jueves, 2 de junio de 2016
LO QUE SOY: CAPITULO 1
Verano de 1990
Se miraron una vez más desde sus posiciones y asintieron enfáticamente para confirmar que estaban preparados.
Pasarían a la acción, superarían la prueba y destruirían el más selecto club del verano: Los Demonios Negros de Elmora Hills, una banda de chicos que pasaban la estación estival haciendo las más diversas travesuras. No eran originarios de Elizabeth, la industria y el desarrollo de aquella parte de la ciudad habían atraído la atención de nuevos ricos y sus familias desde hacía un par de años, y allí estaban desde entonces.
Si no pertenecías a su grupo, eras carne de cañón para ellos. Mariano, Pedro y Mateo conocieron a los Demonios después de una variedad increíble de situaciones comprometidas en las que los obligaron a meterse. Tras muchas peleas, intentos frustrados por acabar con ellos, o incluso, la posibilidad de crear un club alternativo, se dieron cuenta de que era un grupo muy organizado al que nunca pescarían con las manos en la masa mientras estuvieran allí ellos para echarles las culpas. Si querías entrar en su círculo debías pasar una serie de pruebas, a cual de todas peor, y aun así no te aseguraban la entrada.
Pero eso iba a acabar. El verano del 90 pasaría a la historia por la caída de los Demonios.
Asintieron una vez más y se pusieron en marcha. Debían acceder a la casa de los Bloome y robar el cuenco de canicas de cristal que había en la mesa del salón. Esas canicas eran una colección impresionante que el señor Bloome, un anciano de pelo blanco, rostro estirado y aspecto solemne, había conseguido reunir comprando ejemplares por todo el mundo. En las barbacoas siempre hablaba y alardeaba de su colección como si fuera algo importante para el resto de vecinos, sin sospechar siquiera lo que la mayoría de estos pensaban de él: que era un loco aferrado a su afán de gastar en cosas absurdas.
Mariano y Mateo se dirigieron a la ventana trasera del salón mientras Pedro llamaba a la puerta. Sabían que el señor Bloome había salido a pasear con Ted, su terrier feo y chillón. Aquel debía ser el momento pues en cualquier otro no lograrían coger las canicas. El perro se lo impediría y sería un desastre, por descontado.
—¿Llevas la nota y el mapa? —preguntó Mariano a Mateo en un susurro.
—Pues claro ¿qué te crees? —contestó ofendido. Siempre le tachaban de olvidar las cosas en cualquier sitio y en aquella situación, ese error, sería su perdición.
La señora Bloome apareció en el vano de la puerta limpiándose las manos en un trapo de cocina. Cuando vio a Pedro sonrió y abrió la mosquitera para ver mejor al muchacho. Era un niño muy guapo, rubio, con ojos de un marrón tan profundo que parecía negro, y desde bien pequeño daba la impresión de que sería muy alto, como su padre y su abuelo, vecinos de los Bloome, cuatro casas más abajo en la misma calle. Sus amigos lo llamaban Largo pues sus brazos y sus piernas eran de una longitud algo desproporcionada a su cuerpo.
Cuando miró más de cerca al muchacho con sus ojillos vio que tenía sangre en el labio, que su ojo estaba adquiriendo un color morado extraño, llevaba la ropa sucia y desgarrada y el pelo lleno de hojas y malas hierbas. La anciana contuvo una exclamación.
—¡Pedro Alfonso! ¿Qué te ha sucedido? Pasa, pasa, no te quedes ahí. —Pedro, con el semblante contraído de dolor en una actuación magistral comenzó a lloriquear mientras entraba en la casa.
—Unos chicos me pararon en el camino y me quitaron todo el dinero que mamá me había dado para comprar las verduras de la barbacoa de mañana —dijo compungido e hipando de vez en cuando para darle más realidad a la situación.
Al principio se había negado en rotundo a ser la distracción de la misión. Tanto Mateo como Mariano lo habían convencido de que ellos dos eran mejores trepadores y mucho más rápidos para correr mientras que él, a pesar de sus largas piernas, era un poco torpe pero muy buen actor.
Se resignó a creer en aquello y para que la historia de su pelea fuera de lo más real tuvieron que darle unos cuantos puñetazos en la cara. Mateo acabó con un dedo dislocado, que Mariano le puso en su lugar de un tirón, y Pedro con la cara como un Cristo, mientras Mariano, acabadas sus dotes de enfermero, se retorcía de la risa en el suelo. Cuando Pedro se recompuso de la tunda de golpes que Mateo le había propinado en un minuto y vio a Mariano riéndose de él, se abalanzó sobre su cuerpo y rodaron por la tierra del parque tirándose de la ropa y rasgando camisetas y pantalones. De esa forma consiguieron el aspecto desaliñado y penoso que presentaba el pequeño Alfonso delante de la señora Bloome.
—Llamaré a tu madre en seguida —dijo la señora Bloome.
En su voz había ternura pero también un tono de reprimenda.
—¡No! —exclamó Pedro cuando vio que se encaminaba hacia el salón donde sus amigos estarían en esos momentos cogiendo las canicas—. Mi madre no está en casa, por eso he venido aquí. ¿Me podría dar un vaso de agua, por favor?
La mujer lo miró apenada y cambió el rumbo hacia la cocina.
Pedro suspiró aliviado.
Cuando oyó el canto del pájaro que sonaba fuera de la casa supo que era la señal acordada. Se puso en pie cuando la anciana le traía el agua y con una rápida disculpa se marchó corriendo y cojeando.
—Este chico…
Mateo y Mariano ya estaban esperándolo en la linde del parque cargados con el cuenco plateado repleto de canicas. Pedro llegó jadeando con una media sonrisa de triunfo, la euforia se veía reflejada en los ojos de los tres.
Estaban pletóricos. Cogieron cada uno un puñado de las preciosas canicas para sentir el placer del botín y una nueva sonrisa, más ancha, se les instaló en la cara. Pero la alegría se evaporó cuando vieron quién se dirigía hacia ellos por el camino del parque. El señor Bloome volvía con Ted de su paseo matinal.
Los tres se miraron y salieron corriendo de inmediato. Pedro, que aún no había recuperado el aliento se quedó rezagado y al doblar la esquina de una casa fue a chocar con algo. O mejor dicho, con alguien, haciendo volar su puñado de canicas por los aires.
—Maldita mocosa. Mira lo que has hecho —le espetó mientras se ponía en pie. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, asustada e indignada, pues había sido culpa suya.
La niña se puso en pie y se sacudió el vestido blanco que había quedado manchado en un costado.
—Mira por dónde vas tú, imbécil. ¡Eres un bobo, torpe! —dijo, pero Pedro ya había recogido sus canicas y corría de nuevo al encuentro de sus amigos que reían agazapados en la esquina siguiente.
Una hora más tarde, antes de lo que ellos se esperaban, el vecindario ya conocía la noticia del robo de las canicas y las consecuencias que tendría. Los ladrones habían dejado una nota y un mapa que les llevaría hasta su preciada posesión.
Solo que las canicas no llegarían a la guarida de los Demonios nunca. La única intención de todo aquello era sorprender a la banda en su propia casa, con todo lo que acumulaban de otras fechorías. Nadie encontraría rastro de las canicas por ningún lado, pero la policía obtendría suficientes pruebas en aquella choza para amonestar a los delincuentes juveniles y alertar a sus padres de las andanzas de sus hijos.
Pero el asunto no se zanjaría ahí.
Uno de los miembros del grupo, Simon Chaves, era el hermano mayor de aquella niña con la que Pedro había chocado en su huida desde el parque.
Pau llegó a su casa cuando su padre estaba riñendo a su hermano duramente. Ella se quedó en la puerta del salón oyendo lo que le decía a Simon, que negaba que los Demonios Negros hubieran entrado en la casa de los señores Bloome.
El padre de Pau y de Simon era el comisario de policía del Noroeste de Elizabeth. Tenía un profundo y arraigado sentimiento de responsabilidad hacia el bienestar y el orden en la comunidad y dirigía su casa con cariño pero con mano de hierro a partes iguales.
Cuando Pau escuchó lo que su padre le decía a su hermano, una oleada de rabia la invadió. Se miró el vestido manchado y apretó con fuerza el objeto que llevaba en la mano.
Pedro Alfonso pagaría por lo que había hecho.
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