jueves, 2 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 2




Mayo del 2010.


Después de tantos años fuera de Elizabeth, volver se le antojaba tedioso. Sabía bien, por las cartas de su madre, que se habían producido algunos cambios bastante representativos en la ciudad, pero nada que le llamara la atención como para instalarse allí. Además, ni Mateo ni Mariano estarían en el barrio, y pasar sus vacaciones yendo de bar en bar con gente que ni siquiera le caía bien cuando era niño, no era un plan muy reconfortante. Visitaría a su madre, se quedaría un par de días y luego iría a Nueva York, buscaría un buen piso céntrico y esperaría su siguiente misión.


Cuando cumplió los 16 años su padre lo apuntó a un campamento militar. Estaba harto de ver a su hijo desperdiciar los veranos, haciéndose cada vez más irresponsable, metiéndose en más líos con sus amigos y cruzando los límites de lo legal en más de una ocasión.


Los campamentos de verano a los que iba no hacían mella en él, eran demasiado blandos, demasiados jueguecitos y poca mano dura.


Pero aquello terminó en cuanto llegó a manos de su padre la información del Campamento Juvenil de West Point. La noticia no le sentó nada bien. Ese verano, Mateo, Mariano y él habían decidido hacer una escapada cargados únicamente con su mochila y cuando su padre le dijo que no haría tal cosa y le mostró el plan alternativo, se volvió loco.


Insultó a su progenitor, culpó a su madre por no dejarle hacer lo que le viniera en gana y estrelló el puño en la pared del salón, rompiéndose tres nudillos de la mano derecha. 


Recibió una bofetada de su madre, algo increíble pues era su niño mimado y consentido. Su actitud le valió un pasaje directo para aquel campamento militar al que no le quedó más remedio que ir, y después de dos meses de madrugones, marchas bajo un sol justiciero, comidas que sabían a basura podrida y maniobras militares, regresó a casa con los humos un poco más apagados, unos cuantos kilos más flaco y una ligera idea de lo que deseaba hacer con su futuro.


A los dieciocho años, cuando acabó el instituto, se incorporó a West Point, apadrinado por un militar amigo de su padre, donde cursó el resto de sus estudios universitarios, y donde se licenció con honores. Pronto, su reputación como soldado llegó a oídos de las altas esferas y le ofrecieron entrar a formar parte del 5º Grupo de Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, en Fort Campbell (Kentucky), siempre que pasara las duras pruebas a las que debía ser sometido todo soldado.


Cuando finalizó su instrucción y consiguió llegar a Sargento de Ingeniería, no quiso quedarse ahí y se presentó para entrar a formar parte de la Delta Force. Después de eso, sus destinos eran desconocidos, hasta incluso para su familia que únicamente recibía alguna carta muy de vez en cuando.


Su última misión, en un lugar perdido de Afganistán, había sido más dura de lo habitual. Necesitaba descansar un poco, coger fuerzas y desconectar por un tiempo de su trabajo. 


Tenía treinta y dos años pero se sentía como un hombre anciano de noventa, y la visión de su ciudad natal no ayudaba a paliar ese sentimiento.


Entró en la casa de forma silenciosa. Era una costumbre que había adquirido después de tantos años de formación. De un solo vistazo identificó algunas cosas que no estaban ahí la última vez que fue de visita y otras que faltaban. La casa olía como siempre, un aroma a medio camino entre comida casera y flores frescas. Enseguida se dio cuenta de que había echado de menos ese olor.


—¡Mamá! —llamó con un grito, como cuando era niño.


—En la cocina —le contestó una voz excitada y feliz.


Pedro fue hasta la amplia cocina rústica en la que tantas veces había disfrutado de los platos caseros que preparaba su madre. Asomó la cabeza y la vio con las manos metidas en un cuenco lleno de harina. Estaba haciendo pan.


—Dios Santo, Pedro, casi ni te reconozco, hijo —le dijo con lágrimas en los ojos.


Metió las manos bajo el agua caliente del fregadero para lavarse los restos de masa pero Pedro no esperó a que ella acabase, se acercó por detrás y la abrazó con un cariño y una ternura dignas de un hijo que ha echado en falta a su madre. Tuvo que encorvarse bastante pues era muy bajita en comparación con su metro noventa y cinco. Pero no le importó, había añorado hacer eso, abrazarla y aspirar el perfume de su ropa y de su champú.


—Te he echado de menos —le dijo algo compungido. Era cierto. Desde que falleciera su padre, sabía que su madre había estado más sola que nunca. Tenía el apoyo y la compañía de mucha gente de la zona, amigos y parientes lejanos que se prestaban a ayudarla a pasar el día a día, pero él era consciente de que a quien necesitaba su madre era a su hijo, a él, y él le había fallado.


Estaba en una misión de reconocimiento cuando su operador de radio le pasó la llamada vía satélite. El Pentágono le comunicaba la defunción de su padre, le expresaba sus más sinceras condolencias y le instaba a finalizar la misión cuanto antes para poder marcharse de permiso a casa por un tiempo. Pero la misión se complicó y acabó mucho más tarde de lo que tenían previsto.


Cuando Pedro llegó a casa no pudo soportar la mirada de reproche que su madre le dirigía cada mañana y cada noche. El resto del día lo pasaba en compañía, primero de Mateo que asistió al funeral y le contó algunos detalles que le desgarraron más el alma, y luego de Mariano que apareció de improvisto por Elizabeth. Solo estuvieron unos días juntos los tres, pero fue más que suficiente para recomponer un poco su interior.


Dos semanas más tarde volvía a marcharse, hasta entonces. 


De eso hacía ya cuatro años.


Su madre había cambiado tanto que se sorprendió cuando la mujer giró para abrazar a su pequeño. El rostro se le había arrugado mucho en las zonas de alrededor de los ojos, la nariz y la boca. Siempre había sido una mujer muy risueña pero Pedro sospechaba que en los últimos años había sonreído poco. El pelo rubio y cortado en media melena que había hecho que su madre fuera la mujer más guapa del vecindario, ahora se veía blanco y falto de brillo, cortado por encima de las orejas. Su cuerpo estaba ligeramente encorvado y un temblor de manos visible le hacía imposible, en muchas ocasiones, coger objetos. «¿Cuándo ha envejecido tanto mi madre?», pensó invadido por la tristeza. 


La mujer levantó la cabeza hacia él y le sonrió como si le hubiera leído el pensamiento.


—Soy una vieja, ¿verdad? —Pedro fue a decir algo, pero ella prosiguió—. Lo sé, lo veo en tus ojos, hijo. Tienes unos ojos tan expresivos que nunca has conseguido engañarme. Son los ojos de tu padre.


—Solo estoy algo sorprendido por algunos cambios en la casa, mamá. No estás vieja, estás preciosa. —Y le besó la frente. La mujer sonrió de nuevo, aquel hombre era su niño pequeño.


Pedro había crecido todo lo que se esperaba de su cuerpo larguirucho y de sus extremidades desproporcionadas. Los años de ejercicios extremos le habían desarrollado la
musculatura poniendo cada centímetro de piel y fibra en el lugar correcto. Su espalda había ensanchado, sus brazos estaban duros y firmes y su pecho era una masa de abdominales bien formada. Las caderas eran estrechas y daban paso a unas piernas largas y fornidas, recorridas por una serie de ondulaciones que se tensaban a cada paso, tal y como sucedía con sus brazos. Además, los días pasados en el desierto le habían proporcionado un tono dorado que contrastaba con los cabellos rubios, casi blancos, que llevaba cortados de forma impecable. Era un hombre guapo, y lo sabía, pero no hacía alarde de ello. Nunca le había hecho falta.


Acompañó a su madre hasta la butaca que tenía en la cocina y se sentó a su lado. Aquel rincón era el lugar favorito de ella. No tenía nada, solo el sillón tapizado en varias ocasiones, un armario bajo que hacía las veces de mesita, donde ella guardaba sus cosas de costura, una estantería repleta de novelas románticas y una lamparilla de pie que iluminaba el lugar. Había visto a su madre, cuando era pequeño, pasar horas y horas zurciendo calcetines, cosiendo vestidos para los pobres o remendando los rotos de sus pantalones. Siempre se sentaba ahí a esperarlo cuando salía de noche, y ahí pasó la mayor parte del tiempo cuando falleció su padre, esperando a que él entrara por la puerta y le diera un beso en la mejilla.


—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó la mujer sabiendo que la respuesta no sería la que ella deseaba. Pedro la observó detenidamente. Se debatía entre mentir a su madre o decirle la verdad—. La verdad, Pedro, ya estoy mayor para andar haciéndome ilusiones, y tú ya eres mayor también para soltar mentiras por muy piadosas que sean —adivinó.


—Solo unos días, lo siento. Tengo un permiso indefinido y quiero ir a Nueva York a ver algunos apartamentos en los que estoy interesado. Necesito un sitio donde quedarme en el que haya lo que necesito, y ya sabes que Elizabeth no lo tiene.


—Lo sé. Esta ciudad asfixia por mucho que intenten darle un aire moderno. Quizás yo también me debería ir a la Gran Manzana —bromeó su madre. Él rio de buena gana. Era interesante que su madre conservara el humor después de lo sola que había estado estos últimos años.


—Quizás —contestó algo distraído.


—¿Qué es de los chicos? La última vez que os vi juntos fue después del funeral de papá, aunque Mateo ha venido algunas veces a ver a sus padres y ha pasado por aquí siempre. —Pedro creyó detectar un atisbo de reproche en las palabras de su madre pero no quiso hacerle caso. No iba a enzarzarse en otra discusión con ella sobre por qué no estuvo presente en el funeral.


—Mateo está muy ocupado con la empresa en Nueva York, pero está más cerca de aquí, claro. Además, según la última vez que hablé con él tenía algo con una chica de Westminster y eso le traía más por el barrio.


—Eso no duró —dijo Alma quitándole importancia con un gesto de la mano—. Mateo es un chico muy guapo y listo para conformarse con la tonta esa con la que iba. Creo que se llamaba… Alicia. Muy mona, pero con poco cerebro y muchas ansias de gastar. No le convenía.


—Parece que estás muy al día, ¿no? —preguntó Pedro con una sonrisa sospechosa. Su madre nunca había reconocido que su afición a las novelas románticas le hacía ver a las personas de manera diferente.


—Bobadas. La madre de Mateo estaba preocupada por su hijo y me contaba las cosas. Sabes que no me gustan los chismes. —Pedro sonrió disimuladamente. Su madre cambió de tema—. ¿Y Mariano? ¿Cómo le va?


—Ya sabes que está en Jersey, pero ser bombero no le deja mucho tiempo para pasearse por Elizabeth. Lo llamaré estos días a ver si tiene un hueco y podemos vernos. Y a Mateo también, hace tiempo que no nos juntamos a tomar algo.


Su madre asintió comprensiva. Esos tres chicos habían compartido tantas cosas en su vida que, en lugar de alejarse con la distancia, se habían reforzado sus lazos de amistad, a pesar de lo poco que se veían. En otra ocasión pensó que eran una mala influencia para su pequeño, pero se alegraba de no haberse dejado llevar por aquel pensamiento hace tantos años.


—Por aquí, por si te interesa, no han cambiado mucho las cosas. La hija del párroco se casó con Mark Lidton, el chico de Eli y John, los de la inmobiliaria. Hernan Chaves se retiró hace unos años y su esposa falleció de un infarto ese mismo año. Fue muy duro. Paula y Simon estuvieron por aquí un tiempo acompañando a su padre pero luego tuvieron que volver a Nueva York. Ella es abogada, ¿sabes? Y Simon es policía, como lo fue su padre, claro.


El recuerdo de Simon Chaves le trajo a la memoria aquel día en que acabaron con los Demonios Negros. A la niña no la recordaba bien, solo sabía que siempre lo miraba con furia y rabia. 


Tampoco recordaba por qué.


Su madre siguió contándole cosas sobre las personas del vecindario y él aguantó estoico, a pesar de no importarle lo más mínimo. Estaba deseando acostarse un rato. Empezaba a tener de nuevo el maldito dolor de cabeza.




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