sábado, 6 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 16





Paula bajó corriendo las escaleras, agarrándose a la barandilla provisional, pues no sabía si sus piernas la sostendrían. ¿Qué había pasado? Algo alarmante, algo maravilloso, algo que transformaba su relación profesional en Dios sabía qué.


Se detuvo cuando llegó al porche y respiró hondo varias veces, confiando en calmarse antes de bajar los escalones que conducían al patio delantero. Procuró llegar al Jeep sin dar un traspié, empeñada en que los obreros que pudieran verla no pensaran que le pasaba algo raro, a pesar de que en los últimos minutos su universo había girado sobre su eje y se había vuelto del revés.


Pedro Alfonso la había besado. Se había salido completamente de su papel. Aquel beso la había pillado completamente desprevenida, al igual que su propia reacción.


No sabía si podría volver a mirarlo a la cara después de haberlo besado de aquella forma, como una mujer hambrienta de amor.


Llegó al Jeep y se dejó caer en el asiento delantero, dando gracias al cielo porque Pedro hubiera aparcado a la sombra de un árbol, de modo que la temperatura en el interior del vehículo era fresca a pesar del calor bochornoso del mediodía. Cenó los ojos y deseó que se la tragara la tierra.


Lo que la hacía temblar era el recuerdo de la mirada ardiente de Pedro. Sabía que debía tomar las riendas de sus emociones de alguna forma, antes de que su jefe y Marcelo regresaran al coche. Abrió los ojos y cuadró los hombros resueltamente. «Afronta la situación», se dijo. «Piensa en este asunto como en un problema que hay que resolver.»


Antes de nada, le debía a Pedro una disculpa. Ensayó unas cuantas en su cabeza. «Lamento haberte agarrado y haberte besado así.» No, esa no servía. Además, era mentira. Se sentía avergonzada por haberse lanzado a su cuello; y humillada por haber traicionado lo que secretamente sentía por él. Sí. Pero no lo lamentaba. 


Llevaba demasiados años preguntándose cómo sería besar a Pedro. Bueno, pues ya lo había averiguado... delante de una clienta y de un empleado de la empresa. «Siento haberme aprovechado de la situación.» Eso se acercaba más a la verdad. Pedro la había besado para dar mayor veracidad a su actuación delante de la señora Crossland. 


Seguramente había pensado que los actos eran más expresivos que las palabras. Si así era, su comportamiento sin duda le habría desvelado más de la cuenta acerca de lo que sentía por él.


Lástima que no estuvieran en Dallas. Allí podría haberse refugiado en su apartamento hasta recobrar la calma. Pero enseguida recordó que eso tampoco le serviría de nada. 


Había decidido dejar su apartamento, temporalmente al menos, porque ya no se sentía segura en él.


De momento, no había ningún sitio donde se sintiera a salvo. 


De pronto, añoró los sabios consejos de su madre, como le ocurría a menudo desde la muerte de esta. Cerró los ojos y trató de recordar qué le había dicho su madre sobre su relación con Pedro. En su cabeza empezaron a formarse las palabras. Como si su madre estuviera sentada a su lado en el Jeep, Paula la oyó decir:
—Paula, cariño, sé que te sientes atraída por tu nuevo jefe, pero debes recordar que es muy arriesgado iniciar una relación con un compañero de trabajo.


«Tienes mucha razón, mamá.»


—Es un hombre muy atractivo, Paula. Me recuerda a tu padre en muchos sentidos.


Aquella comparación le había parecido acertada, pero Pedro se había dicho muchas veces a lo largo de los años que ella no tenía la valentía y la resolución suficientes para tomar la drástica decisión de cambiar de vida que su madre había tomado siendo muy joven. Andrea, su madre había renunciado a una vida cómoda y a todo contacto con su familia para casarse con Christopher Wood, el hombre al que amaba.


Paula tenía vagos recuerdos de su padre. La casa familiar estaba repleta de fotografías de él. Siempre le había encantado escuchar las historias que su madre contaba sobre su padre. Aunque Andrea se había entristecido al descubrir lo seria que era su enfermedad, también le había dicho a Paula que así, al menos, volvería a reunirse con su marido. Christopher había sido un hombre muy guapo y, al igual que Pedro, se había hecho a sí mismo. El verano que Andrea lo conoció, Christopher trabajaba de jardinero para pagarse los estudios en la universidad. Ella había terminado su primer curso en una prestigiosa universidad del Este y había vuelto a casa a pasar las vacaciones de verano. 


Christopher era tres años mayor que ella, pero como cada año tenía que trabajar varios meses para pagarse la universidad, cuando se conocieron solo había completado cinco semestres de la carrera. A Andrea le gustaba contarles a sus hijos cómo se conocieron: cómo lo vio trabajando en el jardín de su madre una mañana de verano; cómo relucía su pecho desnudo y moreno, cubierto de sudor; con qué gracia se movía su cuerpo fibroso y atlético; cómo supo que aquel era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida antes siquiera de hablar con él. Decía que de pronto había sentido una especie de revelación, como si una voz interior, muy profunda, le dijera: «Ahí esta, Andrea. Ahí tienes al hombre que te dará el amor que siempre has deseado. Ve a conocerlo. No lo lamentarás». Abdrea procedía de una familia privilegiada. Christopher nunca hablaba de la suya. 


Aquel verano, la trató como si fuera de cristal y nunca la tocaba; apenas se atrevía a dirigirle la palabra. Mientras él trabajaba, ella parloteaba sobre la universidad, sobre sus amigos y sus compras, pero no le decía que había dejado de aceptar invitaciones de otros chicos. No quería ver a nadie más, les explicaba Andrea a sus hijos. Su corazón ya había elegido. Una semana antes del día previsto para su regreso a la universidad, Christopher y Andrea se escaparon. Andrea confiaba en que, una vez que sus padres asumieran su boda con un hombre tan ajeno a su círculo social, la perdonarían y aceptarían a su marido. Pero se equivocaba.


Paula nunca había conocido a sus abuelos. Su madre contestaba con evasivas cuando sus hijos le preguntaban por ellos, diciendo que aquello no tenía importancia. Lo que importaba era la familia que su marido y ella habían creado. 


Paula a menudo se preguntaba cómo habrían sido sus vidas de no haber muerto su padre en un accidente en una plataforma petrolífera diez años después de su boda. 


Christopher aceptó aquel trabajo porque pagaban bien y tenía tres hijos pequeños que alimentar. Trabajaba dos semanas seguidas y pasaba otras dos en casa. Paula recordaba la alegría de su madre cada vez que Christopher volvía a casa. Aquellos eran sus recuerdos más queridos. 


Tenía cinco años cuando su padre murió. La compañía petrolera les pagó una generosa indemnización, y su madre solo quiso utilizarla para pagar la educación de sus hijos. Insistía en que eso era lo que hubiera querido su padre, porque Andrea y él nunca pudieron acabar sus estudios.


Andrea se las veía y se las deseaba para llegar a fin de mes, pero los niños nunca pasaron privaciones. Además, recibieron de su madre una esmerada educación acerca de cómo debían comportarse en el mundo. Un regalo de valor incalculable.


Paula vio a su madre recoger los fragmentos de su vida rota y seguir adelante, sin hacer ningún esfuerzo por contactar con su familia. A veces, se preguntaba si sus abuelos se habrían enterado de la muerte de su padre. A largo plazo, su ausencia no les había causado ninguna carencia. Andrea colmaba sus necesidades, tanto material como emocionalmente.


Por más que hubiera escuchado la historia de amor de sus padres durante su niñez, Paula nunca se creyó capaz de mandarlo todo al garete y desafiar a su familia para casarse con un hombre al que conocía desde hacía solo unas semanas. Hasta que, ocho años atrás, había visto a Pedro Alfonso en la puerta de un pequeño café, sudoroso, cansado y cubierto de polvo y yeso, dispuesto a entrevistarla para su primer empleo. En aquel cegador momento de revelación, comprendió plenamente a su madre por primera vez en su vida. «Recuerda, cariño mío», le había dicho Andrea una vez cuando empezó a trabajar para Pedro, «que este es tu primer empleo. Es importante que lo hagas bien. Tus futuros jefes se dirigirán a esa empresa para pedir referencias. No es conveniente que te enamores de tu jefe».


«Es demasiado tarde para eso, mamá», había querido decirle ella. Ya era demasiado tarde cuando Pedro la llevó a conocer la oficina aún por terminar y le explicó que tendría que hacer el trabajo de tres personas, aunque el salario apenas alcanzaba para una.


Hubiera podido buscarse otro empleo, pero la idea ni siquiera se le pasó por la cabeza. Decidió seguir los consejos de su madre y no embarcarse en una relación sentimental con Pedro. Sabía que, al aceptar el trabajo, al menos podría verlo cada día. Solo aspiraba a ayudar a aquel hombre tenaz y solitario a alcanzar su sueño. Y lo había logrado.


Había aceptado tiempo atrás que, algún día, Pedro se casaría con una de aquellas mujeres de la alta sociedad con las que salía. Pero, a decir verdad, ella tampoco se había quedado en casa, llorando por un sueño que no podía cumplir. Había salido con hombres de vez en cuando. Sin embargo, las exigencias de su trabajo le proporcionaban la excusa perfecta para no implicarse en una relación continuada. Sabía que ningún hombre podía ocupar el lugar de Pedro en su corazón. Casi todos dejaban de llamarla cuando ella anulaba una cita o dos con el pretexto de que habían surgido complicaciones inesperadas en el trabajo.


El hecho de pensar en Pedro la devolvió bruscamente a la realidad. De repente, comprendió que acababa de complicarse la vida al desvelarle inequívocamente lo que sentía por él.


«Lo sé, mamá, lo sé. Me he portado como una tonta. Pero ¿qué hago ahora? ¿Presentar mi dimisión y huir a las montañas? ¿Fingir que no ha pasado nada? ¿Reírme como si todo hubiera sido una broma?»




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