sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 32





Paula recuperó el conocimiento una vez más al notar unas gotas de agua que le salpicaban la cara. Linda estaba delante de ella, con una sonrisa torcida en los labios y una mirada violenta y amenazante que le puso el vello de la nuca de punta.


Cuando se apartó de delante y dejó a la vista lo que había detrás, Pau se sintió desfallecer de nuevo: una sábana colgaba en forma de horca desde un gancho en el techo. 


Justo debajo había una silla. Intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que el esfuerzo le hizo más daño todavía. 


Los ojos se le llenaron de silenciosas lágrimas que rodaron libres por las mejillas doloridas e hinchadas por los golpes que ella le daba cuando se enfurecía. Estaba perdida, iba a morir, y esa percepción de su situación le causó tanto terror que empezó a temblar violentamente.


Linda se acercó por un lado y le acarició el pelo con algo metálico que le produjo otro escalofrío.


—Qué pena das ahora. Deberías suplicar por tu vida, puta —le espetó con asco poniéndole el cañón de una pistola en la mejilla y presionando con violencia hasta hacerle volver la cara. Luego dejó la pistola encima de la mesa del salón y con un tirón de pelo que la hizo gritar, levantó a Paula y la llevó hasta la silla debajo de la improvisada horca—. ¿Sabes? Hasta para esto me has jodido. El domingo es cuatro de julio y yo ya me había propuesto que vieras los fuegos artificiales desde las alturas. Me has hecho adelantar el plan, pero bueno, al final el resultado será el mismo ¡Anda! —le gritó dándole un fuerte empujón—. Ahora vas a ser buena, te vas a subir a la silla y te voy a poner ese bonito collar —le dijo amablemente, cambiando el tono de voz.


—¿Por qué no me pegas un tiro y acabas con esto de una vez? —preguntó furiosa, sacando algo más de valor de no sabía dónde.


La pregunta le valió un puñetazo en la barriga que la dejó sin aire y una mirada que le heló las entrañas.


—Te gustaría eso, ¿verdad? Pues a mí no. Quiero verte sufrir, perra, no encontraría satisfacción si acabara contigo tan fácilmente. ¿Crees que no podría haberlo hecho antes? Me subestimas, querida. ¡Sube a la silla! —exclamó dándole otro puñetazo, esta vez en el rostro.


Paula obedeció. Subió a la silla lentamente al tiempo que Linda acercaba otra silla para subir ella y quedar a su altura. 


Una vez arriba, Linda pasó la sábana alrededor del cuello de Pau que tenía las manos atadas a la espalda y se bajó de un salto. Apartó su silla y se quedó mirándola unos instantes, sonriendo con placer por ver casi cumplida su venganza.


Retrocedió unos pasos para tener mejor visión de aquella mujer a punto de morir. Pau mantenía los ojos cerrados con fuerza, incapaz de enfrentarse de nuevo a la mirada de aquella a quien había creído su amiga tantos años.


De pronto, una voz que no reconocía gritó a su espalda:
—¡Apártate de ahí y tírate al suelo, Linda!


Federico había conseguido llegar hasta la mesa donde había dejado la pistola y ahora la empuñaba con firmeza dirigida hacia la que había sido su novia.


—No lo harás, y lo sabes. No me dispararás, cielo —dijo ella con voz seductora—. Ella merece morir.


—No, Linda. ¡Tírate al suelo! ¡Ya!


Linda se acercó a la silla de Pau y miró seriamente a Federico. No tenía escapatoria y lo supo en el preciso momento en el que se vio reflejada en los ojos de su amante. Nunca había visto tanta decisión en su mirada y no dudó de su intención de matarla si no obedecía. Pero ella ya tenía sus planes y no los cambiaría por nada. Ni siquiera por su vida.


Miró a Pau con una sonrisa complacida y dio una patada a la silla que la sostenía. Inmediatamente la silla se desplazó y el cuerpo de Paula quedó colgado del techo, cortándole el aire.


Federico observó un solo segundo y en cuanto Linda dio su golpe de gracia a la silla, apretó el gatillo y disparó varios tiros, impactando en el hombro, el pecho y el cuello de esta. 


Luego, sin perder un minuto y sin ser consciente de que era la primera vez que disparaba a alguien, se lanzó hacia las piernas de Paula que no dejaban de sacudirse. Las agarró con fuerza y la levantó de manera que ella pudiera respirar. 


Luego, como pudo, cogió la silla que había caído al suelo y la colocó de nuevo bajo sus pies para apoyarla con seguridad.


En ese mismo momento, la puerta del apartamento se abrió precedida de un sonoro disparo. Una tropa de policías uniformados, junto a dos hombres vestidos de paisano, con chalecos antibalas y armados convenientemente, entró en tromba e invadieron la casa.


Federico estaba liberando a Paula de la sábana cuando dos policías le gritaron que se detuviera, apuntando con sus armas.


—Bajen las armas y echen una mano, señores. Soy el inspector Matters, y esta mujer es la ayudante del Fiscal del Distrito, Paula Chaves —dijo con voz tranquila, sin apartar la vista de su labor de bajar a Pau de la silla sin que se desmayase, lo cual estaba a punto de hacer.


Los dos policías acataron la orden y entre los tres pusieron a Paula en el sillón mientras subían los sanitarios de la ambulancia para llevarla al hospital.


Federico la observó detenidamente. Respiraba con dificultad, tenía el rostro desfigurado por los golpes, una fea brecha se abría en el nacimiento del pelo, un poco más arriba de su perfecta ceja. En el brazo izquierdo tenía un feo corte que aún sangraba. Las muñecas y los tobillos se encontraban en una situación similar a los suyos.


Los agentes observaron detenidamente el cuerpo de Linda que se encontraba tirado en medio del salón, en el mismo sitio donde cayera tras los disparos. Esperaban al forense.


Mientras, los sanitarios subieron con Simon a la cabeza. Los ojos del hombre se salían de las órbitas cuando vio a su hermana en el sillón, inconsciente y con el aspecto que presentaba. Gritó como un loco y Federico tuvo que tranquilizarlo para que no se enzarzara a puñetazos con uno de los agentes que reía por algún tipo de gracia entre compañeros.


El teniente Wayne y el capitán Morrison se acercaron a él y le pidieron sin mucha amabilidad que saliera de allí de inmediato o lo arrestarían. Simon respiró hondo para aplacar su furia y siguió a los sanitarios que ya se llevaban a su hermana.


—Capitán, mire esto —dijo alguien desde el pasillo.


Morrison se adelantó a Simon y llegó hasta la puerta que acababan de abrir. Era una estancia pequeña, sin ventanas, mal ventilada y oscura. Cuando encendieron la luz, miles de fotos de Paula Chaves saltaron a sus ojos. Las paredes eran un enorme collage con caras de ella por todas partes. 


Artículos de periódico, fotografías, imágenes de revistas, dibujos hechos a tinta, y en el centro de todo aquel caos de imágenes, un póster de dos niños abrazados sonrientes. 


Aquella mujer había estado obsesionada.



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