miércoles, 6 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 11






Ir de compras con Pedro fue una experiencia reveladora.


La gente lo adulaba cuando entraba en una tienda. Y no eran tiendas corrientes, no. Solo se conformaba con los mejores diseñadores.


Esa tarde Pedro la llevó por todas las tiendas de Bond Street. Entraban en ellas y salían cargados de bolsas elegantes llenas de ropa que costaba lo suficiente como para comprar una casa.


Después de la primera docena de prendas, ella dejó de mirar los precios, aunque, en honor a la verdad, en muchos de los artículos no los ponían. Pedro le hizo probarse ropa que ella normalmente no habría mirado dos veces y, cada vez que se la probaba, tenía que admitir que le sentaba bien. Él tenía un gusto excelente.


Cuando terminaron de comprar zapatos de Ferragamo y bolsos a juego, Paula estaba al borde del desmayo. Tenía hambre, le dolían los pies y prefería quedarse desnuda a vestirse y desvestirse una vez más.


–¿Almuerzo, querida? –preguntó Pedro. Y ella lo miró, sobresaltada por la suavidad seductora de su voz.


En las dos últimas horas él había estado practicando ser su amante. Aprovechaba cada oportunidad para tomarle la mano, acariciarle el pelo o susurrarle algo suave y sexy lo bastante alto para que lo oyera la gente que los rodeaba. Le había dicho que tenía que acostumbrarse a estar cerca de él. A dar y recibir afecto abiertamente. Él era italiano y esas muestras de afecto le salían de un modo natural y su familia esperaría verlas.


Paula estaba nerviosa. Por supuesto, haber dormido muy poco la noche anterior probablemente tenía mucho que ver con eso. La cama del cuarto de invitados de Pedro era mucho más cómoda que la de su habitación del hotel. Pero la comodidad acababa allí. Saber que él estaba en la habitación de al lado le había impedido relajarse.


¿Cómo era posible que él la afectara tanto? No se había sentido atraída por un hombre desde… nunca. Pero ni siquiera podía fantasear con él porque era una locura. Ella le estaba haciendo chantaje. Él era un criminal. El tipo de hombre al que ella metía en la cárcel sin pensarlo dos veces.


Y sin embargo…


Él le pasó una mano por el brazo y ella se sobresaltó y sintió que el corazón le latía con fuerza.


Intentaba acostumbrarse a que la tocara, pero aquel día estaba siendo abrumador. La ponía nerviosa tener a un hombre como Pedro pendiente de ella. Además, nunca le había gustado ir de compras y las tiendas de ese día la hacían sentirse incómoda. La mujer que la miraba en aquel momento desde detrás de la caja registradora exacerbaba aún más aquella sensación.


Como todas las demás vendedoras del día, aquella era alta, exuberante, con una melena rubia que lograba que Paula se sintiera despeinada. La mujer tenía pómulos salientes, una elegancia innata y un acento británico de clase alta, y Paula a su lado se sentía como una bárbara. Era la clase de mujer con la que Pedro probablemente acostumbraba a salir. Sofisticación elegante bordeando el aburrimiento. Paula se sentía cada vez más como una campesina en medio de un grupo de princesas.


La vendedora aceptó la tarjeta de crédito de Pedro, le sonrió y lanzó a Paula una mirada de pura envidia mezclada con confusión, como si intentara adivinar cómo había conseguido estar con un hombre como aquel.


Paula decidió empezar su interpretación allí mismo y sorprender a Pedro con lo buena actriz que podía ser. Se tomó de su brazo, se apoyó en él y echó la cabeza atrás como si esperara un beso.


–Me encantará ir a almorzar, cariño. ¿Adónde vamos hoy? ¿A un lugar íntimo? –su voz sonaba ronca y lo miraba a los ojos, así que notó la chispa caliente que apareció en las profundidades de los ojos oscuros de él.


–Muy tentador, querida mía –susurró él. Alzó una mano para acariciarle la espalda y bajarla por el trasero.


Paula se puso tensa y vio que los ojos de él expresaban regocijo. Se estaba vengando.


–Pero antes haremos más compras.


–Genial –susurró Paula, intentando mostrar entusiasmo.


–Es una mujer afortunada –dijo la vendedora con un suspiro–. Por tener un novio al que le gusta comprarle cosas bonitas.


–No es mi novio –dijo Paula. Le apartó la mano del trasero.


–Sí, soy su prometido –corrigió él, y no pareció darse cuenta de que la vendedora miraba el dedo sin anillo de Paula. Pero sí dio un pellizco a esta como para recordarle que seguían actuando.


Paula entonces se inclinó más hacia él, casi hasta frotarle los pecho. Le colocó la mano en el pecho y la fue bajando. Pedro le atrapó la mano antes de que llegara al cinturón.


–¿Me dejas firmar el recibo y nos vamos a casa a almorzar? Estoy deseando tenerte otra vez para mí solo, amor mío –le mordisqueó levemente los nudillos.


Ella contuvo el aliento, el estómago le dio un vuelco y un calor nuevo se instaló en su cuerpo. No tenía más remedio que declararlo ganador de aquel pequeño rifirrafe.


Había intentado demostrarle algo y él había terminado el torneo derrotándola. Ahora tenía a una vendedora celosa de ella, un falso prometido enfadado con ella y su cuerpo en punto de ebullición.





¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 10






A la mañana siguiente, cuando desayunaban en la terraza, Pedro le dijo:
–Háblame de ti.


Ella se atragantó con un sorbo de café y lo miró de hito en hito cuando él le dio una palmada en la espalda.


–Muchas gracias –dijo, cuando recuperó el aliento.


–No puedes morirte hasta que yo tenga las pruebas que escondes –contestó él.


Tomó su taza de café y dio un trago largo. Se recostó en su silla y sonrió para sí.


Al menos los muebles de la terraza eran cómodos.


–¿Qué quieres saber? –preguntó, mirándolo por encima del borde de su taza.


–Todo –contestó él–. La versión condensada, si no te importa –añadió–. Tenemos que saber algo el uno del otro antes de reunirnos con mi familia.


–¿A esto te referías con lo de practicar?


–Podemos considerarlo parte de eso, sí.


–Muy bien –ella dejó su taza en la mesa–. Soy hija, nieta y biznieta de policías.


–Mi más sentido pésame.


Paula le lanzó una mirada de irritación.


–Mi madre murió cuando tenía cuatro años y me crio mi padre. Tenía dos tíos y tres primos a los que no veía mucho. Principalmente estábamos mi padre y yo solos.


–¿Estabais?


–Él murió hace unos años –musitó ella, bajando la voz.


Aquello conmovió a Pedro. No quería sentir nada por ella. 


Estaba allí porque se había metido a la fuerza en su vida. 


Amenazaba todo lo que él quería y, sin embargo, al ver una sombra de dolor en sus ojos, se sintió conmovido por dentro.


–En cualquier caso –dijo ella, respirando hondo–, después de la muerte de mi padre, mi vida básicamente se centró en mi trabajo, y cuando perdí eso…


–Lo comprendo –comentó él–. Mi vida giró en torno a mi trabajo durante muchos años y…


–¿Tu trabajo? –preguntó ella–. ¿En serio? ¿Tú consideras robar un trabajo?


–Robar es una palabra muy vulgar –protestó él–. Y trabajo también. Yo prefiero carrera. O vocación.


–Oh, eso es perfecto –musitó ella–. Tú tenías vocación de maestro ladrón de joyas.


–Maestro –repitió él. Alzó su taza de café en un brindis–. Me gusta esa palabra.


–Normal.


Él soltó una risita, terminó el café y se levantó.


–Y ahora, si te vistes, podemos ir de compras.


–Odio ir de compras.


–Lástima –dijo él, que avanzaba ya hacia las puertas de cristal–. A mí me encanta.




martes, 5 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 9




Partieron inmediatamente en el coche de él hasta el hotel de dos estrellas de Paula. Pedro encontró aparcamiento delante de la puerta del hotel.


–¿El A mas del Príncipe? –preguntó.


–Armas –corrigió ella–. Falta la R.


–A este edificio parece que le faltan unas cuantas cosas –señaló él cuando salía del coche–. Tamaño, belleza de algún tipo…


–Lo dice el hombre que vive en un palacio de hielo –murmuró ella.


Pedro frunció el ceño.


–Me sorprendió que las sillas fueran tan incómodas –admitió él.


Ella se detuvo a mirarlo.


–¿No te sentaste en ellas antes de comprarlas?


–No las elegí yo, las eligió el decorador.


–Claro –ella movió la cabeza.


¿Cómo podía lidiar con un hombre que era tan rico que compraba cosas sin ni siquiera probarlas? Iba por la vida haciendo lo que quería, y si no le salía bien, probaba otra cosa. ¿Que odiaba las sillas? Las cambiaba por otras. ¿Se cansaba de ser ladrón? Hacía un trato. Para los hombres como él, no había consecuencias.


–Tú tienes sillas en las que no te sientas y paredes que están pidiendo a gritos algo de color –ella movió la cabeza–. Lo único estupendo de tu casa son las vistas.


Él frunció el ceño una vez más.


–Si crees que me importa algo lo que piense mi chantajista de mi casa, te equivocas.


Paula se encogió de hombros e intentó reprimir una punzada de culpabilidad.


Chantajista. Bonito nombre para una expolicía. ¿Pero qué otra opción tenía? Era preciso que recuperara el collar. Y no solo por Abby, sino también por ella misma. Si no lo conseguía, sería una fracasada. Peor aún, una estúpida por haberse dejado embaucar hasta bajar la guardia.


No importaba lo que tuviera que hacer para lograrlo. Se haría pasar por la prometida de Pedro y lo haría de un modo convincente. Fingiría estar loca por él e ignoraría la punzada de sensación que conocía siempre que se acercaba a él. Sería la mejor prometida falsa que había existido jamás.


Y cuando aquello acabara, volvería a Nueva York y recuperaría su vida.


Él la siguió por el vestíbulo del hotel. Su habitación estaba en el tercer piso, el último. El ascensor no funcionaba, así que se dirigió a la escalera y oyó a Pedro murmurar en italiano detrás de ella.


–¿Qué has dicho?


Él suspiró.


–He dicho que eres una mujer muy terca para tomar una habitación en la que tienes que subir escaleras como una cabra por una montaña.


–Siento no haber podido permitirme el Ritz.


–Yo también.


Paula se mordió el labio inferior y siguió subiendo las escaleras.


–Estás en el último piso, supongo.


–Sí.


–Por supuesto.


–¿En serio, Pedro? ¿Has pasado años robando en casas de dos y tres pisos y ahora te molestan unas pocas escaleras?


–No voy a admitir nada, que quede claro. Pero si eso fuera verdad, la recompensa por subir habría sido mucho más grande que la de ahora.


Ella se volvió a mirarlo. Tenía los dientes apretados y la boca tensa, pero seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Paula sacó la llave de su bolso y abrió la puerta de la habitación. Esta era pequeña, solo una cama, una mesita, un armario antiguo, una televisión pequeña y una estufa eléctrica.


–Haré el equipaje en un momento –dijo.


Los dos últimos meses había ido de un sitio a otro en busca de los Alfonso y no tenía muchas cosas. Sacó su bolsa de cuero falso de debajo de la cama, la abrió y empezó a meter vaqueros, camisas y ropa interior de los estantes del armario. Guardó sus deportivas favoritas y se dirigió al baño a recoger los cosméticos. Cuando los hubo metido también en la bolsa, echó un último vistazo a la habitación y se volvió hacia Pedro, que miraba la calle por la ventana.


–Estoy lista.


Él se giró y alzó las cejas.


–Estoy impresionado –dijo–. Eres la primera mujer que conozco que puede hacer una maleta tan deprisa.


–He tenido mucha práctica en las últimas semanas –contestó ella.


–Ah, sí –asintió él–. Persiguiendo a los Alfonso.


Cruzó la pequeña habitación.


–Eres una mujer terca y decidida. Creo que serás una prometida formidable.


–¿Formidable?


Él se acercó tanto que ella se vio obligada a alzar la vista para mirarlo a los ojos. Tanto, que el calor que sentía entre ellos parecía chisporrotear de un modo tentador.


–He aprendido con los años que una mujer que tiene un plan es peligrosa.


Paula no se sentía peligrosa. Se sentía… inestable. Su plan no había funcionado como esperaba y ahora se mudaría a casa de Pedro y se haría pasar por su prometida. Eso sería permitirle asumir el control y la idea no le gustaba nada.


–¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? –preguntó él, devolviéndola al presente.


–¿Haciendo qué exactamente?


–Esto –él movió un brazo señalando la habitación–. Viajar por Europa hospedándote en estos sitios y siguiendo a mi familia.


–Un par de meses.


Él enarcó una ceja.


–¿Y te puedes permitir todo este… lujo? En Estados Unidos deben pagar muy bien los trabajos de seguridad.


Ella agarró su bolsa.


–No tan bien como se paga el robo, pero no me va mal.


Él le quitó la bolsa.


–Claro que la ropa que te he visto guardar ahora es inaceptable para una prometida mía.


Paula se sonrojó un poco. No tenía muchas cosas elegantes. 


De hecho, la ropa que llevaba puesta era la más femenina que tenía allí. Viajar sin parar por Europa implicaba viajar ligera de equipaje.


–Pues es una lástima, porque no tengo otra.


–En ese caso, tendremos que ir de compras mañana.


–No puedo permitirme ese tipo de compras –repuso ella.


–Eres mi prometida, pagaré yo.


–Me parece que no.


–Si te presentas en Tesoro con unos vaqueros desgastados y unas deportivas viejas, no podrás convencer a nadie de que estamos prometidos.


Aquello probablemente era verdad, pero a Paula no tenía por qué gustarle.


–Muy bien. Pero cuando esto se acabe, te quedarás la ropa.


–¡Ah, qué detalle tan generoso! –él se dirigió a la puerta–. Te la quedarás tú. Se la das a los pobres, si quieres. A mí me da igual.


Paula lo vio salir y contó hasta diez antes de seguirlo. 


Aquello iba a ser toda una prueba para su paciencia y su autocontrol.


Le parecía que lo único que le importaba a Pedro Alfonso era su familia. Cosa que a ella le parecía bien. ¿Por qué, entonces, empezaba a sentir de nuevo aquella punzada de culpabilidad? Los dos hacían lo que tenían que hacer.


Al menos tenían eso en común.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 8




–¿Prometida? ¿Estás loco?


–En absoluto. Si quieres acompañarme a la isla, tendrá que ser así. Mi familia no aceptaría que llevara a una desconocida a un bautizo…


–Oh, ¿pero aceptarán que te hayas prometido con una mujer de la que nunca han oído hablar?


Él se encogió de hombros.


–Mi familia no sabe nada de mi vida privada. Me creerán si les digo que me he enamorado perdidamente de ti.


Ella soltó una risita. Aquello no podía estar pasando. 


¿Prometida de Pedro Alfonso?


–No me gusta la idea de mentirle a mi familia, pero no veo otro modo de que esto funcione.


A Paula no le gustaba nada todo aquello. No porque se sintiera mal por mentir, sino porque se iba a sentir incómoda. 


Fingir un compromiso implicaba que tendrían que actuar como si estuvieran enamorados.


–¿Estás cambiando de idea? –preguntó él–. Es por tu alma de policía. Para vosotros es más difícil mentir. No tiene por qué ser así. Si prefieres esperar y que haga esto a mi modo…


–No.


Paula sabía que lo tenía pillado con la amenaza a su padre, pero si le daba ocasión, podía desaparecer y encontrar el modo de que su padre desapareciera también. No podía arriesgarse a eso. Tenía que permanecer cerca de él hasta que tuviera lo que había ido a buscar.


Respiró hondo.


–Como ya he dicho, no te perderé de vista hasta que recupere el Contessa.


–En ese caso, vamos a buscar tus cosas a tu hotel. Tendremos que empezar a practicar que nos adoramos –Pedro la miró de arriba abajo–. Esto va a requerir buenas dotes interpretativas.


–Muchas gracias.


Él sonrió y algo se movió dentro de ella. Aquello no era buena idea. Ya se sentía atraída por él. Pasar más tiempo juntos no haría que fuera fácil ignorar esa atracción. Solo tenía que recordar lo que le había hecho hacer Jean Luc. Y Pedro Alfonso era mucho más peligroso.


Pedro era guapísimo y posiblemente muy encantador cuando se lo proponía. En otras circunstancias ella quizá habría disfrutado de la farsa de ser su prometida, pero en aquella situación estaban en bandos opuestos.


–Última oportunidad para que cambies de idea –dijo él, mirándola–. Una vez que empiece esto, llegaremos hasta el final. No permitiré que mi familia tenga que preocuparse de que vayas a meter a mi padre en la cárcel.


Paula pensó que los ojos de él eran oscuros y casi sin fondo. 


Una punzada de culpabilidad la invadió, pero se disipó un momento después. Ella tampoco quería ver a Nick Alfonso en la cárcel. Era un ladrón pero había sido amable con ella. 


Se riñó. La junta directiva del hotel Wainwright había hecho bien en despedirla.


Simpatizaba con un ladrón mayor, se había dejado cortejar por otro más joven y ahora se sentía muy atraída por otro más.


–No voy a retroceder –dijo–. Estoy en esto hasta el fin.


Él asintió.


–Entonces estamos oficialmente enamorados.


A Paula le dio un vuelco el estómago cuando él bajó la cabeza hacia ella.


–¿Sellamos el trato con un beso?


–Sí –murmuró ella, con la vista fija en los labios de él, que se acercaban cada vez más. Retrocedió un paso–. No es necesario.


Él sonrió.


–Querida –dijo, fingiendo sentirse dolido–. ¿Crees que ese es modo de tratar al hombre que amas?


Paula casi se atragantó con la saliva.


Él dejó de sonreír. Hizo una mueca.


–Este es el único modo de que podamos hacer lo que quieres. Acostúmbrate.


–En público sí –dijo ella, con más seguridad de la que sentía.


–Y en privado. Mi familia esperará ver a una mujer que está loca por mí.


Desafortunadamente, no tendría que fingir mucho para interpretar a una mujer que lo deseaba profundamente. 


Fingir amor sería más difícil, pero podría lograrlo.


–He trabajado como policía infiltrada. Puedo arreglármelas.


–Eso lo veremos, ¿no crees? –él la tomó de la mano y tiró de ella hasta la sala de estar–. Vamos a instalarte en nuestro nido de amor para que podamos empezar a practicar nuestra adoración mutua.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 7




Pedro tomó un sorbo de té. Le habría gustado que fuera whisky. Estaba atrapado y lo sabía. Una furia fría le recorría las venas como si fuera agua helada.


En primer lugar, no le gustaban los intrusos. En segundo lugar, odiaba enterarse de que ella lo había seguido y odiaba todavía más no haberse dado cuenta. Pero lo que más odiaba era que ella tenía razón. Su papel de ciudadano respetuoso con la ley era tan nuevo que la policía de Londres e incluso la Interpol lo mirarían con dudas si Paula Chaves los contactaba. Últimamente había pasado mucho tiempo en las joyerías más prestigiosas de la ciudad y la policía creería que estaba vigilando las tiendas, investigando los sistemas de seguridad y planeando un golpe. Cuando en realidad buscaba un regalo para su hermana.


Pero la policía no se creería eso. Miró a Paula intentando buscar una salida, pero no la había. Si no hacía lo que decía aquella mujer, su padre podía acabar en la cárcel. Nick Alfonso no sobreviviría a una condena de cárcel. Era un hombre acostumbrado a las comodidades, a la compañía de mujeres, a la libertad de ir cuando y adonde quería. Estar encerrado le mataría el espíritu y Pedro no iba a permitir que ocurriera eso.


–Lo haré –dijo–. Recuperaré ese collar y, cuando lo tenga, me pondré en contacto contigo.


–Me parece que no –ella negó con la cabeza y su maravilloso cabello pareció bailar alrededor de su rostro en una masa de rizos fieros–. No te perderé de vista hasta que tenga el collar en mis manos.


–¿Vienes a pedirme ayuda pero no te fías de mí? –él hizo un gesto de burla.


–¿Esperas que confíe en ti cuando he tenido que chantajearte para que me ayudes? –ella sonrió y tomó otro sorbo de té–. Recuerda que he sido policía.


Pedro la miró irritado.


–Oye, dentro de unos días tengo que asistir a una reunión familiar en Isla Tesoro. No podré ir detrás de Jean Luc hasta después de eso.


Ella enarcó las cejas, sorprendida.


–Muy bien. Iré contigo.


Él tragó aire e intentó controlar la furia que empezaba a sentir en la boca del estómago. Una cosa era que lo chantajeara y otra que esperara que le presentara a su familia.


–Es el bautizo del niño de mi hermana. No puedo llevar a una extraña.


El rostro de ella no se alteró.


–Tendrás que encontrar un modo.


Pedro fijó la vista en la pared de cristal que había detrás de ella. En la distancia se veían las luces del Ojo de Londres. 


No podía eludir ir a Tesoro. Teresa, su hermana, no le perdonaría nunca que se perdiera el bautizo de su hijo. 


Además, esa semana habría una gran exposición de joyas en la isla y la Interpol lo quería allí.


Tomó otro sorbo de té y acabó por aceptar lo inevitable.


–Como quieras. Vendrás a Tesoro conmigo y después iremos a Mónaco a recuperar tu maldito collar.


–Me parece bien –ella se levantó y se colgó el bolso al hombro–. ¿Cuándo nos vamos?


Pedro se levantó a su vez.


–Dentro de tres días.


–¿Tres días? –ella se mordió el labio inferior y él adivinó lo que estaba pensando. Cómo lo iba a vigilar desde su hotel, dondequiera que estuviera, e impedir que se largara solo.


–Te quedarás aquí –dijo.


–¿Cómo dices?


–Necesitaremos los tres días para practicar.


–¿Para practicar qué?


Pedro la miró. Por fin veía dudas y preguntas en sus ojos. 


Por alguna razón, eso hizo que se sintiera algo mejor.


–Que somos pareja.


–¿Pareja de qué?


–Mi familia jamás aceptará que lleve a una extraña al bautizo de mi sobrino –hizo una pausa y observó la reacción de ella–. Así que, durante la próxima semana, serás mi prometida.