sábado, 6 de agosto de 2016
BAJO AMENAZA: CAPITULO 17
Oyó pasos y miró rápidamente a su alrededor. Marcelo se acercaba al Jeep. Paula dejó escapar un leve suspiro de alivio al ver que no era Pedro. Necesitaba un poco más de tiempo.
Marcelo se detuvo a un lado del Jeep.
— ¿Estás bien? —preguntó mirándola fijamente.
Paula sabía que estaba colorada de vergüenza.
—Claro. ¿Por qué?
—Vi que tenías los ojos cerrados y pensé que tal vez te encontrabas mal. Con este bochorno...
Ella estuvo a punto de echarse a reír, porque en efecto el bochorno la hacía sentirse mal. Pero no el bochorno al que se refería Marcelo.
—Estoy bien, de veras —dijo con voz tranquilizadora.
Marcelo se apoyó contra el Jeep.
—En fin, creo que nuestro piquito de oro ha conseguido convencer a la señora Crossland... Al menos de momento.
—Te sentirás aliviado —dijo ella. Sus tribulaciones la habían hecho olvidarse de los Crossland.
— Menuda actuación habéis hecho ahí dentro. Habéis estado fantásticos, de verdad. Cuando te fuiste, la señora Crossland se quedó tiesa como un palo — Paula asintió con la cabeza, incapaz de contestar. Marcelo se echó a reír—. De veras, deberías haber visto a Pedro cuando tú saliste. Se comportó como un enamorado embobado. Estaba tan distraído que no podía ni concentrarse en la conversación. No sabes cuánto me ha costado contener la risa.
Paula se aclaró la garganta.
— ¿Sabes cuánto tardará?
Como si hubiera oído la pregunta, Pedro apareció en la puerta principal de la casa. Bajó los escalones de dos en dos y se acercó al Jeep a grandes pasos.
— Siento haber tardado tanto —dijo al llegar—. No sé cuánto tiempo durará, pero por ahora la señora Crossland ha aceptado no aparecer por la obra más que una vez a la semana. A cambio, le dije que intentaría convencer a su marido para que acepte los cambios que propone.
Marcelo asintió.
—Estupendo,
—La señora Crossland está sola y aburrida. Una combinación mortal para una mujer con demasiado dinero y demasiado tiempo en sus manos. Le he sugerido que se vaya a Europa con su marido. No sé si seguirá mi consejo, pero espero que por lo menos te deje en paz —le dijo a Marcelo—. Si no, llámame inmediatamente.
—Demos gracias al Señor y entonemos el aleluya —dijo Marcelo—. Nuestro mago particular ha vuelto a hacer un prodigio.
Pedro miró su reloj y luego se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
— ¿Te importa que me lleve el coche un rato? —preguntó sin dejar de mirar a Marcelo—. Tengo que hacer algunas llamadas, y los papeles que necesito están en la casa.
— Claro, llévatelo —contestó Marcelo alegremente—. ¿Cuándo volveréis a Dallas?
—Lo decidiré después de hacer algunas llamadas.
Paula lo miró, sorprendida. ¿Qué había que decidir? Pedro ya le había dicho que se irían por la mañana, aunque el problema no se hubiera resuelto. Con los ojos fijos en Marcelo, Pedro añadió:
—Volveré a recogerte antes de que acabe la jornada.
Marcelo sacudió la cabeza.
—No te molestes. Me iré con alguno de los chicos. Ahora que nos hemos quitado de encima el problema, puede que salga a tomar unas cervezas y a echar unas partidas de billar. Voy a celebrarlo por todo lo alto.
Paula comprendió de pronto que, si Marcelo no llegaba pronto a casa, Pedro y ella pasarían solos en el chalet las horas siguientes.
«Ay, mamá, sálvame de mí misma.»
Pedro se montó en el Jeep como si Paula no existiera. Sabía que eso era una descortesía inexcusable, pero también sabía que no se atrevería a mirarla hasta que lograra tomar las riendas de sus emociones. Hacía una hora que se habían besado y aún tenía el pulso acelerado. Si la miraba, empezaría a revivir aquel momento... y a preguntarse sobre la evidente reacción química que se había producido entre ellos.
Hicieron en silencio casi todo el camino de regreso. Ya habían tomado el desvío de entrada a la urbanización cuando Pedro dijo:
— ¿Tienes hambre?
—No mucha.
— Creo que Marcelo tiene la cocina bien surtida. Supongo que encontraremos algo que comer, a no ser que quieras que paremos en el restaurante.
— No, vamos al chalet —Paula habló con su voz de niña aplicada, signo inequívoco de que estaba enojada.
Pero ¿cómo no iba a estarlo? Pedro llevaba años andando de puntillas a su alrededor, intentando ocultar la atracción que sentía por ella, sin afrontar el hecho de que Paula le gustaba más que cualquier otra mujer, ¿Qué haría respecto a la atracción mutua que el beso había desvelado?
A lo largo de los años, Paula le había contado historias de su vida familiar, de la muerte prematura de su padre y de cómo su madre había asumido el papel de ambos progenitores. No había hecho falta que le dijera que era su madre quien la había enseñado a comportarse como una auténtica dama.
Paula no tenía líos amorosos. Pedro estaba seguro de ello, aunque ignoraba la razón. Sí. Paula era una dama en el verdadero sentido de la palabra. Se comportaba en todo momento con una elegancia que a él lo hacía sentirse avergonzado de sí mismo.
Sin embargo, Pedro no podía ignorar lo que había pasado entre ellos esa mañana. Había percibido el deseo de Paula, su ansia, su pasión... y había estado a punto de dejarse llevar por un repentino arrebato.
No dejaba de pensar en el canalla que le escribía notas anónimas. Y se le habían ocurrido varias ideas. Quizá Paula no estuviera de acuerdo con ninguna de ellas, pero quería contárselas mientras todavía pudieran estar a solas.
Marcelo parecía haberse dado cuenta de todo. Por eso iba a dejarlos solos esa noche.
Llegaron a la puerta del chalet y salieron del coche sin decir palabra. Pedro abrió la puerta de la casa y le indicó a Paula que entrara. Una vez dentro, ella pareció dudar entre bajar a su habitación y subir al cuarto de estar. Pedro señaló la escalera de subida.
—Hay cierto asuntos que quiero discutir contigo.
Ella adoptó inmediatamente el papel de su asistente, papel que ejecutaba a la perfección.
—Desde luego —dijo—. Traeré mi maletín —empezó a bajar las escaleras.
—No te hará falta —dijo él y, sin esperarla, subió los escalones de tres zancadas. Cuando estuvo en la cocina, sacó una jarra de té de la nevera. Tras llenar de hielo dos vasos, sirvió el té y entró en el cuarto de estar, donde Paula esperaba de pie, mirándolo como si aguardara instrucciones.
Pedro le entregó un vaso y le indicó que se sentara en un confortable sillón. Ella tomó asiento. Él, por su parte, se acomodó en un sillón idéntico, a su lado. Así podía estar cerca de ella, pero no lo bastante como para tocarla.
Además, podía verle la cara y observar su reacción ante lo que iba a proponerle.
Paula bebió un largo trago de té y suspiró, satisfecha.
—Lo necesitaba. Tenía mucha sed —dio otro trago, y Pedro hizo lo mismo.
Cuando volvió a mirarla, ella había dejado el vaso sobre la mesita que había entre los dos y había juntado las manos sobre el regazo. Tenía una expresión serena, como casi siempre. Había vuelto a adoptar su fachada profesional.
Pero no era eso lo que Pedro quería.
—Tengo un par de ideas que me gustaría que tomaras en consideración —ligeras arrugas se formaron entre las cejas de Paula, que permaneció en silencio, aguardando—. Esta es una de ellas —continuó él—. Estoy de acuerdo en que no debes volver a tu apartamento. Quién sabe qué hará ese tipo la próxima vez... Haces bien en no tomarte este asunto a la ligera —ella se recostó en el sillón con expresión de sorpresa. Sí, no se esperaba que aquella conversación, aquella reunión, girara en torno a ella. Pedro se inclinó hacia delante, sujetaba el vaso entre las manos y apoyaba los codos sobre las rodillas —. Mi idea consiste en que te mudes a mi casa —ella lo miró como si hubiera empezado a hablar en chino—. Tengo bastante sitio, de veras. Tú has visto mi casa. Es demasiado grande para una sola persona. Y, además, es muy segura. Está rodeada por una verja de hierro forjado y las puertas son electrónicas —la miró un momento antes de fijar de nuevo la vista en el vaso. Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo inexpresivamente—. Allí estarás a salvo — añadió él, confiando en que su voz sonara razonable y lógica.
Esperó, aliviado porque ella no rechazara su sugerencia inmediatamente. Paula solía sopesar con calma las propuestas que se le hacían, contemplándolas desde todos los ángulos. Finalmente, dijo con voz inexpresiva:
—Lo habrás pensado bien, supongo.
Actuaba como si todos los días le pidieran que se fuera a vivir con alguien, mientras que Pedro tenía las manos húmedas, y no por el vaso de hielo que sujetaba entre las manos. Él asintió, y añadió:
— Sí, le he dado muchas vueltas desde que me contaste lo de los anónimos.
— Sería una solución temporal, Pedro. Agradezco el ofrecimiento, pero no veo adonde...
—Yo no he dicho que fuera temporal.
Ella se puso rígida.
— ¿No hablarás en serio? No puedo vivir contigo para siempre.
— ¿Por qué no?
— ¡¿Que por qué no?! —Por primera vez desde que había llegado, pareció agitada—. Porque no funcionaría, por eso. Pasamos casi todo el día juntos. Los dos necesitamos desconectar al final del día.
Él asintió.
—Eso no es ningún problema. Deberíamos hablar de cosas más importantes.
Paula se quedó callada. Pasó un minuto antes de que volviera a hablar.
— ¿Cómo cuáles? —preguntó, un poco jadeante.
Él alzó los ojos y le permitió ver cuánto la deseaba.
— Como de dónde dormirás, por ejemplo —contestó suavemente.
Vio que Paula intentaba digerir lo que insinuaba su comentario.
— ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? —preguntó ella finalmente.
Él dejó el vaso sobre la mesa y se pasó la mano húmeda por el pelo antes de decir:
— Somos dos personas solteras y sanas, Paula. No hay razón para que no podamos vivir juntos, dormir juntos y trabajar juntos.
¿Parecía tan ansioso como se sentía?
—A mí se me ocurre una —contestó ella tras otra larga pausa.
—¿Cual?
—Que ese no es el modo en que quiero vivir. Hasta el momento, he conseguido conducir mi vida de modo que puedo mirarme al espejo por las mañanas sin avergonzarme de mí misma. No veo razón para cambiar ahora.
Pedro contaba con aquella reacción.
— También tengo una solución para eso —dijo.
—Ah, pues estoy deseando oírla —apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cerró los ojos —. ¿Cuál es?
—Podemos casarnos.
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