunque fuera a su costa. Sobre todo, cuando era a su costa. Paula se preguntaba qué límite invisible había cruzado sin darse cuenta.


Tras echarle un vistazo a la espaciosa cocina, subió al segundo piso por las escaleras de la parte de atrás. Al llegar a lo alto, miró a su alrededor para orientarse y descubrió que estaba en medio de un amplio pasillo. Una de sus alas llevaba a la escalera principal, de modo que tomó el sentido contrario. Al final del pasillo había una espaciosa habitación que en algún momento quedaría cerrada por grandes puertas dobles. Cruzó el umbral y vio el esbozo de lo que sería el dormitorio principal.


Aquello era vivir, decidió. Encima de lo que supuso era el lugar que ocuparía la cama había una enorme claraboya. Se acercó a aquel lado de la habitación y se dio la vuelta, impresionada de nuevo por la vista. La pared del otro lado sería en su mayor parte de cristal cuando estuviera acabada. 


Desde allí se veía la ladera de la colina, que bajaba hasta un arroyo distante.


Pedro la había seguido escaleras arriba. Tal vez sintiera que Paula estaba más segura con él. Ella nunca lo había visto de un humor tan extraño, y no sabía cómo dirigirse a él. Siguió explorando el resto de la estancia, deseando que el día se acabara para que el viaje de regreso llegara cuanto antes.


Entró en un cuarto que había junto al dormitorio principal y que parecía destinado a servir de vestidor al señor y la señora de la casa. Pero lo mejor era el cuarto de baño, pensó sonriendo. En aquella bañera cabían por lo menos seis personas. La ducha, cerrada por mamparas de cristal, era igualmente enorme.


Esa casa pertenecía a una pareja sin hijos, lo cual le pareció muy triste. El lugar pedía a gritos una familia, y una familia numerosa, además.


Al regresar a la habitación principal, vio sorprendida que había una mujer en el centro de la estancia. Aquella debía de ser la famosa señora Crossland.


La noche anterior, Pedro había olvidado mencionarle que era asombrosamente bonita o que lo sería si no fuera por la expresión ceñuda que crispaba su cara. Paula sonrió, pero la mujer le lanzó una mirada recelosa.


—Debe de preguntarse quién soy y que hago explorando su casa de esta manera — dijo amablemente.


— ¿Me conoce? —preguntó Katherine, sin dejar de arrugar el ceño.


Paula asintió.


—Supongo que es usted la señora Crossland, ¿verdad?


— ¡Ah! Usted debe de ser la hija de Marcelo—contestó Katherine con evidente alivio—. Estaba buscando a Pedro y pensé que tal vez estaría aquí arriba —añadió. Se dio la vuelta y se acercó a la puerta del pasillo, solo para volverse con cierta brusquedad cuando Paula se echó a reír y dijo:
—No, no soy la hija de Marcelo. Pero...


La suave voz de barítono de Pedro la interrumpió.


—En realidad, ha venido conmigo —dijo lentamente, apareciendo en el umbral.


Katherine se volvió muy despacio para mirarlo.


—Entonces esta debe de ser la mujer de la que me habló anoche. Pero no me dijo que es apenas una chiquilla.


Paula prefirió no responder a aquel comentario. Miró a Pedro y sonrió. «La pelota está en tu campo, jefe. A ver qué haces con ella.»


La risa de Pedro sonó tan sexy que la sorprendió.


—Bueno, Paula no es tan joven como parece... —se acercó a ella y le pasó el brazo por los hombros. Le lanzó desde su altura una mirada ardiente y añadió—: ¿Verdad, cariño?


Paula sintió un deseo casi irresistible de apartarse de su cuerpo y de su mirada penetrante. Él pareció sentir que se tensaba y se preparaba para apartarse, porque la apretó tranquilamente contra su costado, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Paula sabía que quería que Katherine creyera que eran pareja, pero no esperaba que se mostrara tan cariñoso con ella. Oyó un ruido junto a la puerta y vio que Marcelo estaba allí, mirándolos con expresión divertida. Le dijo a Pedro:
— ¿Ves?, ya te dije que no había ido muy lejos —antes de añadir, dirigiéndose a Katherine—. No soporta perder a Paula de vista, ¿sabe?


Al ver el brillo de sus ojos, Paula comprendió que Marcelo había decidido unirse a la farsa. Parecía disfrutar con ello. 


En ese caso, ella, también podía disfrutar. Se relajó contra el costado de Pedro y le lanzó su mejor sonrisa a Katherine, que no parecía muy contenta. De hecho, estaba a punto de estallar.


Pedro dijo:
—Gracias por venir, Katherine. ¿Por qué no me enseña lo que quiere cambiar?


Paula se irguió lentamente, como si le costara apartarse de Pedro.


—Te esperaré en el coche —dijo.


Pensando que había hecho su papel bastante bien, dio un paso hacia la puerta, pero Pedro la agarró de la muñeca y la hizo girarse suavemente.


—Iré en cuanto pueda —dijo con una voz ronca que a Paula le pareció ligeramente exagerada, aunque eso no fue nada en comparación con su siguiente movimiento. Pedro le dio un suave beso en la boca, al tiempo que la sujetaba firmemente por la nuca.


Paula sabía que aquel beso no significaba nada. ¿Qué era un beso, al fin y al cabo? Una simple muestra de afecto, nada más. De haber estado más tranquila, lo habría aceptado como tal. Pero los labios de Pedro permanecieron sobre los suyos un poco más de lo estrictamente necesario, y Paula se olvidó de que aquel beso era fingido. Sin prestar atención a las señales frenéticas que lanzaba su cerebro diciéndole que saliera de allí inmediatamente, se puso de puntillas y le devolvió el beso, deslizando las manos alrededor de su cuello con toda naturalidad. Al menos, tendría la oportunidad de comparar el hecho fehaciente de estar en sus brazos con las fantasías que había ido acumulando con el paso de los años. Y disfrutó de aquel instante.


Marcelo se aclaró la voz, en un evidente intento por disimular la risa. Al oírlo, Paula salió bruscamente de la bruma que la envolvía y miró a Pedro fijamente, horrorizada por lo que acababa de hacer. Los ojos de, su jefe se habían ensombrecido hasta volverse casi negros; su expresión era inconfundible. Apretó la mandíbula y, en voz muy baja para que los demás no lo oyeran, musitó:
—No te haré esperar mucho tiempo —y deslizó la mano por su nuca de nuevo, masajeando los músculos tensos y los nervios anudados—. Hay cosas de las que tenemos que hablar. A solas.