viernes, 3 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 4




A las ocho de la tarde Pedro llegó al bar en el que habían quedado. Era un antro grande, algo sucio y maloliente, pero, según Mateo, hacían las mejores hamburguesas de todo Manhattan. Como solía pasar en muchos de los bares de aquella zona, las paredes estaban repletas de fotos de gente famosa que había pasado por el lugar en uno u otro momento desde que se abrieron las puertas. Ese sitio, en concreto, contaba con una amplia colección de fotos de jugadores de béisbol y baloncesto, algún personaje del cine y de la política, y otros desconocidos que habrían alcanzado su minuto de fama en algún instante entre 1956 y la actualidad.


Se sentó en un taburete en la barra y pidió una cerveza. 


Estuvo tentado de acompañarla con un golpe de tequila, como en los viejos tiempos, pero pensó que debía comenzar con algo moderado si no quería acabar la noche como aquellas de entonces.


Mateo se retrasaba, como siempre. Había cosas que nunca cambiaban por mucho que pasaran los años.


Oyó el tintineo de la puerta al abrirse y giró la cabeza para mirar por encima del hombro. Una chica vestida con traje de chaqueta azul marino y camisa blanca entró en el bar hablando por teléfono. Llevaba el pelo castaño recogido en una apretada cola baja con la raya al lado. Unas diminutas gafas de pasta negra le daban a su cara un aire agresivo. 


Iba maquillada pero no demasiado. Pedro no logró ver el color de sus ojos por culpa el reflejo de las lentes pero apostó a que eran verdes.


La chica se acercó a la barra con el teléfono aún pegado a la oreja.


—¡Barri! Una cerveza, por favor —le dijo al camarero tapando el auricular del móvil y esbozando una fugaz sonrisa.


Este le correspondió risueño y le puso delante un botellín bien frío que comenzó a tirar espuma lentamente cuando lo abrió. Ella no se inmutó, continuó hablando, exaltada, y con una especie de bufido final colgó el teléfono y lo dejó encima de la barra. Luego apoyó los brazos a los lados de la cerveza y bajó la cabeza como si rezara o se mirara los zapatos. Se apretó el puente de la nariz con fruición y se quitó las gafas, que fueron a parar al lado del móvil. Cuando levantó la cabeza, cogió la cerveza y entonces se fijó en que, al otro lado de la barra, había alguien que la observaba detenidamente.


Pedro no se dio cuenta de que la miraba hasta que ella no le hizo un gesto con la cerveza a modo de saludo. Reaccionó como si le hubieran dado una patada en el culo y apartó la vista de la muchacha.


No había mucha gente en el local, era pronto, pero se oía un ligero murmullo que provenía de las mesas del fondo. Le empezó a doler la cabeza. Se estaba pasando una mano por la nuca cuando la puerta del bar se abrió de nuevo. Era Mateo.


—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó haciéndole una seña al camarero para que le trajera una cerveza como la de Pedro.


—Quince minutos —contestó sin mucho humor.


—Lo siento, perdí el tren —dijo restándole importancia al asunto—. Bueno, espero que tengas hambre, Largo, las hamburguesas de aquí no te dejarán indiferente. —Le dio una fuerte palmada en la espalda. Mateo le hizo una seña para que se moviera hacia el final del local donde estaban las mesas. Pedro pensó que el dolor de cabeza aumentaría pero no dijo nada.


Antes de perder de vista la barra dirigió una mirada hacia el lugar donde estaba la chica del móvil. Ella los miraba con el ceño fruncido. Al coincidir sus ojos, la chica se ruborizó y Pedro levantó la cerveza a modo de brindis tal y como hiciera ella antes.


—¿Y tú? ¿Qué es de tu vida? —le preguntó Mateo a Pedro cuando estaban acabando las hamburguesas. Aunque le pareciera mentira por su aspecto, estaban tan buenas como había dicho Mateo y, de alguna forma, habían eliminado su dolor de cabeza.


—Pues ya sabes, nada que pueda contar sin tener que matarte luego —contestó con un tono sombrío fingido. 


Sonrió con malicia.


—¿Qué tal por Afganistán? ¿Duro?


—Pfff… ni te lo imaginas, tío. Había momentos en los que pensaba que me volvería loco de remate. Perdí a dos de mis hombres. Uno nunca se acostumbra a estas cosas —dijo en voz baja mirando las migas que quedaban en el plato. Esta vez su tono era sombrío de verdad.


Levantó la vista y vio que Mateo tenía los ojos clavados en algo a su espalda. Una sonrisa se fue dibujando en su cara hasta dejar ver dos filas de perfectos dientes blancos.


No le dio tiempo a volverse. Unos brazos lo cogieron por detrás aprisionándolo y su instinto depredador se despertó de inmediato. Se zafó de esa presión y se puso en pie volcando la silla y armando un estruendo en el bar. Las dos botellas de cerveza que había en la mesa también cayeron al suelo pero no se rompieron.


Pedro se quedó mirando a la persona que tenía delante un segundo más. Si hubiera peligro, Mateo no estaría sonriendo como lo hacía. Cuando reaccionó, una sonrisa se instaló en toda su cara y abrazó al hombre de pelo largo que había delante de él.


—¡Mariano! ¡Mariano!


—Joder, Largo, pensé que me ibas a pegar una paliza —dijo abrazando a su amigo.


—He estado a punto, no creas.


—Ya, tío, lo tendré en cuenta para la próxima.


—Llegas dos horas tarde. Pensé que no vendrías ya —le reprochó Mateo.


—Perdí el tren —dijo sin más. Mateo y Pedro soltaron una carcajada. Mariano se rascó la cabeza sonriente—. No sabía si aún estaríais aquí. Te llamé al móvil Mateo, pero imagino que no lo llevas, ¿no?


—Imaginas bien.


Los tres amigos estuvieron charlando durante largo rato. 


Hacía tanto tiempo que no se veían y se tenían que contar tantas cosas que el tiempo volaba cuando estaban juntos. 


No se dieron cuenta de que la música en el bar había subido el volumen y la parte delantera del recinto se había convertido en una masa de gente que bailaba y bebía sin moderación.


—Mariano Pie, Pedro Alfonso y Mateo Roddson, no me lo puedo creer —dijo una voz apagada que provenía de un lado de la mesa. Los tres amigos, absortos como estaban en su conversación, no se dieron cuenta de la chica que se había parado delante de ellos hasta que pronunció sus nombres.



Ninguno de los tres parecía saber quién era ella. Pedro sintió una leve punzada en el pecho cuando se dio cuenta de que era la mujer de la barra, pero se había quitado la chaqueta, iba con la camisa blanca abierta hasta mostrar el nacimiento de sus pechos y se había soltado el pelo que ahora le caía alborotado sobre los hombros y la espalda. Parecía diferente, más desenvuelta, más peligrosa, nada que ver con la mojigata que entró hablando por teléfono unas horas antes.


—¿Nos conocemos? —preguntó Mateo intrigado.


—Vaya que sí, claro que nos conocemos.


—¿Y podríamos saber de qué? Te aseguro que me acordaría —dijo Mariano con una voz seductora.


—De Elmora, sois de Elmora Hills, ¿verdad?


Los tres se miraron y volvieron a mirar a la chica. Se acordarían de tal monumento si la hubieran conocido en Elmora Hills.


—¿Y tú eres? —preguntó Mateo. Ella dudó un instante, era lógico que no la hubieran reconocido, no se veían desde pequeños.


—La pequeña Chaves —dijo Pedro con una voz sombría mirándola a los ojos fijamente. Ella pareció sorprendida. Abrió mucho sus ojos verdes y los fijó en la mirada oscura de Pedro—. No recuerdo tu nombre —dijo dando un trago largo a su cerveza.


—¿Chaves? ¿Cómo… Simon Chaves? —preguntó Mariano confundido.


Ella les dirigió una mirada furiosa a los tres.


—¡Simon Chaves! ¡De los Demonios Negros, ja! ¡Vaya tipo, aquel! —exclamó Mateo con guasa—. ¿Tenía una hermana?


Pau compuso lentamente las facciones de su cara y recuperó la serenidad con que se había acercado a la mesa. 


Le había desilusionado que no la reconocieran y cuando Pedro lo hizo se sintió como si la hubieran pillado robando chucherías en la tienda de la esquina.


—Sí, tiene una hermana —hizo una pausa y continuó—: Hay cosas que nunca cambian, por lo que veo. —Se giró para marcharse tras ese comentario, pero una mano la cogió fuertemente por la muñeca y le impidió la huida.


—Espera —dijo Pedro con tono serio y pausado—. No nos has dicho tu nombre. —Ella le miró la mano que aún la sujetaba y luego lo miró a él. Como si se hubiera quemado, Pedro la soltó de inmediato. Pau se frotó la muñeca varias veces para hacer desaparecer el escozor que sentía.


—No, no lo ha dicho ¿verdad? —les preguntó Mateo a sus amigos sin mejorar la situación. Ella lo miró despidiendo chispas por los ojos.


—Disculpe a mis amigos, señorita Chaves. No son más que dos idiotas sin modales —dijo Mariano ofreciéndole un respiro—. Es curioso que hoy precisamente que nos reunimos los tres después de tanto tiempo aparezca usted que, de alguna manera, también forma parte de nuestra infancia. Que causalidad, ¿no?


Paula se quedó mirando fijamente a aquel hombre. 


Mariano Pie había cambiado tanto que le había costado reconocerlo. Tenía el pelo negro y largo, por encima de los hombros. Su rostro era de facciones duras pero sus ojos azul grisáceo lo suavizaban y le daban el aspecto de un cachorrito de husky siberiano. Debajo de su ojo se apreciaba la sombra de una cicatriz. Pau pensó que debió ser un feo corte pues se encontraba muy cerca del párpado inferior. Era alto, pero no tanto como los otros dos. Tenía las espaldas anchas y aparentemente musculosas, unos brazos fuertes, una cintura estrecha y unas piernas duras y resistentes. Era un hombre muy atractivo.


Mateo, sin embargo, no le agradaba tanto. Era presumido y vanidoso, se veía a la legua. Su pelo perfectamente cortado en capas ladeadas, su piel bronceada y su aspecto de
chico malo con esos vaqueros y esa camiseta de los Rolling hablaba por sí solo. Tenía esa mirada de superioridad que tienen aquellos que creen saberlo todo. Se hacía el gracioso para ocultar, sospechaba ella, su falta de sensibilidad con las mujeres. Lo que más molestaba a Pau es que, a fin de cuentas, era guapo, y él lo sabía y lo explotaba al máximo.


Al mirar a Pedro, una corriente eléctrica la recorrió de pies a cabeza. Ya le había sucedido cuando lo vio en la barra, antes de caer en la cuenta de quiénes eran aquellos hombres. Rubio, con el pelo despeinado casualmente, piel morena, ojos negros, alto, era el más alto de todos, y con un cuerpo para pecar una vez tras otra. Pau se ruborizó con ese pensamiento. Pedro Alfonso era peligroso, se veía a la legua. Su mirada era capaz de atravesar la mente más difícil, parecía saber en cada momento qué decir o qué hacer para salvar una situación o para exprimirle el jugo al momento. Su voz, varonil, fuerte y contundente, le hacía sentir como una niña pequeña que está siendo reprendida por su padre tras una travesura.


«Paula Chaves, ¿qué demonios estás haciendo?», se preguntó enfadada consigo misma. Debería estar con su amiga Linda, a la que había dejado sola en la barra. Le había dicho que iba al cuarto de baño como excusa para poder acercarse a ellos sin que la acompañara.


Giró la cabeza hacia donde estaba Linda y recuperó un poco de su dignidad después del escrutinio al que había sometido a los tres hombres que parpadeaban delante de ella.


—Debo regresar con mi amiga. Si me disculpáis…


—Eras Paula, ¿verdad? —preguntó Pedro antes de que se mezclara con el bullicio de la gente. Ella le lanzó una fulminante mirada que podría haberlo matado en el acto, y regresó junto a su amiga.


Pau volvió a la parte del bar donde la esperaba Linda con dos hombres más. Mateo, Mariano y Pedro continuaron su charla tan animadamente como al principio. Sin embargo, Pedro no se sentía a gusto como antes. No dejaba de mirar hacia atrás. La veía reír en ocasiones y beber pequeños tragos de su copa. Se movía muy bien cuando bailaba, sus caderas tenían un balanceo hipnotizante y su cuello esbelto iba en consonancia con sus movimientos, dejando la cabeza suelta en esa danza rítmica y sensual.


Pedro notó un tirón en su entrepierna y desvió la vista. Había bebido demasiado y se empezaba a imaginar cosas que no eran.


—Han abierto un club cerca de aquí y tengo unos pases. Si aún estáis lo suficientemente sobrios para una copa más…


—Vamos —cortó tajante Pedro, sabiendo que no aguantaría mucho allí sin acercarse de nuevo a aquella mujer que lo tentaba con su baile. Mateo y Mariano hicieron una mueca burlona y salieron detrás de Pedro, que ni siquiera los esperó.


Paula lo vio salir. Paró en seco su movimiento, reconociendo, en parte, que se estaba contorneando para él, pues lo había visto un par de veces mirándola como si ella fuera la hamburguesa de esa noche. No sabía por qué motivo quería provocarlo, no era esa su actitud. Había tenido un duro día de trabajo en los tribunales y necesitaba desfogarse. Mañana se arrepentiría pero hoy lo necesitaba.


Se sobresaltó cuando alguien le puso una tarjeta delante de los ojos. Giró en redondo y vio a Mateo, con su sonrisa perfecta, sujetando la tarjetita negra con los dedos índice y corazón de su mano. Ella levantó una ceja de modo interrogante.


—Han abierto un nuevo club cerca de aquí. La dirección está en la tarjeta. Vamos a movernos como es debido. Trae a tu amiga si quieres. —Y dando media vuelta, siguió a sus amigos. Paula se quedó mirando la tarjeta que tenía en la mano sin recordar en qué momento la había cogido.


—¿Quién era? —preguntó Linda al instante, dirigiendo una mirada a la puerta.


—Un tipo que he conocido camino al baño —dijo pensativa—. ¿Quieres ir a bailar algo decente? —le preguntó a su amiga con renovada vitalidad. No esperó respuesta. 


Cogieron sus respectivos bolsos y salieron del bar.




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