lunes, 13 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 38





—¿Por qué hiciste eso? ¿Es que te gusta joderme la vida? —le preguntó furiosa a su hermano que estaba cortando verduras en la cocina con una sonrisa mal disimulada en los labios—. Simon, no tiene gracia. ¡No te rías! —Le dio un cachetazo en la cabeza.


Simon dejó el cuchillo sobre la encimera y la apartó suavemente para pasar hacia la nevera. La abrió sin prestar atención al parloteo de su hermana y sacó un refresco para ella y una cerveza para él. Luego puso en la mano de Pau la lata abierta y se la empujó hacia los labios para que bebiera. 


Él hizo lo propio con su cerveza y después de un largo trago la dejó a un lado de la mesa. Apoyó su cuerpo en un armario, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró las piernas cruzándolas sobre los tobillos, todo con una tranquilidad que sacó de quicio a Paula.


—Vamos a ver —dijo Simon—. Es el tío que te ha dejado embarazada, es el hombre al que amas, y, por desgracia para nuestra familia, él parece que también te quiere a ti. Entonces, ¿qué problema ves en que venga a cenar con su madre? —dijo tranquilamente. Dio otro trago a su cerveza.


Paula parecía acorralada. Se había sonrojado hasta la raíz del cabello, los nudillos de la mano que sujetaba la lata estaban blancos de la fuerza con que intentaba chafar el refresco, sus ojos parecían velados por una capa brillante de lágrimas no derramadas y Simon la vio empequeñecer poco a poco. Se acercó a ella y la cogió entre sus brazos, estrechándola con una ternura y un amor poco habitual en él.


—Todo saldrá bien —le dijo mirando por encima de su cabeza a Carmen que los observaba desde la puerta de la cocina. Ella asintió y se marchó.


—Tengo miedo, Simon —dijo Pau en un murmullo contra el delantal que llevaba él para cocinar.


—¿De qué?


—De que no me quiera.


Simon rio suavemente y la apartó un instante de su cuerpo para decirle:
—Ese hombre está plena y totalmente enamorado de ti. Lo vi el día del incendio de tu casa, no era capaz de quitarte los ojos de encima, Pau.


—Han pasado muchas cosas desde aquel día —dijo con voz ronca por las lágrimas.


—Bueno, pues si resulta que no lo está como yo creo, le daré tal paliza que no podrá moverse nunca más de la cama, así lo tendrás a tu plena disposición para siempre —le dijo con tono serio pero con una expresión cómica en sus ojos.


—¿Harías eso por mí? —pregunto Pau estrechándose de nuevo contra su hermano.


—Haría cualquier cosa por ti, no lo olvides.


Hernan Chaves entró en ese momento en la cocina y encontró a sus dos hijos abrazados con fuerza. Lo invadió una sensación de júbilo que le empañó la mirada, pero cuando ambos se separaron y volvió a ver el vientre abultado de su querida hija, compuso una expresión seria, esquivó la mirada llorosa de Pau y se dirigió a Simon.


—Cuando tengas las verduras listas, dímelo. Hay que ponerlas a macerar dentro de una fuente y dejarlas allí al menos dos horas.


Simon miraba a su padre fijamente incapaz de creer que fuera tan frío con su pequeña.


—Papá, tenemos que hablar —dijo Paula compungida y, al tiempo, temerosa de la reacción de su padre.


Hernan salió de la cocina sin decir nada. Simon le hizo una señal a su hermana para que saliera detrás de él y no desaprovechara la oportunidad. Ella dudó.


—Ve con él y demuéstrale lo buena abogada que eres. Defiende tu causa, Pau —Ella asintió y lo siguió hasta el porche donde lo encontró sentado en la mecedora que había pertenecido hacía muchos años a su adorada madre. Justo formando ángulo con la vieja mecedora, estaba el balancín que tanto le gustaba. Llevaba allí desde que ella recordara. 


Se sentó en él mirándose las manos, pensando un segundo cómo empezar aquella embarazosa conversación. Era la causa a defender más difícil de cuantas hubiera tenido en su vida.


—Yo no quise que esto pasara, ¿sabes? Sé que todos esperabais que la perfecta Paula Chaves triunfara en la vida y fuera un mujer ejemplar pero yo estoy muy lejos de la perfección que me atribuís todos y también cometo errores, errores que a veces puedo resolver y otras veces no. Al principio pensé que esto era un error pero, de verdad, papá, no lo creo, no me arrepiento de que haya pasado. Sé que te he decepcionado, que no era esto lo que esperabas de mí, y lo siento, ya sabes que siempre he seguido tus consejos, que he tenido en cuenta tus opiniones sobre hacia dónde enfocar mi vida, pero esto no voy a aguantarlo. Estoy embarazada, y aún me quedan cinco meses de estarlo si no pasa nada, y después tendrás que soportar que venga a esta casa porque yo no voy a renunciar a verte. Me duele que no me mires y que no me hables, pero no voy a dejar de venir por eso, ¿me oyes? Y si te molesta, te aguantas. —Paula no había dejado de mirar a su padre. Él mantenía la cabeza baja, mirándose las manos temblorosas y arrugadas por la edad.


Un nudo de sentimientos se apoderó de su garganta. No se veía capaz de decir nada más. Emitió un sollozo y se tapó la cara, hundida y desconsolada por el rechazo de su padre. 


Pero Hernan había levantado la vista justo cuando ella se echaba a llorar. La vio estremecerse con ese llanto triste que le recordaba a los días que siguieron a la muerte de su madre.


Su corazón se sentía dolido pensando que su pequeña había tirado su vida por la borda, pero su mente le decía que no era tan malo como quería creer. Quería tener nietos, y siempre pensó que Simon y Carmen le llenarían la casa de niños bien pronto se casaran, pero no pudo imaginar que su niña, el orgullo de su corazón, fuera la primera en quedar embarazada y mucho menos en aquellas circunstancias.


El alma de Hernan se desgarraba un poco más con cada sollozo de Paula y cuando no pudo soportarlo más, se levantó, se acercó al balancín y se sentó junto a ella. Al notar el movimiento, Pau levantó la cabeza y su padre la abrazó. 


Ambos lloraron durante largos minutos, se abrazaron fuertemente deseando parar el tiempo y, poco a poco, la tensión y el rencor acumulado durante aquellas horas se fueron evaporando, dejando en su lugar un sentimiento de desahogo y bienestar, una sensación de reconciliación que los llenó de paz a los dos.


Cuando cesaron los estremecimientos, Hernan miró a su hija seriamente. Aún se podía ver la humedad de sus lágrimas en sus pestañas y el brillo de la emoción en el fondo de sus ojos.


—Quiero saber una cosa más de todo esto y dejaremos el tema zanjado, ¿de acuerdo? —Pau asintió sorbiendo por la nariz como cuando era pequeña. —Quiero saber el nombre del padre y todo lo que me puedas contar sobre él.


Abrió los ojos sorprendida por la petición. Era lo único para lo que aún no estaba preparada. Respiró hondo un par de veces, preparándose para la reacción de su padre.


—No puedo, papá. Cuando llegue el momento lo sabrás. Pero ahora no puedo, no me pidas eso.


Hernan la miró un segundo más y luego la abrazó. «Te pareces tanto a tu madre», pensó mientras le acariciaba la espalda para aliviar los estremecimientos que volvían a apoderarse de su pequeño cuerpo.


Después de un rato balanceándose en el porche, Pau se disculpó y subió a su habitación a echarse en la cama.


El cabeza de familia entró en la casa dispuesto a coger las riendas de la cena de Navidad. Simon y Carmen discutían animadamente en la cocina.


—Es su decisión, Simon Si ella no quiere ver a Pedro, no debemos obligarla.


—Ella no sabe lo que quiere, por el amor de Dios —dijo exasperado—. Y Pedro es un gilipollas, un idiota por dejarla marchar sin más. Es un cobarde —añadió.


—Sí, lo es, pero él no sabía que Paula estaba embarazada, si se lo hubiera dicho antes, quizás ahora las cosas serían diferentes.


—¡Pues por eso hago esto! ¿No te das cuenta? Se quieren, Carmen. Se quieren como nos queremos nosotros y deben estar juntos. Ellos no darán un paso para solucionar su problema, son muy orgullosos. Y yo no estoy dispuesto a tener que aguantar los llantos de Pau cada vez que se cruce con él por la vida. Además, es el padre ¿no?


Carmen lo miró con picardía en los ojos, se acercó sensualmente y sonrió a su marido de un modo que le puso los pelos de punta.


—No sabía yo que tuvieras una vena casamentera escondida. Es muy sexy ¿sabes?


—Y tú me vuelves loco —le dijo mientras la acercaba más para besarla apasionadamente.


Hernan ya había oído bastante. No solía escuchar las conversaciones ajenas, principalmente porque, por norma general, siempre estaba solo, pero aquella discusión entre su hijo y su nuera le había dicho mucho más de lo que esperaba oír aquel día.


Los ojos le ardían de furia cuando salió a respirar aire fresco al porche. Ese sinvergüenza sabría lo que es bueno.



* * * * *


La casa de Alma había sido decorada con gran gusto y delicadeza. Los adornos de Navidad que colgaban del inmenso árbol del salón habían pasado por más de tres generaciones de Alfonso y aun así, parecían nuevos. Un poco de acebo por aquí y un poco de muérdago en los lugares más insospechados de paso y la casa presentaba un aspecto formidable. Nada de luces ostentosas, ni renos en la puerta, ni Santa Claus en el tejado. Ese tipo de cosas era para los niños, y en Elmora Hills todo el mundo sabía cuál era el aspecto que debía presentar su morada según su edad. Era imposible ver la casa de los Degree tan sobria como la de su madre. Esta siempre presentaba un colorido y una animación digna de un circo ambulante. Claro que los Degree tenían seis hijos, dos de ellos con hijos a su vez.


Cuando llegaron al camino de entrada de los Chaves, Alma aprobó con un asentimiento de cabeza la escasa decoración que Hernan había puesto en el exterior: la típica corona seca en la puerta, algún adorno en las rejas de las ventanas y un bonito adorno de cristal, con una luz interior, que colgaba del techo del porche, que no había visto nunca. «Deben haberlo traído los chicos de la ciudad, seguro», pensó Alma.


Pedro oyó risas que provenían de la ventana de la cocina. 


Agudizó la vista y pudo ver a Carmen pasar con una tira de espumillón dorado a modo de diadema en el pelo. Le gustaba esa chica. Llevaría a Simon por el camino correcto.


—Cielo, vamos. Me estoy helando —dijo su madre tirando del brazo del que iba cogida. Llevaba un pastel de ciruelas en la mano y un botella de licor metida en una bolsa que colgaba de su brazo. Se la veía feliz y no sabía bien si era por las fechas, por él o tenía algo que ver con que Hernan Chaves la hubiera invitado a cenar en Navidad. Sospechaba que su madre y Hernan habían hecho buenas migas con el tiempo y se alegró por aquella posibilidad. No quería ver a su madre sola y triste.


—Pedro, vamos, por favor —dijo Alma con impaciencia.


—Espera, mamá. Esta noche es probable que te enteres de algunas cosas que me hubiera gustado decirte antes…


—Ya sé que Paula y tu sois más que amigos —le dijo dándole una palmadita en la cara con su mano enguantada—. No te preocupes. Me gusta Paula para ti.


Pedro sonrió cándidamente a su madre. Sí, a él también le gustaba Paula.


—Bueno, mamá, sea lo que sea de lo que te enteres esta noche, debes saber que acepto mi responsabilidad y…


—¡Hey, vosotros! Os vais a congelar ahí fuera —gritó Simon desde la ventana del piso superior interrumpiendo las palabras de Pedro.


Alma comenzó a andar hacia la puerta cuando esta se abrió.


—¡Hernan! Feliz Navidad —dijo su madre cariñosamente. Le dio un beso en la mejilla y vio que el hombre se sonrojaba—. He traído pastel y licor, así entraremos en calor pronto.


—No tenías que haberte molestado, Alma —respondió él complaciente.


—Tonterías —dijo. Y volviéndose hacia Pedro, le dijo—: ¿Recuerdas a Pedro?


Hernan se adelantó un paso, dejando a Alma a su espalda y cuando Pedro le tendió la mano sonriente, este le dio un puñetazo en todo el ojo que lo tumbó de espaldas todo lo grande que era.


Alma gritó aterrada ante tamaña demostración de violencia. 


Carmen y Paula salieron de la cocina al escuchar el grito de la mujer. Simon, que bajaba por la escalera y había visto la actuación magistral de su padre, pronto bajó los escalones de dos en dos para sujetarlo.


—¡Papá! —gritó Pau pálida como la pared. El grito detuvo la patada que Hernan estaba por darle a Pedro mientras permanecía en el suelo con una mano sobre el ojo.


—¡Hernan! ¿Por qué has hecho eso? —preguntó Alma conmocionada, debatiéndose entre coger la mano dolorida del hombre para comprobar que no tuviera nada roto o arrodillarse al lado de su hijo. Sorprendentemente, eligió lo primero.


—Que te lo diga él, Alma. Creo que sabe muy bien por qué lo he hecho, ¿verdad? —siseó el anciano que había demostrado ser capaz de tumbar a aquel hombretón.


—No, papá —susurró Paula que ya se echaba a llorar. Su padre lo sabía, por eso lo había hecho. Era su manera de proteger a su pequeña o al menos era la forma que tenía de decirle a Pedro que con él no se podía jugar y con su niña tampoco.


Alma se volvió un instante cuando oyó el llanto de Paula y vio la bonita barriga de embarazada que se marcaba bajo su vestido color marrón. De pronto, la mujer compuso una expresión que oscilaba entre el horror y el entendimiento. Se acercó a Pedro enfadada y le dio una bofetada bien sonora que lo dejó estupefacto.


—¡Mamá! Ya vale.


—¿Ya vale? Nunca en la vida, ni tu padre ni yo, te hemos puesto una mano encima, Pedro. Nunca hemos creído que esa fuera la forma correcta de educar a nuestro hijo puesto que no eras tan malo como parecías ser. —Simon bufó en desacuerdo con esas palabras ganándose así una mirada de advertencia de su padre y un pescozón de Carmen—. Pero esto… esto no tiene nombre, hijo. Si tu padre viviese te habría puesto el otro ojo morado.


—Yo puedo hacerlo —susurró Simon a Carmen. Esta le dio un codazo en las costillas.


Pau no soportó más la situación y subió corriendo a su habitación. Necesitaba estar sola, quería que se fuera todo el mundo y que acabara ya ese horrible año que únicamente le había traído problemas. Se tocó la barriga y se rectificó a sí misma. Quedarse embarazada había sido lo mejor que le había pasado en su vida.


Pedro vio a Pau corriendo escaleras arriba y quiso seguirla pero Hernan se pudo delante de él y apuntándole con un dedo acusador le dijo:
—Ni se te ocurra, muchacho.


—Yo subiré —dijo Alma más calmada—. No te preocupes, Hernan.


Cuando Alma hubo desaparecido en lo alto de la escalera, Hernan dirigió otra de sus miradas asesinas a Pedro.


—Sígueme —dijo sin lugar a réplica.


Pedro hizo una mueca cuando pasó por delante de Carmen y Simon, este con una sonrisa burlona en los labios, y entró en el salón donde Hernan esperaba sentado en un sillón orejero que debía tener tantos años como él.


—Siéntate —le ordenó. Pedro estuvo a punto de cuadrarse como hacían en el ejército delante de un alto mando pero contuvo el impulso y se sentó en una silla que le resultó incómoda en cuanto apoyó el trasero.


Tras unos minutos de tenso silencio en los que solo se escuchaba el sutil ruido del segundero del reloj de pared, Hernan tomó aire y comenzó a hablar.


—Cuando Paula tenía cuatro años, quería ser astronauta. Se pasaba los días y las noches pegada a la ventana de su cuarto inventando historias sobre las cosas que vería en el cielo cuando fuera mayor y subiera allá arriba. —Pedro sonrió brevemente—. Tenía una imaginación tan increíble que creyó que si subía a lo alto del árbol más grande del jardín llegaría a tocar alguna estrella. Una noche, cuando todos dormíamos, salió por la ventana de su cuarto, se encaramó a las ramas del árbol donde Simon tenía la cabaña con sus amigos y subió todo lo que pudo. Por desgracia, la parte alta del árbol no tenía suficiente consistencia y la rama se rompió. Mi niña cayó al suelo desde una altura de cerca de diez metros, las ramas más bajas amortiguaron la caída pero, aun así, se rompió la clavícula, un brazo por tres partes y cuatro costillas. Una de las costillas le perforó levemente un pulmón y durante un par de horas su madre y yo creímos que la perderíamos. —Pedro contuvo la respiración y abrió mucho los ojos pues jamás había escuchado aquella historia en Elmora. Antes de que pudiera preguntar nada, Hernan prosiguió—. Oímos el golpe y el grito que dio al caer y rápidamente la llevamos al hospital. Estaba inconsciente, hacía ruidos al respirar y los labios se le empezaban a poner morados. Luego vino la espera eterna y por fin el alivio de saber que se pondría bien en unos meses. Cuando pudimos entrar a verla estaba dormida y parecía tan débil que no pude evitar llorar como un niño. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, llevaba el brazo escayolado, el pecho vendado y un tubo en la boca la ayudaba a respirar.
»Fue la primera vez en mi vida que me sentí impotente, sin saber qué hacer. Nunca había tenido esa sensación y aquella noche recé para no volver a pasar por algo así. Por desgracia, volví a sentirme de aquella manera en tres situaciones más: cuando murió mi mujer, cuando supe del secuestro de Paula y ayer, cuando vi el estado de mi hija.


—Lo entiendo —dijo Pedro en un murmullo.


—No, no lo entiendes, muchacho. No lo podrás entender nunca hasta que no tengas hijos a los que cuidar y una mujer a la que quieras tanto que te falte el aire si no la ves a cada momento.


—Yo quiero a Pau, señor Chaves. Quiero ese bebé que lleva dentro porque es mío —se defendió.


—¿Y por qué demonios no estáis juntos, maldita sea? —exclamó el anciano.


—Las circunstancias…


—¿Las circunstancias? ¿Me tomas por tonto? —Pedro negó con la cabeza—. Escúchame bien, chico. Vas a casarte con mi hija, quieras tú o no. Y la vas a adorar como yo adoré a su madre los cuarenta y dos años que estuvimos casados. Y si me entero que mi hija o mis nietos, sufren aunque sea por un simple arañazo en una rodilla, iré a por ti. Me importa bien poco el ejército, las fuerzas especiales o lo que quiera que hayas estado haciendo con tu vida estos años, ¿te enteras? Si llega a mis oídos que mi hija es desdichada a tu lado, no habrá lugar en este mundo ni en ningún otro en el que te puedas esconder, ¿entendido?


La vena del cuello del anciano se había hinchado y parecía a punto de explotar cuando Pedro preguntó:
—¿Y si ella no quiere? No se le ha pasado por la cabeza que quizás ella no me quiera.


Hernan lo miró con una sonrisa malvada en los labios. Se había puesto en pie durante su amenaza y ahora lo miraba fijamente. Pedro sintió un estremecimiento.


—Se me han pasado muchas cosas por la cabeza en estas veinticuatro horas, pero si algo sé tan cierto como que estoy vivo es que mi hija te quiere. No sé por qué extraña razón, pero te quiere. Así que recuerda lo que te he dicho si no quieres tener problemas.


—Entiendo que con esto me da usted el permiso que necesito para pedirle a Paula que se case conmigo, ¿no? —preguntó cauto.


—Muchacho, eres idiota —le dijo Hernan mientras le ofrecía el paño con hielo que había llevado Carmen.


—Eso dice su hija.



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