viernes, 3 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 5





Los tres amigos estaban sentados en enormes sillones de cuero blanco con una mesa baja entre ellos. La popularidad de Mateo en esos sitios y sus negocios les había facilitado el acceso al local. Además, uno de los socios era cliente suyo y en cuanto lo vio entrar les llevó a uno de los reservados VIP con vistas a la pista. Les dio manga ancha para que bebieran todo lo que pudieran asimilar sus cuerpos y se marchó.


El lugar era bastante impresionante, con sus pistas en diferentes alturas, la cabina del DJ en una plataforma de cristal en el centro del local, elevada por varias columnas transparentes y a la que se accedía por unas escaleras de caracol que parecían de hielo. Los mostradores de bebidas eran también de ese material iluminado por luces de neón, lo que daba a las barras un aspecto futurista muy adecuado al nombre del sitio: Future.


Una camarera vestida de blanco y purpurina, con los labios azules, les trajo las bebidas que habían pedido y una botella de champagne francés en una cubitera con hielo. Se sirvieron una copa cada uno y brindaron por ellos.


Pedro casi se atragantó cuando vio quién se dirigía hacia ellos con una media sonrisa en los labios.


—¿Nos hacéis un hueco con vosotros o nos sentamos en la mesa de al lado y nos ignoramos? —preguntó Pau con un aire de suficiencia digno de una persona ganadora. Nada que ver con la imagen de chica desamparada que había mostrado en el bar.


—Pau… —le advirtió Linda propinándole un codazo al mismo tiempo.


—Ah, sí. Disculpad, que maleducada soy. Chicos, esta es mi amiga Linda Trent. Linda, estos son Mateo, Mariano y Pedro —dijo, y se sentó al lado de Mariano empujándole un poco con su cadera para hacer sitio para las dos. Pedro y Mariano miraron a Mateo. Él se encogió de hombros y sonrió a sus amigos. Luego, los tres miraron a las dos chicas que estaban hablando entre ellas en susurros.


—¡Señorita Chaves! ¡Qué placer verla! —Todos levantaron la cabeza ante aquel despliegue de cordialidad. El cliente de Mateo, al parecer, conocía a Pau muy bien. Ella se levantó y le dio un breve abrazo—. Me alegro que haya decidido aceptar mi invitación. Ya sé que es una mujer muy ocupada pero seguro que un ratito en mi club le vendrá de perlas, querida.


—Estoy segura de que sí, señor Archivald.


—Llámame Melvin, querida. Dejemos lo de señor Archivald para cuando estamos en los juzgados, d’accord? —Ella asintió—. Por lo que veo ya conoce a mis amigos, ¿no? Mejor, así estarán las dos en buena compañía. Son hombres fuertes y potentes… —El señor Archivald les dirigió una mirada sensual y provocadora a ellos que los dejó con la boca abierta. Las chicas ocultaron sus sonrisas al verles las caras. Al parecer desconocían la naturaleza homosexual del señor Archivald.


—Seguro que estaremos bien, Melvin. Eres muy amable. —Él hizo un gesto con la mano para restar importancia a sus palabras y se despidió con un ademán cuando oyó que lo llamaban de otra mesa de la zona VIP.


Paula cogió su copa de champagne y se la bebió de un trago.


—¿Alguien necesita bailar tanto como yo? —preguntó poniéndose en pie y dirigiéndose sin espera a la pista de baile.


Al ver la cara de estupefacción de los tres amigos, Linda dijo:
—Ella fue su abogada. —Se levantó y fue tras su amiga. Mateo y Mariano imitaron a Linda. Se pusieron en pie y fueron tras ellas, dejando a Pedro solo en la mesa. No iba mucho con él lo de bailar en una pista repleta de gente sudorosa. Además, el ruido y las luces le habían dado de nuevo dolor de cabeza.


Dirigió su mirada hacia el lugar donde habían ido a parar sus amigos. La canción que sonaba era un clásico convertido en algo imposible de identificar con algún estilo de música. Lo único que se podía hacer con aquella canción era moverse sin importar el compás.


Miró a Paula. Se reía de las cosas que Mariano le decía al oído, y cuando lo hacía sus ojos brillaban con una luz que cegaba más que el sol. Su sonrisa era perfecta. Pedro se imaginó cómo sería ver esa sonrisa por las mañanas después de hacer el amor con ella a plena luz del día. «Vaya pensamientos, joder», se dijo a sí mismo sacudiendo la cabeza. O empezaba a relajarse o acabaría complicándose la vida con esa mujer. Nada más lejos de sus intenciones.


—No eres mucho de moverte, ¿eh, Alfonso? —dijo Pau sentándose a su lado y llenando la copa de nuevo. Pedro se sorprendió. Estaba mirándola en la pista y un segundo después estaba allí a su lado. ¿Cuánto tiempo se había perdido en sus pensamientos?


—No, ya lo hacéis los demás por mí. Yo me sentiría fuera de lugar ahí en medio.


—¿A qué te dedicas ahora? Lo último que supe era que te habías metido en el ejército, y eso fue antes de irme de Elizabeth.


Pedro se sorprendió por el cambio de tema pero lo agradeció. Aquel era territorio seguro para sus pensamientos.


—De alguna forma, sigo en él. Unidades Especiales. —Su voz sonó agradable.


—Vaya, ¿eres de esos que van por ahí con la cara pintada, arrastrándose por el suelo y llevando a cabo misiones en las que si te pillan se desentenderán de ti?


—Básicamente, sí.


Paula levantó una ceja. Estaba sorprendida y sentía crecer la curiosidad. Quería saber más.


—¿Y cuál es la última misión en la que has estado?


—Afganistán —dijo sin mayor emotividad.


—¡Vaya! ¿Y cuál era la misión? ¿Destruir un arsenal de armamento enemigo? ¿Rescatar rehenes de guerra? ¿Desactivar bombas? —preguntó ella algo achispada y más envalentonada que nunca. En situaciones normales no se atrevería ni a sentarse al lado de aquel hombre.


—No puedo contártela…


—Sí, claro, tendrías que matarme después y todo eso —interrumpió ella—. Bueno, pues cuéntame qué tipo de misiones desempeñas, a grandes rasgos.


Pedro no quería hablar de su trabajo. Estaba impacientándose y se sentía acorralado por aquellos ojos verdes. Soltó lentamente el aire que estaba reteniendo y, con un tono que esperaba fuera bastante tranquilo, le dijo:
—Mira, no me apetece esta cháchara, ¿vale? —Se puso de pie rápidamente—. Di a los demás que me he ido a casa. —Pasó por delante de ella y enfiló hacia la puerta. No se dio cuenta de que lo había seguido fuera.


Cuando no había dado ni tres pasos en la acera, ella le gritó:
—¿Se puede saber qué te he hecho? —Pedro se volvió con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. ¿Eres así de gilipollas siempre o solo a ratos?


Pedro murmuró algo por lo bajo y se pasó las manos por el pelo visiblemente indeciso. La cabeza le iba a estallar en segundos. No sabía si contestar a la primera pregunta o a la segunda. Tenía respuesta para ambas, ella lo estaba llevando a tal grado de excitación que le dolía la entrepierna de lo dura que la tenía y era la primera vez que se comportaba como un idiota. Cuando fue consciente de este segundo hecho, sonrió abiertamente.


—¿Ahora, encima, te ríes de mí? Ahhh… —Se dio media vuelta y comenzó a andar en dirección contraria a él pero no volvió al club.


—¡Espera! ¿Dónde vas? —preguntó Pedro cuando la alcanzó.


—¿Dónde crees? A mi casa. —Estaba enfadada, muy enfadada, pero no con él, sino consigo misma, por ser tan tonta y montar esa escena sin motivo alguno. Hacía casi veinticinco años que no se veían, no conocía a ese tío de nada en absoluto.


—Espera, no. No quería ser tan grosero. Lo siento, Paula —dijo sinceramente.


—Pau —dijo ella—. Mis amigos me llaman Pau —dijo disgustada.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro de pronto.


Negó con la cabeza. Seguía mirando a la carretera, de espaldas a él, esperando que pasara un taxi para irse a casa.


—¿Un café? —Ella volvió a negar. Él sonrió tontamente—. ¿Una última copa en mi casa?


Cuando se volvió sorprendida por el ofrecimiento lo vio sonriendo. No pudo dejar de admirar lo guapo que era aquel hombre, pero no estaba dispuesta a ceder ni un ápice.


—No, no y no ¿está claro? —Se giró de nuevo.


—Vamos, señorita Chaves, sea un poco más distendida. No te estoy proponiendo una noche de sexo salvaje. Solo es un café. —Ella pensó que quizás la noche de sexo salvaje era lo que más se ajustaría a sus necesidades en ese momento, pero desechó la idea con un ligero movimiento de cabeza.


—Un café, y luego me marcho —dijo firmemente.


—¡Sí, señora! —Pedro se cuadró e hizo el saludo militar. Ella esbozó una amplia sonrisa.


LO QUE SOY: CAPITULO 4




A las ocho de la tarde Pedro llegó al bar en el que habían quedado. Era un antro grande, algo sucio y maloliente, pero, según Mateo, hacían las mejores hamburguesas de todo Manhattan. Como solía pasar en muchos de los bares de aquella zona, las paredes estaban repletas de fotos de gente famosa que había pasado por el lugar en uno u otro momento desde que se abrieron las puertas. Ese sitio, en concreto, contaba con una amplia colección de fotos de jugadores de béisbol y baloncesto, algún personaje del cine y de la política, y otros desconocidos que habrían alcanzado su minuto de fama en algún instante entre 1956 y la actualidad.


Se sentó en un taburete en la barra y pidió una cerveza. 


Estuvo tentado de acompañarla con un golpe de tequila, como en los viejos tiempos, pero pensó que debía comenzar con algo moderado si no quería acabar la noche como aquellas de entonces.


Mateo se retrasaba, como siempre. Había cosas que nunca cambiaban por mucho que pasaran los años.


Oyó el tintineo de la puerta al abrirse y giró la cabeza para mirar por encima del hombro. Una chica vestida con traje de chaqueta azul marino y camisa blanca entró en el bar hablando por teléfono. Llevaba el pelo castaño recogido en una apretada cola baja con la raya al lado. Unas diminutas gafas de pasta negra le daban a su cara un aire agresivo. 


Iba maquillada pero no demasiado. Pedro no logró ver el color de sus ojos por culpa el reflejo de las lentes pero apostó a que eran verdes.


La chica se acercó a la barra con el teléfono aún pegado a la oreja.


—¡Barri! Una cerveza, por favor —le dijo al camarero tapando el auricular del móvil y esbozando una fugaz sonrisa.


Este le correspondió risueño y le puso delante un botellín bien frío que comenzó a tirar espuma lentamente cuando lo abrió. Ella no se inmutó, continuó hablando, exaltada, y con una especie de bufido final colgó el teléfono y lo dejó encima de la barra. Luego apoyó los brazos a los lados de la cerveza y bajó la cabeza como si rezara o se mirara los zapatos. Se apretó el puente de la nariz con fruición y se quitó las gafas, que fueron a parar al lado del móvil. Cuando levantó la cabeza, cogió la cerveza y entonces se fijó en que, al otro lado de la barra, había alguien que la observaba detenidamente.


Pedro no se dio cuenta de que la miraba hasta que ella no le hizo un gesto con la cerveza a modo de saludo. Reaccionó como si le hubieran dado una patada en el culo y apartó la vista de la muchacha.


No había mucha gente en el local, era pronto, pero se oía un ligero murmullo que provenía de las mesas del fondo. Le empezó a doler la cabeza. Se estaba pasando una mano por la nuca cuando la puerta del bar se abrió de nuevo. Era Mateo.


—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó haciéndole una seña al camarero para que le trajera una cerveza como la de Pedro.


—Quince minutos —contestó sin mucho humor.


—Lo siento, perdí el tren —dijo restándole importancia al asunto—. Bueno, espero que tengas hambre, Largo, las hamburguesas de aquí no te dejarán indiferente. —Le dio una fuerte palmada en la espalda. Mateo le hizo una seña para que se moviera hacia el final del local donde estaban las mesas. Pedro pensó que el dolor de cabeza aumentaría pero no dijo nada.


Antes de perder de vista la barra dirigió una mirada hacia el lugar donde estaba la chica del móvil. Ella los miraba con el ceño fruncido. Al coincidir sus ojos, la chica se ruborizó y Pedro levantó la cerveza a modo de brindis tal y como hiciera ella antes.


—¿Y tú? ¿Qué es de tu vida? —le preguntó Mateo a Pedro cuando estaban acabando las hamburguesas. Aunque le pareciera mentira por su aspecto, estaban tan buenas como había dicho Mateo y, de alguna forma, habían eliminado su dolor de cabeza.


—Pues ya sabes, nada que pueda contar sin tener que matarte luego —contestó con un tono sombrío fingido. 


Sonrió con malicia.


—¿Qué tal por Afganistán? ¿Duro?


—Pfff… ni te lo imaginas, tío. Había momentos en los que pensaba que me volvería loco de remate. Perdí a dos de mis hombres. Uno nunca se acostumbra a estas cosas —dijo en voz baja mirando las migas que quedaban en el plato. Esta vez su tono era sombrío de verdad.


Levantó la vista y vio que Mateo tenía los ojos clavados en algo a su espalda. Una sonrisa se fue dibujando en su cara hasta dejar ver dos filas de perfectos dientes blancos.


No le dio tiempo a volverse. Unos brazos lo cogieron por detrás aprisionándolo y su instinto depredador se despertó de inmediato. Se zafó de esa presión y se puso en pie volcando la silla y armando un estruendo en el bar. Las dos botellas de cerveza que había en la mesa también cayeron al suelo pero no se rompieron.


Pedro se quedó mirando a la persona que tenía delante un segundo más. Si hubiera peligro, Mateo no estaría sonriendo como lo hacía. Cuando reaccionó, una sonrisa se instaló en toda su cara y abrazó al hombre de pelo largo que había delante de él.


—¡Mariano! ¡Mariano!


—Joder, Largo, pensé que me ibas a pegar una paliza —dijo abrazando a su amigo.


—He estado a punto, no creas.


—Ya, tío, lo tendré en cuenta para la próxima.


—Llegas dos horas tarde. Pensé que no vendrías ya —le reprochó Mateo.


—Perdí el tren —dijo sin más. Mateo y Pedro soltaron una carcajada. Mariano se rascó la cabeza sonriente—. No sabía si aún estaríais aquí. Te llamé al móvil Mateo, pero imagino que no lo llevas, ¿no?


—Imaginas bien.


Los tres amigos estuvieron charlando durante largo rato. 


Hacía tanto tiempo que no se veían y se tenían que contar tantas cosas que el tiempo volaba cuando estaban juntos. 


No se dieron cuenta de que la música en el bar había subido el volumen y la parte delantera del recinto se había convertido en una masa de gente que bailaba y bebía sin moderación.


—Mariano Pie, Pedro Alfonso y Mateo Roddson, no me lo puedo creer —dijo una voz apagada que provenía de un lado de la mesa. Los tres amigos, absortos como estaban en su conversación, no se dieron cuenta de la chica que se había parado delante de ellos hasta que pronunció sus nombres.



Ninguno de los tres parecía saber quién era ella. Pedro sintió una leve punzada en el pecho cuando se dio cuenta de que era la mujer de la barra, pero se había quitado la chaqueta, iba con la camisa blanca abierta hasta mostrar el nacimiento de sus pechos y se había soltado el pelo que ahora le caía alborotado sobre los hombros y la espalda. Parecía diferente, más desenvuelta, más peligrosa, nada que ver con la mojigata que entró hablando por teléfono unas horas antes.


—¿Nos conocemos? —preguntó Mateo intrigado.


—Vaya que sí, claro que nos conocemos.


—¿Y podríamos saber de qué? Te aseguro que me acordaría —dijo Mariano con una voz seductora.


—De Elmora, sois de Elmora Hills, ¿verdad?


Los tres se miraron y volvieron a mirar a la chica. Se acordarían de tal monumento si la hubieran conocido en Elmora Hills.


—¿Y tú eres? —preguntó Mateo. Ella dudó un instante, era lógico que no la hubieran reconocido, no se veían desde pequeños.


—La pequeña Chaves —dijo Pedro con una voz sombría mirándola a los ojos fijamente. Ella pareció sorprendida. Abrió mucho sus ojos verdes y los fijó en la mirada oscura de Pedro—. No recuerdo tu nombre —dijo dando un trago largo a su cerveza.


—¿Chaves? ¿Cómo… Simon Chaves? —preguntó Mariano confundido.


Ella les dirigió una mirada furiosa a los tres.


—¡Simon Chaves! ¡De los Demonios Negros, ja! ¡Vaya tipo, aquel! —exclamó Mateo con guasa—. ¿Tenía una hermana?


Pau compuso lentamente las facciones de su cara y recuperó la serenidad con que se había acercado a la mesa. 


Le había desilusionado que no la reconocieran y cuando Pedro lo hizo se sintió como si la hubieran pillado robando chucherías en la tienda de la esquina.


—Sí, tiene una hermana —hizo una pausa y continuó—: Hay cosas que nunca cambian, por lo que veo. —Se giró para marcharse tras ese comentario, pero una mano la cogió fuertemente por la muñeca y le impidió la huida.


—Espera —dijo Pedro con tono serio y pausado—. No nos has dicho tu nombre. —Ella le miró la mano que aún la sujetaba y luego lo miró a él. Como si se hubiera quemado, Pedro la soltó de inmediato. Pau se frotó la muñeca varias veces para hacer desaparecer el escozor que sentía.


—No, no lo ha dicho ¿verdad? —les preguntó Mateo a sus amigos sin mejorar la situación. Ella lo miró despidiendo chispas por los ojos.


—Disculpe a mis amigos, señorita Chaves. No son más que dos idiotas sin modales —dijo Mariano ofreciéndole un respiro—. Es curioso que hoy precisamente que nos reunimos los tres después de tanto tiempo aparezca usted que, de alguna manera, también forma parte de nuestra infancia. Que causalidad, ¿no?


Paula se quedó mirando fijamente a aquel hombre. 


Mariano Pie había cambiado tanto que le había costado reconocerlo. Tenía el pelo negro y largo, por encima de los hombros. Su rostro era de facciones duras pero sus ojos azul grisáceo lo suavizaban y le daban el aspecto de un cachorrito de husky siberiano. Debajo de su ojo se apreciaba la sombra de una cicatriz. Pau pensó que debió ser un feo corte pues se encontraba muy cerca del párpado inferior. Era alto, pero no tanto como los otros dos. Tenía las espaldas anchas y aparentemente musculosas, unos brazos fuertes, una cintura estrecha y unas piernas duras y resistentes. Era un hombre muy atractivo.


Mateo, sin embargo, no le agradaba tanto. Era presumido y vanidoso, se veía a la legua. Su pelo perfectamente cortado en capas ladeadas, su piel bronceada y su aspecto de
chico malo con esos vaqueros y esa camiseta de los Rolling hablaba por sí solo. Tenía esa mirada de superioridad que tienen aquellos que creen saberlo todo. Se hacía el gracioso para ocultar, sospechaba ella, su falta de sensibilidad con las mujeres. Lo que más molestaba a Pau es que, a fin de cuentas, era guapo, y él lo sabía y lo explotaba al máximo.


Al mirar a Pedro, una corriente eléctrica la recorrió de pies a cabeza. Ya le había sucedido cuando lo vio en la barra, antes de caer en la cuenta de quiénes eran aquellos hombres. Rubio, con el pelo despeinado casualmente, piel morena, ojos negros, alto, era el más alto de todos, y con un cuerpo para pecar una vez tras otra. Pau se ruborizó con ese pensamiento. Pedro Alfonso era peligroso, se veía a la legua. Su mirada era capaz de atravesar la mente más difícil, parecía saber en cada momento qué decir o qué hacer para salvar una situación o para exprimirle el jugo al momento. Su voz, varonil, fuerte y contundente, le hacía sentir como una niña pequeña que está siendo reprendida por su padre tras una travesura.


«Paula Chaves, ¿qué demonios estás haciendo?», se preguntó enfadada consigo misma. Debería estar con su amiga Linda, a la que había dejado sola en la barra. Le había dicho que iba al cuarto de baño como excusa para poder acercarse a ellos sin que la acompañara.


Giró la cabeza hacia donde estaba Linda y recuperó un poco de su dignidad después del escrutinio al que había sometido a los tres hombres que parpadeaban delante de ella.


—Debo regresar con mi amiga. Si me disculpáis…


—Eras Paula, ¿verdad? —preguntó Pedro antes de que se mezclara con el bullicio de la gente. Ella le lanzó una fulminante mirada que podría haberlo matado en el acto, y regresó junto a su amiga.


Pau volvió a la parte del bar donde la esperaba Linda con dos hombres más. Mateo, Mariano y Pedro continuaron su charla tan animadamente como al principio. Sin embargo, Pedro no se sentía a gusto como antes. No dejaba de mirar hacia atrás. La veía reír en ocasiones y beber pequeños tragos de su copa. Se movía muy bien cuando bailaba, sus caderas tenían un balanceo hipnotizante y su cuello esbelto iba en consonancia con sus movimientos, dejando la cabeza suelta en esa danza rítmica y sensual.


Pedro notó un tirón en su entrepierna y desvió la vista. Había bebido demasiado y se empezaba a imaginar cosas que no eran.


—Han abierto un club cerca de aquí y tengo unos pases. Si aún estáis lo suficientemente sobrios para una copa más…


—Vamos —cortó tajante Pedro, sabiendo que no aguantaría mucho allí sin acercarse de nuevo a aquella mujer que lo tentaba con su baile. Mateo y Mariano hicieron una mueca burlona y salieron detrás de Pedro, que ni siquiera los esperó.


Paula lo vio salir. Paró en seco su movimiento, reconociendo, en parte, que se estaba contorneando para él, pues lo había visto un par de veces mirándola como si ella fuera la hamburguesa de esa noche. No sabía por qué motivo quería provocarlo, no era esa su actitud. Había tenido un duro día de trabajo en los tribunales y necesitaba desfogarse. Mañana se arrepentiría pero hoy lo necesitaba.


Se sobresaltó cuando alguien le puso una tarjeta delante de los ojos. Giró en redondo y vio a Mateo, con su sonrisa perfecta, sujetando la tarjetita negra con los dedos índice y corazón de su mano. Ella levantó una ceja de modo interrogante.


—Han abierto un nuevo club cerca de aquí. La dirección está en la tarjeta. Vamos a movernos como es debido. Trae a tu amiga si quieres. —Y dando media vuelta, siguió a sus amigos. Paula se quedó mirando la tarjeta que tenía en la mano sin recordar en qué momento la había cogido.


—¿Quién era? —preguntó Linda al instante, dirigiendo una mirada a la puerta.


—Un tipo que he conocido camino al baño —dijo pensativa—. ¿Quieres ir a bailar algo decente? —le preguntó a su amiga con renovada vitalidad. No esperó respuesta. 


Cogieron sus respectivos bolsos y salieron del bar.




jueves, 2 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 3






Recortó cuidadosamente la cara de la foto. Era una cara tan perfecta que sentiría acabar con ella cuando llegara el momento. «Una lástima», pensó.


Puso algo de pegamento en la parte trasera del recorte y lo pegó en la pared. Ya tenía unas cuantas imágenes suyas. 


Cuando llegara el momento, aquella habitación sería un santuario. O quizás no, tal vez el momento se presentara antes de lo que pensaba. Por lo pronto, cabía esperar que fuera bastante tiempo, no debían sospechar nada, la confianza podría romperse en cualquier instante si existía alguna duda y eso no sería bueno para el plan. Solo lo conseguiría con el paso de los días, era probable que, incluso, de los años.



* * * * *


El sonido del teléfono lo sacó de golpe del sueño maravilloso que estaba teniendo con una bonita pelirroja y una espectacular rubia. Hacía mucho tiempo que no tenía esa clase de sueños, pues normalmente eran sus pesadillas las que se colaban de noche en su cabeza y le amargaban el descanso, cuando podía descansar.


El teléfono volvió a sonar. Pedro se levantó apesadumbrado, con la respiración algo alterada por el recuerdo de lo que aquellas dos mujeres le estaban haciendo y una fina película de sudor le recubría el pecho y la cara.


Había instalado el teléfono hacía dos días y era la primera vez que sonaba. Se sorprendió al oír el tono tan estridente y fuerte que tenía y tomó nota mentalmente de averiguar cómo cambiarlo. Tendría que leerse el horrible manual de instrucciones que no sabía dónde había ido a parar.


—¿Dígame?


—Bienvenido a la civilización, chaval. Ya era hora de tenerte localizado de algún modo —dijo la voz de Mateo al otro lado del aparato.


—No creas, la civilización me resulta algo agobiante. ¿Cómo has conseguido el número? Solo lo tiene mi… madre. Te lo dio ella, ¿no?


—¿Tú qué crees? —Mateo soltó una sonora carcajada—. Venga, tío, tengo unos días libres y pensé que nos veríamos.


—¿Tú? ¿Días libres? Permíteme que lo dude, Mateo, nos conocemos demasiado bien.


—Que sí, hombre, que sí. Necesitaba un respiro.  Últimamente voy un poco agobiado y el estrés me sale por los poros.


—Está bien, pero te juro que como me dejes tirado…


—No lo haré, Pedro. Confía en mí.


Un par de horas más tarde, Mateo llegaba a la dirección que le había dado su amigo y quedaba verdaderamente sorprendido. Pedro había conseguido alquilar un apartamento en el centro de Manhattan, cosa difícil en aquel lugar.


Era un ático de lujo, a veinticuatro pisos de altura. Sin embargo Pedro lo consiguió a un precio bastante más rebajado de lo que pedían los propietarios.


El suelo era de parqué oscuro y brillante. Tenía una única habitación muy amplia con una enorme cama de dos metros por dos. Todos los muebles eran de madera negra con detalles en color blanco. Las paredes estaban pintadas de un color gris claro. Un espejo de cuerpo entero, más grande de lo normal, con un amplio marco negro, reposaba en la única pared que quedaba libre. Justo detrás de la puerta del dormitorio había un cuarto de baño completo, todo blanco, con sanitarios de líneas modernas. El salón era espectacular. Una de las paredes era una cristalera que iba del suelo al techo, con cristal ahumado y paneles japoneses automáticos. Dos puertas cerca de la entrada del ático escondían otro cuarto de baño completo y un armario empotrado. La cocina seguía el patrón moderno del resto de la casa, con todos los electrodomésticos de última generación perfectamente alineados. Por último, tras una columna se escondía una escalera de caracol de aluminio que llevaba a una preciosa terraza con suelos de linóleo. Un seto bien recortado a la altura de la cintura recorría el perímetro a modo de barrera protectora. Una pérgola de madera oscura ocupaba la mayor parte del espacio ofreciendo sombra a los que se sentaran en los cuatro sofás blancos que reposaban debajo junto a una mesa baja del mismo color. La guinda del pastel la ponía un jacuzzi con capacidad para seis personas que se encontraba en un lado de la terraza rodeado de palmeras en enormes macetas, haciendo de aquel espacio un pequeño paraíso en altura.


Mateo llegó al último piso y tocó a la puerta del apartamento. 


Pedro le abrió con una sonrisa pícara en los labios mientras Mateo no salía de su asombro ante tanto lujo.


—¿Estás seguro de que te puedes permitir esto, Largo? —dijo echando una mirada por el salón. Soltó un silbido de admiración cuando se fijó en la pantalla de plasma.


—Créeme, mi trabajo tiene su parte mala pero también su parte buena —dijo ofreciéndole una cerveza—. Ven, subamos arriba, te va a encantar.


—¡Madre de Dios! —exclamó una vez en la terraza llevándose las manos a la cabeza—. Esta vez te has superado a ti mismo, Pedro. Menudo apartamento, tío.


Pedro soltó una sonora carcajada y palmeó la espalda de Mateo con fuerza. Luego lo invitó a sentarse en los sillones, bajo la sombra.


—Cuéntame, ¿qué tal todo? —preguntó interesado en la vida de su amigo.


—Pfff… —bufó—. Estoy desbordado.


—Como siempre ¿no?


—No, que va. Esto es más serio que nunca. —Dio un trago a su cerveza, sopesando si debía contarle en qué andaba metido—. Hace poco aceptamos un contrato con el Gobierno para crear una nueva red de telecomunicaciones que sustituya a la mierda de sistemas que tienen. Es algo complicado el asunto porque, como todo lo que hace el Gobierno, el trabajo está rodeado de una trama de misterio y secretismo que nos impide llegar a muchos lugares a los que debemos acceder sí o sí. Y claro, para acceder hay que pasar por una serie de papeleos y permisos que dependen de las altas esferas y que no se consiguen de hoy para mañana. Así que, los muy cabrones nos meten prisa para que acabemos y sin embargo nos dificultan la tarea cerrándonos las puertas en las narices —le explicó.


Hasta el instante en el que Mateo comenzó a hablar, Pedro no se había dado cuenta del cansancio que reflejaba la cara de su amigo. Tenía los hombros caídos y los ojos algo hundidos y enmarcados por unos surcos azulados casi imperceptibles para cualquiera, pero no para él. Había perdido peso aunque su camiseta ajustada y los pantalones cortos dejaban ver unos músculos prominentes, lo que significaba que se mantenía en forma.


—Mientras tanto, tenemos otros clientes que exigen un trabajo rápido y eficiente, por supuesto, pero tengo a toda mi gente metida en el proyecto NUK, trabajando día y noche, y eso revienta al más fuerte.


—¿Y la posibilidad de contratar a más personal?


—Ya lo había pensado, pero es muy difícil encontrar gente cualificada. Además, el periodo de tiempo que deben pasar hasta que se habitúan a llevar una cuenta por sí mismos dirigiendo un equipo es demasiado largo, y para impartir esa formación es necesaria la gente que tengo trabajando y que no puede dejar lo que hace en estos momentos… En fin,
ya ves que no es tan fácil. —Pedro asintió comprensivo y se compadeció de su amigo, pero no lo dijo en voz alta. Mateo era demasiado orgulloso para aceptar compasión.


—¡Bien! Pues ya que tienes un par de días libres, ¿por qué no nos vamos esta noche de juerga? Por los viejos tiempos, ya sabes.


Mateo lo pensó detenidamente mientras acababa su cerveza. Cuando miró a Pedro y vio el brillo de sus ojos tomó su decisión.


—¿A qué hora quedamos y dónde? —Ambos rieron de buena gana.