sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 33





—Simon, déjame en paz. Puedo hacerlo yo sola —se quejó Paula desesperada por las constantes atenciones de su hermano.


Le habían dado el alta después de tres días en el hospital. 


No tenía ningún daño importante salvando los cortes, los hematomas, las magulladuras y las inflamaciones de algunos puntos de su anatomía, pero por lo demás se sentía físicamente bien. Otra cosa era el interior de su cabeza.


No quería dormir. En cuanto cerraba los ojos sentía esa presión inconfundible en el cuello que la asfixiaba. Veía ojos que la miraban fieramente, un cañón de pistola que le disparaba, una silla que caía al suelo. Se despertaba empapada de sudor, con la respiración tan agitada que, en algunas ocasiones, hiperventilaba y se mareaba sin remedio. 


Ese insomnio provocado por su miedo a las pesadillas, le cambió el aspecto y el humor. Había perdido mucho peso, la piel de las mejillas se le pegaba a los huesos confiriéndole un aspecto de enferma terminal. Una sombra azulada le enmarcaba los ojos hundidos. Tenía los labios resecos y agrietados, la cara pálida, las manos le temblaban visiblemente. No tenía apetito apenas, y vivía en un estado asustadizo constante. Sin embargo se hacía la valiente cuando Carmen o su hermano le echaban en cara su aspecto y su situación.


Los tres días en el hospital había estado sedada, ya que, la primera noche, cuando aparecieron por vez primera las pesadillas, estuvo a punto de hacerse daño al arrancarse la vía del suero que le habían puesto en el brazo. El médico le había administrado sedantes para que descansara pero, una vez fuera del hospital, lo que debía hacer era ir a ver al psicólogo que le habían recomendado. 


No lo había hecho. 


Le había dicho a Simon que no le hacía falta, pero después de varios días en casa de su hermano, se demostró que no era cierto. Necesitaba ayuda profesional.


Se colocó las almohadas detrás de la espalda y se sentó derecha en la cama para leer el correo electrónico en la pantalla de su ordenador portátil nuevo. Simon intentaba acomodárselas mejor pero ella le daba manotazos para que la dejara en paz, sin éxito.


Después de unos minutos, levantó la cabeza y anunció que al día siguiente volvería a trabajar.


—¡Ni hablar! —exclamó Simon de inmediato—. No estás en condiciones de ir al trabajo, Pau. Y no voy a ceder en eso.


Ella lo miró fijamente intentando averiguar hasta qué punto su hermano era capaz de retenerla allí. Le habían comunicado, desde el despacho del Gobernador de Nueva York, que se tomara todo el tiempo necesario para su recuperación. Eso le hizo gracia. No tenía ninguna gana de volver a aquel despacho, pero debía asumir sus responsabilidades o abandonar del todo.


Miró a Simon y la vista se le empañó por las lágrimas. 


Habían tenido que aplazar la boda por su culpa, los había puesto en peligro a todos y se sentía culpable y abatida.


Simon vio sus lágrimas y chasqueó la lengua en señal de pesar.


—No llores, Pau—dijo cuando la abrazaba con toda la fuerza de su corazón.


—Lo siento, lo siento.


—No, pequeña. No es culpa tuya, lo sabes. Nada de esto es culpa tuya, Pau.


—Sí lo es —dijo con sollozos que desgarraban su alma.


Simon la separó bruscamente de él agarrándola por los hombros y la miró con decisión.


—No, Pau, no lo es ¿me oyes? Ya es hora de que salgas de aquí pero no para ir a trabajar. Necesitas alejarte de todo esto una temporada y sé de un lugar perfecto donde puedes quedarte todo el tiempo que quieras.


—Simon, no voy a ir con papá —dijo decidida secándose las lágrimas con el reverso de la mano.


Simon la abrazó de nuevo y le dijo:
—Ya lo creo que sí. Irás —sentenció.



* * * * *


—Esta vez has tenido mucha suerte de salir solo con un par de agujeros, Largo —dijo Mariano cuando vio el aspecto saludable que presentaba Pedro en aquella cama de hospital.


—Bueno, no creas. No siento las piernas prácticamente.


—Eso pasará pronto. En cuanto hagas un poco de ejercicio, correrás como una gacela a tu próxima misión —añadió Mateo sonriente, aunque en su mirada se adivinaba cierto aire de preocupación al conocer el verdadero estado de su amigo.


—No habrá próxima misión.


Mariano y Mateo se quedaron callados observándolo. No esperaban esa respuesta tan definitiva. Sin duda, Pedro no era de los que se rendían tan fácilmente. Si había tomado esa decisión por sí mismo o empujado por su alto mando era algo que conocerían en breve, pero aun así, de una forma o de otra, las palabras salieron de su boca con dolor.


—¿Es tu decisión o te han dado carpetazo?


—Ambas.


—No pareces muy contento, entonces —dijo Mateo.


—Estoy algo confundido todavía. —Y nervioso, pensaron sus amigos. No había dejado de pasarse la mano por el pelo en todo el tiempo que llevaban allí. Los dos amigos sabían que esa reacción tan común en su infancia, ahora solo aparecía por ese motivo.


—¿Cuándo saldrás de aquí? —preguntó Mariano intentando desviar el tema.


—No lo sé. Llevo tanto tiempo en esta prisión sin que nadie me diga nada que estoy harto. Por mí, me iría ya mismo, pero no puedo andar. —Hizo una mueca de fastidio—. Me han dicho que mañana empezaré la rehabilitación y que no será fácil.


—Bueno, con un poco de suerte te toca una de esas preparadoras con un par de peras como manda la naturaleza y un cuerpo de escándalo y seguro que te pone tieso en breve. —Los tres rieron ante aquel comentario sexista de Mateo, pero poco a poco Pedro fue perdiendo la sonrisa hasta dejar la mirada fija en un punto indeterminado en la sábana que le cubría las piernas.


—¿Has sabido algo de ella? —preguntó Mariano. Conociendo perfectamente como conocía a Pedro, sabía que su pensamiento había ido a parar a Paula Chaves.


—Nada. Lo que vi en la televisión. Solo eso.


—Llama a Simon, Pedro. Él te contará lo que quieras saber.


—No.


—¿Por qué? —insistió Mateo.


—¿Es que no lo entendéis? No puedo. —Cuando Mateo y Mariano pensaban que no diría nada más, él prosiguió con un nudo en la garganta—: No estuve ahí. Me fui a una misión que yo mismo solicité sabiendo que estaba en peligro. Estaba enfadado y quería distanciarme de ella pero también estaba preocupado, demasiado, y no llegué a tiempo para estar allí.


—No fue culpa tuya, tío. Hiciste lo que pudiste. Además, ella te acusó sin más. Tenías derecho a estar enfadado. No te culpes.


—¡No! ¡Maldita sea! ¡Sí me culpo! Yo tendría que haber estado con ella, tendría que haberla ayudado, tendría que haberla salvado… —dijo hasta que se derrumbó y rompió a llorar como un niño.


Los dos amigos se miraron sin saber qué hacer en esa situación. Nunca habían visto a Pedro llorar. En realidad, nunca se habían visto llorar, ni cuando eran pequeños, y aquella imagen los impresionó tanto que los dejó fuera de juego. Si fuera una mujer, no tendrían duda de qué hacer para consolarla, pero un hombre…


Marinano fue quien tomó las riendas de la situación. Se sentó a un lado de la cama y colocó su poderosa mano sobre la espalda de Pedro.


—Ella está bien, Largo. No le ha pasado nada, está bien.


—Ha vuelto a Elizabeth —dijo Mateo en un susurro, como al descuido.


Pedro y Mariano levantaron la cabeza asombrados.


—¿Cómo sabes eso? —preguntó estupefacto Pedro. Pasó ambas manos por sus ojos para borrar el rastro de lágrimas que tenía en la cara.


—Me encontré con Simon la semana pasada —dijo algo incómodo por haber ocultado esa información. Simon se lo había contado sabiendo que le haría llegar la información a Pedro, pero Mateo había entendido que era algo que no debía contar a nadie. Al final, la información había llegado, tarde, pero había llegado a su destinatario—. Ella no quería ir pero Simon la obligó. La llevó él mismo. Está en casa de su padre.


Después de una semana de rehabilitación y una fuerza de voluntad de hierro, Pedro comenzó a andar ayudado por un par de muletas. Se sentía como un viejo de noventa años.


 Sus movimientos eran lentos y su humor pésimo. El rehabilitador que se encargaba de sus ejercicios, Alexander Foster, un joven de veintinueve años bastante robusto y con aspecto cándido, tenía la paciencia de un santo y no arrojaba la toalla con él por nada, ni siquiera cuando Pedro lo amenazaba con darle de puñetazos. Cuando eso sucedía, Alexander se apartaba de él y le decía:
—Primero tendrás que cogerme, ¿no crees?


Pedro lo miraba con los ojos entornados y replicaba:
—El día que lo haga, suplicarás por tu vida.


Después, ambos se reían a carcajadas y continuaban con los ejercicios.


Quince días después de que empezara la rehabilitación, Alexander, fascinado por la pronta recuperación de su paciente, le dio el alta definitiva. Su movilidad era buena, del ochenta y cinco por ciento, estimó, aunque debería pasar bastante más tiempo para que la recuperara totalmente, si es que algún día lo lograba, pero ya no necesitaba acudir a rehabilitación. Con unos ejercicios diarios en casa, pronto estaría bien.


—Debes volver dentro de seis meses para que veamos cómo has evolucionado —prosiguió tras una pausa—: No dejes de hacer los ejercicios pero tampoco te excedas, es tan malo lo uno como lo otro, ¿de acuerdo? —Pedro asintió y se levantó de la silla para marcharse—. Solo una cosa más: debes estar tranquilo una temporada. Nada de emociones fuertes, ni de misiones, ni de escalar montañas. Descansa. Tu cuerpo necesita recomponerse.


—¿No ha sido suficiente este mes en el hospital? —preguntó con una mueca de disgusto.


—Hablo en serio, Pedro. Esto no es una de nuestras bromas. Has estado a esto… —señaló una de sus perfectas y cuidadas uñas—, de quedarte parapléjico. Si una de esas balas hubiera entrado medio milímetro más a la derecha, te habría condenado a una silla de ruedas para toda tu vida. —Pedro hizo un gesto de exasperación indicando que no era el caso—. Ya, ya lo sé, pero no debes olvidar que aún no estás recuperado, que tu cuerpo necesita descanso y una pequeña dosis de ejercicio controlado, y para eso ya tienes lo que te he dado. No te pases o pronto te tendremos aquí de nuevo.


—Eso ni lo sueñes.


—Eso espero, amigo.


Se dieron un fuerte apretón de manos y un abrazo. Después de quince días intensivos con ese hombre, se habían creado unos vínculos difíciles de romper. Parte de su rehabilitación residía en su fuerza mental y Alexander le había dicho que si había preocupación en su cabeza, no saldría bien. Así que desnudó su alma y le contó lo culpable que se sentía por no haber estado con Paula. La amaba, reconoció, y no sabía cómo recuperarla, ni si podría hacerlo.


Cuando ya salía por la puerta de la consulta médica, Alexander le dijo:
—¡Eh, Pedro! Si yo fuera tú, iría a por ella.


Él no dijo nada, ni siquiera se volvió cuando oyó sus palabras, solo asintió secamente y salió de allí.



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