viernes, 5 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 15



Durante el trayecto de regreso a la obra volvieron a guardar silencio. Pedro parecía preocupado. Paula, por su parte, se concentró en el paisaje y admiró la frondosa vegetación mientras canturreaba entre dientes. En cuanto salió del Jeep, al llegar a la obra, Marcelo lanzó un silbido que resonó a muchos metros de distancia. Los demás obreros volvieron la cabeza mientras el jefe de obra se acercaba a recibirlos.


—Vaya, Paula, estás guapísima con esa ropa. Deberías ponerte colores vivos más a menudo. ¿No crees, Pedro?


Este lanzó a Paula una breve mirada. — Supongo que sí. ¿Sabes algo de la señora Crossland?


Los dos hombres echaron a andar hacia el edificio en construcción.


«¿Y ahora qué?», se preguntó Paula. Su parte no empezaría hasta que apareciera la señora Crossland. Como tenía tiempo de sobra, decidió explorar la casa. Cruzó el patio delantero, evitando cuidadosamente los montones de escombros esparcidos aquí y allá. Se detuvo en el escalón superior del porche y se dio la vuelta. Al contemplar el paisaje, sintió que se le formaba un nudo en la garganta. 


Qué hermosa vista aguardaba a quien decidiera detenerse allí y mirar hacia el valle que se extendía ante ella, al que servían de telón de fondo las suaves colinas. Paula tragó saliva y, por un instante, se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquel en vez de en una gran ciudad.


De pronto oyó la voz Pedro a su espalda.


— ¿Sabes?, con esa ropa lo único que te falta es una rosa entre los dientes.


Ella se dio la vuelta y lo miró.


—Buena idea. Iré a ver si encuentro una — se acercó a la puerta, que estaba abierta.


Pedro la agarró por el brazo y la detuvo, diciendo:
—No quiero que vayas a ninguna parte sin mí mientras estemos aquí.


Parecía hablar muy en serio. Debía de haber pasado algo que Paula se había perdido.


— ¿Por qué? ¿Qué pasa?


Él apretó la mandíbula un par de veces antes de decir:
— Si te has vestido así para llamar la atención, lo has conseguido con creces. No hay ni un solo obrero que haya podido concentrarse en su trabajo desde que llegaste. No quiero tener que despedir a alguien por sobrepasarse contigo —la miró fijamente; parecía aún más alto, debido a que ella llevaba zapatos sin tacón—. Parece que tienes dieciocho años, con esa ropa. Nadie diría que eres una respetable mujer de negocios.


A Paula se le ocurrieron varias respuestas un tanto acidas, tales como que era él quien había sugerido que compraran ropa informal y quien había insistido en que no se detuviera a hacer la maleta antes de tomar el avión. Las pensó, pero se mordió la lengua. Así era como había conseguido permanecer a su lado tanto tiempo.


—Lamento que mi ropa te cause problemas. Tengo otro traje en el coche. ¿Dónde puedo cambiarme?


Él se apartó de ella, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que la estaba sujetando del brazo. Se puso a contemplar el paisaje en lugar de mirarla. 


Paula aguardó. 


Cuando Pedro se giró hacia ella, tenía los ojos empañados por una emoción que ella no entendió.


—No hace falta que te cambies. Mira, estoy de un humor de perros, pero sé que no puedo pagarlo contigo, así que... te pido disculpas. Es que me ha sorprendido verte así vestida, eso es todo. No estaba preparado para... Pero, claro, eso no es problema tuyo —miró a los obreros que trabajaban en la obra y bajó la voz—. Sin embargo, lo de los hombres lo decía en serio. Es mejor que piensen que eres la hija de Marcelo. Así te tratarán con respeto. O eso espero, al menos.


— Quiero echarle un vistazo a la casa. ¿Tienes tiempo de acompañarme?


Él sonrió, pero Paula comprendió que su sonrisa era fingida.


—Claro. Yo también tengo que familiarizarme con la casa antes de que llegue la señora Crossland.


Sin decir una palabra, Paula se volvió hacia la casa. Cruzó el umbral sin rematar y al entrar en el vestíbulo, se detuvo para quitarse las gafas de sol. Una escalera curva, adosada a la pared, llevaba al segundo piso. Paula ya se imaginaba la lámpara de cristal austríaco que colgaría del techo, en el centro del recibidor. No pudo evitar preguntarse cuántos meses al año pasarían los Crossland en su segunda casa.


Los obreros la saludaron cuando cruzó las habitaciones del piso bajo. Pedro la siguió a cierta distancia. Paula estaba molesta por la conversación que acababan de mantener. El estaba enfadado con ella, aunque lo negara. Pero ¿por qué? ¿Porque se había burlado un poco de él a cuento de la señora Crossland? Pedro sabía reírse de una broma, aunque fuera a su costa. Sobre todo, cuando era a su costa. Paula se preguntaba qué límite invisible había cruzado sin darse cuenta.


Tras echarle un vistazo a la espaciosa cocina, subió al segundo piso por las escaleras de la parte de atrás. Al llegar a lo alto, miró a su alrededor para orientarse y descubrió que estaba en medio de un amplio pasillo. Una de sus alas llevaba a la escalera principal, de modo que tomó el sentido contrario. Al final del pasillo había una espaciosa habitación que en algún momento quedaría cerrada por grandes puertas dobles. Cruzó el umbral y vio el esbozo de lo que sería el dormitorio principal.


Aquello era vivir, decidió. Encima de lo que supuso era el lugar que ocuparía la cama había una enorme claraboya. Se acercó a aquel lado de la habitación y se dio la vuelta, impresionada de nuevo por la vista. La pared del otro lado sería en su mayor parte de cristal cuando estuviera acabada. 


Desde allí se veía la ladera de la colina, que bajaba hasta un arroyo distante.


Pedro la había seguido escaleras arriba. Tal vez sintiera que Paula estaba más segura con él. Ella nunca lo había visto de un humor tan extraño, y no sabía cómo dirigirse a él. Siguió explorando el resto de la estancia, deseando que el día se acabara para que el viaje de regreso llegara cuanto antes.


Entró en un cuarto que había junto al dormitorio principal y que parecía destinado a servir de vestidor al señor y la señora de la casa. Pero lo mejor era el cuarto de baño, pensó sonriendo. En aquella bañera cabían por lo menos seis personas. La ducha, cerrada por mamparas de cristal, era igualmente enorme.


Esa casa pertenecía a una pareja sin hijos, lo cual le pareció muy triste. El lugar pedía a gritos una familia, y una familia numerosa, además.


Al regresar a la habitación principal, vio sorprendida que había una mujer en el centro de la estancia. Aquella debía de ser la famosa señora Crossland.


La noche anterior, Pedro había olvidado mencionarle que era asombrosamente bonita o que lo sería si no fuera por la expresión ceñuda que crispaba su cara. Paula sonrió, pero la mujer le lanzó una mirada recelosa.


—Debe de preguntarse quién soy y que hago explorando su casa de esta manera — dijo amablemente.


— ¿Me conoce? —preguntó Katherine, sin dejar de arrugar el ceño.


Paula asintió.


—Supongo que es usted la señora Crossland, ¿verdad?


— ¡Ah! Usted debe de ser la hija de Marcelo—contestó Katherine con evidente alivio—. Estaba buscando a Pedro y pensé que tal vez estaría aquí arriba —añadió. Se dio la vuelta y se acercó a la puerta del pasillo, solo para volverse con cierta brusquedad cuando Paula se echó a reír y dijo:
—No, no soy la hija de Marcelo. Pero...


La suave voz de barítono de Pedro la interrumpió.


—En realidad, ha venido conmigo —dijo lentamente, apareciendo en el umbral.


Katherine se volvió muy despacio para mirarlo.


—Entonces esta debe de ser la mujer de la que me habló anoche. Pero no me dijo que es apenas una chiquilla.


Paula prefirió no responder a aquel comentario. Miró a Pedro y sonrió. «La pelota está en tu campo, jefe. A ver qué haces con ella.»


La risa de Pedro sonó tan sexy que la sorprendió.


—Bueno, Paula no es tan joven como parece... —se acercó a ella y le pasó el brazo por los hombros. Le lanzó desde su altura una mirada ardiente y añadió—: ¿Verdad, cariño?


Paula sintió un deseo casi irresistible de apartarse de su cuerpo y de su mirada penetrante. Él pareció sentir que se tensaba y se preparaba para apartarse, porque la apretó tranquilamente contra su costado, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Paula sabía que quería que Katherine creyera que eran pareja, pero no esperaba que se mostrara tan cariñoso con ella. Oyó un ruido junto a la puerta y vio que Marcelo estaba allí, mirándolos con expresión divertida. Le dijo a Pedro:
— ¿Ves?, ya te dije que no había ido muy lejos —antes de añadir, dirigiéndose a Katherine—. No soporta perder a Paula de vista, ¿sabe?


Al ver el brillo de sus ojos, Paula comprendió que Marcelo había decidido unirse a la farsa. Parecía disfrutar con ello. 


En ese caso, ella, también podía disfrutar. Se relajó contra el costado de Pedro y le lanzó su mejor sonrisa a Katherine, que no parecía muy contenta. De hecho, estaba a punto de estallar.


Pedro dijo:
—Gracias por venir, Katherine. ¿Por qué no me enseña lo que quiere cambiar?


Paula se irguió lentamente, como si le costara apartarse de Pedro.


—Te esperaré en el coche —dijo.


Pensando que había hecho su papel bastante bien, dio un paso hacia la puerta, pero Pedro la agarró de la muñeca y la hizo girarse suavemente.


—Iré en cuanto pueda —dijo con una voz ronca que a Paula le pareció ligeramente exagerada, aunque eso no fue nada en comparación con su siguiente movimiento. Pedro le dio un suave beso en la boca, al tiempo que la sujetaba firmemente por la nuca.


Paula sabía que aquel beso no significaba nada. ¿Qué era un beso, al fin y al cabo? Una simple muestra de afecto, nada más. De haber estado más tranquila, lo habría aceptado como tal. Pero los labios de Pedro permanecieron sobre los suyos un poco más de lo estrictamente necesario, y Paula se olvidó de que aquel beso era fingido. Sin prestar atención a las señales frenéticas que lanzaba su cerebro diciéndole que saliera de allí inmediatamente, se puso de puntillas y le devolvió el beso, deslizando las manos alrededor de su cuello con toda naturalidad. Al menos, tendría la oportunidad de comparar el hecho fehaciente de estar en sus brazos con las fantasías que había ido acumulando con el paso de los años. Y disfrutó de aquel instante.


Marcelo se aclaró la voz, en un evidente intento por disimular la risa. Al oírlo, Paula salió bruscamente de la bruma que la envolvía y miró a Pedro fijamente, horrorizada por lo que acababa de hacer. Los ojos de, su jefe se habían ensombrecido hasta volverse casi negros; su expresión era inconfundible. Apretó la mandíbula y, en voz muy baja para que los demás no lo oyeran, musitó:
—No te haré esperar mucho tiempo —y deslizó la mano por su nuca de nuevo, masajeando los músculos tensos y los nervios anudados—. Hay cosas de las que tenemos que hablar. A solas.







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