Desde que su padre lo enviara por primera vez a aquel campamento militar, no había sentido tanto miedo. Estaba allí, delante de aquella puerta entornada, sabiendo que su futuro dependía de las palabras que salieran por su boca en los próximos minutos. Hernan le había dicho bien claro que lo perseguiría hasta los fuegos del infierno si la hacía sufrir pero, ¿quién lo protegía a él de ella?
Empujó suavemente la puerta para verla antes de entrar. La habitación le llamó la atención pues parecía la de una niña pequeña, en tonos rosa pastel y amarillos, con estantes llenos de juguetes, una enorme casa de muñecas en el suelo junto a la ventana y un caballito de madera con un gran oso de peluche encima. Sonrió al recordar el regalo de Navidad que le daría al día siguiente. Esperaba que le agradase.
También había comprado algo para su bebé.
Abrió la puerta un poco más y vio los pies de Paula estirados en una cama de madera donde solo cabría una persona. No debía demorar más la situación. Era lo más difícil que había hecho nunca pero tenía que hacerlo, por el bien de los dos.
Entró en el cuarto y la vio acostada con los ojos cerrados y la respiración tranquila. Pensó que estaba dormida hasta que ella se movió y abrió lentamente los ojos. De inmediato las lágrimas aparecieron rodando por sus mejillas como si al verlo se hubieran abierto las compuertas de una presa.
Paula hizo un gesto de pesar por provocar esa desazón en ella y se acercó a la cama para consolarla. Se sentó en el mismo sitio donde, sin saberlo, se había sentado su madre e intentó abrazarla pero ella se le adelantó y le puso una mano en la mejilla.
—Tu ojo… Está hinchado. Mi padre no debía haberte pegado. Lo siento.
—Tu padre tenía todo el derecho a pegarme, Pau. Soy un idiota.
—No, no digas eso.
Se miraron fijamente con tristeza en los ojos. Él vio su sufrimiento reflejado en las profundidades de esa verde mirada. Ella comprobó que aquellos momentos no eran fáciles para él tampoco.
—¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? —preguntó Pau.
Seguía teniendo la mano en su mejilla.
—¿Quién dice que deba serlo? —Movió la cabeza hasta que le dio un sensual beso en la palma de la mano. Un beso que hizo que la piel de ella se erizara al instante. Cerró los ojos conmovida por la sensación y deseó con todas sus fuerzas que él la abrazara.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro la abrazó con fuerza de repente. No podía mantenerse alejado de esa mujer cuando la tenía tan cerca. Su cuerpo ardía por ella, y no solo en el plano físico, sino también en el psíquico, en el sentimental.
Se le escaparon lágrimas contenidas mucho tiempo atrás.
Unas lágrimas que prometían más que sus palabras.
Lentamente aflojó el abrazo y la miró con las pestañas húmedas.
—¿Te casarás conmigo? —le preguntó seriamente con el alma encogida en un puño.
—Pedro, no hace falta…
—¿Lo harás? —insistió él.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Tú qué crees? —Le puso una mano en el vientre de forma cariñosa. Luego se inclinó sobre ella y le besó la abultada barriga con un amor que la embargó hasta la médula.
Pau le acarició esos cabellos rubios rebeldes pero suaves mientras él dejaba su mejilla apoyada en la tripa.
—Tu mamá se va a casar conmigo, ¿tú qué dices? —le preguntó en un murmullo dirigido al interior de la barriga.
Paula soltó una carcajada entre lágrimas. Ese gesto había superado todas sus defensas. Le levantó la cabeza y lo acercó a sus labios. Le besó la frente, luego una ceja, el puente de la nariz, la mejilla morada, la comisura de los labios, el fuerte mentón, el nacimiento de la mandíbula, el contorno de la oreja.
—Me vas a matar —le dijo Pedro cogiéndola con sus fuertes manos y manteniéndola a escasos milímetros de su boca—. ¿Te casarás conmigo?
—Dime por qué debería hacerlo —le respondió seria y decidida. No le tembló la voz ni un ápice, cosa que la sorprendió porque no era eso lo que sentía en su interior.
—Porque vas a darme un hijo. Porque no podemos estar separados. Porque me siento tan perdido sin ti que no sé dónde estoy la mayoría del tiempo. Porque he dejado atrás mi complicada vida para hacerme un hueco en la tuya, si me dejas. Porque sé que tú sientes por mí lo mismo que yo por ti, aunque no nos lo hayamos dicho nunca porque somos así de tontos. —Sonrió maliciosamente—. Porque sabes que nadie te puede hacer sentir lo que sientes conmigo. Porque nuestros cuerpos explotan cuando se tocan piel con piel. Porque a esta distancia no puedo evitar pensar en los momentos que hemos pasado juntos. Cuando te tengo cerca ardo por poseerte, por tocarte, por saborearte. Porque hacerte el amor cada día y cada noche es una urgencia vital para mí. Porque no soporto pensar que otro hombre pueda arrancar de ti gemidos como los que oigo cuando estoy contigo. Porque sé que no encontraré otra mujer que llene mi vida como lo haces tú. Y porque me quieres, Pau, sé que me quieres —concluyó.
—¿Y tú? ¿Me quieres? —preguntó ella bajando la mirada después de la diatriba de razones que le había soltado.
—Te amo, mi vida. Más que a cualquier otra cosa en este mundo. —Pedro le puso un dedo bajo el mentón e hizo que lo mirara—. Se acabaron los remordimientos, los secretos, los sentimientos escondidos. No voy a permitir, nunca más, que estés lejos de mí. Pienso dedicar el resto de mi vida a cuidarte, a mimarte, a darte placer, a colmarte de felicidad. —Le acarició la cara con los nudillos y ella cerró los ojos ante tan delicado contacto—. A partir de hoy, tú y mi hijo seréis mi única razón para existir, ¿entendido? —Pau asintió conmovida—. ¿Quieres decir algo más antes de que te bese? —le preguntó haciendo que ella abriera los ojos de inmediato. Lo miró sonriente y negó con la cabeza—. Bien, pero antes contéstame a una cosa: ¿Te casarás conmigo?
—Sí, sí, sí, me casaré contigo.
Pedro la besó en los labios con una urgencia que demostraba cuánto la había echado de menos. La reacción de Pau fue muy similar, devoraba los labios de él con una pasión contenida que los invadió a ambos. Luego el beso se fue haciendo más lento, más pausado. Sus lenguas se tocaron sensuales en una danza primitiva que llegaba a los lugares más recónditos de sus cuerpos.
Las manos de Pedro se desplazaron por su cintura hasta llegar a los pechos henchidos coronados por aquellos pezones duros y dispuestos para ser tocados por sus dedos.
Pau jadeó al sentir el contacto. Con el embarazo tenía algunas partes de su cuerpo mucho más sensibles que antes y el solo roce de los dedos de Pedro por encima del vestido la hizo gemir y apretarse a él.
—Nos esperan para la cena —dijo Pedro chupando uno de sus pezones por encima de la fina tela del vestido.
—Que esperen, yo llevo esperando más —respondió entre jadeos.
* * * * *
Mientras tanto, en el salón de la casa familiar de los Chaves, el silencio reinaba entre los allí presentes. No habían oído gritos ni golpes, lo cual era una buena señal, pero empezaban a sentirse un tanto incómodos los unos con los otros cuando el tiempo se alargó demasiado. La conversación formal se había acabado hacía tiempo, Hernan y Alma se lanzaban miradas cómplices a espaldas de Simon y Carmen que no escondía sus arrumacos de recién casados.
En el momento en que la situación se hizo insostenible del todo se oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Todos se pusieron en pie y comenzaron a hacer cosas por la casa para dar la sensación de que llevaban ocupados todo el tiempo de la espera.
Pedro y Pau aparecieron en la escalera cogidos de la mano, con los rostros ruborizados y una pícara sonrisa. Entraron en el salón donde la mesa de la cena seguía puesta pero nadie estaba sentado. Justo cuando iban a entrar en la cocina, Carmen les dijo que la cena estaba lista y que se sentaran a la mesa. Todos salieron en tropel con fuentes y platos en las manos, parloteando y esquivando las miradas de sorpresa de la pareja que seguían cogidos de la mano y esperaban que alguien les preguntara si había habido reconciliación. Al parecer, después del tiempo que habían tardado en la habitación, todos lo daban por hecho.
—Antes de que empecemos la cena me gustaría decir unas palabras, con su permiso, señor —dijo Pedro visiblemente nervioso. Hernan asintió y Pedro miró a su madre que tenía la mirada vidriosa. Le hizo un guiño y se aclaró la garganta—. Creo que no hace falta que os diga que Paula y yo hemos hablado sobre nuestra situación y hemos arreglado las cosas. —Carmen hizo palmas brevemente. Simon la sujetó del brazo para que Pedro pudiera continuar—. Toda mi vida he estado viviendo al límite de las posibilidades que me marcaban las misiones a las que me mandaban. Nunca me había importado arriesgar mi vida o resultar herido pues sabía que era demasiado bueno para perderla. Me equivoqué, por supuesto. Me metí en una misión completamente diferente a las que estaba acostumbrado el día que me reencontré con Paula. Yo ni siquiera la había reconocido, fue ella quien me reconoció pero hubo algo que me despertó en el interior. Aquella noche, poco a poco, comenzó una historia imposible de controlar y sin quererlo me enamoré de ella.
»Dios sabe que luché por salir de aquella situación. Le dije que no podíamos estar juntos, mintiéndole a ella y a mí mismo. Me alejé a sabiendas de que estaba en peligro, pero me debía a mi trabajo e hice lo imposible por estar al tanto de lo que sucedía, incluso me alié con Simon, que ya es un logro. —Simon lo miró amenazante, pero sin maldad—. Y cuando peor estaban las cosas la abandoné, me metí en una misión que no tenía nada que ver conmigo y casi me matan. Eso impidió que pudiera estar con la mujer que tanto amaba. No pude protegerla y esto es algo que tardaré mucho en perdonarme. —Pau le había cogido la mano y se la apretaba dándole ánimos. No tenía por qué hacer eso, pero para él era necesario confesar lo que sentía. Se volvió hacia Pau y la miró con todo el amor del mundo—. Casi te pierdo y no me lo hubiera perdonado nunca. Si no hubiera sido tan idiota me habría dado cuenta de que no puedo estar sin ti, tú eres todo lo que soy. —Acercó los labios a los de ella y la besó ligeramente en un gesto cariñoso y de afecto que la complació enteramente.
—¿Y ahora qué? —preguntó Simon impaciente. Carmen le dio un codazo por su impertinencia.
—¿Ahora? Ahora empieza mi vida, realmente. Le he pedido a Pau que se case conmigo y ella ha accedido. No habrá más secretos, ni más sorpresas entre nosotros. Vamos a tener un hijo que nacerá sano y… —Pedro oyó un carraspeo que provenía de Pau. La miró y alzó una ceja en gesto interrogante. Ella se levantó y le apretó más la mano.
—Verás, es que hay algo que aún no sabes y que creo que deberías saber si vamos a ser sinceros.
—¿Si? —preguntó intrigado.
Fue consciente, por las sonrisas que lucían los miembros de la mesa, que era el último en enterarse de la noticia que Paula iba a comunicarle en aquel momento.
—Es que no vamos a tener un hijo.
—¿No? —se sobresaltó.
—No. Vamos a tener dos.
La puerta de la habitación de Paula estaba entornada cuando Alma llegó arriba. Oía los sollozos rotos de la chica ahogados contra la almohada.
Tocó levemente a la puerta pero no le contestó. Entró y cerró cuidadosamente. Se acercó a la cama y se sentó en el borde del colchón esperando que ella notase su presencia.
Cuando Pau olió el perfume de la persona que tenía a su lado, se incorporó y se abrazó a ella como si se le fuera la vida. Tenía temblores y estaba pálida como una hoja de papel. Alma le acarició la espalda con fruición y le susurró palabras calmantes como si aún fuera una niñita pequeña.
Cuando comenzó a tranquilizarse, oyó que ella le decía:
—Echo de menos a mi madre.
—Lo sé, pequeña. Todos la echamos de menos, pero sé que tú más.
Lloró un rato más y luego, poco a poco, se fue calmando hasta que comenzó a respirar con normalidad.
—Pau, sé que yo no soy tu madre, ni pretendo serlo, pero te voy a hablar de la misma forma que le habría hablado a mi hijita si hubiese tenido una alguna vez. —Hizo una pausa para que ella entendiera sus palabras y se acomodara en la cama, estirando las piernas y apoyando la dolorida espalda sobre las almohadas del cabezal—. Eres una mujer muy fuerte y muy bella, cariño, y tu padre me ha contado los horrores que has tenido que soportar durante este año. No todas las mujeres podrían decir y aguantar lo que te ha pasado a ti, y por eso eres digna de admiración, pero, a veces, sigo pensando que no eres más que una niña caprichosa que se cierra en banda cuando las cosas no salen como tú quieres.
—Eso no es verdad…
—No, ya lo sé, pero es lo que pienso cuando te veo comportarte así. Mira, cariño, en esta vida lo malo viene solo y lo bueno hay que pelearlo. Si nos conformamos, si nos volvemos cómodas y esperamos a que la gran felicidad nos encuentre, lo único que tendremos será soledad y unos terribles sentimientos de arrepentimiento por haber dejado pasar el tiempo sin hacer nada. Yo lo hice y ahora estoy intentando recuperar el tiempo perdido, pero ya no sé si es demasiado tarde.
—No lo es. Mi padre está muy contento últimamente e imagino que tendrás algo que ver. —Alma se sonrojó hasta la raíz de su pelo cano, pero hizo un ademán para restarle importancia al comentario y poder seguir.
—Pedro no es una persona fácil, nunca lo ha sido, y no estoy segura de que el tiempo y ese trabajo que tiene que lo lleva de aquí para allá arriesgando la vida no lo haya hecho más difícil en el trato que antes. Pero lo que sí tengo claro y estoy segura al cien por cien es que te ama como a nadie en el mundo. Nunca había visto el brillo de sus ojos iluminar una habitación como lo vi el día que comimos juntas y apareció en casa. En ese momento supe que estabais hechos para estar juntos.
»Esta tarde, antes de venir, estaba nervioso. Se ha probado tres camisas antes de decidirse por la que lleva puesta, que dicho sea de paso, no es ninguna de las tres iniciales. —Pau sonrió entre lágrimas—. No lo había visto tan nervioso desde que se fuera a la academia militar. Ahora va a ser padre e imagino que eso es algo que no esperaba y que le da miedo, pero es mi hijo, y estoy segura de que será un buen padre si tú lo aceptas, ¿sabes por qué? —Pau negó con la cabeza y bajó la mirada a su barriga puntiaguda—. Porque te quiere, cielo. Te quiere tanto que no sabe lo que hacer para no arruinarlo todo.
Paula la miró con ojos amables y un brillo de esperanza.
Quizás fuera cierto, al final.
—Te contaré un secreto —dijo Alma, acercándose a ella y bajando la voz—. Él no tenía que haber estado en la misión en la que le dispararon. Se presentó voluntario porque tenía que alejarse de ti. Tú no querías verlo ni hablar con él y, tonto de él, en lugar de insistir, decidió marcharse y no luchar por lo que quería.
—Supongo que si sabes eso ya conoces la historia —susurró avergonzada. Alma asintió—. Lo denuncié porque pensaba que él era quien me perseguía y me amenazaba. Me equivoqué y después me daba vergüenza hablar con él o pedirle disculpas por miedo al rechazo. Fui igual de cobarde que él.
Alma asintió de nuevo y le cogió la mano que le temblaba.
—Sí, no fuisteis nada inteligentes ninguno de los dos. Bien, durante el mes y medio que pasó en Washington en el hospital militar, se fue enterando de qué había sucedido con tu caso. Lo del secuestro y el hecho de que hubieras estado a punto de morir lo han marcado tanto que se sigue sintiendo culpable.
—¿Por qué? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Porque no estaba a tu lado. Porque no pudo salvarte. Porque te falló y se falló a sí mismo. Los remordimientos de haberse alejado de tu lado y el sufrimiento de saber que estuviste a punto de morir lo están consumiendo. Y cada vez que os veis, cada vez que os encontráis, él quiere estar contigo, pero teme que le eches en cara que no estuvo ahí cuando lo necesitabas.
—Le dije que lo odié cuando no estuvo, pero yo no sabía que había estado herido tanto tiempo. Él se enfadó tanto…
—comenzó a llorar amargamente al saber la verdad de todo aquello.
Alma le dio su tiempo y luego prosiguió.
—Ahora tenéis en vuestras manos la oportunidad de arreglarlo. Vais a tener un hijo juntos y os queréis. Los dos sois luchadores y si peleáis todo saldrá bien.
—¿Cómo has sabido todo eso? —preguntó limpiándose las lágrimas con el revés de la mano.
—Cariño, cuando nazca tu hijo sabrás que no puedes estar sin saber de él ni un minuto.
—¿Mateo?
—Y Mariano.
—Son buenos amigos —dijo Pau con tristeza.
—Los mejores.
Unos golpecitos en la puerta sobresaltaron a Pau que supo de inmediato quién era. Alma la miró con dulzura y le dio unas palmaditas en la mano antes de levantarse.
—Espera. —La retuvo Paula—. Antes de que te vayas, creo que yo también te contaré un secreto. —Alma se agachó hasta poner su oreja a la altura de la boca de la chica. Ella le susurró algo y Alma abrió los ojos desmesuradamente conteniendo una exclamación de júbilo. Le pasó la mano por la tripa y le besó la frente en gesto maternal. Luego fue hacia la puerta, la abrió y encontró a su hijo esperando con una expresión tan triste que sintió pena en el corazón.
—No la hagas enfadar. Debe descansar —dijo su madre duramente. Levantó la mano y Pedro se apartó bruscamente creyendo que su madre le daría otra bofetada sin piedad. Pero ella sonrió y le pasó la mano con delicadeza por la mejilla. Luego se puso de puntillas y le dio un beso en el lugar donde le había dejado marcada la cara. Pedro cerró los ojos y dio gracias al cielo por tener una madre tan comprensiva y buena en su vida.
—¿Por qué hiciste eso? ¿Es que te gusta joderme la vida? —le preguntó furiosa a su hermano que estaba cortando verduras en la cocina con una sonrisa mal disimulada en los labios—. Simon, no tiene gracia. ¡No te rías! —Le dio un cachetazo en la cabeza.
Simon dejó el cuchillo sobre la encimera y la apartó suavemente para pasar hacia la nevera. La abrió sin prestar atención al parloteo de su hermana y sacó un refresco para ella y una cerveza para él. Luego puso en la mano de Pau la lata abierta y se la empujó hacia los labios para que bebiera.
Él hizo lo propio con su cerveza y después de un largo trago la dejó a un lado de la mesa. Apoyó su cuerpo en un armario, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró las piernas cruzándolas sobre los tobillos, todo con una tranquilidad que sacó de quicio a Paula.
—Vamos a ver —dijo Simon—. Es el tío que te ha dejado embarazada, es el hombre al que amas, y, por desgracia para nuestra familia, él parece que también te quiere a ti. Entonces, ¿qué problema ves en que venga a cenar con su madre? —dijo tranquilamente. Dio otro trago a su cerveza.
Paula parecía acorralada. Se había sonrojado hasta la raíz del cabello, los nudillos de la mano que sujetaba la lata estaban blancos de la fuerza con que intentaba chafar el refresco, sus ojos parecían velados por una capa brillante de lágrimas no derramadas y Simon la vio empequeñecer poco a poco. Se acercó a ella y la cogió entre sus brazos, estrechándola con una ternura y un amor poco habitual en él.
—Todo saldrá bien —le dijo mirando por encima de su cabeza a Carmen que los observaba desde la puerta de la cocina. Ella asintió y se marchó.
—Tengo miedo, Simon —dijo Pau en un murmullo contra el delantal que llevaba él para cocinar.
—¿De qué?
—De que no me quiera.
Simon rio suavemente y la apartó un instante de su cuerpo para decirle:
—Ese hombre está plena y totalmente enamorado de ti. Lo vi el día del incendio de tu casa, no era capaz de quitarte los ojos de encima, Pau.
—Han pasado muchas cosas desde aquel día —dijo con voz ronca por las lágrimas.
—Bueno, pues si resulta que no lo está como yo creo, le daré tal paliza que no podrá moverse nunca más de la cama, así lo tendrás a tu plena disposición para siempre —le dijo con tono serio pero con una expresión cómica en sus ojos.
—¿Harías eso por mí? —pregunto Pau estrechándose de nuevo contra su hermano.
—Haría cualquier cosa por ti, no lo olvides.
Hernan Chaves entró en ese momento en la cocina y encontró a sus dos hijos abrazados con fuerza. Lo invadió una sensación de júbilo que le empañó la mirada, pero cuando ambos se separaron y volvió a ver el vientre abultado de su querida hija, compuso una expresión seria, esquivó la mirada llorosa de Pau y se dirigió a Simon.
—Cuando tengas las verduras listas, dímelo. Hay que ponerlas a macerar dentro de una fuente y dejarlas allí al menos dos horas.
Simon miraba a su padre fijamente incapaz de creer que fuera tan frío con su pequeña.
—Papá, tenemos que hablar —dijo Paula compungida y, al tiempo, temerosa de la reacción de su padre.
Hernan salió de la cocina sin decir nada. Simon le hizo una señal a su hermana para que saliera detrás de él y no desaprovechara la oportunidad. Ella dudó.
—Ve con él y demuéstrale lo buena abogada que eres. Defiende tu causa, Pau —Ella asintió y lo siguió hasta el porche donde lo encontró sentado en la mecedora que había pertenecido hacía muchos años a su adorada madre. Justo formando ángulo con la vieja mecedora, estaba el balancín que tanto le gustaba. Llevaba allí desde que ella recordara.
Se sentó en él mirándose las manos, pensando un segundo cómo empezar aquella embarazosa conversación. Era la causa a defender más difícil de cuantas hubiera tenido en su vida.
—Yo no quise que esto pasara, ¿sabes? Sé que todos esperabais que la perfecta Paula Chaves triunfara en la vida y fuera un mujer ejemplar pero yo estoy muy lejos de la perfección que me atribuís todos y también cometo errores, errores que a veces puedo resolver y otras veces no. Al principio pensé que esto era un error pero, de verdad, papá, no lo creo, no me arrepiento de que haya pasado. Sé que te he decepcionado, que no era esto lo que esperabas de mí, y lo siento, ya sabes que siempre he seguido tus consejos, que he tenido en cuenta tus opiniones sobre hacia dónde enfocar mi vida, pero esto no voy a aguantarlo. Estoy embarazada, y aún me quedan cinco meses de estarlo si no pasa nada, y después tendrás que soportar que venga a esta casa porque yo no voy a renunciar a verte. Me duele que no me mires y que no me hables, pero no voy a dejar de venir por eso, ¿me oyes? Y si te molesta, te aguantas. —Paula no había dejado de mirar a su padre. Él mantenía la cabeza baja, mirándose las manos temblorosas y arrugadas por la edad.
Un nudo de sentimientos se apoderó de su garganta. No se veía capaz de decir nada más. Emitió un sollozo y se tapó la cara, hundida y desconsolada por el rechazo de su padre.
Pero Hernan había levantado la vista justo cuando ella se echaba a llorar. La vio estremecerse con ese llanto triste que le recordaba a los días que siguieron a la muerte de su madre.
Su corazón se sentía dolido pensando que su pequeña había tirado su vida por la borda, pero su mente le decía que no era tan malo como quería creer. Quería tener nietos, y siempre pensó que Simon y Carmen le llenarían la casa de niños bien pronto se casaran, pero no pudo imaginar que su niña, el orgullo de su corazón, fuera la primera en quedar embarazada y mucho menos en aquellas circunstancias.
El alma de Hernan se desgarraba un poco más con cada sollozo de Paula y cuando no pudo soportarlo más, se levantó, se acercó al balancín y se sentó junto a ella. Al notar el movimiento, Pau levantó la cabeza y su padre la abrazó.
Ambos lloraron durante largos minutos, se abrazaron fuertemente deseando parar el tiempo y, poco a poco, la tensión y el rencor acumulado durante aquellas horas se fueron evaporando, dejando en su lugar un sentimiento de desahogo y bienestar, una sensación de reconciliación que los llenó de paz a los dos.
Cuando cesaron los estremecimientos, Hernan miró a su hija seriamente. Aún se podía ver la humedad de sus lágrimas en sus pestañas y el brillo de la emoción en el fondo de sus ojos.
—Quiero saber una cosa más de todo esto y dejaremos el tema zanjado, ¿de acuerdo? —Pau asintió sorbiendo por la nariz como cuando era pequeña. —Quiero saber el nombre del padre y todo lo que me puedas contar sobre él.
Abrió los ojos sorprendida por la petición. Era lo único para lo que aún no estaba preparada. Respiró hondo un par de veces, preparándose para la reacción de su padre.
—No puedo, papá. Cuando llegue el momento lo sabrás. Pero ahora no puedo, no me pidas eso.
Hernan la miró un segundo más y luego la abrazó. «Te pareces tanto a tu madre», pensó mientras le acariciaba la espalda para aliviar los estremecimientos que volvían a apoderarse de su pequeño cuerpo.
Después de un rato balanceándose en el porche, Pau se disculpó y subió a su habitación a echarse en la cama.
El cabeza de familia entró en la casa dispuesto a coger las riendas de la cena de Navidad. Simon y Carmen discutían animadamente en la cocina.
—Es su decisión, Simon Si ella no quiere ver a Pedro, no debemos obligarla.
—Ella no sabe lo que quiere, por el amor de Dios —dijo exasperado—. Y Pedro es un gilipollas, un idiota por dejarla marchar sin más. Es un cobarde —añadió.
—Sí, lo es, pero él no sabía que Paula estaba embarazada, si se lo hubiera dicho antes, quizás ahora las cosas serían diferentes.
—¡Pues por eso hago esto! ¿No te das cuenta? Se quieren, Carmen. Se quieren como nos queremos nosotros y deben estar juntos. Ellos no darán un paso para solucionar su problema, son muy orgullosos. Y yo no estoy dispuesto a tener que aguantar los llantos de Pau cada vez que se cruce con él por la vida. Además, es el padre ¿no?
Carmen lo miró con picardía en los ojos, se acercó sensualmente y sonrió a su marido de un modo que le puso los pelos de punta.
—No sabía yo que tuvieras una vena casamentera escondida. Es muy sexy ¿sabes?
—Y tú me vuelves loco —le dijo mientras la acercaba más para besarla apasionadamente.
Hernan ya había oído bastante. No solía escuchar las conversaciones ajenas, principalmente porque, por norma general, siempre estaba solo, pero aquella discusión entre su hijo y su nuera le había dicho mucho más de lo que esperaba oír aquel día.
Los ojos le ardían de furia cuando salió a respirar aire fresco al porche. Ese sinvergüenza sabría lo que es bueno.
* * * * *
La casa de Alma había sido decorada con gran gusto y delicadeza. Los adornos de Navidad que colgaban del inmenso árbol del salón habían pasado por más de tres generaciones de Alfonso y aun así, parecían nuevos. Un poco de acebo por aquí y un poco de muérdago en los lugares más insospechados de paso y la casa presentaba un aspecto formidable. Nada de luces ostentosas, ni renos en la puerta, ni Santa Claus en el tejado. Ese tipo de cosas era para los niños, y en Elmora Hills todo el mundo sabía cuál era el aspecto que debía presentar su morada según su edad. Era imposible ver la casa de los Degree tan sobria como la de su madre. Esta siempre presentaba un colorido y una animación digna de un circo ambulante. Claro que los Degree tenían seis hijos, dos de ellos con hijos a su vez.
Cuando llegaron al camino de entrada de los Chaves, Alma aprobó con un asentimiento de cabeza la escasa decoración que Hernan había puesto en el exterior: la típica corona seca en la puerta, algún adorno en las rejas de las ventanas y un bonito adorno de cristal, con una luz interior, que colgaba del techo del porche, que no había visto nunca. «Deben haberlo traído los chicos de la ciudad, seguro», pensó Alma.
Pedro oyó risas que provenían de la ventana de la cocina.
Agudizó la vista y pudo ver a Carmen pasar con una tira de espumillón dorado a modo de diadema en el pelo. Le gustaba esa chica. Llevaría a Simon por el camino correcto.
—Cielo, vamos. Me estoy helando —dijo su madre tirando del brazo del que iba cogida. Llevaba un pastel de ciruelas en la mano y un botella de licor metida en una bolsa que colgaba de su brazo. Se la veía feliz y no sabía bien si era por las fechas, por él o tenía algo que ver con que Hernan Chaves la hubiera invitado a cenar en Navidad. Sospechaba que su madre y Hernan habían hecho buenas migas con el tiempo y se alegró por aquella posibilidad. No quería ver a su madre sola y triste.
—Pedro, vamos, por favor —dijo Alma con impaciencia.
—Espera, mamá. Esta noche es probable que te enteres de algunas cosas que me hubiera gustado decirte antes…
—Ya sé que Paula y tu sois más que amigos —le dijo dándole una palmadita en la cara con su mano enguantada—. No te preocupes. Me gusta Paula para ti.
Pedro sonrió cándidamente a su madre. Sí, a él también le gustaba Paula.
—Bueno, mamá, sea lo que sea de lo que te enteres esta noche, debes saber que acepto mi responsabilidad y…
—¡Hey, vosotros! Os vais a congelar ahí fuera —gritó Simon desde la ventana del piso superior interrumpiendo las palabras de Pedro.
Alma comenzó a andar hacia la puerta cuando esta se abrió.
—¡Hernan! Feliz Navidad —dijo su madre cariñosamente. Le dio un beso en la mejilla y vio que el hombre se sonrojaba—. He traído pastel y licor, así entraremos en calor pronto.
—No tenías que haberte molestado, Alma —respondió él complaciente.
—Tonterías —dijo. Y volviéndose hacia Pedro, le dijo—: ¿Recuerdas a Pedro?
Hernan se adelantó un paso, dejando a Alma a su espalda y cuando Pedro le tendió la mano sonriente, este le dio un puñetazo en todo el ojo que lo tumbó de espaldas todo lo grande que era.
Alma gritó aterrada ante tamaña demostración de violencia.
Carmen y Paula salieron de la cocina al escuchar el grito de la mujer. Simon, que bajaba por la escalera y había visto la actuación magistral de su padre, pronto bajó los escalones de dos en dos para sujetarlo.
—¡Papá! —gritó Pau pálida como la pared. El grito detuvo la patada que Hernan estaba por darle a Pedro mientras permanecía en el suelo con una mano sobre el ojo.
—¡Hernan! ¿Por qué has hecho eso? —preguntó Alma conmocionada, debatiéndose entre coger la mano dolorida del hombre para comprobar que no tuviera nada roto o arrodillarse al lado de su hijo. Sorprendentemente, eligió lo primero.
—Que te lo diga él, Alma. Creo que sabe muy bien por qué lo he hecho, ¿verdad? —siseó el anciano que había demostrado ser capaz de tumbar a aquel hombretón.
—No, papá —susurró Paula que ya se echaba a llorar. Su padre lo sabía, por eso lo había hecho. Era su manera de proteger a su pequeña o al menos era la forma que tenía de decirle a Pedro que con él no se podía jugar y con su niña tampoco.
Alma se volvió un instante cuando oyó el llanto de Paula y vio la bonita barriga de embarazada que se marcaba bajo su vestido color marrón. De pronto, la mujer compuso una expresión que oscilaba entre el horror y el entendimiento. Se acercó a Pedro enfadada y le dio una bofetada bien sonora que lo dejó estupefacto.
—¡Mamá! Ya vale.
—¿Ya vale? Nunca en la vida, ni tu padre ni yo, te hemos puesto una mano encima, Pedro. Nunca hemos creído que esa fuera la forma correcta de educar a nuestro hijo puesto que no eras tan malo como parecías ser. —Simon bufó en desacuerdo con esas palabras ganándose así una mirada de advertencia de su padre y un pescozón de Carmen—. Pero esto… esto no tiene nombre, hijo. Si tu padre viviese te habría puesto el otro ojo morado.
—Yo puedo hacerlo —susurró Simon a Carmen. Esta le dio un codazo en las costillas.
Pau no soportó más la situación y subió corriendo a su habitación. Necesitaba estar sola, quería que se fuera todo el mundo y que acabara ya ese horrible año que únicamente le había traído problemas. Se tocó la barriga y se rectificó a sí misma. Quedarse embarazada había sido lo mejor que le había pasado en su vida.
Pedro vio a Pau corriendo escaleras arriba y quiso seguirla pero Hernan se pudo delante de él y apuntándole con un dedo acusador le dijo:
—Ni se te ocurra, muchacho.
—Yo subiré —dijo Alma más calmada—. No te preocupes, Hernan.
Cuando Alma hubo desaparecido en lo alto de la escalera, Hernan dirigió otra de sus miradas asesinas a Pedro.
—Sígueme —dijo sin lugar a réplica.
Pedro hizo una mueca cuando pasó por delante de Carmen y Simon, este con una sonrisa burlona en los labios, y entró en el salón donde Hernan esperaba sentado en un sillón orejero que debía tener tantos años como él.
—Siéntate —le ordenó. Pedro estuvo a punto de cuadrarse como hacían en el ejército delante de un alto mando pero contuvo el impulso y se sentó en una silla que le resultó incómoda en cuanto apoyó el trasero.
Tras unos minutos de tenso silencio en los que solo se escuchaba el sutil ruido del segundero del reloj de pared, Hernan tomó aire y comenzó a hablar.
—Cuando Paula tenía cuatro años, quería ser astronauta. Se pasaba los días y las noches pegada a la ventana de su cuarto inventando historias sobre las cosas que vería en el cielo cuando fuera mayor y subiera allá arriba. —Pedro sonrió brevemente—. Tenía una imaginación tan increíble que creyó que si subía a lo alto del árbol más grande del jardín llegaría a tocar alguna estrella. Una noche, cuando todos dormíamos, salió por la ventana de su cuarto, se encaramó a las ramas del árbol donde Simon tenía la cabaña con sus amigos y subió todo lo que pudo. Por desgracia, la parte alta del árbol no tenía suficiente consistencia y la rama se rompió. Mi niña cayó al suelo desde una altura de cerca de diez metros, las ramas más bajas amortiguaron la caída pero, aun así, se rompió la clavícula, un brazo por tres partes y cuatro costillas. Una de las costillas le perforó levemente un pulmón y durante un par de horas su madre y yo creímos que la perderíamos. —Pedro contuvo la respiración y abrió mucho los ojos pues jamás había escuchado aquella historia en Elmora. Antes de que pudiera preguntar nada, Hernan prosiguió—. Oímos el golpe y el grito que dio al caer y rápidamente la llevamos al hospital. Estaba inconsciente, hacía ruidos al respirar y los labios se le empezaban a poner morados. Luego vino la espera eterna y por fin el alivio de saber que se pondría bien en unos meses. Cuando pudimos entrar a verla estaba dormida y parecía tan débil que no pude evitar llorar como un niño. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, llevaba el brazo escayolado, el pecho vendado y un tubo en la boca la ayudaba a respirar.
»Fue la primera vez en mi vida que me sentí impotente, sin saber qué hacer. Nunca había tenido esa sensación y aquella noche recé para no volver a pasar por algo así. Por desgracia, volví a sentirme de aquella manera en tres situaciones más: cuando murió mi mujer, cuando supe del secuestro de Paula y ayer, cuando vi el estado de mi hija.
—Lo entiendo —dijo Pedro en un murmullo.
—No, no lo entiendes, muchacho. No lo podrás entender nunca hasta que no tengas hijos a los que cuidar y una mujer a la que quieras tanto que te falte el aire si no la ves a cada momento.
—Yo quiero a Pau, señor Chaves. Quiero ese bebé que lleva dentro porque es mío —se defendió.
—¿Y por qué demonios no estáis juntos, maldita sea? —exclamó el anciano.
—Las circunstancias…
—¿Las circunstancias? ¿Me tomas por tonto? —Pedro negó con la cabeza—. Escúchame bien, chico. Vas a casarte con mi hija, quieras tú o no. Y la vas a adorar como yo adoré a su madre los cuarenta y dos años que estuvimos casados. Y si me entero que mi hija o mis nietos, sufren aunque sea por un simple arañazo en una rodilla, iré a por ti. Me importa bien poco el ejército, las fuerzas especiales o lo que quiera que hayas estado haciendo con tu vida estos años, ¿te enteras? Si llega a mis oídos que mi hija es desdichada a tu lado, no habrá lugar en este mundo ni en ningún otro en el que te puedas esconder, ¿entendido?
La vena del cuello del anciano se había hinchado y parecía a punto de explotar cuando Pedro preguntó:
—¿Y si ella no quiere? No se le ha pasado por la cabeza que quizás ella no me quiera.
Hernan lo miró con una sonrisa malvada en los labios. Se había puesto en pie durante su amenaza y ahora lo miraba fijamente. Pedro sintió un estremecimiento.
—Se me han pasado muchas cosas por la cabeza en estas veinticuatro horas, pero si algo sé tan cierto como que estoy vivo es que mi hija te quiere. No sé por qué extraña razón, pero te quiere. Así que recuerda lo que te he dicho si no quieres tener problemas.
—Entiendo que con esto me da usted el permiso que necesito para pedirle a Paula que se case conmigo, ¿no? —preguntó cauto.
—Muchacho, eres idiota —le dijo Hernan mientras le ofrecía el paño con hielo que había llevado Carmen.
—Eso dice su hija.