domingo, 12 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 35





Pedro se sentía tan tremendamente confuso que no lograba decidirse. Se moría de ganas de verla, de abrazarla, de hablar con ella, de besarla, de hacerle el amor lenta y placenteramente. Sabía que estaba en Elmora Hills. Mateo se lo había dicho y Simon se lo había confirmado cuando habló con él por teléfono. Lo había llamado para escuchar de sus labios cómo se había resuelto el caso de Lindsay, y Simon, después de contarle con pelos y señales todo el proceso, le había comentado que Paula estaba en casa de su padre.


En ese momento tenía el New York Times encima de la mesa de la cocina y el titular principal anunciaba la dimisión de la ayudante del Fiscal junto con una foto en la que estaba preciosa. Se había sorprendido bastante. No esperaba que fuera a dimitir pero aquella noticia era la que le había hecho reaccionar de alguna forma.


Por otro lado, ella estaba rehaciendo su vida y Pedro tenía dudas. ¿Habría un lugar en esa vida para él? Pau se había negado a verlo o a hablar con él desde aquella conversación en esa misma cocina. Ella le había confesado que se estaba enamorando y ¿qué había hecho él? Decirle que no podría funcionar. La apartó de su lado cuando lo que en realidad deseaba era estrecharla más y más y no dejarla marchar nunca. Había sido un idiota y se merecía la incertidumbre por la que estaba pasando en esos momentos.


Sonó el teléfono. Era Mateo.


—¿Te animas a una marcha tranquila esta noche?


—¿Marcha tranquila? Permíteme que te diga que esas dos palabras en tu vocabulario no han ido juntas en la vida.


Mateo soltó una sonora carcajada y Pedro lo acompañó.


—Bueno, pues a tomar algo tranquilamente y si después nos animamos…


—No puedo, me voy a Elizabeth.


Acababa de decidirlo en ese preciso instante. No sabía bien por qué pero decidió que debía arriesgarse. Si ella le cerraba la puerta, insistiría hasta que dijera que sí.


—Yo lo habría hecho hace tiempo, Largo. Buena suerte.


—Gracias, Mateo —dijo. Y colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha en los labios.



* * * * *


De camino a su ciudad natal, Pedro fue pensando qué le diría exactamente. No quería que sonara preparado pero debía tener un plan porque sabía que cuando la viera su mente se quedaría en blanco y lo echaría a perder todo. Sus palabras habían de ser convincentes pero sentidas, debía mantener la firmeza pero mostrarse cálido y agradable. 


Cuando se ponía nervioso no podía controlar las manos y se las pasaba por el pelo constantemente, lo que le confería un aire de descentrado que no deseaba mostrar. Se metería las manos en los bolsillos, pensó, pero luego desechó la idea. 


Tampoco debía parecer indiferente. Sacudió al cabeza como si así eliminara todas esas posibilidades descartadas. Le hablaría con franqueza y desde el corazón. No podía ser tan difícil.


En esos momentos echó de menos la confianza que Mateo le transfería cuando estaba a su lado. Él siempre sabía qué decir y cómo, y en más de una ocasión les había salvado, a él y a Mariano, de una buena bronca por usar las palabras acertadas. Ahora Mateo no estaba, y él se enfrentaba al resto de su vida.


Llegó a media tarde, cuando el sol de finales de agosto aún estaba alto y molestaba. No había nadie a esas horas por las calles pues todos esperaban que cayera el sol para salir a pasear. Su madre estaría haciendo su siesta o viendo algún programa de cocina en la televisión.


Oyó la televisión nada más entrar y sonrió. No estaba dormida.


Cuando fue a abrir la boca para gritar su tradicional «¡Mamáaaa!», escuchó otra voz distinta. Prestó atención por si era la tele, pero las risas que escuchó no dejaban lugar a dudas. Estaba acompañada.


Se acercó lentamente hasta el salón y no vio a nadie salvo la tele encendida a un volumen prudente. Luego oyó las voces que salían de la cocina y se dirigió a grandes pasos hasta allí.


—¿Mamá? —preguntó asomando la cabeza por el arco de la cocina.


—¡Pedro! —exclamó su madre sorprendida. Se levantó rápidamente y se tiró a sus brazos sin parar de besarlo. 


Llevaba un delantal manchado de harina y tenía más manchas en la cara y en el pelo. La casa entera olía a sus famosos bollos con canela y crema.


Pero no fue eso lo que le hizo quedar totalmente paralizado.


La visión de la mujer que acompañaba a su madre, igualmente manchada de harina, fue lo que lo dejó sin discurso. Esos ojos verdes se volvieron más oscuros hasta parecer casi negros.


Paula contuvo la respiración más de lo que le habría gustado. Verlo aparecer por la puerta de la cocina, tan imponente como siempre, con esos penetrantes ojos negros, su pelo rubio despeinado, su rostro moreno de facciones fuertes y apuestas y la confianza que desprendía cada uno de sus poros, le causó tal conmoción que dejó caer al suelo el trozo de masa que tenía entre las manos. El ruido atrajo la atención de Alma.


—Oh, Pedro, ¿recuerdas a la señorita Chaves? Paula ha venido a comer conmigo hoy y estaba enseñándole el secreto de mis bollos de canela y crema —dijo su madre ajena a las miradas que se lanzaban ambos.


—Paula —saludó Pedro con un movimiento de cabeza rígido.


Pedro —dijo ella en un susurro.


Alma observó la situación con una ceja levantada. Había algo que desconocía, pensó la anciana que continuaba abrazada a su querido hijo.


Tras un silencio incómodo que ninguno supo cómo salvar, Alma se separó de Pedro.


—Querido, espero que no te importe, pero ahora que estás aquí quizás sería un buen momento para irme a descansar un ratito. Estoy exhausta. ¿Serías tan amable de hacerle compañía un rato a Paula para que no se aburra? Estoy segura de que después de tantos años tenéis muchas cosas de qué hablar.


—Oh no, no se preocupe, Alma, yo tengo que marcharme ya —dijo poniéndose en pie rápidamente y deshaciendo el nudo de su delantal con manos temblorosas.


—No, quédate, por favor. Os vendrá bien hablar a solas. 
Estoy segura. Una relación tortuosa como la vuestra debe ser tratada con paciencia y buenas palabras.


—¿Cómo? —exclamó Paula. No podía ser que su madre conociera su relación. Era imposible.


—Ya sabes, cuando erais niños no os soportabais.


—Ah, sí, de niños, claro. —Se sentó en la silla de nuevo. Se sentía tonta por aquella reacción. Había visto un asomo de sonrisa en los labios de Pedro, o eso creía. No, se lo debía haber imaginado, seguro.


Alma subió las escaleras acompañada de su hijo. Paula no se lo pensó dos veces, recogió su bolso y enfiló hacia la puerta de la cocina. Saldría de allí de inmediato. No podía respirar, le faltaba el aire y no estaba preparada para enfrentarse cara a cara con él. Y mucho menos en casa de su madre.


Agarró el pomo de la puerta y, cuando ya estaba a punto de abrir, una voz le dijo:
—Cobarde.


Se volvió furiosa despidiendo rayos por los ojos.


—¿Cómo te atreves? —preguntó sin saber muy bien porqué había formulado esa pregunta. Últimamente las preguntas tontas le salían solas.


—¿Qué? —se puso Pedro a la defensiva. Levantó las palmas de las manos en gesto de inocencia y se encogió de hombros. Luego se encaminó hacia la nevera y sacó una jarra de limonada. Su madre siempre tenía limonada en el frigorífico en verano.


Pau se fijó en que cojeaba visiblemente. No era algo muy pronunciado pero había perdido su andar ligero y oscilante.


—¿Qué te ha pasado? —preguntó con voz suave.


—Me hirieron en una misión. —Él no la miró. Cogió un vaso y se sentó en la mesa donde hacía unos minutos las había encontrado amasando. También habían estado viendo fotografías del pasado. El álbum seguía a un lado de la mesa. Lo abrió con un dedo como al descuido, se fijó en una foto y sonrió—. Vaya palillo de niño —dijo de sí mismo.


Ella sonrió brevemente. Seguía apoyada en la puerta de salida como si esperara para escapar.


Pedro levantó la cabeza un segundo y la miró de pasada. 


Luego volvió a fijar la vista en la siguiente hoja del álbum y le dijo sin mirarla:
—Puedes sentarte, no te voy a morder.


—Me iba ya.


—¿Y por qué no lo has hecho aún?


—Yo…


—Pau…


Oír de sus labios su nombre dicho con tanta dulzura le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda y le puso la carne de gallina. Deseaba tanto que la cogiera en sus brazos y le susurrara su nombre que sintió que las piernas se le volvían de agua. Pedro lo percibió. Vio el rubor que le cubría las mejillas y los ojos vidriosos.


Se levantó lentamente para no asustarla. No sabía si le estaba dando tiempo para huir o para asimilar que se iba a acercar a ella, pero no pudo estar más tiempo sin tocarla. 


Desde que había fijado sus ojos en ella al entrar, no había podido controlar apenas sus emociones. Y ella tampoco. 


Estaba nerviosa, ruborizada y su mirada expresaba cosas que el cuerpo de Pedro anhelaba conocer de nuevo.


Se acercó más y más hasta quedar parado a un par de centímetros de ella. Pau no retrocedió aunque tampoco hubiera podido pues estaba pegada a la puerta. Cuando no pudo sostenerle más la mirada, Paula bajó la cabeza y fijó los ojos en sus manos llenas de harina que sostenían su bolso. Ya había comenzado a llorar cuando Pedro puso un dedo debajo de su mentón y le levantó la cabeza hasta que sus miradas volvieron a coincidir.


—Si sigues llorando voy a tener que besarte —dijo repitiendo las palabras que le dijera aquella primera noche.


Ella sonrió unos instantes entre lágrimas y ya no pudo soportarlo más. Soltó el bolso que cayó a sus pies, puso las manos en los hombros de Pedro y de puntillas lo besó. Fue un breve roce de sus labios pero eso bastó para encender una llama que llevaba ardiendo desde la primera vez que sus ojos se cruzaron en aquel bar.


Pedro la acercó a su cuerpo y estrechó el espacio entre ellos. Pau pasó las manos por su nuca y entrelazó los dedos para sujetarse. Ahondaron el beso que se fue tornando cada vez más y más salvaje, más y más necesitado. Pedro introdujo la lengua en su boca y ella la recibió con un gemido que lo incendió por completo. Pau comenzó a sentir la humedad entre sus piernas, la necesidad de sentir su piel era tan acuciante que apretó más su cuerpo contra el fuerte pecho y las caderas de él, notando al instante su erección.


Poco a poco, Pedro le fue pasando las manos por los muslos, subiéndole el fresco vestido de verano por las caderas. Ella jugueteaba con el pelo de su nuca provocándole sensaciones tan placenteras y despertándole una urgencia que no supo si podría controlar.


Cuando Pedro comenzó a acariciarle las nalgas por debajo de las braguitas rosas de encaje que llevaba, Paula ya estaba dispuesta a llegar hasta el final sin importar el pasado o el futuro. Lo necesitaba, eso era lo único que tenía claro, y por la urgencia de sus caricias, él también la necesitaba a ella.


El claxon de un coche los devolvió a la realidad. Pau se apartó de sus labios y lo miró embelesada. Pedro seguía masajeando las nalgas y apretándola contra su cuerpo.


—Estamos en casa de tu madre, por favor —dijo recuperando la cordura.


Él la volvió a besar.


—¡Pedro! Si tu madre baja y nos encuentra así…


—Mi madre duerme. Y en el hipotético caso de que nos encontrara así, sería la mujer más feliz del mundo —dijo acercando la boca a ella de nuevo.


—No, esto no está bien. —Se apartó de él bajándose el vestido.


—Ven —dijo cogiéndola de la mano y arrastrándola escaleras arriba. Llegaron a la primera puerta después de las escaleras, que él abrió sin ceremonias y cerró cuando ambos estuvieron dentro—. Aquí ni nos pillarán ni nos oirán. Mi madre duerme al fondo del pasillo y no abrirá la puerta sin llamar antes. Te lo prometo.


—No sé… esto no me parece… —dudó.


—Déjame que te muestre cuánto te necesito.


Las palabras pudieron con ella. Al momento siguiente estaba en brazos de Pedro besándolo con tanta pasión que pensó que estallaría allí en medio.


Él la condujo hasta la cama y lentamente la acomodó de espaldas sin dejar de besarla en ningún momento.


Se separaron sus bocas cuando Pedro comenzó a besarle el mentón, la mandíbula, el cuello, dejando un rastro de humedad que la volvió loca. Luego le pasó la punta de la lengua por el lóbulo de la oreja y la hizo estremecer.


—No te imaginas el tiempo que llevo soñando con este momento —le dijo en un susurro tan erótico que la piel se le erizó—. No he dejado de pensar en lo que te haría si me permitías una próxima vez.


—¿Y qué me harías? —preguntó ella jadeante.


—Verás —dijo él deslizando las manos por sus muslos mientras seguía susurrando y lamiendo el sensible lóbulo—. Primero eliminaría la capa de tela que te separa de mí. Lo haría tan lentamente que la caricia te produciría una urgencia devastadora. —Despacio y sin pausa fue retirando la ligera prenda hasta que ella levantó la cabeza para que pudiera despojarla del vestido—. Luego, deslizaría mis dedos por toda la extensión de tu suave piel hasta que el rubor te encendiera el último rincón de tu alma. —Le deslizó los dedos por los costados rozando a penas los pechos. Ese rozamiento hizo que Pau quisiera más e, inconsciente, alzó las caderas en su busca.


Pedro la besó con dulzura, sin prisas, saboreando esa boca que lo volvía loco. Sus manos seguían aquella detallada exploración. Cuando pasó de su firme abdomen al pecho, averiguó que el cierre del sujetador estaba delante, y no detrás, como solía ser normal. Levantó la cabeza y su sonrisa estaba cargada de intenciones perversas. Presionó ambas partes del cierre y este se abrió. Luego lo retiró y dejó a la vista, delante de él, sus magníficos pechos, redondeados y duros, con esos hermosos pezones rosados que ya estaban duros como rocas.


Paula soltó una exclamación cuando la cabeza de Pedro descendió rápidamente y se metió un pezón en la boca. Su hambre de ella era tal, que le faltaba muy poco para alcanzar su propia satisfacción, y no quería que eso pasara. Primero haría que ella llegara a lo más alto, una, dos veces si fuera posible, y luego ya le tocaría su turno.


Con ese pensamiento, posó su atención en el otro pecho. 


Jugó con el duro pezón, chupándolo, lamiéndolo con fruición, mordiendo levemente hasta sentir los jadeos de ella. Mientras, con la otra mano, acariciaba la cara interna del muslo, en círculos cada vez más cercanos a su sexo húmedo y caliente.


Paula necesitaba más. La estaba desesperando y ya sentía un ardor inaguantable que la consumía por dentro y por fuera. Por mucho que ella le pidiera más, él parecía castigarla con sus caricias, le estaba dando un martirio tan excitante que pensó que moriría de gusto. Le pasó las manos por la cabeza y lo agarró del pelo mientras él seguía succionando su pezón. La sensación era tan devastadora que oleadas de placer comenzaron a llegar a su entrepierna.


Los dedos de Pedro alcanzaron los rizos negros y suaves del pubis de ella. Un gemido fuerte y ronco escapó de los labios de Pau cuando un dedo curioso avanzó por debajo de sus braguitas hasta el botón hinchado de su placer.


—Oh, por Dios…


—Dime qué te gusta…


—Eso…, eso…


—¿Esto? ¿Así? —dijo incrementando la presión y el movimiento de su dedo en su sexo.


Pau ya no contestó a sus preguntas. Únicamente quería sentir lo que le estaba haciendo porque era la sensación más maravillosa del mundo. Levantó las caderas para apretarse más contra su mano cuando notó que otro dedo se introducía en su cuerpo e imitaba las penetraciones que le esperaban más tarde.


Pedro supo que estaba en el límite cuando empezó a sentir que su vagina apretaba su dedo. Entonces la besó introduciendo su lengua áspera en la boca y aumentando el ritmo de sus dedos hasta que ella gritó su nombre dentro de su boca.


Antes de que pudiera recuperar la respiración después del impresionante orgasmo que había tenido, Pedro descendió por su cuerpo dejando un reguero de besos húmedos por su pecho y su vientre hasta llegar a su monte de Venus colmado por eso rizos negros ahora húmedos por su explosión de placer. Bajó lentamente las braguitas rosas por sus esbeltas piernas, situó la cabeza entre sus muslos y se dispuso a recoger con la lengua esa miel que tanto anhelaba.


Pau contuvo la respiración un segundo. Se sentía exhausta y mareada por el increíble éxtasis que acababa de sentir y ese hombre ya estaba de nuevo entre sus piernas haciéndole cosas que la iban a volver loca una vez más.


Sintió una renovada sensación de ardor en su interior provocada por esa lengua invasora que chupaba su humedad. La boca de Pedro succionó su clítoris y le arrancó un jadeo tras otro.


—Eres deliciosa —le susurró mientras jugueteaba con la lengua entre sus pliegues. Pau intentó decir algo que quedó en un gemido ahogado pues las acometidas de Pedro se hacían más fuertes y placenteras con cada lametón.


Con el movimiento suave de un dedo sobre su clítoris, Pedro logró que la respiración de ella se convirtiera en una sucesión de jadeos y súplicas por alcanzar el orgasmo más devastador que hubiera sentido nunca.


—Córrete para mí, mi amor —le dijo en un murmullo. Y siguió succionando y lamiendo hasta que introdujo la lengua en su interior con una embestida y sintió de nuevo las contracciones y los jugos que salían de ella.


Movió la lengua rápidamente, dentro de su cuerpo, para acrecentar la sensación y proporcionarle un orgasmo colosal. Y entonces Pau gritó ahogadamente, consciente, en algún lugar de su cabeza, de que había alguien que podía oírla.


Agarró fuertemente con una mano la cabeza de Pedro apretándolo contra su sexo y con la otra se cogió a la sábana de forma tan brutal que los nudillos se le pusieron blancos.


Y cuando creyó que aquello la partiría en dos, una oleada de placer indescriptible recorrió su cuerpo una y otra vez, dejándose ir una vez más en un torrente de sensaciones que la superaron por completo.


Cuando Pedro finalmente se acostó a su lado, ambos cuerpos estaban sudados y jadeantes. Pau percibió que Pedro todavía estaba vestido mientras ella se encontraba completamente desnuda.


Aún con la respiración alterada se apoyó sobre un codo para poder mirarlo. Él se tapaba los ojos con uno de sus brazos. 


La luz entraba a raudales por entre las cortinas blancas de la habitación y se le veía una expresión dolorida en el rostro.


—¿Qué sucede? —preguntó ella con miedo a que fuera algo provocado por la situación que acababan de vivir.


—Nada. Necesito unos minutos —dijo sin moverse.


Pau le deslizó las manos por el torso, levantando la camiseta a su paso.


—Déjame que te cuide yo ahora.


—No, Pau —respondió cogiéndole la mano rápidamente.


—Chsss —silenció ella poniéndole un dedo sobre los labios.


Y así, desnuda como Dios la trajo al mundo, fue levantando la camiseta y dejando besos en cada centímetro de piel que quedaba al descubierto. Luego siguió con los pantalones. 


Desabrochó cada botón lentamente, con breves tirones que acariciaban su erección. Él hacía una mueca con cada roce y ella sonreía satisfecha.


Cuando Pedro alzó involuntariamente las caderas para que le quitara los pantalones, supo que no aguantaría mucho más. Intentó moverse para atraparla pero ella se apartó rápidamente.


—No —le dijo seria—. Ahora es mi turno y tú no te puedes mover.


—Pau estoy a punto de explotar —dijo apretando los dientes. Ante la negativa de ella, Pedro se acostó sobre las almohadas con un gesto de resignación y se cubrió de nuevo los ojos con el brazo.


Ella bajó lentamente el calzoncillo, dejando libre una verga con una erección impresionante. Las venas que recorrían aquel magnífico miembro parecían tener vida propia. Su punta sonrosada estaba brillante y más roja de lo que ella imaginaba. Unas gotitas satinadas aparecieron por la ranura, preludio de lo que estaba por venir. Paula sonrió y con la lengua recogió a aquellas intrusas. Pedro emitió un gemido gutural que la animó a seguir con su labor.


Pronto tuvo la longitud de su erección dentro de la boca, llenándola hasta la garganta. Apretaba con los labios mientras entraba y salía. Una de sus manos le acariciaba suavemente los testículos duros y tersos y la otra se afanaba por complementar la función de sus labios sujetando el miembro que se encabritaba de placer.


La mano de Pedro descendió hasta enredarse en el pelo de ella, obligándola a marcar el ritmo que necesitaba.


—Me corro, Pau, no puedo más…


Y entonces explotó. El miembro de Pedro soltó un chorro de semen blanco y viscoso que Pau recogió con su boca al tiempo que se sacudía en violentos espasmos. Pedro dijo su nombre en voz alta cuando miles de oleadas de placer lo recorrían de cabeza a pies. No recordaba haber experimentado un orgasmo tan fuerte como aquel. Se sentía volar en un cielo donde la boca de ella era celestial, su cuerpo el de un ángel y aquella sensación era eterna.


La arrastró hacia arriba para poder besarla con toda la violencia que necesitaba y saboreó su simiente en la boca de Paula de la misma forma que lo hiciera ella unos minutos antes.


Poco a poco, ambos fueron recuperándose de sus juegos pasionales, acurrucados el uno en el otro, sudorosos por el calor que despedía sus cuerpos y saciados como nunca. 


Pero Pedro no tenía intención de dejarlo ahí.


En cuanto sintió que el cuerpo de ella se relajaba y se adormilaba, empezó a acariciarle el pecho lentamente, como si sus dedos fueran plumas.


—Vas a matarme —dijo ella somnolienta levantando esos dedos suaves para llevárselos a la boca y humedecerlos para, después, volver a depositarlos sobre sus pezones.


—Tú ya lo has hecho. Me mataste el mismo día en que te tuve entre mis brazos. Y no deseo resucitar —le susurró sensualmente.


Bajó la boca hasta la suya y la besó lentamente, jugando con su lengua de la misma forma que sus dedos jugaban con sus pezones. Ella jadeó y su respiración se volvió rápida y entrecortada.


La lengua de Pedro recorrió su labio superior excitándola más. Luego le dio pequeños besos húmedos sobre sus sonrosados e hinchados labios para finalmente abandonarse a otro beso apasionado y violento que los dejó a los dos necesitando más.


—Te necesito ahora, Pau.


Ella abrió las piernas para recibir su cuerpo que se acomodó suavemente encima. La verga de Pedro, hinchada de necesidad, encontró fácilmente el camino hasta su vulva. 


Presionó un poco y el jadeo de ella lo incitó a continuar. Con una breve embestida, se clavó dentro de su cuerpo juntando sus caderas por fin.


Él esperó unos segundos. Ella estaba tan apretada y tan resbaladiza que se hubiera corrido al primer roce. Le susurró palabras incoherentes al oído mientras con la lengua le recorría el perímetro de la delicada oreja, la mandíbula, la comisura de los labios, los mismos labios que ya reclamaban esa lengua para ellos.


Pau movió las caderas incitada por una acuciante necesidad de sentir más de él. Pedro resopló y empezó a moverse lentamente, saliendo de ella casi por completo para luego, con una embestida fuerte, volver a empalarla en su miembro.


Las oleadas de placer llegaron unos segundos más tarde cuando Pedro introdujo su mano entre los dos cuerpos sudorosos y presionó delicadamente el clítoris de Pau hasta que empezó a notar cómo se contraía su vaina. Entonces aumentó el ritmo de la penetración y los dos juntos llegaron al orgasmo entre besos frenéticos y gemidos ahogados contra los hombros. Las bocas se buscaban desesperadas, las manos se tocaban y sus dedos se entrelazaban con una fuerza que hubiera movido montañas. Pau sintió que Pedro se derramaba dentro de ella cuando alcanzaba la cumbre más alta de su éxtasis. Un chorro caliente de lava la recorrió por dentro y la hizo sentir la mujer más colmada del mundo.


Después del éxtasis compartido, cuando sus respiraciones volvían a la normalidad, Pedro se apoyó sobre los codos para no aplastarla con su peso y la miró a los ojos fijamente, unos ojos aún velados por la pasión.


—Eres la mujer más bella del mundo —dijo, bajando sus labios para posarlos suavemente sobre los suyos en un ligero roce que la hizo desear más. Pero cuando abrió los ojos vio pasar por su rostro una mueca de dolor que la alarmó.


—¿Qué te pasa? —preguntó Pau preocupada. Era la segunda vez que veía aquel gesto en él.


—Nada, estaré bien enseguida —contestó deslizándose a un lado y dejando caer el peso de su enorme cuerpo sobre el colchón. Había quedado boca abajo, con la cara apoyada sobre la almohada, mirándola con un ojo abierto y otro cerrado. A Pau le pareció una imagen bastante cómica y sonrió.


—No te rías —dijo él con fingido enfado—, me has dejado moribundo.


—¿Yo? Tú eres el insaciable.


Pedro levantó el cuerpo de golpe apoyándose en las manos, sintiéndose feliz, pero el dolor en la base de la columna, allí donde había recibido los disparos, le provocó una punzada tan devastadora que se quedó casi sin respiración. Se dejó caer de nuevo y apretó los ojos fuertemente hasta que pasara el desagradable momento de sufrimiento.


—¡Pedro! ¿Qué pasa? —preguntó alarmada de nuevo.


—La espalda, me duele.


Entonces fue cuando Paula se fijó en las cicatrices de la parte baja de su espalda. No se había dado cuenta hasta ahora pero eran dos grandes cortes, uno a cada lado de la columna, de un tono rosado, más claro que el de su piel.


Pedro abrió los ojos y vio el horror reflejado en la mirada de Paula.


—Me dispararon.


Ella seguía con la vista fija en las cicatrices. Tenía los ojos húmedos.


—Eh, mírame, Pau —le ordenó en tono amable. Paula lo miró y no pudo aguantar las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos.


—Solo podía pensar en ti —dijo entre lágrimas—. Cuando estaba allí, y ella me tenía atada, solo podía pensar que tú vendrías a por mí. Y cuando no lo hiciste, te odié. Yo… te odié… —se le fue apagando la voz entre el llanto hasta que no pudo continuar.


Pedro se quedó con la boca abierta ante aquella confesión que lo hacía sentirse más culpable que nunca. Simon le había contado todo lo sucedido cuando, por fin, se había animado a llamarlo. Conocía cada detalle de lo que había sucedido en casa de Linda. Sabía de la magistral actuación del inspector Federico Matters, él había sido el héroe de Paula y eso le provocaba un sentimiento que solo podía identificar como celos. Estaría eternamente agradecido a ese hombre por salvarle la vida a ella pero Pedro quería, deseaba, la admiración que sentía Pau hacia el inspector, y eso no lo tendría nunca.


Pau observó un minuto completo el rostro de Pedro, pensativo. Parecía dolido por sus palabras.


Se secó las lágrimas que aún bajaban por su rostro y se levantó de la cama antes de que él pudiera cogerla de la mano.


—¿Dónde vas? —preguntó


—A mi casa. No debo seguir aquí. Tu madre se levantará en breve y…


—¡Al diablo con mi madre, Pau! Tenemos que hablar —estalló en un ataque de furia que lo sorprendió a él mismo. 


Ella nunca quería hablar, se conformaba con lo que le
dijeran y dejaba pasar las ocasiones sin pelear.


Paula miró a Pedro con los ojos abiertos como platos. Nunca lo había visto tan afectado por algo. No se dejó amilanar y comenzó a ponerse la ropa. Él se había dado la vuelta y ahora la miraba con reproche en los ojos. Un tic en su mandíbula mostraba lo enfurecido que se encontraba. 


Cuando Pau ya agarraba el pomo de la puerta para abrirla y salir de aquel ambiente intimidatorio, Pedro soltó un resoplido despectivo.


—Eso es, lárgate. ¿Así es como solucionas las cosas en tu vida? Te largas y ya pasará la tormenta, ¿no? Qué actitud más madura. Creí conocerte mejor, pero ya veo que me equivoqué. —Había tal grado de amargura y reproche en su voz que Pau sintió que su corazón se rompía en mil pedazos. 


Lo miró una última vez antes de salir. Seguía acostado en la cama, tapado con la sábana hasta la cintura. Había puesto un brazo detrás de la cabeza y la miraba fijamente como si pudiera leer en su alma. Luego ella abrió la puerta y se marchó, dejándolo sumido en un silencio tenso y agobiante que lo llenó de miedo.



sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 34





Paula leyó una vez más la carta que acababa de terminar en el ordenador. Llevaba dos días con ella, cambiando un párrafo, eliminando otro. No quería hacerla muy larga, pero tampoco muy corta. No deseaba que su despedida sonara triste o sentimental, pero tampoco que la gente pensara que era de hielo. Sin embargo, ella sabía que la opinión pública la despellejaría sin dudarlo por renunciar a su puesto.


Había sido una decisión bastante debatida y rumiada. 


Carmen le había dicho que debía hacer lo más conveniente para ella. Debía ser egoísta por una vez en su vida y pensar solo en su bienestar. Le aconsejó que se tomara un año sabático y se fuera de vacaciones por Europa. Simon no entendía su decisión pero la aceptaba resignado. Le había dicho que se estaba precipitando, que solo necesitaba descansar una temporada y luego echaría de menos volver a la vida ajetreada de la Fiscalía. Dudó que eso fuera verdad, nunca le había gustado esa vida. Sentía pasión por defender causas justas elegidas por ella misma, la lucha por ganar un caso.


La opinión de su padre fue la que más le impactó. Pensó que su padre sería de la opinión de Simon y se sorprendió cuando, aquella tarde, en la terraza delantera de la casa, después de preguntarle qué opinaba de todo aquello, su padre le preguntó:
—¿Qué piensas tú?


—No lo sé. Por eso os pregunto a los demás.


—Pero es que los demás no estamos en tu piel, no sabemos qué haces en tu trabajo, si te gusta, si lo disfrutas. Solo tú puedes saber si deseas seguir o no.


—¿Qué hubiera dicho mamá? —preguntó a su padre que miraba al frente como si la fuente del saber estuviera en los árboles del jardín.


—Mamá te hubiera dicho que fueras feliz. ¿Eres feliz, Paula? —Entonces la miró mientras soltaba el humo de su cigarro entre los labios. Ella bajó la vista a su regazo y negó con la cabeza. En la frente de su padre apareció una enorme arruga de preocupación. Levantó la mano para acariciarle el pelo pero la bajó sin llegar a rozarle la cabeza. Estaba al límite de sus fuerzas—. ¿Qué necesitas para ser feliz, mi niña? —preguntó de nuevo con la voz ahogada por la emoción.


Paula se sorbió la nariz y miró a su padre. Luego se levantó, se sentó de lado en sus rodillas y se abrazó a él. Así estuvieron, por lo menos, una hora más. Las enormes manos de su padre le acariciaron la espalda como cuando era pequeña y se hacía daño en las rodillas. Entonces él la cogía en sus brazos, se sentaban en la mecedora de la terraza y ella lloraba y lloraba hasta que se quedaba dormida. Cuando despertaba y veía a su papá sonriendo, ella sonreía también y se acababan las preocupaciones. 


«¿Por qué no puede ser todo así de fácil?», se preguntó mientras el vaivén de la vieja mecedora la adormilaba como cuando era una niña.


Leyó de nuevo la carta, la adjuntó a un correo electrónico y la envió no sin antes respirar profundamente un par de veces. En el mismo instante en el que apretaba con el ratón el icono «Enviar», sintió una relajación y una liberación que no hubiera creído posible jamás.


Se recostó sobre el respaldo de la silla de oficina de su antiguo cuarto y observó el aviso que rezaba: «Su correo ha sido enviado satisfactoriamente». Por la mañana la llamarían de todas partes: de la Fiscalía, de la oficina del Gobernador, de la prensa e incluso, puede, que de la televisión, pero ya habría tiempo para pensar en eso. Apagó el ordenador portátil e intentó dejar la mente en blanco antes de irse a dormir. La única imagen que no logró borrar de su cabeza fue la de Pedro mirándola con deseo. Sonrió.


—Dejaremos ese tema para mañana —se dijo en voz alta dirigiéndose a la cama.


A la mañana siguiente, mientras desayunaba, su padre le puso la prensa delante de la cara. Ella lo miró complacida y echó un vistazo al titular de la portada: «La ayudante del Fiscal del Distrito deja su puesto repentinamente».


—Mmmm, no es tan espectacular como me esperaba, pero está bien. ¿Dice el artículo algo interesante? —preguntó acabando su tostada con manteca de cacahuete.


—¿No vas a leerlo?


—No, creo que lo que diga ya no me interesa. Los que tienen que saber por qué tomé mi decisión, ya lo saben. No creo que la prensa lo refleje justamente porque entonces no venderían periódicos. Tienen que buscar el lado sensacionalista y eso, conmigo, no lo van a lograr a no ser que se lo inventen.


—Bien, creo que mi niña ya se ha hecho mayor —dijo Hernan Chaves orgulloso. Ella le sonrió mientras metía la taza y el plato de su desayuno en el lavavajillas. Luego cogió a su padre del brazo y le pidió que la acompañara a dar un paseo por el barrio.


De regreso a casa, después de una hora y media de paseo matutino, Paula se fijó en lo mucho que habían cambiado algunas partes del barrio. Algunas casas habían sufrido reformas, los jardines estaban distribuidos de forma diferente, los columpios de los niños ya no eran de madera, sino de aluminio y la tierra de los parques había sido sustituida por una especie de colchoneta negra que producía una sensación de desequilibrio cuando la pisabas. Pero el barrio de Elmora Hills seguía teniendo ese encanto que rodeaba a la cuidad de Elizabeth: casas coloniales con jardines particulares, buzones a pie de calle, caminos recortados en las grandes extensiones de césped, árboles centenarios que aparecían salpicados por el paisaje urbano. 


Era un lugar precioso.


Pasaron por delante de una casa que le resultaba familiar. 


Como si la hubieran invocado, una mujer mayor, la dueña de la casa, supuso Pau, salió al jardín y saludó a su padre con gran afecto.


—Hernan, que alegría verte. —La mujer clavó sus ojos negros en ella y sonrió ampliamente—. Y esta guapa señorita, no puede ser Paula —negó afirmando segura de sus palabras.


Pau sonrió ante aquella amable señora de rasgos tan delicados. La piel de su rostro parecía porcelana. Las arrugas que le cubrían la cara le daban un aire de distinción y, al mismo tiempo, de mujer dulce y hogareña. Pau se sintió conectada a ella de inmediato.


—¿Te acuerdas de Alma Alfonso, cielo?


De repente recordó aquella casa. Ese niño tonto, de patas y brazos largos como un pulpo, con el pelo casi blanco y tan flaco que parecía un palillo. Ese niñato que la ignoraba cuando pasaba por su lado. Ese niño que con el tiempo se había convertido en aquel hombre fuerte y apuesto. Aquel hombre que le había robado el sentido y la voluntad.


—Por supuesto —dijo ella. —¿Cómo esta Pedro? —preguntó sin saber por qué había dicho tal cosa.


—Bueno, podría estar mejor si no se dedicara a lo que se dedica. —Se dirigió a Hernan—. Ya sabes que yo nunca he podido con eso de los comandos y las misiones. En la última lo hirieron de gravedad y ha estado en Washington, en el hospital militar, casi un mes y medio…


Paula soltó una exclamación que interrumpió los lamentos de Alma. Ambos la miraron y ella se sonrojó al instante.


—Pero, ¿está bien? —preguntó intentando que no se le notara la turbación en la voz.


—Sí, cariño, ya parece que va mejor, pero se libró por poco. Ay, estos hijos, solo nos dan disgustos —volvió a dirigirse expresamente a Hernan. Este asintió de acuerdo y lanzó una mirada a su hija que tenía la mirada perdida en algún punto del césped del jardín. —¿Y tú, cielo? ¿Has venido de vacaciones? —Hernan sacudió ligeramente a su hija cuando vio que ella no contestaba a la pregunta. Pau reaccionó parpadeando rápidamente y miró a ambos con las cejas levantadas. No había oído la pregunta de Alma.


—Sí, Paula ha venido de visita una temporada —contestó su padre dirigiéndole una mirada de reproche.


—Bien, bien, eso está bien. Si alguna tarde quieres venir a tomar un refresco, querida, estaré encantada de preparártelo y de conversar contigo.


—Sí, claro, será un placer, señora Alfonso.


—Llámame Alma, por favor. Lo de señora Alfonso me hace sentir muy mayor. —La mujer le sonrió amablemente y ella no pudo más que admirar el parecido de Pedro con su madre. Aquellos ojos negros la perseguían por la noche en sus sueños más íntimos.


Se despidieron y Alma le hizo prometer que iría a visitarla. 


Ella asintió y se marcharon por el camino sin decir nada hasta que llegaron a su casa.


Hernan observó a su hija detenidamente y se preguntó qué le pasaría por la cabeza a esa muchacha. En sus ojos se leía una turbación que no había pasado desapercibida ni a su vecina ni a él. ¿Qué tenía que ver en todo esto Pedro Alfonso?








LO QUE SOY: CAPITULO 33





—Simon, déjame en paz. Puedo hacerlo yo sola —se quejó Paula desesperada por las constantes atenciones de su hermano.


Le habían dado el alta después de tres días en el hospital. 


No tenía ningún daño importante salvando los cortes, los hematomas, las magulladuras y las inflamaciones de algunos puntos de su anatomía, pero por lo demás se sentía físicamente bien. Otra cosa era el interior de su cabeza.


No quería dormir. En cuanto cerraba los ojos sentía esa presión inconfundible en el cuello que la asfixiaba. Veía ojos que la miraban fieramente, un cañón de pistola que le disparaba, una silla que caía al suelo. Se despertaba empapada de sudor, con la respiración tan agitada que, en algunas ocasiones, hiperventilaba y se mareaba sin remedio. 


Ese insomnio provocado por su miedo a las pesadillas, le cambió el aspecto y el humor. Había perdido mucho peso, la piel de las mejillas se le pegaba a los huesos confiriéndole un aspecto de enferma terminal. Una sombra azulada le enmarcaba los ojos hundidos. Tenía los labios resecos y agrietados, la cara pálida, las manos le temblaban visiblemente. No tenía apetito apenas, y vivía en un estado asustadizo constante. Sin embargo se hacía la valiente cuando Carmen o su hermano le echaban en cara su aspecto y su situación.


Los tres días en el hospital había estado sedada, ya que, la primera noche, cuando aparecieron por vez primera las pesadillas, estuvo a punto de hacerse daño al arrancarse la vía del suero que le habían puesto en el brazo. El médico le había administrado sedantes para que descansara pero, una vez fuera del hospital, lo que debía hacer era ir a ver al psicólogo que le habían recomendado. 


No lo había hecho. 


Le había dicho a Simon que no le hacía falta, pero después de varios días en casa de su hermano, se demostró que no era cierto. Necesitaba ayuda profesional.


Se colocó las almohadas detrás de la espalda y se sentó derecha en la cama para leer el correo electrónico en la pantalla de su ordenador portátil nuevo. Simon intentaba acomodárselas mejor pero ella le daba manotazos para que la dejara en paz, sin éxito.


Después de unos minutos, levantó la cabeza y anunció que al día siguiente volvería a trabajar.


—¡Ni hablar! —exclamó Simon de inmediato—. No estás en condiciones de ir al trabajo, Pau. Y no voy a ceder en eso.


Ella lo miró fijamente intentando averiguar hasta qué punto su hermano era capaz de retenerla allí. Le habían comunicado, desde el despacho del Gobernador de Nueva York, que se tomara todo el tiempo necesario para su recuperación. Eso le hizo gracia. No tenía ninguna gana de volver a aquel despacho, pero debía asumir sus responsabilidades o abandonar del todo.


Miró a Simon y la vista se le empañó por las lágrimas. 


Habían tenido que aplazar la boda por su culpa, los había puesto en peligro a todos y se sentía culpable y abatida.


Simon vio sus lágrimas y chasqueó la lengua en señal de pesar.


—No llores, Pau—dijo cuando la abrazaba con toda la fuerza de su corazón.


—Lo siento, lo siento.


—No, pequeña. No es culpa tuya, lo sabes. Nada de esto es culpa tuya, Pau.


—Sí lo es —dijo con sollozos que desgarraban su alma.


Simon la separó bruscamente de él agarrándola por los hombros y la miró con decisión.


—No, Pau, no lo es ¿me oyes? Ya es hora de que salgas de aquí pero no para ir a trabajar. Necesitas alejarte de todo esto una temporada y sé de un lugar perfecto donde puedes quedarte todo el tiempo que quieras.


—Simon, no voy a ir con papá —dijo decidida secándose las lágrimas con el reverso de la mano.


Simon la abrazó de nuevo y le dijo:
—Ya lo creo que sí. Irás —sentenció.



* * * * *


—Esta vez has tenido mucha suerte de salir solo con un par de agujeros, Largo —dijo Mariano cuando vio el aspecto saludable que presentaba Pedro en aquella cama de hospital.


—Bueno, no creas. No siento las piernas prácticamente.


—Eso pasará pronto. En cuanto hagas un poco de ejercicio, correrás como una gacela a tu próxima misión —añadió Mateo sonriente, aunque en su mirada se adivinaba cierto aire de preocupación al conocer el verdadero estado de su amigo.


—No habrá próxima misión.


Mariano y Mateo se quedaron callados observándolo. No esperaban esa respuesta tan definitiva. Sin duda, Pedro no era de los que se rendían tan fácilmente. Si había tomado esa decisión por sí mismo o empujado por su alto mando era algo que conocerían en breve, pero aun así, de una forma o de otra, las palabras salieron de su boca con dolor.


—¿Es tu decisión o te han dado carpetazo?


—Ambas.


—No pareces muy contento, entonces —dijo Mateo.


—Estoy algo confundido todavía. —Y nervioso, pensaron sus amigos. No había dejado de pasarse la mano por el pelo en todo el tiempo que llevaban allí. Los dos amigos sabían que esa reacción tan común en su infancia, ahora solo aparecía por ese motivo.


—¿Cuándo saldrás de aquí? —preguntó Mariano intentando desviar el tema.


—No lo sé. Llevo tanto tiempo en esta prisión sin que nadie me diga nada que estoy harto. Por mí, me iría ya mismo, pero no puedo andar. —Hizo una mueca de fastidio—. Me han dicho que mañana empezaré la rehabilitación y que no será fácil.


—Bueno, con un poco de suerte te toca una de esas preparadoras con un par de peras como manda la naturaleza y un cuerpo de escándalo y seguro que te pone tieso en breve. —Los tres rieron ante aquel comentario sexista de Mateo, pero poco a poco Pedro fue perdiendo la sonrisa hasta dejar la mirada fija en un punto indeterminado en la sábana que le cubría las piernas.


—¿Has sabido algo de ella? —preguntó Mariano. Conociendo perfectamente como conocía a Pedro, sabía que su pensamiento había ido a parar a Paula Chaves.


—Nada. Lo que vi en la televisión. Solo eso.


—Llama a Simon, Pedro. Él te contará lo que quieras saber.


—No.


—¿Por qué? —insistió Mateo.


—¿Es que no lo entendéis? No puedo. —Cuando Mateo y Mariano pensaban que no diría nada más, él prosiguió con un nudo en la garganta—: No estuve ahí. Me fui a una misión que yo mismo solicité sabiendo que estaba en peligro. Estaba enfadado y quería distanciarme de ella pero también estaba preocupado, demasiado, y no llegué a tiempo para estar allí.


—No fue culpa tuya, tío. Hiciste lo que pudiste. Además, ella te acusó sin más. Tenías derecho a estar enfadado. No te culpes.


—¡No! ¡Maldita sea! ¡Sí me culpo! Yo tendría que haber estado con ella, tendría que haberla ayudado, tendría que haberla salvado… —dijo hasta que se derrumbó y rompió a llorar como un niño.


Los dos amigos se miraron sin saber qué hacer en esa situación. Nunca habían visto a Pedro llorar. En realidad, nunca se habían visto llorar, ni cuando eran pequeños, y aquella imagen los impresionó tanto que los dejó fuera de juego. Si fuera una mujer, no tendrían duda de qué hacer para consolarla, pero un hombre…


Marinano fue quien tomó las riendas de la situación. Se sentó a un lado de la cama y colocó su poderosa mano sobre la espalda de Pedro.


—Ella está bien, Largo. No le ha pasado nada, está bien.


—Ha vuelto a Elizabeth —dijo Mateo en un susurro, como al descuido.


Pedro y Mariano levantaron la cabeza asombrados.


—¿Cómo sabes eso? —preguntó estupefacto Pedro. Pasó ambas manos por sus ojos para borrar el rastro de lágrimas que tenía en la cara.


—Me encontré con Simon la semana pasada —dijo algo incómodo por haber ocultado esa información. Simon se lo había contado sabiendo que le haría llegar la información a Pedro, pero Mateo había entendido que era algo que no debía contar a nadie. Al final, la información había llegado, tarde, pero había llegado a su destinatario—. Ella no quería ir pero Simon la obligó. La llevó él mismo. Está en casa de su padre.


Después de una semana de rehabilitación y una fuerza de voluntad de hierro, Pedro comenzó a andar ayudado por un par de muletas. Se sentía como un viejo de noventa años.


 Sus movimientos eran lentos y su humor pésimo. El rehabilitador que se encargaba de sus ejercicios, Alexander Foster, un joven de veintinueve años bastante robusto y con aspecto cándido, tenía la paciencia de un santo y no arrojaba la toalla con él por nada, ni siquiera cuando Pedro lo amenazaba con darle de puñetazos. Cuando eso sucedía, Alexander se apartaba de él y le decía:
—Primero tendrás que cogerme, ¿no crees?


Pedro lo miraba con los ojos entornados y replicaba:
—El día que lo haga, suplicarás por tu vida.


Después, ambos se reían a carcajadas y continuaban con los ejercicios.


Quince días después de que empezara la rehabilitación, Alexander, fascinado por la pronta recuperación de su paciente, le dio el alta definitiva. Su movilidad era buena, del ochenta y cinco por ciento, estimó, aunque debería pasar bastante más tiempo para que la recuperara totalmente, si es que algún día lo lograba, pero ya no necesitaba acudir a rehabilitación. Con unos ejercicios diarios en casa, pronto estaría bien.


—Debes volver dentro de seis meses para que veamos cómo has evolucionado —prosiguió tras una pausa—: No dejes de hacer los ejercicios pero tampoco te excedas, es tan malo lo uno como lo otro, ¿de acuerdo? —Pedro asintió y se levantó de la silla para marcharse—. Solo una cosa más: debes estar tranquilo una temporada. Nada de emociones fuertes, ni de misiones, ni de escalar montañas. Descansa. Tu cuerpo necesita recomponerse.


—¿No ha sido suficiente este mes en el hospital? —preguntó con una mueca de disgusto.


—Hablo en serio, Pedro. Esto no es una de nuestras bromas. Has estado a esto… —señaló una de sus perfectas y cuidadas uñas—, de quedarte parapléjico. Si una de esas balas hubiera entrado medio milímetro más a la derecha, te habría condenado a una silla de ruedas para toda tu vida. —Pedro hizo un gesto de exasperación indicando que no era el caso—. Ya, ya lo sé, pero no debes olvidar que aún no estás recuperado, que tu cuerpo necesita descanso y una pequeña dosis de ejercicio controlado, y para eso ya tienes lo que te he dado. No te pases o pronto te tendremos aquí de nuevo.


—Eso ni lo sueñes.


—Eso espero, amigo.


Se dieron un fuerte apretón de manos y un abrazo. Después de quince días intensivos con ese hombre, se habían creado unos vínculos difíciles de romper. Parte de su rehabilitación residía en su fuerza mental y Alexander le había dicho que si había preocupación en su cabeza, no saldría bien. Así que desnudó su alma y le contó lo culpable que se sentía por no haber estado con Paula. La amaba, reconoció, y no sabía cómo recuperarla, ni si podría hacerlo.


Cuando ya salía por la puerta de la consulta médica, Alexander le dijo:
—¡Eh, Pedro! Si yo fuera tú, iría a por ella.


Él no dijo nada, ni siquiera se volvió cuando oyó sus palabras, solo asintió secamente y salió de allí.



LO QUE SOY: CAPITULO 32





Paula recuperó el conocimiento una vez más al notar unas gotas de agua que le salpicaban la cara. Linda estaba delante de ella, con una sonrisa torcida en los labios y una mirada violenta y amenazante que le puso el vello de la nuca de punta.


Cuando se apartó de delante y dejó a la vista lo que había detrás, Pau se sintió desfallecer de nuevo: una sábana colgaba en forma de horca desde un gancho en el techo. 


Justo debajo había una silla. Intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que el esfuerzo le hizo más daño todavía. 


Los ojos se le llenaron de silenciosas lágrimas que rodaron libres por las mejillas doloridas e hinchadas por los golpes que ella le daba cuando se enfurecía. Estaba perdida, iba a morir, y esa percepción de su situación le causó tanto terror que empezó a temblar violentamente.


Linda se acercó por un lado y le acarició el pelo con algo metálico que le produjo otro escalofrío.


—Qué pena das ahora. Deberías suplicar por tu vida, puta —le espetó con asco poniéndole el cañón de una pistola en la mejilla y presionando con violencia hasta hacerle volver la cara. Luego dejó la pistola encima de la mesa del salón y con un tirón de pelo que la hizo gritar, levantó a Paula y la llevó hasta la silla debajo de la improvisada horca—. ¿Sabes? Hasta para esto me has jodido. El domingo es cuatro de julio y yo ya me había propuesto que vieras los fuegos artificiales desde las alturas. Me has hecho adelantar el plan, pero bueno, al final el resultado será el mismo ¡Anda! —le gritó dándole un fuerte empujón—. Ahora vas a ser buena, te vas a subir a la silla y te voy a poner ese bonito collar —le dijo amablemente, cambiando el tono de voz.


—¿Por qué no me pegas un tiro y acabas con esto de una vez? —preguntó furiosa, sacando algo más de valor de no sabía dónde.


La pregunta le valió un puñetazo en la barriga que la dejó sin aire y una mirada que le heló las entrañas.


—Te gustaría eso, ¿verdad? Pues a mí no. Quiero verte sufrir, perra, no encontraría satisfacción si acabara contigo tan fácilmente. ¿Crees que no podría haberlo hecho antes? Me subestimas, querida. ¡Sube a la silla! —exclamó dándole otro puñetazo, esta vez en el rostro.


Paula obedeció. Subió a la silla lentamente al tiempo que Linda acercaba otra silla para subir ella y quedar a su altura. 


Una vez arriba, Linda pasó la sábana alrededor del cuello de Pau que tenía las manos atadas a la espalda y se bajó de un salto. Apartó su silla y se quedó mirándola unos instantes, sonriendo con placer por ver casi cumplida su venganza.


Retrocedió unos pasos para tener mejor visión de aquella mujer a punto de morir. Pau mantenía los ojos cerrados con fuerza, incapaz de enfrentarse de nuevo a la mirada de aquella a quien había creído su amiga tantos años.


De pronto, una voz que no reconocía gritó a su espalda:
—¡Apártate de ahí y tírate al suelo, Linda!


Federico había conseguido llegar hasta la mesa donde había dejado la pistola y ahora la empuñaba con firmeza dirigida hacia la que había sido su novia.


—No lo harás, y lo sabes. No me dispararás, cielo —dijo ella con voz seductora—. Ella merece morir.


—No, Linda. ¡Tírate al suelo! ¡Ya!


Linda se acercó a la silla de Pau y miró seriamente a Federico. No tenía escapatoria y lo supo en el preciso momento en el que se vio reflejada en los ojos de su amante. Nunca había visto tanta decisión en su mirada y no dudó de su intención de matarla si no obedecía. Pero ella ya tenía sus planes y no los cambiaría por nada. Ni siquiera por su vida.


Miró a Pau con una sonrisa complacida y dio una patada a la silla que la sostenía. Inmediatamente la silla se desplazó y el cuerpo de Paula quedó colgado del techo, cortándole el aire.


Federico observó un solo segundo y en cuanto Linda dio su golpe de gracia a la silla, apretó el gatillo y disparó varios tiros, impactando en el hombro, el pecho y el cuello de esta. 


Luego, sin perder un minuto y sin ser consciente de que era la primera vez que disparaba a alguien, se lanzó hacia las piernas de Paula que no dejaban de sacudirse. Las agarró con fuerza y la levantó de manera que ella pudiera respirar. 


Luego, como pudo, cogió la silla que había caído al suelo y la colocó de nuevo bajo sus pies para apoyarla con seguridad.


En ese mismo momento, la puerta del apartamento se abrió precedida de un sonoro disparo. Una tropa de policías uniformados, junto a dos hombres vestidos de paisano, con chalecos antibalas y armados convenientemente, entró en tromba e invadieron la casa.


Federico estaba liberando a Paula de la sábana cuando dos policías le gritaron que se detuviera, apuntando con sus armas.


—Bajen las armas y echen una mano, señores. Soy el inspector Matters, y esta mujer es la ayudante del Fiscal del Distrito, Paula Chaves —dijo con voz tranquila, sin apartar la vista de su labor de bajar a Pau de la silla sin que se desmayase, lo cual estaba a punto de hacer.


Los dos policías acataron la orden y entre los tres pusieron a Paula en el sillón mientras subían los sanitarios de la ambulancia para llevarla al hospital.


Federico la observó detenidamente. Respiraba con dificultad, tenía el rostro desfigurado por los golpes, una fea brecha se abría en el nacimiento del pelo, un poco más arriba de su perfecta ceja. En el brazo izquierdo tenía un feo corte que aún sangraba. Las muñecas y los tobillos se encontraban en una situación similar a los suyos.


Los agentes observaron detenidamente el cuerpo de Linda que se encontraba tirado en medio del salón, en el mismo sitio donde cayera tras los disparos. Esperaban al forense.


Mientras, los sanitarios subieron con Simon a la cabeza. Los ojos del hombre se salían de las órbitas cuando vio a su hermana en el sillón, inconsciente y con el aspecto que presentaba. Gritó como un loco y Federico tuvo que tranquilizarlo para que no se enzarzara a puñetazos con uno de los agentes que reía por algún tipo de gracia entre compañeros.


El teniente Wayne y el capitán Morrison se acercaron a él y le pidieron sin mucha amabilidad que saliera de allí de inmediato o lo arrestarían. Simon respiró hondo para aplacar su furia y siguió a los sanitarios que ya se llevaban a su hermana.


—Capitán, mire esto —dijo alguien desde el pasillo.


Morrison se adelantó a Simon y llegó hasta la puerta que acababan de abrir. Era una estancia pequeña, sin ventanas, mal ventilada y oscura. Cuando encendieron la luz, miles de fotos de Paula Chaves saltaron a sus ojos. Las paredes eran un enorme collage con caras de ella por todas partes. 


Artículos de periódico, fotografías, imágenes de revistas, dibujos hechos a tinta, y en el centro de todo aquel caos de imágenes, un póster de dos niños abrazados sonrientes. 


Aquella mujer había estado obsesionada.