sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 34





Paula leyó una vez más la carta que acababa de terminar en el ordenador. Llevaba dos días con ella, cambiando un párrafo, eliminando otro. No quería hacerla muy larga, pero tampoco muy corta. No deseaba que su despedida sonara triste o sentimental, pero tampoco que la gente pensara que era de hielo. Sin embargo, ella sabía que la opinión pública la despellejaría sin dudarlo por renunciar a su puesto.


Había sido una decisión bastante debatida y rumiada. 


Carmen le había dicho que debía hacer lo más conveniente para ella. Debía ser egoísta por una vez en su vida y pensar solo en su bienestar. Le aconsejó que se tomara un año sabático y se fuera de vacaciones por Europa. Simon no entendía su decisión pero la aceptaba resignado. Le había dicho que se estaba precipitando, que solo necesitaba descansar una temporada y luego echaría de menos volver a la vida ajetreada de la Fiscalía. Dudó que eso fuera verdad, nunca le había gustado esa vida. Sentía pasión por defender causas justas elegidas por ella misma, la lucha por ganar un caso.


La opinión de su padre fue la que más le impactó. Pensó que su padre sería de la opinión de Simon y se sorprendió cuando, aquella tarde, en la terraza delantera de la casa, después de preguntarle qué opinaba de todo aquello, su padre le preguntó:
—¿Qué piensas tú?


—No lo sé. Por eso os pregunto a los demás.


—Pero es que los demás no estamos en tu piel, no sabemos qué haces en tu trabajo, si te gusta, si lo disfrutas. Solo tú puedes saber si deseas seguir o no.


—¿Qué hubiera dicho mamá? —preguntó a su padre que miraba al frente como si la fuente del saber estuviera en los árboles del jardín.


—Mamá te hubiera dicho que fueras feliz. ¿Eres feliz, Paula? —Entonces la miró mientras soltaba el humo de su cigarro entre los labios. Ella bajó la vista a su regazo y negó con la cabeza. En la frente de su padre apareció una enorme arruga de preocupación. Levantó la mano para acariciarle el pelo pero la bajó sin llegar a rozarle la cabeza. Estaba al límite de sus fuerzas—. ¿Qué necesitas para ser feliz, mi niña? —preguntó de nuevo con la voz ahogada por la emoción.


Paula se sorbió la nariz y miró a su padre. Luego se levantó, se sentó de lado en sus rodillas y se abrazó a él. Así estuvieron, por lo menos, una hora más. Las enormes manos de su padre le acariciaron la espalda como cuando era pequeña y se hacía daño en las rodillas. Entonces él la cogía en sus brazos, se sentaban en la mecedora de la terraza y ella lloraba y lloraba hasta que se quedaba dormida. Cuando despertaba y veía a su papá sonriendo, ella sonreía también y se acababan las preocupaciones. 


«¿Por qué no puede ser todo así de fácil?», se preguntó mientras el vaivén de la vieja mecedora la adormilaba como cuando era una niña.


Leyó de nuevo la carta, la adjuntó a un correo electrónico y la envió no sin antes respirar profundamente un par de veces. En el mismo instante en el que apretaba con el ratón el icono «Enviar», sintió una relajación y una liberación que no hubiera creído posible jamás.


Se recostó sobre el respaldo de la silla de oficina de su antiguo cuarto y observó el aviso que rezaba: «Su correo ha sido enviado satisfactoriamente». Por la mañana la llamarían de todas partes: de la Fiscalía, de la oficina del Gobernador, de la prensa e incluso, puede, que de la televisión, pero ya habría tiempo para pensar en eso. Apagó el ordenador portátil e intentó dejar la mente en blanco antes de irse a dormir. La única imagen que no logró borrar de su cabeza fue la de Pedro mirándola con deseo. Sonrió.


—Dejaremos ese tema para mañana —se dijo en voz alta dirigiéndose a la cama.


A la mañana siguiente, mientras desayunaba, su padre le puso la prensa delante de la cara. Ella lo miró complacida y echó un vistazo al titular de la portada: «La ayudante del Fiscal del Distrito deja su puesto repentinamente».


—Mmmm, no es tan espectacular como me esperaba, pero está bien. ¿Dice el artículo algo interesante? —preguntó acabando su tostada con manteca de cacahuete.


—¿No vas a leerlo?


—No, creo que lo que diga ya no me interesa. Los que tienen que saber por qué tomé mi decisión, ya lo saben. No creo que la prensa lo refleje justamente porque entonces no venderían periódicos. Tienen que buscar el lado sensacionalista y eso, conmigo, no lo van a lograr a no ser que se lo inventen.


—Bien, creo que mi niña ya se ha hecho mayor —dijo Hernan Chaves orgulloso. Ella le sonrió mientras metía la taza y el plato de su desayuno en el lavavajillas. Luego cogió a su padre del brazo y le pidió que la acompañara a dar un paseo por el barrio.


De regreso a casa, después de una hora y media de paseo matutino, Paula se fijó en lo mucho que habían cambiado algunas partes del barrio. Algunas casas habían sufrido reformas, los jardines estaban distribuidos de forma diferente, los columpios de los niños ya no eran de madera, sino de aluminio y la tierra de los parques había sido sustituida por una especie de colchoneta negra que producía una sensación de desequilibrio cuando la pisabas. Pero el barrio de Elmora Hills seguía teniendo ese encanto que rodeaba a la cuidad de Elizabeth: casas coloniales con jardines particulares, buzones a pie de calle, caminos recortados en las grandes extensiones de césped, árboles centenarios que aparecían salpicados por el paisaje urbano. 


Era un lugar precioso.


Pasaron por delante de una casa que le resultaba familiar. 


Como si la hubieran invocado, una mujer mayor, la dueña de la casa, supuso Pau, salió al jardín y saludó a su padre con gran afecto.


—Hernan, que alegría verte. —La mujer clavó sus ojos negros en ella y sonrió ampliamente—. Y esta guapa señorita, no puede ser Paula —negó afirmando segura de sus palabras.


Pau sonrió ante aquella amable señora de rasgos tan delicados. La piel de su rostro parecía porcelana. Las arrugas que le cubrían la cara le daban un aire de distinción y, al mismo tiempo, de mujer dulce y hogareña. Pau se sintió conectada a ella de inmediato.


—¿Te acuerdas de Alma Alfonso, cielo?


De repente recordó aquella casa. Ese niño tonto, de patas y brazos largos como un pulpo, con el pelo casi blanco y tan flaco que parecía un palillo. Ese niñato que la ignoraba cuando pasaba por su lado. Ese niño que con el tiempo se había convertido en aquel hombre fuerte y apuesto. Aquel hombre que le había robado el sentido y la voluntad.


—Por supuesto —dijo ella. —¿Cómo esta Pedro? —preguntó sin saber por qué había dicho tal cosa.


—Bueno, podría estar mejor si no se dedicara a lo que se dedica. —Se dirigió a Hernan—. Ya sabes que yo nunca he podido con eso de los comandos y las misiones. En la última lo hirieron de gravedad y ha estado en Washington, en el hospital militar, casi un mes y medio…


Paula soltó una exclamación que interrumpió los lamentos de Alma. Ambos la miraron y ella se sonrojó al instante.


—Pero, ¿está bien? —preguntó intentando que no se le notara la turbación en la voz.


—Sí, cariño, ya parece que va mejor, pero se libró por poco. Ay, estos hijos, solo nos dan disgustos —volvió a dirigirse expresamente a Hernan. Este asintió de acuerdo y lanzó una mirada a su hija que tenía la mirada perdida en algún punto del césped del jardín. —¿Y tú, cielo? ¿Has venido de vacaciones? —Hernan sacudió ligeramente a su hija cuando vio que ella no contestaba a la pregunta. Pau reaccionó parpadeando rápidamente y miró a ambos con las cejas levantadas. No había oído la pregunta de Alma.


—Sí, Paula ha venido de visita una temporada —contestó su padre dirigiéndole una mirada de reproche.


—Bien, bien, eso está bien. Si alguna tarde quieres venir a tomar un refresco, querida, estaré encantada de preparártelo y de conversar contigo.


—Sí, claro, será un placer, señora Alfonso.


—Llámame Alma, por favor. Lo de señora Alfonso me hace sentir muy mayor. —La mujer le sonrió amablemente y ella no pudo más que admirar el parecido de Pedro con su madre. Aquellos ojos negros la perseguían por la noche en sus sueños más íntimos.


Se despidieron y Alma le hizo prometer que iría a visitarla. 


Ella asintió y se marcharon por el camino sin decir nada hasta que llegaron a su casa.


Hernan observó a su hija detenidamente y se preguntó qué le pasaría por la cabeza a esa muchacha. En sus ojos se leía una turbación que no había pasado desapercibida ni a su vecina ni a él. ¿Qué tenía que ver en todo esto Pedro Alfonso?








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