viernes, 18 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 21






Encontrar a Wesley Jenkins no era tan fácil como Paula había esperado. El cartel de “Salí a apostar” aún estaba colgado en la puerta de la capilla Rosa Amarilla de Texas. 


Miró por el vidrio, pero no pudo distinguir ningún movimiento.


Al igual que el abuelo de Paula, Wesley era viudo. Pero no era un apostador. Eso hacía que el cartel fuera bastante sospechoso.


Paula buscó el celular en el bolso.


—Creo que conozco a alguien que sabrá dónde encontrarlo —le dijo a Pedro. Buscó el número y lo marcó. Una breve conversación la llevó a marcar otro número y esa vez tuvo éxito. Con un agradecimiento sincero, finalizó la llamada y se dirigió a Pedro con voz triunfante—. ¿Te gustaría un paseo hasta el campo de tiro?


—Eso depende de a qué le tiremos.


La sonrisa de Pedro casi le debilita las rodillas. Cuando sonreía, se le hacían unas arrugas en el borde de los ojos. 


¿Tenía idea de lo atractivo que era? Paula lo dudaba. Guardó el celular en el bolso y se dirigió al auto.


—No es tanto tirar, sino cazar —comentó ella por sobre el hombro—. Vamos. Hagamos algo antes de que la presa desaparezca.


Paula había estado en el campo de tiro Dead Center varias veces, así que no necesitó consultar el GPS mientras salía de la ciudad. Si bien no se consideraba aficionada a las armas, había aprendido a manejarlas. Había olvidado que a Wesley le gustaba practicar tiro al blanco hasta que su sobrina le había recordado que, como era fin de semana, Paula tendría grandes posibilidades de encontrarlo en el campo.


El viaje transcurrió rápido mientras Pedro la acribillaba a preguntas sobre el paisaje. Ella observó el panorama monótono color arenisca.


—¿Nunca habías estado por el oeste antes de este viaje?


Él sacudió la cabeza.


—No había visitado Nevada, no. Solo Los Ángeles.


Ella lo miró. Él vestía una camisa escocesa verde y azul marino, y unos vaqueros. Los anteojos de sol ocultaban su expresión; en su lugar, Paula veía reflejado en los cristales el cielo azul brillante del desierto.


—Estás muy lejos de casa. No imagino que esto se compare con Inglaterra.


Él sonrió.


—Deberás venir y juzgar por ti misma.


Ellos pertenecían a dos mundos diferentes, y su tiempo juntos sería muy breve. Paula estaba demasiado apegada a Pedro y sabía que eso no era bueno para ella. Pero la velocidad con la que había sucedido era lo que más la desconcertaba.


Detuvo el auto frente al campo de tiro.


—Averigüemos si estamos casados.


Pedro no se movió. En su lugar, miró por la ventanilla. Paula no podía ver su expresión, pero era claro que no estaba tranquilo.


Paula apoyó la mano sobre el brazo de Pedro.


—¿Qué sucede?


Él se quitó los anteojos y los dejó sobre el tablero antes de girar hacia ella. Su expresión era una mezcla de enojo y de otro sentimiento que ella no pudo distinguir. Paula abrió la boca para hablar, pero la cerró. Era evidente que él tenía algo que decir.


—Se supone que debemos entrar allí, sin ninguna vergüenza, y exigir que nos digan la verdad sobre lo que sucedió cuando estuvimos en la capilla, ¿verdad?


Paula asintió.


—Básicamente.


Pedro la miró a los ojos.


—¿No te da un poco de vergüenza el hecho de que estuviéramos tan ebrios que no nos acordamos de nada?


—¿Un poco? Me da mucha vergüenza. —Paula desvió la mirada y se quedó observando a través del parabrisas—. Nunca había tomado tanto como para perder el control de mis acciones. Nunca había tomado tanto como para olvidar lo que había hecho o dejado de hacer. —Se entusiasmó con el tema y se volvió hacia Pedro —. ¿Cómo crees que me siento al tener que enfrentar a tu abuela? Hubiese echado fuego al conocerme en circunstancias normales, pero ¿creyendo que yo estaba tan ebria que me casé con su nieto y no lo recuerdo? ¡Ja! Me siento más que humillada. —Respiró profundo y continuó. Parecía que él no era el único que necesitaba decir algo—. Y también está mi abuelo. 
Nunca había hecho nada para avergonzarlo ¿y ahora esto?


El silencio invadió el automóvil.


—Entonces, ¿es un sí?


Paula rompió a reír. El divertido humor inglés de Pedro era algo más que adoraba de él.


—Sí, me da vergüenza.


—A mí también. —Pedro abrió la puerta y se bajó. Se dirigió hacia el lado de Paula y le abrió la puerta—. ¿Preferirías manejar esto sola? —preguntó.


—No. —Paula intentó poner las manos en los bolsillos traseros del jean, pero el diamante en su mano izquierda se lo dificultaba. Nunca se acostumbraría a utilizar semejante monstruosidad, sin importar lo costoso que fuera. Y no dudaba de que había sido terriblemente caro. Pero Pedro había insistido en que usara el anillo para contrariar a su abuela, o al menos para molestarla. El juego que parecía tan natural para ellos dos a Paula le daba la idea de purgatorio de relaciones.


—¿Paula?


Ella sacudió la cabeza para despejar los pensamientos. Era momento de sacarle la verdad al único hombre que la conocía.


—Lo siento. Creo que el señor Jenkins se mostrará más dispuesto si habla con alguien que conoce. Puedes acompañarme o aguardar aquí.


Pedro hizo una mueca.


—Eres muy amable. —Sin aguardar a que ella marcara el camino, él se dio vuelta y caminó hacia la entrada.


Paula se apresuró para alcanzarlo. Entonces, él estaba tan harto de toda esa farsa como ella. Bien.


Una vez adentro, ella hizo una pausa para que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad que había en el interior. 


Paula aguardó su turno para registrarse detrás de dos hombres. Una mujer joven atendía en el mostrador. Tenía el pelo platinado atado en una cola de caballo alta, y sus uñas eran de un rosa chillón. Tenía estampado “Dead Center” con cristales brillantes en el frente de su remera.


—¿En qué la puedo ayudar? —preguntó cuando llegó el turno de Paula. Las palabras estaban dirigidas a Paula, pero su mirada estaba clavada en Pedro.


Paula se acercó un poco más a él con la esperanza de entrar en el campo de visión de la recepcionista.


—Mi marido y yo buscamos a alguien que tal vez esté aquí.


En favor de la recepcionista, la palabra “marido” pareció despertarla del trance inducido por Pedro. De mala gana, lamentablemente, se volvió hacia Paula.


—¿Son policías?


Paula echó un vistazo a Pedro. Su expresión permaneció imperturbable, aunque ella podía jurar que sus ojos brillaban. Ella volvió a mirar a la recepcionista.


—No. Pero tenemos un amigo que tal vez esté aquí, con el que necesitamos hablar. ¿Podemos ingresar al área de tiro?


—Lo siento, pero no creo que sea buena idea. —Señaló hacia unas sillas plegables en la esquina de la sala—. Pero pueden aguardar allí si quieren.


Paula comenzó a protestar, pero se detuvo cuando Pedro apoyó suavemente la mano sobre el hombro de ella.


—A mi esposa le preocupa que nuestro amigo no se entere de la noticia por nosotros. No es el tipo de cosa que un hombre debería oír en el contestador, si sabe a qué me refiero. —La sonrisa de Pedro era afable—. Sería un gesto de amabilidad hacia el señor Jenkins si pudiera guiarnos hasta él.


La rubia asintió, con los ojos bien abiertos.


—Entiendo completamente. Si pudiera dejarme una identificación, los llevaré hasta donde está Wesley. —Después de haber tomado la licencia de conducir de Paula, se agachó detrás del mostrador y sacó dos auriculares protectores. Salió del mostrador de vidrio y les hizo señas para que la siguieran por el corredor que llevaba a la galería de tiro. Deslizó la tarjeta de acceso y mantuvo la puerta abierta para que ellos pasaran. Una vez adentro, los guio por una hilera de líneas de tiro. Había mucho ruido para oírse entre ellos, así que señaló al hombre que buscaban y se retiró.


Paula observó mientras Wesley tiraba un cartucho de municiones al blanco. Era difícil saber, desde donde estaba ella, si los tiros eran precisos, pero ella sabía que en algún momento se detendría para recargar el arma. Cuando lo hizo, ella le indicó con una seña a Pedro para que no se moviera.


—Señor Jenkins —dijo después de que él había dejado el arma sobre el estante—, ¿puedo molestarlo un momento?


Sobresaltado, miró a Paula con sorpresa.


—Ah, hola, Paula. —Miró a su alrededor antes de volver a dirigirse a ella—. Me sorprende verte aquí. Tu abuelo nunca mencionó que te gustara tirar al blanco.


—No me gusta precisamente. Vine a buscarlo a usted. ¿Me permite un momento?


Él levantó las cejas y luego frunció el ceño.


—No le pasa nada a tu abuelo, ¿no?


—Él se encuentra bien. ¿Podemos salir a un lugar más silencioso para que le pueda hacer unas preguntas? —Ya era malo tener que hablar sobre el tema con alguien, y definitivamente no quería gritar para que la oyera.


—Este no es un buen momento, Paula. —Cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro—. ¿No deberías estar de luna de miel?


Paula miró por sobre el hombro hacia donde Pedro estaba parado observándolos.


—Por favor, señor Jenkins, necesito hablar con usted.


Wesley asintió.


—Dame unos minutos para guardar las cosas y te veré afuera.


Paula sonrió en agradecimiento y regresó adonde estaba Pedro. Le hizo una señal para que la siguiera por donde habían entrado. Una vez que devolvieron la protección auditiva y ella recuperó su licencia de conducir, salieron para aguardar a Wesley.


Ella se apoyó sobre el auto.


—Creo que estamos perdiendo el tiempo, Pedro. Si Wesley nos está mintiendo por alguna razón, ¿por qué de repente dirá la verdad solo porque le hagamos unas preguntas? —Aguardó a que Pedro le respondiera, pero él permaneció en silencio. Ella suspiró—. Tal vez deberíamos haber esperado hasta el martes para averiguar si existe una licencia matrimonial válida registrada en nuestro nombre en lugar de andar persiguiendo arcoíris.


Pedro tampoco dijo nada. Paula se mordió el labio. No era el momento de comenzar una discusión con él. Ambos estaban estresados. Ella observó las nubes durante varios minutos antes de mirar el reloj.


—¿Por qué el señor Jenkins demora tanto? —se preguntó en voz alta.


Pedro se volvió hacia ella con expresión adusta.


—No importa.


Paula abrió más los ojos.


—Creo que el sol de Nevada está empezando a afectarte. Entremos y busquémoslo antes de que se vaya sin hablar con nosotros.


—No importa —repitió. Sus miradas se cruzaron—. El hecho de ver a Jenkins debió haber activado algo porque ahora me acuerdo. Sé lo que sucedió esa noche en la capilla.





jueves, 17 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 20






Cuando Pedro oyó el doble clic de la cerradura digital, su corazón dio un salto triple. Había aprovechado la ausencia de Paula para organizar una sorpresa para ella. Al principio la idea le había parecido acertada pero, apenas había comenzado a evaluar las opciones, se dio cuenta de lo poco que conocía a su... ¿cómo llamar a una mujer que pasó de prometida a supuesta esposa en veinticuatro horas?


Se puso de pie cuando Paula entró a la suite.


—¿Quién es el hombre que está en la puerta? —preguntó ella mientras dejaba dos bolsos chicos en la entrada.


—Seguridad. —Él atravesó la sala y le rozó la mejilla con un beso, feliz de que ella no lo hubiera rechazado. Su pelo olía a jengibre y limón. Maravilloso—. ¿Cómo se quedó Claudio?


Ella ignoró la pregunta; su mirada estaba clavada en él.


—¿Por qué necesitamos seguridad? ¿Tu abuela está desbocada?


Él rio. Adoraba que ella lo hiciera reír o sonreír tan a menudo.


—Cielos, no. No es que no haga falta vigilarla, pero no es del tipo violento. —La llevó hasta el sofá—. Siéntate y te prepararé un trago.


Pero ella no se sentó.


Pedro, ¿por qué hay un guardia de seguridad en la puerta?


De pronto se sintió cohibido y se frotó las manos con vehemencia. Se arrepintió al instante: ¿por qué actuaba como un vendedor de autos sospechoso?


Pedro.


—Sí, lo siento, tengo una sorpresa para ti. ¿Estás segura de que no quieres un trago?


Una sonrisa burlona se asomó en los labios de Paula.


—No, gracias. ¿Recuerdas lo que sucedió la última vez que me ofreciste un trago?


—En realidad, no. Ese es exactamente el problema, ¿verdad?


Era el turno de Paula de reír. Se acomodó en el sofá y se quitó los zapatos.


—¿Qué clase de sorpresa? —Abrió más los ojos y se inclinó hacia adelante—. ¿Tienes novedades? ¿Averiguaste algo sobre nuestra... sobre lo que pasó la otra noche?


—No, no, nada de eso. —La observó mientras ella se hundía entre los almohadones. Ahora se sentía como un tonto de primera por haber llamado al joyero en primer lugar. Lo que Paula quería eran novedades, acción o información, no una baratija. Tomó la bandeja del joyero y se sentó junto a Paula. 


Sacó la cubierta de terciopelo y oyó a Paula dar un grito ahogado ante las hileras de piedras preciosas brillantes.


Pedro, ¿qué es esto? —Ella lo miró con el ceño fruncido por la confusión, algo que a él le parecía adorable—. ¿Es parte del proyecto de la fundación en el que deberías estar trabajando?


—No. Quería comprarte un anillo apropiado.


—Define “apropiado”.


Esa era la parte complicada. Era un anillo de compromiso, una alianza... ¿qué?


—Quería que tuvieras un anillo apropiado.


—Eso ya lo dijiste.


Su expresión era difícil de descifrar. Paula no haría las cosas fáciles. Él debería saberlo.


Pensó un momento antes de hablar.


—Quería que tuvieras algo por lo que recordarme.


Pedro observó una clase de emoción en el rostro de Paula que no pudo distinguir. ¿Qué había dicho de malo? Cuando ella bajó la cabeza, un mechón de pelo le cubrió el rostro. Él estiró la mano, le colocó el pelo detrás de la oreja con suavidad y dejó la mano apoyada sobre su mejilla por un instante. Su caricia hizo que ella lo mirara.


Pedro se dio cuenta, en uno de los momentos más sinceros de su vida, de que podía perderse en esos ojos color castaño con facilidad. Eran un crisol de verde y marrón, de deseo e incertidumbre. Apreciaba el color y compartía la emoción. Con un último roce de sus dedos sobre la mejilla de Paula, retrocedió.


Pedro, no comprendo.


Él decidió que la opción más segura era simular haberla entendido mal. Si se acercaba más a ella, terminaría enamorándose perdidamente.


—Lamento haberte sorprendido con esto —miró hacia la bandeja de anillos y luego a ella— pero, si de verdad fueras mi esposa, tendrías unos de estos en el dedo.


—Pero no sabemos si lo soy.


—No sabemos si no lo eres —replicó. Cuatro días atrás, cuando había subido al avión privado de los Alfonso para viajar a Estados Unidos, se hubiera reído ante la sugerencia de que alguna vez contemplaría la idea del matrimonio. Sin embargo, allí estaba: deseando poder llamar a Paula “su esposa”.


Paula se reclinó en el sofá y cerró los ojos.


—¿Sabes qué quiero?


—A juzgar por el lenguaje de tu cuerpo, no volver a verme.


Paula rio y luego se inclinó para besarle la mejilla.


—Esa es la cosa más alejada de lo que quiero. Pero no es necesario que me compres una joya para poder recordarte. Nunca te podría olvidar, Pedro. Jamás.


Él tomó su mano izquierda y la sostuvo entre las suyas.


—Por favor, dime cuál es tu favorito. Es algo que realmente quiero hacer.


Pedro hizo un gesto para animarla y observó mientras Paula dirigía su atención a las joyas dispuestas frente a ella. Hizo un movimiento vacilante hacia la esquina superior derecha y, si él no se equivocaba, era un anillo antiguo de granate, engarzado en oro, rodeado de perlas diminutas lo que le había llamado la atención. Pero ella sacó la mano y frunció un poco el ceño.


—Tu abuela no reaccionará bien a que me compres un anillo. No le agradará. Pero, por supuesto, ya habrás pensado en eso.


—Tonterías —protestó rápidamente pero, aunque odiaba admitirlo, había algo de verdad en sus palabras. Y ella lo sabía. Paula tomó el diamante solitario más grande y se lo colocó.


—Calza perfecto —opinó ella. Levantó la mano y movió los dedos de la mano izquierda para que él lo viera.


—Paula, si no es lo que quieres...


—Quiero —lo interrumpió con voz suave, pero intensa— encontrar a Wesley Jenkins y descubrir la verdad. El hecho de no saber va a matarme.


Pedro se puso de pie y ayudó a Paula a levantarse.


—Entonces, vamos a buscar al señor Jenkins. —Sin aguardar respuesta, cubrió la bandeja con el terciopelo negro. Se dirigió a la puerta y dio unos golpes suaves. 


Cuando el guardia de seguridad entró, le habló en voz tan baja que Paula no pudo oírlo.


Una vez que el guardia se hubo retirado con las joyas y sus instrucciones, Pedro se volvió hacia Paula. Ella se había acercado a la ventana y estaba de espaldas a él mirando hacia la calle. Ella tenía razón. Tenían que averiguar de un modo u otro lo que había sucedido aquella noche en la capilla nupcial.



¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 19





Cuando regresaron a Las Vegas, Paula insistió en acompañar a su abuelo hasta la capilla nupcial. Notó en la expresión de Pedro que se había sorprendido, pero había que reconocerle que había accedido sin una palabra de protesta. 


Cuando se deslizó en el asiento trasero del taxi, le sonrió a su abuelo.


—¿Disfrutaste del día, abuelo?


—Bueno, la verdad es que el Gran Cañón es siempre una maravilla para contemplar. ¿Alguna vez te conté que llevé allí a tu abuela para nuestra luna de miel?


Paula sonrió.


—Sí, lo recuerdo. Dijiste que era lo más lejos que podían llegar sin quedarse sin dinero para la gasolina.


Él rio.


—No fue un crucero por el Caribe, pero lo pasamos muy bien. A diferencia de ti y de tu nuevo marido. Ustedes deberían irse por un tiempo.


Paula tenía en la punta de la lengua recordarle que Pedro no era su marido. Al menos no creía que lo fuera. Pero su abuelo lo pensaba o al menos lo fingía. Paula observó que el taxi dejaba el aeropuerto y se dirigía hacia el Strip. Lo que más odiaba de la situación era no saber si su abuelo era deshonesto con ella. La idea de que lo fuera le daba náuseas. Claudio Chaves siempre había sido la única persona en su vida con la que podía contar para la verdad. La idea de que eso ya no fuera así era una realidad para la que no estaba preparada.


—¿Por qué no se van a Hawái? Oí que es un lugar popular para lunas de miel.


—No me puedo ir de luna de miel, abuelo. No hasta que haya podido aclarar las cosas.


Él asintió.


—Es cierto, el otro día hablaste de casarte como corresponde. Espero que esta vez permitas que tu abuelo te entregue. —Sacó la billetera cuando el taxi paró frente a la capilla nupcial Corazones Esperanzados. Después de haber pagado y una vez que estuvieron en la vereda, continuó—: supongo que te casarás aquí, en la capilla, ¿verdad, mi dulce Paula? —Abrió la puerta y la mantuvo abierta para que ella pasara—. No podemos permitir que Wesley Jenkins sea el único que se divierta.


—Todavía no puedo hacer planes tan a futuro, abuelo. —Bella se dirigió a la cocina, desesperada por una taza de café caliente—. Primero quiero hablar con el señor Jenkins.


—Oh, vendrá a la renovación de votos si lo invitas —oyó decir a su abuelo—. A Wesley le encanta una buena fiesta.


Mientras esperaba que el café estuviese listo, Paula vació el lavavajillas y pasó un trapo limpio sobre la mesada. Haber regresado a la diminuta cocina y realizar tareas usuales fue suficiente para que los sucesos de los últimos días parecieran un sueño confuso. Se apoyó sobre la mesada, reconfortada por el aroma a café y por el dibujo de las pequeñas rosas amarillas en el empapelado.


Siempre quiso casarse y tener hijos. Quería darles lo que ella nunca había tenido: dos padres devotos y estables que no solo amaran a sus hijos, sino que se amaran el uno al otro. Como toda mujer, había soñado con el tipo de hombre con quien quería casarse. 


Alguien que fuera atractivo. 


Alguien que fuera amable. 


Alguien que fuera inteligente. 


Alguien que hiciera que su corazón se sintiera seguro, y alguien cuya presencia la alegrara. 


Alguien como Pedro.


Sonó su celular para avisarle que tenía un mensaje de texto. 


Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Era Pedro. “Te extraño”, decía el mensaje. Suspiró.


—¿Era tu marido que ya te está controlando? —Claudio estaba parado en el umbral de la puerta con una sonrisa cómplice.


Paula le hizo señas para que entrara a la cocina.


—Sí, era Pedro.


Claudio tomó dos tazas de la alacena y las colocó sobre la mesada. Agregó un poco de leche a su taza.


—Supongo que te extraña. Así que bebamos una taza de café y luego regresas con tu marido. —Sirvió café en cada taza—. Tal vez quieras empacar algunas cosas más para llevarte, ¿verdad, cariño?


Paula aceptó la taza humeante.


—En realidad, abuelo, pensaba en quedarme aquí.


Las protestas de Claudio fueron instantáneas.


—No, señora, no creo que sea una buena idea. Ustedes deben estar juntos. Están casados, y deberías regresar con tu marido.


Paula respiró profundo y se esforzó por mantenerse serena. 


Su abuelo había tenido bastante tiempo ese día para darle una señal de que estaba confabulado con Margarita Chaves. 


Pero no había demostrado ni una pizca de hipocresía. 


Siempre supo que su abuelo era un hombre honesto. ¿Qué experiencia tenía en ser deshonesto? Ninguna que ella supiera.


Paula se dio cuenta con repentina claridad de que parte de la razón por la que toda esa situación era tan difícil era que ella siempre había recurrido a su abuelo en busca de ayuda. 


Esa vez, sin importar si él era inocente o no, era parte del problema. Eso significaba que todo ese embrollo de la capilla nupcial era un problema que debería manejar sola. No, eso no era correcto. Pedro también debía hacerse cargo. Los dos debían mantenerse unidos para descubrir la verdad.


—¿Qué sucede, dulce Paula? —El rostro de Claudio reflejaba preocupación—. ¿Hay algo que deba saber? ¿Pedro hizo algo que...?


Paula no dejó que finalizara la oración.


—No, ha sido maravilloso. —Sonrió. No podía evitarlo al pensar en Pedro—. Sé que no lo conozco hace mucho, pero es un buen hombre.


—Espero que sí. No te imagino fugándote con otra clase de hombre.
Sus palabras sonaron joviales, pero igual las sintió como una puntada. El hecho de que todos los que conocía pensaran que ella podía fugarse para casarse con un hombre que apenas conocía era vergonzoso. Claudio apoyó la mano sobre el brazo de Paula—. ¿Hay alguna razón por la que te niegas a regresar al hotel esta noche, cariño?


Ella sacudió la cabeza.


—No, en realidad, no; es solo que... oh, no sé cómo explicarlo.


—Inténtalo.


Ella pensó por un momento.


—No creo que encaje en el mundo de Pedro. —Algo que no importaba si no estaban casados pero, si lo estaban, sí importaba. Hundió la cabeza en sus manos. Todo era demasiado abrumador. Así se lo dijo a su abuelo.


—Claro que lo es, cariño. Pero lo que sientes es normal. No tienes que averiguarlo todo el primer día.


—Me dijiste lo mismo el primer día del secundario.


—Y tuve razón, ¿verdad?


Ella se rio con suavidad.


—Es verdad.


—Me alegra que lo recuerdes y, ya que estamos, te daré otro sabio consejo: empaca algunas cosas, te llevaré hasta el hotel, y pasarás la noche con tu esposo. Sabes que no cambiaré la cerradura, así que puedes venir a casa cuando quieras. Pero al menos intenta encajar en el mundo de Pedro.


Paula enjuagó la taza y la colocó en la pileta.


—¿Encajar cómo?


—Solo regresa con tu esposo con la mente y corazón abiertos. Entonces sabrás cómo continuar.






¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 18




—¿Sabes, Pedro?, esto no es digno de ti. —Margarita Alfonso observó la mula que estaba parada entre ella y su nieto—. Esperaba algo mejor de ti.


Pedro rio.


—Seguro que sí. Siempre lo has hecho. —Hizo un gesto hacia la mula—. Entonces, ¿qué hacemos: vamos a hablar o prefieres montar ese animal por el cañón durante unas horas?


—Ninguna de las dos opciones me place. —Dio un paso atrás. La expresión de su rostro claramente mostraba su desagrado por el animal frente a ella—. Sin embargo, si puedo elegir, preferiría hablar sobre lo que sea que estés tan impaciente por discutir. Primero, deshazte de ese animal y, segundo, consígueme una taza de té y una silla lejos de este sol infernal.


Una vez que se hubo deshecho de la mula, Pedro llevó a su abuela hacia el histórico hotel El Tovar. Consiguió una mesa para dos en el comedor y, con un incentivo económico, el maître pudo concederles algo de privacidad. Después de que les habían servido el té, Pedro se reclinó en su silla.


—Bien, abuela, quiero saber por qué incitaste toda esta farsa de que Paula y yo estamos casados.


—¿No lo están? —Levantó una ceja.


—No puedo descubrir qué ganas con esto.


Margarita Alfonso utilizó unas pinzas de plata para poner un terrón de azúcar en la taza.


—Suenas como un hombre sumamente calculador para ser alguien que acaba de sumarse al sagrado matrimonio.


Pedro ya conocía el método de conversación de defensa y ataque que tenía su abuela. Sin embargo, hoy no estaba de humor para eso.


—Dejemos algo claro desde el principio: Paula está fuera de tu alcance.


—¿Qué quieres decir?


Él resistió el deseo de arrojar la taza contra la chimenea de piedra.


—Entiendes bastante bien que te estoy advirtiendo que dejes tranquila a Paula. Si vas tras ella, tendrás que pasar por mí, y no te lo permitiré. ¿Está claro?


Observó a su abuela beber un sorbo de té con delicadeza.


La mujer era exasperante, una completa reina de hielo. No era nada nuevo; había sido así toda su vida. Pero después de haber conocido a Paula, una mujer con una sonrisa genuina, un corazón cálido y una sonrisa amable, no sabía cómo había tolerado a la matriarca de la familia durante tanto tiempo.


Margarita apoyó la taza y le clavó la mirada.


—Yo diría que la situación no está para nada clara. No comprendo por qué sigues insistiendo en que debo resolver esta tontería del matrimonio. —Levantó una ceja arqueada—. Tú te metiste en esto, Pedro. Ahora debes ocuparte de salir. —Hizo una larga pausa—. Si eso es lo que quieres.


Y allí lo atrapó. ¿Qué quería él?


Paula. Quería a Paula Chaves. Lo que no quería, y no podía tolerar, era la interferencia de su abuela en su vida personal, en especial cuando su intromisión incluía a Paula.


—¿Qué esperas lograr con esta ridícula farsa?


—Me pregunto por qué piensas que me tomaría el enorme trabajo de convencerte de que estás casado. De verdad, Pedro, tú deberías conocer mi agenda. Tengo cosas mucho más importantes que hacer que inventar historias tontas sobre tu fuga con una pelirroja de piernas largas.


Un silencio tenso los invadió. “Frustración” no alcanzaba para describir los sentimientos de Pedro. Necesitaba controlarse. Perder la tranquilidad y el foco no lo ayudaría a descubrir qué tramaba su abuela.


—Por si no lo recuerdas —interrumpió los pensamientos de Pedro—, fue el abuelo de la señorita Chaves quien descubrió lo que ustedes habían hecho, no yo.


Pedro se apoyó contra el respaldo de la silla y la observó con los ojos entrecerrados.


—Algo en eso todavía no queda claro. Pero, ya que sacaste el tema, Claudio Chaves también está fuera de tu alcance.


—De verdad, Pedro, deberías oírte. Tus preocupaciones son ridículas. Puedes estar seguro de que tus nuevos familiares son intrascendentes para mí. Creo que tu mayor preocupación debería ser convencer a tu nueva esposa de que firme un contrato posnupcial. Te recomiendo que lo hagas lo antes posible.


—¿Quién dijo que considero necesario un acuerdo legal? —Aunque se sorprendió al oírse decir las palabras, su abuela parecía mucho más sorprendida.


Apoyó la taza sobre el plato con un notable tintineo.


—Cielos santos, ella te ha llegado al corazón, ¿verdad?


Era cierto, pero Pedro no le daría la satisfacción de saber cuánto.


—Si es verdad que estoy legalmente casado, Paula tiene derecho a todas las ventajas y privilegios de estar casada con un Alfonso.


—Nunca te consideré un tonto, Pedro. Un poco demasiado idealista, sí. ¿Pero un tonto? No. No me hagas cambiar de opinión.


—Por mucho que te cueste comprenderlo, abuelita, Paula no es como tú. No está programada para computar los sentimientos en dólares.


—Lo que no comprendes sobre las mujeres es aterrador. —Su abuela corrió la silla y se puso de pie—. ¿Por qué no la pones a prueba? Gasta bastante dinero en ella y descubre cuánto se opone.


Mientras Pedro la seguía fuera del hotel, la convicción de que su abuela mentía sobre su boda comenzaba a flaquear. 


Parecía tan segura de que él se había casado con Paula que hasta se veía resignada a la idea. Su mirada recorrió la imponente vista del Gran Cañón, pero la verdad era que le costaba disfrutar de su esplendor majestuoso.


—Ve a buscar a tu nueva esposa, Pedro. Ya tuve toda la unión familiar que puedo soportar.


Por fin algo en lo que estaban de acuerdo.