lunes, 14 de marzo de 2016
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 11
El sol de media mañana entraba a raudales por la ventana oriental; sus rayos penetraban por las hendiduras de la persiana americana. Como no era amante de las mañanas, Paula hizo lo que solía hacer: cerró los ojos con fuerza, se dio vuelta y hundió la cara en la almohada mientras se tapaba con la sábana hasta la cabeza. Por lo general eso era suficiente para volver a dormirse pero, por alguna razón, tuvo el efecto contrario. Las alarmas comenzaron a sonar en su mente, y su corazón se aceleró.
¿Persianas americanas? No había persianas americanas en su habitación, ni en ninguna otra parte de la capilla. El pánico fluyó por todo su cuerpo más rápido de lo que el agua se derramaba por una represa. Frotó la sábana, pero solo sintió el algodón, no los bordes de encaje hechos en crochet.
No estaba en casa. Mantuvo los ojos bien cerrados mientras su mente pensaba a toda prisa. ¿Dónde demonios estaba?
Donde fuera que estuviese, había silencio. Un reloj marcaba la hora al otro lado de la cama. Paula se esforzó por oír otro sonido y, con el tiempo, detectó algo. Respiración superficial.
Sus ojos se abrieron de golpe. Estaba en la cama con alguien. O alguien estaba en la cama con ella. Con la mayor suavidad posible, se dio vuelta. Se irguió sobre un brazo y se inclinó para ver al otro ocupante de la cama. Con la mano libre se corrió el pelo para poder ver. Dio un grito ahogado: era Pedro Alfonso. Estaba en la cama con el sensual inglés que había conocido el día anterior.
¿Qué demonios había sucedido la noche anterior? Bajó la vista y vio que solo tenía puesta la ropa interior. Se le cortó la respiración. ¿Habían...? Oh, no, claro que no habían hecho el amor. No podía hablar por el hombre a su lado, pero Paula no era esa clase de mujer: no se acostaba con cualquiera.
¿Qué se suponía que debía hacer? Su falta de experiencia en sexo ocasional la dejó completamente paralizada. Tenía que salir de la habitación. No podía enfrentar a Pedro. No sin saber qué había sucedido la noche anterior.
Paula se obligó a mirarlo una vez más. Pedro tenía el torso desnudo pero, fuera de eso, no podía ver qué más estaba usando o no, y estaba convencida de que no iba a mirar. Los ojos de él estaban cerrados y parecía estar fuera de combate. Bien, tal vez significaba que podría escabullirse sin despertarlo.
Con cuidado, regresó a su lado de la cama. Un vistazo le aseguró que él aún dormía. Por el momento, todo iba bien.
Levantó la sábana, se puso de costado y sacó las piernas.
Dudó por un segundo pero, al no oír señales de vida de Pedro, se puso de pie lo más lentamente posible. Una vez que estuvo fuera de la cama, se obligó a respirar, algo que no era fácil teniendo en cuenta que su cabeza se sentía como si la hubiese atropellado un camión semirremolque.
Buscó con la mirada alguna señal de su ropa. La suite de Pedro —allí supuso que estaban— tenía una decoración muy inspirada en Oriente. En cualquier otra circunstancia, las líneas definidas la hubieran tranquilizado, pero en ese momento no se sentía para nada zen.
Finalmente detectó su bolso. Para su inmenso alivio, vio que su ropa estaba doblada con prolijidad junto a este. Todo lo que debía hacer era tomar sus cosas, encontrar el baño para vestirse de prisa, y salir de la suite antes que Pedro se despertase.
Apenas había dado unos pasos vacilantes cuando se oyeron unos fuertes golpes en la puerta. El corazón comenzó a martillear su pecho. Miró a su alrededor con desesperación.
¿Dónde demonios estaba el baño? Cuando hubo una segunda tanda de golpes, seguida por una voz masculina que anunció: “Administración”, Paula se dio cuenta de que, si no se movía con rapidez, la iban a atrapar parada en medio de la habitación en ropa interior. Con un gruñido, se apresuró a regresar a la cama y se metió debajo de la sábana. Mejor que la atraparan en la cama con Pedro que semidesnuda en el medio de la suite.
Su regreso muy poco sutil a la cama fue suficiente para despertar a Pedro. Para conmoción de Paula, él abrió los ojos y sonrió.
—Buenos días, Paula.
Ella abrió los ojos aún más. ¿Qué le sucedía a él? ¿No tenía la decencia de parecer conmocionado o al menos sorprendido? Se conformaría con que se sintiera incómodo.
En su lugar, él actuaba como si se hubieran despertado juntos todas las mañanas desde hacía años.
La expresión conmocionada de Paula debió de haberlo alertado sobre su estado cercano al pánico. Él se irguió sobre un codo.
—¿Qué sucede?
—De todo. —Subió la sábana con una mano hasta cubrirse el pecho y luego señaló hacia la puerta con la otra—. Alguien quiere entrar.
Lo observó mientras él se sentaba y se pasaba los dedos por el pelo. Pedro miró el reloj sobre la mesa de noche y luego miró a Paula. Por fin su rostro expresó completa confusión, un sentimiento que ella consideraba apropiado dadas las circunstancias.
Él apenas miró la puerta cuando alguien volvió a golpear. Su atención estaba centrada solo en ella y en ese momento reflejaba esa conmoción que ella había esperado ver antes.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Ella levantó la sábana hasta la barbilla.
—Dímelo tú.
Pero, antes de que Pedro pudiera decir una palabra, la puerta de la suite se abrió y una voz lo llamó: “¿Señor Alfonso? Señor, ¿está usted aquí?”.
Paula y Pedro intercambiaron miradas perplejas cuando oyeron al hombre susurrarle algo a otra persona.
—¿Quién está allí? —murmuró Paula.
—No tengo idea. —Pedro se frotó la cara con ambas manos—. Aún no sé qué haces tú aquí.
Esa afirmación le cayó mal a Paula. Entrecerró los ojos.
—Tú eres quien me debe una explicación.
—¿Señor Alfonso? —Esa vez hubo un golpeteo suave en la puerta del dormitorio—. Le pido disculpas por la interrupción, pero necesitamos hablar con usted.
Paula levantó las cejas mientras Pedro emitía un gruñido por lo bajo.
—¿Nadie usa el maldito teléfono en Estados Unidos? —se quejó él.
Ella abrió la boca para protestar, pero la cerró de inmediato cuando él apartó la sábana y se levantó. Avergonzada, ocultó la cara detrás de la sábana, pero luego oyó algo que la hizo sacar la cabeza.
La voz de su abuelo.
Pedro, quien ya llevaba unos pantalones de pijama azules de seda, la observó.
—¿Por qué te ves tan aterrada? —Miró hacia la puerta cerrada y luego otra vez hacia ella—. Oh, cielos, no estarás casada, ¿no?
—No, claro que no —replicó Paula.
—Entonces, no tienes por qué estar tan asustada. —Pedro se puso la parte superior del pijama y lo abrochó con rapidez—. Me desharé de quien sea que esté afuera. Quédate aquí.
—Pero es mi... —Antes de que pudiese terminar la frase, Pedro ya había salido por la puerta. Mientras luchaba contra el pánico en aumento, Paula no podía decidir qué hacer. El último lugar en el planeta donde quería que la encontrara su abuelo era en la cama de Pedro pero, si entraba de golpe mientras ella se estaba vistiendo a toda prisa, ¿qué tan mejor sería?
Saltó de la cama y tomó la bata de baño blanca del hotel, que estaba sobre la silla junto a la cama. La miró desconcertada. ¿Por qué estaba la bata de su lado de la cama? ¿La había utilizado la noche anterior? Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes. ¿Qué demonios había sucedido la noche anterior?
“Piensa”, se ordenó a sí misma. ¿Qué era lo último que recodaba? Habían tomado un taxi hasta el hotel donde se hospedaba Pedro porque ambos habían bebido demasiado.
El ascensor... recordaba haber estado en el ascensor y haberse apoyado sobre Pedro porque estaba mareada.
Echó un vistazo a una puerta, se dirigió a la otra punta de la habitación y encontró el baño. Con la desesperada esperanza de que todo fuera un mal sueño, se echó agua fría sobre la cara. Pero, cuando miró el espejo, aún estaba en el baño de Pedro, aún llevaba la bata del hotel y, hasta para sus propios ojos, se veía totalmente conmocionada.
“Respira profundo, Paula —se ordenó—. Inspira, espira.
Tranquilízate. Las cosas no pueden empeorar, y definitivamente no pueden ser más extrañas”. Se acomodó el pelo con los dedos y ajustó el cinturón de la bata. Después de una rápida búsqueda de los artículos de tocador brindados por el hotel, eligió un cepillo de dientes y se lavó.
Sintiéndose mucho mejor, enderezó los hombros y regresó al dormitorio.
Podía manejar la situación. Seguramente Pedro tenía una explicación razonable sobre por qué ella había pasado la noche con él. Y su abuelo, una vez que viera que ella estaba a salvo, se tranquilizaría, y todo estaría bien. Era así de simple.
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 10
Pedro no pudo escapar a quedar atrapado en un abrazo que parecía una nube rosa cuando él y Paula se despidieron de Muriel, pero la información que había conseguido bien valía la pena. Después de haber salido de la capilla nupcial Flamenco, Pedro respiró profundo el aire fresco de la noche.
—Bueno, eso fue muy instructivo.
Paula se rio con suavidad.
—Ah, la sutileza británica... —Estiró los brazos hacia arriba y se sacudió el pelo—. Estoy de acuerdo: Muriel hizo una valoración tan honesta como es posible. Pero entiendo que quizás quieras conversar con otros dueños de capillas. —Miró su reloj—. ¿Por qué no me llamas por la mañana? Prepararé una lista de otros que...
Pero Pedro no la dejó terminar.
—¿Mañana? —Avanzó un paso hacia ella—. Recién empezamos.
—¿Empezamos qué? —Paula inclinó la cabeza hacia un lado—. Querías un negocio en aprietos, y te encontré uno. Corrección: te encontré una industria completa en aprietos. ¿Qué queda por hacer?
¿Cómo explicarle a ella la locura de su abuela?
—Mucho, y no hay tanto tiempo para dedicarle. Mira, Paula, sé que es tarde, pero ¿podemos buscar un lugar para hablar? Te invito un trago.
—Oh, no. —Levantó una mano—. Entre los margaritas de la cena y la champaña, será mejor que no beba otra gota.
—¿Te tentaría la oferta de una cena gourmet? —Por alguna razón que no quería considerar en profundidad, Pedro no quería que la velada terminase—. ¿Puedo pedirte una hora más de tu tiempo?
Él observó mientras la indecisión recorría el rostro de ella.
—Estas son mis condiciones —anunció un largo momento después—: tú aceptas cambiar la comida gourmet por hamburguesa, papas fritas y batido, y aceptas decirme exactamente qué te propones, y es un trato.
—Trato hecho. —Estiró la mano para estrechar la de ella en señal de acuerdo pero, cuando ella deslizó su mano en la suya, Pedro se sorprendió a sí mismo tanto como sorprendió a Paula cuando se inclinó para besarle la mejilla. Él cerró los ojos mientras sus labios rozaban la piel de ella y saboreó el suave aroma a gardenia de su perfume. Allí estaba él, en el aire agradable de la noche, con una pelirroja inteligente, vivaz, por no mencionar hermosa, que olía a flores tropicales. Solo podía esperar que así fuera el Paraíso.
Retrocedió a regañadientes—. Lo siento.
—No te preocupes. —La expresión de Paula era difícil de descifrar—. Pero sí creo que debemos volver al trabajo.
Pedro asintió.
—Por supuesto. ¿Puedo suponer que conoces un lugar donde podamos sentarnos a conversar?
La sonrisa de ella era lo suficientemente burlona como para saber que no se había ofendido por el beso.
—Sígueme.
Así lo hizo él. Regresaron por el Strip, caminaron por una calle lateral, y luego hicieron una más. Mientras caminaban en silencio, el ambiente iba tranquilizándose a medida que dejaban atrás lo agitado del Strip.
Se detuvieron frente a un edificio con mucha decoración en metal y, al mirarlo de cerca, él se dio cuenta de que habían querido simular una cafetería de los años cincuenta. En la puerta de vidrio esmerilado se podía leer en letras rojas: “La cafetería de Doreen”. Pedro sostuvo la puerta abierta para que pasara Paula y luego la siguió. Miró a su alrededor mientras ella hablaba con la recepcionista. A juzgar por el modo en que esta y las demás camareras la saludaban, era evidente que Paula era una clienta habitual. Aunque la cafetería era encantadora, de un modo cursi, él no hubiese creído que era su tipo de lugar. Estaba claro que Paula Chaves era una mujer de gustos eclécticos. Un punto más a su favor.
—No puedo creer que tengo hambre otra vez. ¿Pido por los dos? —preguntó Paula cuando se sentaron a ambos lados de un reservado.
Él asintió y observó divertido mientras ella pedía comida como para seis adolescentes famélicos. No podía imaginar cómo hacía para mantener una silueta que cualquier modelo envidiaría.
—Oh, y dos batidos de vainilla, por favor. —Paula cerró los menús de plástico y los colocó detrás de la minirrocola que había en la punta de la mesa de fórmica, de color aguamarino. Después de que la camarera se había retirado a paso tranquilo, Paula enfocó su atención en él—. Espero que esto esté bien.
Él no le quitó la vista de encima.
—Bonito. Encantador, en realidad.
Ella rio.
—No es la palabra que yo utilizaría, pero está bastante tranquilo a esta hora de la noche, así que podemos hablar.
—Se inclinó hacia atrás y lo examinó—. ¿Qué estás haciendo en Las Vegas? Mejor dicho, ¿qué clase de misión emprendiste que implica resucitar un negocio agonizante a miles de kilómetros de tu casa?
Pedro comenzó a hablar, pero la camarera eligió ese momento para acercarse con las bebidas.
—Nuestra máquina de batidos está descompuesta otra vez, Paula querida, así que les traje dos botellas frías de cerveza.
—Sin aguardar aprobación, colocó dos jarras heladas frente a ellos y luego abrió las botellas con el destapador—. Que lo disfruten. Los aros de cebolla y los bastones de mozzarella estarán listos en un santiamén.
Cuando se fue, Pedro señaló la botella frente a Paula.
—¿Te pido una gaseosa en su lugar?
En respuesta, Paula sirvió cerveza en su jarra y luego en la de él. Después la levantó.
—Está bien. Brindemos por que finalmente me cuentes cuál es tu gran proyecto.
Él chocó su jarra con la de ella.
—No sé por dónde comenzar. Te comenté que trabajaba en un negocio familiar.
—¿Con tus padres?
Él sacudió la cabeza.
—Mi madre falleció hace años, y mi padre lleva una vida un poco bohemia.
—Ah, ¿no le interesa cuidar el quiosco?
Pedro dejó la jarra sobre la mesa. ¿El quiosco? ¡Cielo santo!, ¿creía que su familia tenía un quiosco de diarios y revistas? De repente se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. Había supuesto que Bella reconocería el apellido Alfonso. Pero ya no estaba en Inglaterra por lo que, a menos que ella leyera el London Financial Times, no tenía por qué conocerlo. Simplemente no era algo que él tuviera que explicar a menudo.
—Mi padre es del tipo artístico, se podría decir. A menos que fuese a punta de pistola, nunca se presentaría a un día de trabajo.
—Entonces, ¿quién es la familia en el negocio familiar? —Paula mordió un bastón de mozzarella y lo observó expectante.
—Está mi abuela, que es una verdadera arpía. Luego estoy yo y, además, están mis dos primos: Eduardo y Tomas.
—¿Trabajas bien con ellos?
Él sacudió la cabeza.
—Ni hablar. Mi abuela parece disfrutar de enfrentar a sus tres nietos entre ellos. —Bebió lo que quedaba de cerveza en la jarra—. Es un largo juego tras otro de demostración de superioridad. Estoy harto. —¿Por qué le estaba confesando eso a una mujer que apenas conocía si era algo que hacía muy poco se había admitido a sí mismo? Pero un vistazo a Paula respondió la pregunta. Al menos que estuviese muy equivocado, ella parecía interesada en lo que le decía. Realmente interesada, y no de una manera educadamente interesada. Era un lujo inusitado para él—. Te preguntarás por qué no renuncio.
Paula sacudió la cabeza.
—No, en realidad, comprendo a la perfección lo difícil que es alejarse de un negocio familiar. Créeme: lo entiendo demasiado bien.
Les sirvieron la comida, y Pedro se sorprendió al verse comiendo de buena gana una hamburguesa doble con queso. Siguió el ritmo de Paula papa frita tras papa frita, y bebieron varias botellas más de cerveza. Una sensación que Pedro apenas reconoció fue instalándose en él a medida que pasaba la noche: era como si fuese diez años menor y diez veces más feliz que esa misma mañana. Se sentía más relajado, como una versión despreocupada de él mismo, todo causado por una mujer que apenas conocía. Evitó deliberadamente mirar el reloj. Era una velada que no quería que terminase un instante antes de lo que debía.
La voz de Paula lo sacó de su ensueño.
—Tal vez este sea el momento de alejarse, Pedro. —Su expresión era pensativa—. No conozco los pormenores de esta tarea, o desafío como tú lo llamaste, pero quizás es aquí donde debes poner el límite. O tal vez sea el momento de renunciar. —Ella le sostuvo la mirada—. Si eso es lo que en verdad quieres.
Pedro se apoyó contra el respaldo del reservado, pero no rompió, no pudo romper, el contacto visual con ella. ¿Lo que quería? En ese momento lo que más quería en el mundo era tener a Paula Chaves en sus brazos. Casi no la conocía, pero sabía lo suficiente como para estar seguro de que era la mujer más maravillosa que había conocido, o que conocería.
Ella estiró el brazo y colocó la mano sobre la de él.
—Pedro, ¿estás bien?
Él asintió.
—Lo estaré. Si te unes a mí en esta tarea.
Ella abrió bien los ojos.
—Pedro, no digas locuras. No me necesitas. Aparte de presentarte a unas cuantas personas más (lo que haré con gusto), no se me ocurre de qué otro modo puedo ayudarte.
—No es cierto. Eres la persona ideal para ayudarme.
Ella retiró la mano.
—Define “ayudar”.
—Tú trabajas en la industria nupcial. Tienes información de primera mano sobre Las Vegas. Formaríamos un equipo ganador.
—¿Qué intentamos ganar?
—Estamos tratando de evitar que la fortuna de mi abuela vaya a parar a los perros. —Sacó varios billetes de veinte de la billetera y los dejó sobre la mesa. Luego, se deslizó por el reservado para ponerse de pie—. Y durante el proceso podemos evitar que el negocio de tu abuelo se hunda.
Ella frunció el ceño.
—¿Quién te dijo que nuestra capilla nupcial tiene problemas económicos?
Él levantó una ceja.
—¿Me dices que no te ves reflejada en nada de lo que dijo Muriel? ¿La capilla nupcial Corazones Esperanzados está en perfectas condiciones financieras, y tú eres optimista respecto de su futuro?
Tal como esperaba, ella miró hacia otro lado. Su lenguaje corporal confirmó lo que él ya sabía: el negocio de los Chaves estaba en la misma situación que el de Muriel. Años de experiencia empresarial le enseñaron a reprimir su impaciencia y a aguardar el momento. Pero no recordaba un momento en el que estuviese tan ansioso por oír un “Sí” o por un “Cuenta conmigo” por parte de un posible socio.
No tuvo que esperar mucho.
Paula se deslizó por el reservado y se paró junto a Pedro.
—Vamos a conversar sobre los términos.
Él no intentó ocultar la sonrisa.
—¿Adónde quieres ir? ¿A tu oficina?
Su negativa fue inmediata.
—No quiero involucrar a mi abuelo hasta saber con exactitud qué estamos haciendo. —Pensó por un momento—. ¿Hay un salón de reuniones en tu hotel?
—Sí, lo hay, buena idea. Servirá a nuestro propósito a la perfección.
—Siempre y cuando no haya alcohol; ya bebí suficiente por esta noche. —Paula se tocó la frente con las yemas de los dedos—. Si vamos a trazar un plan de negocios esta noche, necesito mantener la cabeza despejada. —El Cielo sabía que mantener la cabeza despejada con Pedro Alfonso cerca sería un desafío, incluso estando sobria. Su atractivo físico y su encanto eran la máxima distracción.
—Cuidaré bien de ti —prometió Pedro mientras le ofrecía el brazo para que ella se agarrase.
Una sensación cálida, confusa, recorrió a Paula mientras deslizaba su mano por el doblez del codo de él y lo seguía fuera de la cafetería. Su entusiasmo se debía solo a la posibilidad de conseguir un trato para mejorar la solvencia de su abuelo, según se dijo a ella misma, aunque sabía que no era del todo cierto. Estar con Pedro la entusiasmaba; por eso necesitaba mantener su reunión de negocios superprofesional y que no durase más de un par de horas.
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 9
Paula guio a Pedro entre la muchedumbre ubicada frente al Coliseum. Se aferró a su mano para que él no se separara de ella mientras los que habían asistido al concierto despejaban el lugar. El apretón de la mano de Pedro era suficientemente fuerte para que ella se sintiera segura, pero suficientemente suave para que pareciera una caricia. Una vez que dejaron atrás la multitud, ella le soltó la mano, pero siguió caminando.
—¿Puedo preguntar adónde vamos?
—Quiero mostrarte algo. —Paula lo miró de reojo—. ¿Podemos ver primero y hablar después?
—Adelante.
Y ella continuó avanzando hasta que llegaron a un flamenco rosa gigante de neón.
—Parada número uno.
—Capilla nupcial Flamenco —leyó Pedro en un cartel. Una sonrisa se dibujó lentamente en sus labios—. Ni siquiera te propuse matrimonio todavía.
Paula revoleó los ojos.
—Créeme, Pedro, el casamiento es lo último que tengo en mente.
—Entonces, ¿cuál es la explicación para la monstruosidad rosa que parpadea arriba de nosotros?
Paula abrió la puerta y le hizo una señal a su acompañante para que cruzara el umbral.
—Una cuota de cultura estadounidense; eso es. Dijiste que necesitabas un barco zozobrante. Considera a Flamenco un carcamán que apenas se mantiene a flote.
Con una ceja levantada y una expresión de “Te seguiré la corriente”, Pedro entró a la capilla nupcial. Paula, a solo un paso detrás de él, tuvo que sostenerse para no perder el equilibrio cuando él se detuvo de repente.
—Lo siento— se disculpó. Se dio vuelta para mirarla—. ¿Te lastimé?
Ella sacudió la cabeza y quitó las manos de la espalda de él.
—Estoy bien. ¿Qué te detuvo?
Él giró para mirar la entrada de la capilla.
—El rosa.
Paula, que había entrado y salido del Flamenco desde niña, no se sorprendió por su reacción. La capilla nupcial Flamenco era excesivamente retro. Las Vegas en todo su esplendor. Ciertamente en toda su chabacanería.
—No olvides el verde.
Pedro hizo un giro de trecientos sesenta grados con lentitud mientras asimilaba en silencio la decoración inspirada en Florida. Sacudió la cabeza.
—No, no hay manera de ignorar el verde. ¿Dónde estamos?
Pero, antes de que Paula pudiera responder, apareció una mujer de pelo plateado, con un vestido de noche color rosa. Abrió los brazos con un ademán ostentoso que era más propio de Broadway que del Strip de Las Vegas.
—¡Bienvenidos a la capilla nupcial Flamenco! ¡Acaban de entrar al lugar perfecto para meterse en la dicha nupcial! —La mujer echó un vistazo de admiración a Pedro. Dos veces—. ¿Qué mujer afortunada tendrá la experiencia celestial de ser tu esposa?
Pedro miró por encima de su hombro con los ojos bien abiertos.
—¿Paula?
Sintiendo lástima por el tono de pánico de su voz, Paula se asomó y se paró junto a él.
—¿Paula? ¿Eres tú, cariño? —La mujer con anteojos rosados aplaudió con alegría—. ¡Fíjate tú, nuestra pequeña Paula se casa! ¡Y en mi capilla! —Rodeó a Paula con sus brazos—. Me siento honrada. De verdad. Pero ¿dónde está tu abuelo? No querrás dejarlo fuera de la celebración, ¿verdad?
Como no podría oírla de manera coherente a través de las plumas rosas de marabú que adornaban el vestido de la otra mujer, Paula retrocedió.
—Hola, Muriel. Es encantador volver a verte.
Muriel miró a Paula y a Pedro con una sonrisa traviesa.
—Se están fugando, ¿verdad? —Estiró los brazos para volver a abrazar a Paula, pero Pedro salió al rescate con un abrazo de medio lado para que Paula se salvara del abrazo amable pero sofocante de la otra mujer.
Paula se inclinó sobre Pedro con la esperanza de que él percibiera su gratitud.
—No, Muriel. No nos estamos fugando. —Se alejó lo suficiente de Pedro para poder pararse apenas un paso detrás de él—. No estamos comprometidos, ni siquiera tenemos una relación amorosa.
—Entonces, ¿qué están haciendo aquí? —El ceño fruncido de Muriel expresó con elocuencia su confusión—. ¿Y quién es este hombre atractivo?
Pedro respondió antes que Paula. Estiró un brazo, sin dudas para evitar el abrazo, y se presentó.
—Soy Pedro Alfonso. Un nuevo amigo de Paula.
Muriel sonrió ampliamente.
—Un placer conocerte, Pedro. Cualquier amigo —simuló entrecomillar la palabra— de nuestra Paula es bienvenido aquí. Pasen y cuéntenme por qué se toparon con mi humilde capilla nupcial.
Paula miró a su alrededor.
—No tienes un casamiento programado para esta noche, ¿verdad? No quisiéramos interrumpir.
La sonrisa de Muriel se desvaneció.
—Por favor, ojalá. Esto está todo muerto. —Los guio por el vestíbulo, pasaron la capilla y llegaron a la oficina—. Siéntense mientras traigo champaña.
Paula y Pedro intercambiaron miradas divertidas.
—No, gracias, Muriel. No nos quedaremos mucho tiempo y no estamos aquí para celebrar.
Su anfitriona se acomodó en una silla blanca de mimbre y les hizo una seña para que ellos se sentaran en el sofá rosa de cuero que estaba frente a ella.
—Si no es una visita social, ¿por qué están aquí?
Entonces Paula le contó, aunque omitió diplomáticamente las palabras “barco zozobrante”. En su lugar, se concentró en la curiosidad de Pedro por la industria nupcial.
—Así que, Muriel, esperaba que pudieras comentarle a Pedro tu impresión sobre cómo el negocio ha cambiado en esta última década. Cualquier cosa que quieras compartir con él será genial.
Muriel se inclinó hacia adelante.
—¿Cualquier cosa? ¿Lo bueno, lo malo y lo feo?
—En especial, lo feo —la alentó Pedro—. Te agradecería mucho la sinceridad.
A Paula no se le pasó por alto que Muriel consideraba a Pedro tan encantador como lo hacía ella. Sin duda, él tenía ese efecto en la mayoría de las mujeres.
Muriel movió las manos como si acabara de hacer un truco de magia.
—Entonces, sinceridad es lo que tendrás. Pero insisto en la champaña, insisto terminantemente. —Sin aguardar respuesta, salió de prisa y regresó en tiempo récord con una bandeja en la que llevaba tres copas y lo que Paula de inmediato detectó como una botella de espumante de precio medio.
—Permíteme. —Pedro tomó la botella y la abrió con una gracia y talento que le reveló a Paula que no era ajeno a los lujos de la vida. Por algún motivo eso no la sorprendió.
Ella se acomodó contra el respaldo del sofá y bebió un poco de champaña. Escuchó cómo Pedro guiaba a Muriel por lo que parecía una entrevista. Su forma de preguntar era tan delicada que Paula dudaba de que la mujer siquiera se diese cuenta de que estaba revelando detalles de su negocio a un completo extraño. Paula se movió para poder observar mejor cómo se comportaba Pedro.
El hombre era tanto encantador como atractivo. Sin duda, la mayoría de las mujeres lo consideraban totalmente irresistible y se enamoraban de él con locura. Paula bebió otro poco de champaña. Era bueno que ella no fuera como la mayoría de las mujeres.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)