lunes, 14 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 11




El sol de media mañana entraba a raudales por la ventana oriental; sus rayos penetraban por las hendiduras de la persiana americana. Como no era amante de las mañanas, Paula hizo lo que solía hacer: cerró los ojos con fuerza, se dio vuelta y hundió la cara en la almohada mientras se tapaba con la sábana hasta la cabeza. Por lo general eso era suficiente para volver a dormirse pero, por alguna razón, tuvo el efecto contrario. Las alarmas comenzaron a sonar en su mente, y su corazón se aceleró.


¿Persianas americanas? No había persianas americanas en su habitación, ni en ninguna otra parte de la capilla. El pánico fluyó por todo su cuerpo más rápido de lo que el agua se derramaba por una represa. Frotó la sábana, pero solo sintió el algodón, no los bordes de encaje hechos en crochet. 


No estaba en casa. Mantuvo los ojos bien cerrados mientras su mente pensaba a toda prisa. ¿Dónde demonios estaba?


Donde fuera que estuviese, había silencio. Un reloj marcaba la hora al otro lado de la cama. Paula se esforzó por oír otro sonido y, con el tiempo, detectó algo. Respiración superficial. 


Sus ojos se abrieron de golpe. Estaba en la cama con alguien. O alguien estaba en la cama con ella. Con la mayor suavidad posible, se dio vuelta. Se irguió sobre un brazo y se inclinó para ver al otro ocupante de la cama. Con la mano libre se corrió el pelo para poder ver. Dio un grito ahogado: era Pedro Alfonso. Estaba en la cama con el sensual inglés que había conocido el día anterior.


¿Qué demonios había sucedido la noche anterior? Bajó la vista y vio que solo tenía puesta la ropa interior. Se le cortó la respiración. ¿Habían...? Oh, no, claro que no habían hecho el amor. No podía hablar por el hombre a su lado, pero Paula no era esa clase de mujer: no se acostaba con cualquiera.


¿Qué se suponía que debía hacer? Su falta de experiencia en sexo ocasional la dejó completamente paralizada. Tenía que salir de la habitación. No podía enfrentar a Pedro. No sin saber qué había sucedido la noche anterior.


Paula se obligó a mirarlo una vez más. Pedro tenía el torso desnudo pero, fuera de eso, no podía ver qué más estaba usando o no, y estaba convencida de que no iba a mirar. Los ojos de él estaban cerrados y parecía estar fuera de combate. Bien, tal vez significaba que podría escabullirse sin despertarlo.


Con cuidado, regresó a su lado de la cama. Un vistazo le aseguró que él aún dormía. Por el momento, todo iba bien. 


Levantó la sábana, se puso de costado y sacó las piernas. 


Dudó por un segundo pero, al no oír señales de vida de Pedro, se puso de pie lo más lentamente posible. Una vez que estuvo fuera de la cama, se obligó a respirar, algo que no era fácil teniendo en cuenta que su cabeza se sentía como si la hubiese atropellado un camión semirremolque.


Buscó con la mirada alguna señal de su ropa. La suite de Pedro —allí supuso que estaban— tenía una decoración muy inspirada en Oriente. En cualquier otra circunstancia, las líneas definidas la hubieran tranquilizado, pero en ese momento no se sentía para nada zen.


Finalmente detectó su bolso. Para su inmenso alivio, vio que su ropa estaba doblada con prolijidad junto a este. Todo lo que debía hacer era tomar sus cosas, encontrar el baño para vestirse de prisa, y salir de la suite antes que Pedro se despertase.


Apenas había dado unos pasos vacilantes cuando se oyeron unos fuertes golpes en la puerta. El corazón comenzó a martillear su pecho. Miró a su alrededor con desesperación. 


¿Dónde demonios estaba el baño? Cuando hubo una segunda tanda de golpes, seguida por una voz masculina que anunció: “Administración”, Paula se dio cuenta de que, si no se movía con rapidez, la iban a atrapar parada en medio de la habitación en ropa interior. Con un gruñido, se apresuró a regresar a la cama y se metió debajo de la sábana. Mejor que la atraparan en la cama con Pedro que semidesnuda en el medio de la suite.


Su regreso muy poco sutil a la cama fue suficiente para despertar a Pedro. Para conmoción de Paula, él abrió los ojos y sonrió.


—Buenos días, Paula.


Ella abrió los ojos aún más. ¿Qué le sucedía a él? ¿No tenía la decencia de parecer conmocionado o al menos sorprendido? Se conformaría con que se sintiera incómodo. 


En su lugar, él actuaba como si se hubieran despertado juntos todas las mañanas desde hacía años.


La expresión conmocionada de Paula debió de haberlo alertado sobre su estado cercano al pánico. Él se irguió sobre un codo.


—¿Qué sucede?


—De todo. —Subió la sábana con una mano hasta cubrirse el pecho y luego señaló hacia la puerta con la otra—. Alguien quiere entrar.


Lo observó mientras él se sentaba y se pasaba los dedos por el pelo. Pedro miró el reloj sobre la mesa de noche y luego miró a Paula. Por fin su rostro expresó completa confusión, un sentimiento que ella consideraba apropiado dadas las circunstancias.


Él apenas miró la puerta cuando alguien volvió a golpear. Su atención estaba centrada solo en ella y en ese momento reflejaba esa conmoción que ella había esperado ver antes.


—¿Qué estás haciendo aquí?


Ella levantó la sábana hasta la barbilla.


—Dímelo tú.


Pero, antes de que Pedro pudiera decir una palabra, la puerta de la suite se abrió y una voz lo llamó: “¿Señor Alfonso? Señor, ¿está usted aquí?”.


Paula y Pedro intercambiaron miradas perplejas cuando oyeron al hombre susurrarle algo a otra persona.


—¿Quién está allí? —murmuró Paula.


—No tengo idea. —Pedro se frotó la cara con ambas manos—. Aún no sé qué haces tú aquí.


Esa afirmación le cayó mal a Paula. Entrecerró los ojos.


—Tú eres quien me debe una explicación.


—¿Señor Alfonso? —Esa vez hubo un golpeteo suave en la puerta del dormitorio—. Le pido disculpas por la interrupción, pero necesitamos hablar con usted.


Paula levantó las cejas mientras Pedro emitía un gruñido por lo bajo.


—¿Nadie usa el maldito teléfono en Estados Unidos? —se quejó él.


Ella abrió la boca para protestar, pero la cerró de inmediato cuando él apartó la sábana y se levantó. Avergonzada, ocultó la cara detrás de la sábana, pero luego oyó algo que la hizo sacar la cabeza.


La voz de su abuelo.


Pedro, quien ya llevaba unos pantalones de pijama azules de seda, la observó.


—¿Por qué te ves tan aterrada? —Miró hacia la puerta cerrada y luego otra vez hacia ella—. Oh, cielos, no estarás casada, ¿no?


—No, claro que no —replicó Paula.


—Entonces, no tienes por qué estar tan asustada. —Pedro se puso la parte superior del pijama y lo abrochó con rapidez—. Me desharé de quien sea que esté afuera. Quédate aquí.


—Pero es mi... —Antes de que pudiese terminar la frase, Pedro ya había salido por la puerta. Mientras luchaba contra el pánico en aumento, Paula no podía decidir qué hacer. El último lugar en el planeta donde quería que la encontrara su abuelo era en la cama de Pedro pero, si entraba de golpe mientras ella se estaba vistiendo a toda prisa, ¿qué tan mejor sería?


Saltó de la cama y tomó la bata de baño blanca del hotel, que estaba sobre la silla junto a la cama. La miró desconcertada. ¿Por qué estaba la bata de su lado de la cama? ¿La había utilizado la noche anterior? Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes. ¿Qué demonios había sucedido la noche anterior?


“Piensa”, se ordenó a sí misma. ¿Qué era lo último que recodaba? Habían tomado un taxi hasta el hotel donde se hospedaba Pedro porque ambos habían bebido demasiado. 


El ascensor... recordaba haber estado en el ascensor y haberse apoyado sobre Pedro porque estaba mareada.


Echó un vistazo a una puerta, se dirigió a la otra punta de la habitación y encontró el baño. Con la desesperada esperanza de que todo fuera un mal sueño, se echó agua fría sobre la cara. Pero, cuando miró el espejo, aún estaba en el baño de Pedro, aún llevaba la bata del hotel y, hasta para sus propios ojos, se veía totalmente conmocionada.
“Respira profundo, Paula —se ordenó—. Inspira, espira. 


Tranquilízate. Las cosas no pueden empeorar, y definitivamente no pueden ser más extrañas”. Se acomodó el pelo con los dedos y ajustó el cinturón de la bata. Después de una rápida búsqueda de los artículos de tocador brindados por el hotel, eligió un cepillo de dientes y se lavó. 


Sintiéndose mucho mejor, enderezó los hombros y regresó al dormitorio.


Podía manejar la situación. Seguramente Pedro tenía una explicación razonable sobre por qué ella había pasado la noche con él. Y su abuelo, una vez que viera que ella estaba a salvo, se tranquilizaría, y todo estaría bien. Era así de simple.





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