jueves, 2 de junio de 2016
LO QUE SOY: CAPITULO 2
Mayo del 2010.
Después de tantos años fuera de Elizabeth, volver se le antojaba tedioso. Sabía bien, por las cartas de su madre, que se habían producido algunos cambios bastante representativos en la ciudad, pero nada que le llamara la atención como para instalarse allí. Además, ni Mateo ni Mariano estarían en el barrio, y pasar sus vacaciones yendo de bar en bar con gente que ni siquiera le caía bien cuando era niño, no era un plan muy reconfortante. Visitaría a su madre, se quedaría un par de días y luego iría a Nueva York, buscaría un buen piso céntrico y esperaría su siguiente misión.
Cuando cumplió los 16 años su padre lo apuntó a un campamento militar. Estaba harto de ver a su hijo desperdiciar los veranos, haciéndose cada vez más irresponsable, metiéndose en más líos con sus amigos y cruzando los límites de lo legal en más de una ocasión.
Los campamentos de verano a los que iba no hacían mella en él, eran demasiado blandos, demasiados jueguecitos y poca mano dura.
Pero aquello terminó en cuanto llegó a manos de su padre la información del Campamento Juvenil de West Point. La noticia no le sentó nada bien. Ese verano, Mateo, Mariano y él habían decidido hacer una escapada cargados únicamente con su mochila y cuando su padre le dijo que no haría tal cosa y le mostró el plan alternativo, se volvió loco.
Insultó a su progenitor, culpó a su madre por no dejarle hacer lo que le viniera en gana y estrelló el puño en la pared del salón, rompiéndose tres nudillos de la mano derecha.
Recibió una bofetada de su madre, algo increíble pues era su niño mimado y consentido. Su actitud le valió un pasaje directo para aquel campamento militar al que no le quedó más remedio que ir, y después de dos meses de madrugones, marchas bajo un sol justiciero, comidas que sabían a basura podrida y maniobras militares, regresó a casa con los humos un poco más apagados, unos cuantos kilos más flaco y una ligera idea de lo que deseaba hacer con su futuro.
A los dieciocho años, cuando acabó el instituto, se incorporó a West Point, apadrinado por un militar amigo de su padre, donde cursó el resto de sus estudios universitarios, y donde se licenció con honores. Pronto, su reputación como soldado llegó a oídos de las altas esferas y le ofrecieron entrar a formar parte del 5º Grupo de Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, en Fort Campbell (Kentucky), siempre que pasara las duras pruebas a las que debía ser sometido todo soldado.
Cuando finalizó su instrucción y consiguió llegar a Sargento de Ingeniería, no quiso quedarse ahí y se presentó para entrar a formar parte de la Delta Force. Después de eso, sus destinos eran desconocidos, hasta incluso para su familia que únicamente recibía alguna carta muy de vez en cuando.
Su última misión, en un lugar perdido de Afganistán, había sido más dura de lo habitual. Necesitaba descansar un poco, coger fuerzas y desconectar por un tiempo de su trabajo.
Tenía treinta y dos años pero se sentía como un hombre anciano de noventa, y la visión de su ciudad natal no ayudaba a paliar ese sentimiento.
Entró en la casa de forma silenciosa. Era una costumbre que había adquirido después de tantos años de formación. De un solo vistazo identificó algunas cosas que no estaban ahí la última vez que fue de visita y otras que faltaban. La casa olía como siempre, un aroma a medio camino entre comida casera y flores frescas. Enseguida se dio cuenta de que había echado de menos ese olor.
—¡Mamá! —llamó con un grito, como cuando era niño.
—En la cocina —le contestó una voz excitada y feliz.
Pedro fue hasta la amplia cocina rústica en la que tantas veces había disfrutado de los platos caseros que preparaba su madre. Asomó la cabeza y la vio con las manos metidas en un cuenco lleno de harina. Estaba haciendo pan.
—Dios Santo, Pedro, casi ni te reconozco, hijo —le dijo con lágrimas en los ojos.
Metió las manos bajo el agua caliente del fregadero para lavarse los restos de masa pero Pedro no esperó a que ella acabase, se acercó por detrás y la abrazó con un cariño y una ternura dignas de un hijo que ha echado en falta a su madre. Tuvo que encorvarse bastante pues era muy bajita en comparación con su metro noventa y cinco. Pero no le importó, había añorado hacer eso, abrazarla y aspirar el perfume de su ropa y de su champú.
—Te he echado de menos —le dijo algo compungido. Era cierto. Desde que falleciera su padre, sabía que su madre había estado más sola que nunca. Tenía el apoyo y la compañía de mucha gente de la zona, amigos y parientes lejanos que se prestaban a ayudarla a pasar el día a día, pero él era consciente de que a quien necesitaba su madre era a su hijo, a él, y él le había fallado.
Estaba en una misión de reconocimiento cuando su operador de radio le pasó la llamada vía satélite. El Pentágono le comunicaba la defunción de su padre, le expresaba sus más sinceras condolencias y le instaba a finalizar la misión cuanto antes para poder marcharse de permiso a casa por un tiempo. Pero la misión se complicó y acabó mucho más tarde de lo que tenían previsto.
Cuando Pedro llegó a casa no pudo soportar la mirada de reproche que su madre le dirigía cada mañana y cada noche. El resto del día lo pasaba en compañía, primero de Mateo que asistió al funeral y le contó algunos detalles que le desgarraron más el alma, y luego de Mariano que apareció de improvisto por Elizabeth. Solo estuvieron unos días juntos los tres, pero fue más que suficiente para recomponer un poco su interior.
Dos semanas más tarde volvía a marcharse, hasta entonces.
De eso hacía ya cuatro años.
Su madre había cambiado tanto que se sorprendió cuando la mujer giró para abrazar a su pequeño. El rostro se le había arrugado mucho en las zonas de alrededor de los ojos, la nariz y la boca. Siempre había sido una mujer muy risueña pero Pedro sospechaba que en los últimos años había sonreído poco. El pelo rubio y cortado en media melena que había hecho que su madre fuera la mujer más guapa del vecindario, ahora se veía blanco y falto de brillo, cortado por encima de las orejas. Su cuerpo estaba ligeramente encorvado y un temblor de manos visible le hacía imposible, en muchas ocasiones, coger objetos. «¿Cuándo ha envejecido tanto mi madre?», pensó invadido por la tristeza.
La mujer levantó la cabeza hacia él y le sonrió como si le hubiera leído el pensamiento.
—Soy una vieja, ¿verdad? —Pedro fue a decir algo, pero ella prosiguió—. Lo sé, lo veo en tus ojos, hijo. Tienes unos ojos tan expresivos que nunca has conseguido engañarme. Son los ojos de tu padre.
—Solo estoy algo sorprendido por algunos cambios en la casa, mamá. No estás vieja, estás preciosa. —Y le besó la frente. La mujer sonrió de nuevo, aquel hombre era su niño pequeño.
Pedro había crecido todo lo que se esperaba de su cuerpo larguirucho y de sus extremidades desproporcionadas. Los años de ejercicios extremos le habían desarrollado la
musculatura poniendo cada centímetro de piel y fibra en el lugar correcto. Su espalda había ensanchado, sus brazos estaban duros y firmes y su pecho era una masa de abdominales bien formada. Las caderas eran estrechas y daban paso a unas piernas largas y fornidas, recorridas por una serie de ondulaciones que se tensaban a cada paso, tal y como sucedía con sus brazos. Además, los días pasados en el desierto le habían proporcionado un tono dorado que contrastaba con los cabellos rubios, casi blancos, que llevaba cortados de forma impecable. Era un hombre guapo, y lo sabía, pero no hacía alarde de ello. Nunca le había hecho falta.
Acompañó a su madre hasta la butaca que tenía en la cocina y se sentó a su lado. Aquel rincón era el lugar favorito de ella. No tenía nada, solo el sillón tapizado en varias ocasiones, un armario bajo que hacía las veces de mesita, donde ella guardaba sus cosas de costura, una estantería repleta de novelas románticas y una lamparilla de pie que iluminaba el lugar. Había visto a su madre, cuando era pequeño, pasar horas y horas zurciendo calcetines, cosiendo vestidos para los pobres o remendando los rotos de sus pantalones. Siempre se sentaba ahí a esperarlo cuando salía de noche, y ahí pasó la mayor parte del tiempo cuando falleció su padre, esperando a que él entrara por la puerta y le diera un beso en la mejilla.
—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó la mujer sabiendo que la respuesta no sería la que ella deseaba. Pedro la observó detenidamente. Se debatía entre mentir a su madre o decirle la verdad—. La verdad, Pedro, ya estoy mayor para andar haciéndome ilusiones, y tú ya eres mayor también para soltar mentiras por muy piadosas que sean —adivinó.
—Solo unos días, lo siento. Tengo un permiso indefinido y quiero ir a Nueva York a ver algunos apartamentos en los que estoy interesado. Necesito un sitio donde quedarme en el que haya lo que necesito, y ya sabes que Elizabeth no lo tiene.
—Lo sé. Esta ciudad asfixia por mucho que intenten darle un aire moderno. Quizás yo también me debería ir a la Gran Manzana —bromeó su madre. Él rio de buena gana. Era interesante que su madre conservara el humor después de lo sola que había estado estos últimos años.
—Quizás —contestó algo distraído.
—¿Qué es de los chicos? La última vez que os vi juntos fue después del funeral de papá, aunque Mateo ha venido algunas veces a ver a sus padres y ha pasado por aquí siempre. —Pedro creyó detectar un atisbo de reproche en las palabras de su madre pero no quiso hacerle caso. No iba a enzarzarse en otra discusión con ella sobre por qué no estuvo presente en el funeral.
—Mateo está muy ocupado con la empresa en Nueva York, pero está más cerca de aquí, claro. Además, según la última vez que hablé con él tenía algo con una chica de Westminster y eso le traía más por el barrio.
—Eso no duró —dijo Alma quitándole importancia con un gesto de la mano—. Mateo es un chico muy guapo y listo para conformarse con la tonta esa con la que iba. Creo que se llamaba… Alicia. Muy mona, pero con poco cerebro y muchas ansias de gastar. No le convenía.
—Parece que estás muy al día, ¿no? —preguntó Pedro con una sonrisa sospechosa. Su madre nunca había reconocido que su afición a las novelas románticas le hacía ver a las personas de manera diferente.
—Bobadas. La madre de Mateo estaba preocupada por su hijo y me contaba las cosas. Sabes que no me gustan los chismes. —Pedro sonrió disimuladamente. Su madre cambió de tema—. ¿Y Mariano? ¿Cómo le va?
—Ya sabes que está en Jersey, pero ser bombero no le deja mucho tiempo para pasearse por Elizabeth. Lo llamaré estos días a ver si tiene un hueco y podemos vernos. Y a Mateo también, hace tiempo que no nos juntamos a tomar algo.
Su madre asintió comprensiva. Esos tres chicos habían compartido tantas cosas en su vida que, en lugar de alejarse con la distancia, se habían reforzado sus lazos de amistad, a pesar de lo poco que se veían. En otra ocasión pensó que eran una mala influencia para su pequeño, pero se alegraba de no haberse dejado llevar por aquel pensamiento hace tantos años.
—Por aquí, por si te interesa, no han cambiado mucho las cosas. La hija del párroco se casó con Mark Lidton, el chico de Eli y John, los de la inmobiliaria. Hernan Chaves se retiró hace unos años y su esposa falleció de un infarto ese mismo año. Fue muy duro. Paula y Simon estuvieron por aquí un tiempo acompañando a su padre pero luego tuvieron que volver a Nueva York. Ella es abogada, ¿sabes? Y Simon es policía, como lo fue su padre, claro.
El recuerdo de Simon Chaves le trajo a la memoria aquel día en que acabaron con los Demonios Negros. A la niña no la recordaba bien, solo sabía que siempre lo miraba con furia y rabia.
Tampoco recordaba por qué.
Su madre siguió contándole cosas sobre las personas del vecindario y él aguantó estoico, a pesar de no importarle lo más mínimo. Estaba deseando acostarse un rato. Empezaba a tener de nuevo el maldito dolor de cabeza.
LO QUE SOY: CAPITULO 1
Verano de 1990
Se miraron una vez más desde sus posiciones y asintieron enfáticamente para confirmar que estaban preparados.
Pasarían a la acción, superarían la prueba y destruirían el más selecto club del verano: Los Demonios Negros de Elmora Hills, una banda de chicos que pasaban la estación estival haciendo las más diversas travesuras. No eran originarios de Elizabeth, la industria y el desarrollo de aquella parte de la ciudad habían atraído la atención de nuevos ricos y sus familias desde hacía un par de años, y allí estaban desde entonces.
Si no pertenecías a su grupo, eras carne de cañón para ellos. Mariano, Pedro y Mateo conocieron a los Demonios después de una variedad increíble de situaciones comprometidas en las que los obligaron a meterse. Tras muchas peleas, intentos frustrados por acabar con ellos, o incluso, la posibilidad de crear un club alternativo, se dieron cuenta de que era un grupo muy organizado al que nunca pescarían con las manos en la masa mientras estuvieran allí ellos para echarles las culpas. Si querías entrar en su círculo debías pasar una serie de pruebas, a cual de todas peor, y aun así no te aseguraban la entrada.
Pero eso iba a acabar. El verano del 90 pasaría a la historia por la caída de los Demonios.
Asintieron una vez más y se pusieron en marcha. Debían acceder a la casa de los Bloome y robar el cuenco de canicas de cristal que había en la mesa del salón. Esas canicas eran una colección impresionante que el señor Bloome, un anciano de pelo blanco, rostro estirado y aspecto solemne, había conseguido reunir comprando ejemplares por todo el mundo. En las barbacoas siempre hablaba y alardeaba de su colección como si fuera algo importante para el resto de vecinos, sin sospechar siquiera lo que la mayoría de estos pensaban de él: que era un loco aferrado a su afán de gastar en cosas absurdas.
Mariano y Mateo se dirigieron a la ventana trasera del salón mientras Pedro llamaba a la puerta. Sabían que el señor Bloome había salido a pasear con Ted, su terrier feo y chillón. Aquel debía ser el momento pues en cualquier otro no lograrían coger las canicas. El perro se lo impediría y sería un desastre, por descontado.
—¿Llevas la nota y el mapa? —preguntó Mariano a Mateo en un susurro.
—Pues claro ¿qué te crees? —contestó ofendido. Siempre le tachaban de olvidar las cosas en cualquier sitio y en aquella situación, ese error, sería su perdición.
La señora Bloome apareció en el vano de la puerta limpiándose las manos en un trapo de cocina. Cuando vio a Pedro sonrió y abrió la mosquitera para ver mejor al muchacho. Era un niño muy guapo, rubio, con ojos de un marrón tan profundo que parecía negro, y desde bien pequeño daba la impresión de que sería muy alto, como su padre y su abuelo, vecinos de los Bloome, cuatro casas más abajo en la misma calle. Sus amigos lo llamaban Largo pues sus brazos y sus piernas eran de una longitud algo desproporcionada a su cuerpo.
Cuando miró más de cerca al muchacho con sus ojillos vio que tenía sangre en el labio, que su ojo estaba adquiriendo un color morado extraño, llevaba la ropa sucia y desgarrada y el pelo lleno de hojas y malas hierbas. La anciana contuvo una exclamación.
—¡Pedro Alfonso! ¿Qué te ha sucedido? Pasa, pasa, no te quedes ahí. —Pedro, con el semblante contraído de dolor en una actuación magistral comenzó a lloriquear mientras entraba en la casa.
—Unos chicos me pararon en el camino y me quitaron todo el dinero que mamá me había dado para comprar las verduras de la barbacoa de mañana —dijo compungido e hipando de vez en cuando para darle más realidad a la situación.
Al principio se había negado en rotundo a ser la distracción de la misión. Tanto Mateo como Mariano lo habían convencido de que ellos dos eran mejores trepadores y mucho más rápidos para correr mientras que él, a pesar de sus largas piernas, era un poco torpe pero muy buen actor.
Se resignó a creer en aquello y para que la historia de su pelea fuera de lo más real tuvieron que darle unos cuantos puñetazos en la cara. Mateo acabó con un dedo dislocado, que Mariano le puso en su lugar de un tirón, y Pedro con la cara como un Cristo, mientras Mariano, acabadas sus dotes de enfermero, se retorcía de la risa en el suelo. Cuando Pedro se recompuso de la tunda de golpes que Mateo le había propinado en un minuto y vio a Mariano riéndose de él, se abalanzó sobre su cuerpo y rodaron por la tierra del parque tirándose de la ropa y rasgando camisetas y pantalones. De esa forma consiguieron el aspecto desaliñado y penoso que presentaba el pequeño Alfonso delante de la señora Bloome.
—Llamaré a tu madre en seguida —dijo la señora Bloome.
En su voz había ternura pero también un tono de reprimenda.
—¡No! —exclamó Pedro cuando vio que se encaminaba hacia el salón donde sus amigos estarían en esos momentos cogiendo las canicas—. Mi madre no está en casa, por eso he venido aquí. ¿Me podría dar un vaso de agua, por favor?
La mujer lo miró apenada y cambió el rumbo hacia la cocina.
Pedro suspiró aliviado.
Cuando oyó el canto del pájaro que sonaba fuera de la casa supo que era la señal acordada. Se puso en pie cuando la anciana le traía el agua y con una rápida disculpa se marchó corriendo y cojeando.
—Este chico…
Mateo y Mariano ya estaban esperándolo en la linde del parque cargados con el cuenco plateado repleto de canicas. Pedro llegó jadeando con una media sonrisa de triunfo, la euforia se veía reflejada en los ojos de los tres.
Estaban pletóricos. Cogieron cada uno un puñado de las preciosas canicas para sentir el placer del botín y una nueva sonrisa, más ancha, se les instaló en la cara. Pero la alegría se evaporó cuando vieron quién se dirigía hacia ellos por el camino del parque. El señor Bloome volvía con Ted de su paseo matinal.
Los tres se miraron y salieron corriendo de inmediato. Pedro, que aún no había recuperado el aliento se quedó rezagado y al doblar la esquina de una casa fue a chocar con algo. O mejor dicho, con alguien, haciendo volar su puñado de canicas por los aires.
—Maldita mocosa. Mira lo que has hecho —le espetó mientras se ponía en pie. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, asustada e indignada, pues había sido culpa suya.
La niña se puso en pie y se sacudió el vestido blanco que había quedado manchado en un costado.
—Mira por dónde vas tú, imbécil. ¡Eres un bobo, torpe! —dijo, pero Pedro ya había recogido sus canicas y corría de nuevo al encuentro de sus amigos que reían agazapados en la esquina siguiente.
Una hora más tarde, antes de lo que ellos se esperaban, el vecindario ya conocía la noticia del robo de las canicas y las consecuencias que tendría. Los ladrones habían dejado una nota y un mapa que les llevaría hasta su preciada posesión.
Solo que las canicas no llegarían a la guarida de los Demonios nunca. La única intención de todo aquello era sorprender a la banda en su propia casa, con todo lo que acumulaban de otras fechorías. Nadie encontraría rastro de las canicas por ningún lado, pero la policía obtendría suficientes pruebas en aquella choza para amonestar a los delincuentes juveniles y alertar a sus padres de las andanzas de sus hijos.
Pero el asunto no se zanjaría ahí.
Uno de los miembros del grupo, Simon Chaves, era el hermano mayor de aquella niña con la que Pedro había chocado en su huida desde el parque.
Pau llegó a su casa cuando su padre estaba riñendo a su hermano duramente. Ella se quedó en la puerta del salón oyendo lo que le decía a Simon, que negaba que los Demonios Negros hubieran entrado en la casa de los señores Bloome.
El padre de Pau y de Simon era el comisario de policía del Noroeste de Elizabeth. Tenía un profundo y arraigado sentimiento de responsabilidad hacia el bienestar y el orden en la comunidad y dirigía su casa con cariño pero con mano de hierro a partes iguales.
Cuando Pau escuchó lo que su padre le decía a su hermano, una oleada de rabia la invadió. Se miró el vestido manchado y apretó con fuerza el objeto que llevaba en la mano.
Pedro Alfonso pagaría por lo que había hecho.
LO QUE SOY: SINOPSIS
Tras una larga época sirviendo a su país en Afganistán, Pedro Alfonso regresa a Nueva York en busca de algo de tranquilidad antes de que sea enviado a su próxima misión.
A la ayudante del Fiscal del distrito de Nueva York, Paula Chaves, alguien de su pasado la persigue, la acosa y amenaza con destruir su vida para llevar a cabo su venganza.
Cuando Pedro y Paula se encuentran por casualidad después de muchos años, no pueden evitar la intensa atracción que sienten y les resulta imposible poner freno al imparable deseo y a la pasión indómita que se desata entre ellos.
Pedro huye asustado por sus propios sentimientos y mientras, la vida de Paula pende de un hilo.
miércoles, 1 de junio de 2016
DURO DE AMAR: CAPITULO FNAL
Ocho meses después
Esa chica es un pez, mira cómo va. —Se rió mi padre, entrecerrando los ojos por el sol.
Mirar nadar a Lily alrededor de la piscina era mi nueva
forma favorita de pasar un sábado. Yo crecí en esta piscina, en el patio de este club de campo, pero de alguna manera ver a Lily disfrutar de ella era aún mejor que mis propios recuerdos. Mi madre estaba en la piscina con Lily, ya que tratar de mantenerla fuera del agua era como tratar de que Pedro me dejara de llamar pastelito—era una causa perdida. Miré al otro lado de la terraza para encontrar a Pedro regresando con el almuerzo. Dejó las cajas de espuma sobre la mesa, entre mi padre y yo, antes de dejar caer un beso en mis labios y establecerse en el sillón junto a mí.
—¿Qué hay para comer? —preguntó mi padre, dirigiéndose a Pedro.
Él se rio entre dientes. —Hamburguesas. ¿Qué más?
Se había convertido en una broma entre ellos. Cuando mi mamá no estaba en la piscina con Lily e iba por el almuerzo, regresaba con ensalada de salmón o algo igual de extraño para los paladares de Pedro y Lily.
Eran buenos deportistas, sin embargo, al igual que mis padres cuando Pedro volvió con hamburguesas con queso para todos. Era como si todos estuviéramos aprendiendo a coexistir. Incluso mi papá había recortado los sábados de trabajo en el verano para pasar el día con nosotros aquí.
Las cosas habían cambiado mucho en los últimos meses desde que me gradué de la escuela de enfermería. En particular, Pedro se había ganado a mis padres otra vez. No fue fácil al principio, pero Pedro había persistido. Había comenzado su propia compañía de contratación con éxito, y buscó que mi papá fuera su asesoramiento financiero, y estaba muy contento de proporcionarle, ya que la financiación era su tema favorito. Mi padre, a su vez lo remitió a varios clientes para proyectos de remodelación —gente rica del club de campo— y el negocio de Pedro había crecido considerablemente en poco tiempo. Por encima de todo, le dio un impulso de confianza, y obligó a las preocupaciones persistentes sobre el dinero de su cuenta.
Fue bueno verlo un poco más relajado debido a ello.
Otra gran parte de mis padres estando alrededor tenía un poco que ver con Lily, ella era tan adorable. Aunque mi mamá nunca pareció del tipo abuela, había comenzado a venir varios días a la semana a recoger a Lily. Fue agradable ver a mi madre tener a alguien en su vida para que le dedicara atención, en lugar de sentarse a solas en su gran casa. Pedro había comenzado a ayudar a mi padre en la casa con las remodelaciones, mi padre ganó un saludable respeto por los conocimientos autodidactas que Pedro poseía. Por supuesto que convenientemente habíamos dejado fuera el breve paso de Pedro como estrella
porno y aunque sus videos todavía estaban en línea, dudamos de que mis padres los descubrieran.
El mayor cambio se produjo el mes pasado, cuando Pedro vendió la casa de sus abuelos, y yo vendí el condominio que mis padres me había comprado unos años antes, y juntos compramos una casa a mitad de camino entre nuestros dos lugares. Fue en el mismo distrito escolar de Lily y aún cerca del hospital, donde ahora trabajaba a tiempo completo.
Mi padre cogió una toalla para mi mamá y la toalla rosa con capucha de Lily con su nombre bordado a un lado—un regalo de mi mamá— y les ayudó desde la piscina.
Aproveché la oportunidad para inspeccionar a Pedro. Sus ojos estaban pegados en mí también. Pedro en un par de pantalones cortos colgando bajo en sus caderas fue suficiente para hacer que me gustara dejar mi bikini y meterme en el agua con él con un poco de acción bajo el agua, los espectadores serian condenados. Pero por supuesto, no lo hice. Apreté los muslos juntos, sabiendo que cuando llegáramos a casa de la piscina, Lily estaría agotada y lista para una siesta y Pedro y yo podríamos desaparecer en nuestra habitación por un poco de tiempo a solas.
—Más tarde, pastelito —susurró Pedro como si leyera mi mente—. Ahora a comer. Vas a necesitar energía para lo que tengo planeado.
Ahogué un grito de asombro y le sonreí. Era suya, completamente.
Cuerpo, alma y corazón. Y yo no querría de ninguna otra manera.
DURO DE AMAR: CAPITULO 38
—¿Qué es exactamente lo que crees que estás haciendo? —le pregunté a Paula mientras se arrastraba a través de la cabina de mi camión hacia mi regazo.
—Shh. Tengo una idea —murmuró contra mi cuello. Tenerla a horcajadas sobre mis caderas con esa pequeña falda negra envió una ola de deseo a través de mi sistema.
—No es justo, nena. No tengo espacio para tocarte. —Apoyé los brazos a cada lado de ella, enjaulándola contra mí, pero todavía dejándola salirse con la suya.
Levantó la barbilla y atrapó mis ojos, la confianza y el deseo ardiendo en esas profundidades azules. —Silencio. Una vez me dijiste que te gustaba el sexo en la cabina de tu camión.
Una risa baja cayó de mis labios. ¿Eso es lo que esto era?
—Solía gustarme. Pre-Paula. —Como habíamos empezado a llamar a mi vida antes de ella. No la iba a follar en mi camioneta. Claro que estaba oscuro y el estacionamiento se encontraba vacío en su mayoría, dada la hora, pero Paula merecía más. Se merecía todo.
Me sonrió, recostándose aún más cómodamente en mi regazo. —Sí, pero has venido a bailar con mis amigos esta noche, aunque sé que odias los clubes ruidosos y quiero recompensarte. —Movió las caderas contra la parte delantera de mis pantalones vaqueros, el roce de nuestros cuerpos exigiendo atención.
Tomé su mentón en la mano y la besé en la boca. Odiaba los clubes de baile, pero ver bailar a Paula con una minifalda y tacones y sintiendo sus movimientos contra mí toda la noche, bueno, vamos a decir que no fui un mártir. Esto también había ayudado a que acortáramos el hueco entre nuestros amigos, invitando a varios de sus amigos y los míos a salir juntos. Algo así como nuestra primera salida real como pareja. Y para nuestra sorpresa, todos se habían llevado bien. Incluso Ivan y yo habíamos enterrado el hacha de guerra entre nosotros. Al parecer, algunos se habían llevado mejor que otros, demasiado—como ejemplo de ello, estaba bastante seguro de que Ian y Martina se encontraban actualmente de camino a su casa.
Yo no podía dejar de sonreír, porque eso era exactamente lo que habíamos estado haciendo durante el último mes —ella mostrándome las cosas de su mundo y yo mostrándole el mío.
Paula continuó mirándome con una expresión curiosa, su boca curvada en una sonrisa maliciosa.
—No aquí. No en mi camión, nena. Déjame llevarte a casa donde pueda follarte bien. —La besé, mordiendo sus labios.
Sonrió y negó con la cabeza. —No soy frágil, Pedro. No hace falta que me trates como una princesa. Te quiero.
—Pastelito... —Mi voz salió en un medio gemido, medio susurro.
Trabajó sus manos entre nosotros, desabrochando mi cinturón y tirando hacia abajo mis pantalones. Dios, estaba completamente a su merced.
Me tenía.
El brillo en sus ojos y la sonrisa crispando sus labios me dijo que ella lo sabía.
—Creo que tengo que recordarte... —Tiró hacia abajo mi bóxer lo suficiente para liberar mi polla—. Que esto me pertenece. —Se inclinó más cerca, moviéndose contra mí para que yo pudiera sentir lo mojadas que sus bragas estaban.
Jooooder. —Oh, es todo tuyo, pastelito. —Tiré de sus bragas a un lado, dirigiendo mi pulgar por sus labios hinchados.
Sabiendo que estaba lista, empujé las caderas hacia arriba, encontrando su calor húmedo con empujones suaves. Gimió y se retorció, ajustándose a la plenitud cuando me deslicé dentro.
Apreté la mandíbula para no gritar cuando su increíblemente apretado y caliente canal se dejó caer sobre mí.
—Cada centímetro, mío —susurró.
—Sí, tuyo. —La besé apasionadamente mientras ella aumentaba su velocidad.
Paula gritó y presionó su mano contra la ventana, marcando el vidrio empañado con una huella de su mano. Si no era obvio lo que pasaba en este camión antes, sin duda ahora sí.
Sus gemidos se hicieron más insistentes y yo sabía que ella estaba cerca.
Nunca tenía que pedirle más. Siempre sabía cuándo estaba a punto de venirse y luego mi liberación en consecuencia. Se levantó y se sentó sobre mí mientras repetidamente gemía mi nombre como si fuera su mantra. Era jodidamente caliente. Echó la cabeza hacia atrás, gimiendo bajo en su garganta y pude sentir el orgasmo pulsante exprimiéndome. Agarré sus caderas, embistiendo duro y
rápido y pronto la seguí al borde.
Después, la acuné contra mi pecho, sujetándola mientras los latidos de nuestros corazones se hicieron más lentos y nuestras respiraciones se mezclaron. —Te amo, pastelito.
—Te amo, Pedro—murmuró, sus labios contra mi cuello.
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