domingo, 6 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 16




Tras dos largos partos, Pedro llegó pronto a casa el viernes, poco antes del amanecer. Preparó un fuego, se quitó la camiseta y se tiró en el sofá con Gaby. Desde que Paula se había ido a vivir con él hacía dos semanas, apenas se habían visto por sus horarios incompatibles. Habían cenado juntos un par de noches y debía admitir que había disfrutado de las comidas que le había preparado, de sus conversaciones y sobre todo de la forma en que siempre lo hacía sonreír con alguna historia divertida sobre su hijo. 


Apreciaba que siempre lo escuchara cuando había tenido un día duro y apreciaba compartir sus preocupaciones sobre sus pacientes. Pero también había sentido su intranquilidad las veces que, incapaz de resistirse, le había tocado la cara o la mano.


Pedro decidió que debía considerarse afortunada, pues él deseaba tocarla en otros sitios y besarla por todas partes. 


Había luchado consigo mismo para tener las manos quietas, para no ponerse detrás de ella cuando estaba cocinando y él deseaba con todas sus fuerzas subir la temperatura metiéndole una mano por dentro de los pantalones anchos que se ponía al llegar a casa y hacerla reaccionar como lo había hecho en el jacuzzi. Pero había decidido mantenerse firme y dejar que fuera ella quien diera el siguiente paso, aunque aquello lo matara.


Pensar en hacer el amor de verdad con ella lo puso muy duro y lo hizo querer gemir de frustración. Se bajó un poco la cremallera para aliviarse, pero no ayudó mucho. Solo había una cosa que podía ayudarlo, y estaba arriba, profundamente dormida. Se quitó la cinta de la cabeza, apoyó esta en el respaldo del sofá de cuero y los pies en la mesita. Con Gaby a su lado hecha un ovillo, encendió la televisión y puso la teletienda. Normalmente habría puesto algo más interesante o algo que lo ayudara a dormir el par de horas que le quedaban antes de regresar al hospital. Pero en aquel momento tenía todos sus pensamientos en Paula, en el hecho de que estaba arriba en la cama, sola, y que él estaba en el sofá ardiendo en deseos por ella.


Pero había hablado muy en serio cuando le había dicho que no harían el amor hasta que ella fuera a él. Tenía que ser una decisión consciente la que la llevara a su cama. Tenía que decidir que estaba dispuesta a entablar una relación que podría no consistir más que en dos adultos disfrutando de su intimidad. Deseaba poder ofrecerle algo más, pero no estaba seguro de poder. Una parte de él temía la falta de libertad, pues había renunciado a mucha en su vida. Pero lo más importante era que no estaba seguro de estar hecho para el matrimonio o la paternidad, pues su propio ejemplo no había sido nada satisfactorio. A veces había pensado en jugar aquel papel, pero nunca había encontrado una mujer que despertara en él sentimientos que lo llevaran a un compromiso serio.


Salvo la mujer del piso de arriba. Quizá por ello le empezaba a asustar tanto tener a Paula Chaves en su vida. Se había equivocado al pensar que podría llevar bien tenerla allí y no tenerla del todo. No le gustaba su propia debilidad, pero tampoco quería dejarse llevar por el deseo sin saber a ciencia cierta que ella estaba dispuesta a aceptar las condiciones. Pero dudaba de cuánto tiempo podría mantenerse fuerte ante su presencia, tanto emocional como físicamente.


Gaby aulló, giró la cabeza a un lado y se quedó mirando a la puerta. Pedro miró por encima del hombro para ver dibujada la figura de Paula, vestida con una camiseta de franela hasta los muslos y calcetines, y el pelo un maremágnum de rizos. 


No recordaba haber deseado a nadie como la deseaba en aquel momento. Se le había empezado a calmar el cuerpo hacía solo unos minutos hasta que apareció ella y este volvió a cobrar vida. Si hubiera sido un caballero, se habría tapado con un cojín, pero por el aspecto de Paula no parecía que esta se fuera a dar mucha cuenta.


–¿Qué haces levantada tan pronto? –le preguntó cuando ella se sentó en el rincón del sofá.


Cuando inconscientemente se llevó una mano al torso descubierto, la mirada de ella siguió el movimiento y bajó por el abdomen hasta donde los vaqueros estaban abiertos a medias, lo cual lo hizo sentir más incómodo.


–¿Qué haces levantado tú? –preguntó ella, desviando la vista al televisor.


–Todavía no me he acostado; de hecho, acabo de llegar a casa. He tenido una noche muy movida así que aún tengo un subidón de adrenalina.


Tenía también un subidón de ella, de imaginarse quitándole el camisón despacio y haciendo el amor durante mucho tiempo y de forma salvaje frente a la chimenea. La llama se había apagado pero el fuego bajo su cinturón generaba suficiente calor para calentar toda la ciudad. Paula se estiró y bostezó.


–No podía dormir más. Demasiadas cosas en la cabeza, supongo.


–¿No va bien el trabajo? –preguntó él, cuya preocupación por ella al verla tan afligida lo ayudó a calmar sus ansias.


–El trabajo va bien –contestó ella, agitando la cabeza–. Ayer recibí una carta de mi madre y Jose.


–¿Algo va mal? –preguntó él, con creciente preocupación.


–No demasiado. Jose va bien en el colegio, con sobresalientes, pero tiene un pequeño problema con hablar en clase –explicó, y sonrió–. Lo ha sacado de su padre.


–Echas de menos a tu hijo –dijo Pedro, tras quitar los pies de la mesa e incorporarse.


–Lo echo de menos todas las noches y todos los días, sobre todo cuando hace frío. Me recuerda a cuando nació, en noviembre. El día que lo llevé a casa hacía un grado en la calle. Era tan pequeño y yo estaba tan asustada. Pensar en moldear una vida es sobrecogedor, pero me gusta recordar aquel día en que éramos solo él y yo, empezando a conocernos.


–¿Y tu marido?


–Oh, estaba fuera celebrando que había tenido un hijo. Empezó a celebrarlo ese día y siguió durante una semana.


–Pero estuvo contigo en el parto.


–La verdad es que no. A Adam no se le daban muy bien esas cosas, pero tuve suerte y solo fueron cuatro horas de parto.


–Tuviste suerte en el parto. No puedo decir lo mismo sobre tu elección de maridos.


–Era un embaucador con labia –dijo, y señaló con la cabeza a la televisión donde el presentador resaltaba las virtudes de un limpiador–. Como ese tipo. Lo que te cuenta suena muy bien y pronto descubres que has comprado un producto con taras. Aprendí que cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, lo más seguro es que sea así.


Con cada revelación, Pedro despreciaba cada vez más al ex de Paula sin siquiera conocerlo. Pero lo que sí sabía era que lo que ella le contaba era cierto, justificación suficiente para su odio.


–¿Te dio ese bastardo alguna vez lo que necesitabas?


–Me dio a Jose.


–Debería darte dinero.


–¿De dónde lo iba a sacar, de su cara bonita? –dijo, con la voz airada de una mujer desdeñada–. Fue incapaz de mantener un empleo cuando yo iba a la escuela; dudo mucho que tenga uno ahora.


–¿Ibas a la escuela cuando nació el niño?


–Escuela de Medicina, a segundo. Así es como terminamos en San Antonio.


–¿Escuela de Medicina? –preguntó él, a quien lo había sorprendido sobremanera.


–Sí; no es que pensara tener un niño entonces –contestó ella, agarrándose las piernas con las manos–. Quería esperar a terminar pero… Creí como una tonta que con un hijo Adam se relajaría un poco, pero es obvio que me equivoqué.


–Obvio. Pero no te arrepientes de haberlo tenido.


–No, él es mi vida.


–No tenía ni idea de que quisieras ser médico –dijo él, enfermo por su repentina sensación de no ser adecuado para ella, de lo poco que le podía ofrecer.


–Hay un par de cosas que no sabes sobre mí.


–Me gustaría saber más sobre ti, Paula –se encontró diciendo con sinceridad.


–Creo que nos hemos saltado un par de pasos –dijo ella con una sonrisa–, teniendo en cuenta que ya sabes cómo soy desnuda.


–La oferta respecto a Jose sigue en pie –le volvió a ofrecer Pedro, a quien le había sobrado el último comentario–. Así podría estar contigo todos los días.


–De verdad te lo agradezco –suspiró ella–, pero ya te dije que debe acabar el curso allí.


–Vale, pero si cambias de opinión quiero que sepas que será bien recibido.


Para sorpresa de Pedro, Paula se levantó, fue al sofá y se inclinó sobre él.


–¿Te vas a ir a la cama pronto? –le preguntó.


–Dentro de un rato –contestó él, que deseaba irse a la cama con ella, pero no si ella no lo invitaba.


–Supongo que estás muy cansado, ¿no?


–¿Necesitas algo? –preguntó él, que pensaba que no estaba lo suficiente cansado como para que, si se lo pidiera, no hicieran el amor hasta que amaneciera en un par de horas.


Se hizo un largo silencio en el que ella permaneció de pie mordiéndose el labio inferior, y en que a Pedro le costó mucho no agarrarle las manos, sentarla a horcajadas sobre él y hacerle saber que necesitaba estar dentro de ella más que dormir. Por un momento pensó que de verdad iría a él y le calmaría el dolor casi insoportable de la entrepierna. El momento terminó cuando ella retiró la mirada.


–La verdad es que tengo que decirte una cosa, pero puede esperar; necesitas descansar.


–Unos minutos más no van a cambiar nada –dijo él, que además de necesitarla en un modo muy básico, necesitaba saber lo que le preocupaba.


–Es sobre Allison Cartwright –dijo ella al fin, tras sentarse en la otra esquina del sillón–. Creo que ha decidido tener el niño en el Centro.


–Entiendo sus motivos –contestó él, que no parecía muy sorprendido.


–Pero estás enfadado.


–Enfadado no, preocupado.


Pedro –dijo ella, acercándose a él, que sintió su aroma y la imaginó bajo él–, te prometo que estará bien. El embarazo está yendo muy bien, ¿no?


–Sí –replicó él, que no podía ocultar su aprensión más que su deseo por Paula, y fijó la mirada en la televisión–. Pero puede pasar cualquier cosa.


–O puede no pasar nada salvo que nazca un niño sano. Los dos lo sabemos.


Pedro notó que lo estaba escudriñando con la mirada, pero en aquel momento estaba demasiado cansado para discutir, demasiado herido para pensar en otra cosa que no fuera escapar antes de apagar toda su frustración tomando a Paula entre sus brazos e intentando persuadirla.


–Solo prométeme que si pasa algo me la traerás al hospital.


–Te llamaré si pasa algo, pero sinceramente lo dudo.


–Bien –aceptó él, y se levantó, para darse cuenta de hasta dónde llegaba su agotamiento.


Pedro –lo llamó Paula, con una voz dulce que hizo levantar de nuevo su libido.


–¿Sí?


–¿Sabes? Aún podrías estar en el parto si quieres.


–No, gracias.


–Espero que algún día tengas la suficiente confianza en mí para contarme qué te pasó para que te opongas tanto a los métodos no hospitalarios.


–No me pasó nada –dijo, excepto que había visto morir a una joven cuando apenas tenía edad para verla dar a luz–. Solo considérame extremadamente cauteloso.


–¿Vas a tu habitación?


–Antes voy por el periódico y a tomarme un café.


–Entonces tengo que pedirte un favor.


–Dispara.


–¿Te importa que use tu ducha? No tardaré mucho.


–Ningún problema.


Sí era un problema. Saber que Paula estaba en su ducha, desnuda y mojada, no lo dejaría dormir en absoluto. Pero aquello no le iba a impedir negárselo; de hecho, empezaba a pensar que le iba a costar mucho negarle cualquier cosa.



CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 15




La tarde del lunes siguiente Paula pensó en las dos largas noches sin descanso que había pasado, mientras se preparaba para su paciente. Había sido un día igualmente caótico. Al abrir el agua caliente de la pila de la consulta la asaltó un flash back de luces azules, manos expertas, piel desnuda y el paraíso.


Se tropezó con el tensiómetro, tiró la pizarra y volcó el café, que por suerte rodó hasta el lavabo, evitando que la moqueta se empapara, y evitándole a Paula una serie de juramentos dedicados a Pedro Alfonso.


Tenía que dejar de pensar en él y en lo que había pasado en la noche del sábado, tanto como en lo que no había pasado, que era lo único que tenía en la mente desde que se había levantado al amanecer, sola.


Suponía que debía agradecerle a Pedro que no hubiera cambiado de opinión y no hubiera ido a buscarla, pero no era así. Por poco sensato que le pareciera, lo habría recibido dentro de su cama y de su cuerpo sin pensarlo dos veces, y probablemente no sin arrepentirse.


Sí, debería estarle agradecida por haberse mantenido alejado y por haberla esquivado también el día anterior. Pero en lugar de ello, estaba frustrada y necesitada y aún lo deseaba tanto como hacía dos noches. Tanto como la primera noche cuando la había besado.


–Perdona –la interrumpió Allison Cartwright, que llamaba a la puerta abierta–. ¿Tienes un momento?


–Entra –contestó Paula mientras se secaba las manos, deseando poder deshacerse con la misma facilidad de los pensamientos sobre Pedro–. Mi próxima paciente no llega hasta dentro de diez minutos. ¿Qué pasa?


Allison entró a zancadas y dejó caer su ligero cuerpo en una silla, soltó un suspiro forzado y estiró las largas piernas.


–Se me están empezando a hinchar los pies y las caderas están tomando proporciones peligrosas, y voy al baño cada cuarto de hora porque creo que el niño está sentado en mi vejiga. Pero está bien, porque en unas seis semanas lo tendré aquí y le perdonaré todo.


–¿Sigues convencida de que es niño?


–Me apuesto lo que quieras –dijo Allison, dándose golpecitos en la tripa–. Es tan activo que no puedo evitar pensar que va a ser futbolista.


–Siempre puedes averiguarlo con una ecografía.


–No, quiero que sea sorpresa.


–Por cierto, ¿has visto últimamente al doctor Alfonso?


–Precisamente de eso es de lo que quería hablarte, del doctor Alfonso.


Paula intentó no pulsar aún el botón de alarma interno, pero no pudo evitar preocuparse por que la gente supiera ya dónde vivía. Lo cual le pareció ridículo, pues pensó que Allison no tenía forma de saberlo ya que trabajaba al otro lado de la ciudad. A menos que se lo hubiera contado Pedro, lo cual no era probable.


–¿Qué pasa con el doctor Alfonso?


–He decidido tener el niño aquí en el centro, siempre que seas tú quien me atienda en el parto. Pero no sé cómo decírselo, ha sido tan bueno conmigo y es un gran médico, pero la verdad es que no quiero tener a mi hijo en el hospital.


–¿Estás completamente segura? –dijo Paula, después de acercarse a ella–. Me habías dicho que estabas pensando en usar la epidural y sabes que aquí no la proveemos.


–Estoy segura. Y ya no me preocupa tanto el dolor porque sé que estarás conmigo. Si te soy sincera, hay otros motivos por los que no quiero tener al niño en el Memorial.


–No tienes por qué decírmelo –dijo Paula, frunciendo el ceño–, pero ¿tiene algo que ver con el padre del bebé?


–Podría decirse –titubeó Allison–, pero preferiría no hablar más.


–Entiendo –contestó la comadrona, a quien pareció obvio que el padre trabajaba en el hospital, y se preguntó si estaría casado, lo cual le daba mucha pena, aunque le costaba creer que Allison hubiera caído en aquella trampa, pero sabía por experiencia lo persuasivos que podían ser los hombres, y lo decepcionantes–. ¿Quieres que le comunique yo al doctor Alfonso tu decisión?


–Para ser justa tengo que decírselo yo, pero si pudieras, digamos, allanarme el camino para que no le pille tan de sopetón.


–Ningún problema –dijo, aunque no le hacía gracia–. Se lo mencionaré esta noche.


–¿Esta noche?


–Eh, ah, sí –titubeó ella, que no sabía cómo salir de aquello–, si lo veo esta noche, por algún motivo. Es posible, si hay alguna razón para que lo vea esta noche.


–Creo que la comadrona protesta demasiado –dijo Allison con una sonrisa, e, inclinándose hacia delante, bajó la voz–. ¿Es tan bueno como parece?


–No lo sé –contestó ella, que estaba sudando por todo el cuello.


–¿Estás segura?


–Uy, mira –cortó Paula mirando el reloj–, va a llegar mi paciente.


–De acuerdo, enfermera Chaves –dijo Allison, que se levantó de la silla con un estilo que Paula siempre había deseado tener y se dirigió a la puerta. Rodeó el pomo con sus finos dedos y se volvió a Paula con una sonrisa ladina–, no te voy a molestar puesto que todos tenemos derecho a nuestros secretos. Pero en cuanto averigües lo bueno que es el doctor, no te olvides de contármelo.


Con aquello se marchó. Paula se resistió a echarse agua por la cara para refrescarse el repentino sudor. Entonces pensó en agua, agua relajante y caliente, burbujas enroscándose alrededor de su cuerpo, dedos suaves sobre su piel tierna…


Se llevó las manos a las mejillas como si intentara sacudirse los recuerdos, y maldijo a Pedro. Pensó que en cuanto lo viera se preocuparía por comentarle lo de Allison Cartwright. 


Y le dejaría muy claro que se habían terminado los juegos, así que sería mejor que guardara las distancias. Solo deseó recordar guardarlas ella también.






sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 14




Paula no podía dormir. A lo mejor era por estar en una casa extraña, en una cama extraña, o por estar sola otra vez.


Desde que había subido a acostarse, había estado escuchando por si oía llegar a Rio, pero nada, ni siquiera oyó a Gaby que, por lo que sabía, seguía fuera.


Se había ido a su habitación tras una exigua cena de atún y una hora de televisión. Ahora estaba sentada en la cama intentando leer, pero enseguida lo había abandonado por una glamorosa revista sobre las rupturas de celebridades ricas e indulgentes. Cansada de todo aquello, dejó la revista a un lado y miró al techo.


Pensó que a lo mejor se relajaba con otra ducha o un baño caliente. O quizá el jacuzzi. Como Pedro no estaba, pensó que podría meterse sin que nadie se enterase. Y si regresaba, Gaby la avisaría con tiempo suficiente para volver a la casa.


Se levantó de la cama y buscó el único bañador que tenía, negro y muy sencillo. Tomó una toalla y bajó las escaleras. 


Para asegurarse se asomó a la habitación de Pedro, cuya puerta estaba entreabierta. La cama estaba hecha, y su dueño ausente. Entonces encendió la luz. Le pareció una habitación muy masculina, desde la cama de pino macizo cubierta por sábanas negras y doradas hasta las elegantes alfombras. Tenía una zona para sentarse a la derecha, con varias mesas adornadas con vasijas de porcelana de diversas formas y tamaños y algunas esculturas. En la pared, sobre la chimenea de mármol negro, colgaba un calendario con la luna, el sol y las estrellas. Pero lo que más le llamó la atención fue el aroma embriagador de Pedro.


Se puso nerviosa por invadir la intimidad de este y salió del dormitorio para bajar hasta el jardín. No había luna y hacía frío, por lo que estuvo a punto de echarse hacia atrás, pero ya que había llegado hasta allí, decidió continuar. Cuando se le acostumbraron los ojos a la tenue luz, se dirigió al jacuzzi y se detuvo a unos pocos metros al divisar una figura oscura envuelta en sombras en el agua. Pedro.


–Parece que hemos tenido la misma idea –la paralizó la profunda voz del médico.


–No podía dormir, así que pensé que podría relajarme aquí, pero si estás tú…


–Hay sitio suficiente para los dos.


Aunque hubiera ocupado todo el jardín, Paula dudaba de que hubiera suficiente espacio para ella y Pedro Alfonso. No si quería mantenerse en guardia, con la cabeza alta y la ropa puesta.


–Ven conmigo –invitó él, con una voz tan seductora que prometía un placer inenarrable–. El agua está fantástica.


En aquel momento no era el agua su mayor preocupación, sino la presencia inesperada de Pedro. No se atrevía a dar un paso más; de hecho, no se atrevía a moverse. Pero al fin decidió que podía hacerlo y actuar como adultos si se quedaba un rato.


Se ató la toalla en el pecho y anduvo muy despacio. Logró bajar los escalones, pero no quitarle la vista de encima. La oscuridad no le permitía imaginar mucho más que la figura en tinieblas, lo cual, pensó, era bueno, ya que se dio cuenta de que Pedro había dejado su ropa al borde en una esquina, y sospechó que era toda la ropa.


Aún con la toalla enrollada, se sentó en el borde opuesto a él con los pies en el agua.


–Vaya, está mucho más caliente de lo que pensaba.


–Acaba de subir unos grados la temperatura –repuso él, mostrando los dientes al sonreír en la oscuridad–; entre otras cosas.


Paula no quiso mirar, pero lo hizo, aunque por suerte no vio nada. Entonces él se estiró hacia atrás y encendió la luz. 


Los chorros de agua tomaron vida, poniendo en marcha una espumosa cantidad de burbujas así como el pulso de Paula. Ella miró hacia otro lado, temerosa de ver algo que no quería; es decir, todo el cuerpo de Pedro, que ahora estaba reclinado en una esquina.


–¿Te vas a meter, Paula, o te vas a quedar ahí sentada hasta hacerte un cubito de hielo?


–Hace un poco de frío –contestó ella, que sentía escalofríos de verle el torso desnudo.


–Aquí se está muy bien –contestó él–. Bonito bañador.


–Es todo lo que tengo –dijo ella, después de mirarse y volverlo a mirar a él.


–Lo digo en serio, Paula, te queda muy bien.


–¿Cómo ha ido el parto? –preguntó ella, para cambiar de tema.


–Sin problemas. De hecho ha dado a luz en dos horas, una niña muy sana. Un poco por debajo de su peso, pero está bien.


–¿Entonces llevas todo este tiempo en el jacuzzi?


–Si fuera así –contestó él con una carcajada– estaría arrugado como una pasa. Y créeme, no lo estoy.


Una vez más ella quiso mirar bajo las profundidades del agua, encontrar un hueco entre las burbujas, encontrar el tatuaje y lo que había debajo. Pero se obligó a mantener la mirada en el rostro de Pedro.


–¿Cuánto tiempo llevas en casa?


–Lo suficiente para darme un baño rápido y después meterme aquí. Me quedé en el hospital hasta que se despidió de su hija.


–¿Se despidió?


–La ha dado en adopción.


A Paula se le partió el corazón; ella solo llevaba unos meses sin su hijo y aquello la destrozaba, así que no podía imaginarse entregar a un hijo para siempre.


–Seguro que ha sido una decisión difícil.


–Sí, pero ha sido por su bien. Quiere acabar el colegio y no tiene dinero porque sus padres la han echado. Pero tiene un familiar dispuesto a hacerse cargo de ella, pero no de su hija.


–Espero que encuentren una buena familia para el bebé.


–Yo también; es duro que no te quieran.


A Paula le extrañó que él dijera algo así cuando le había hablado con tanto cariño de su madre; le extrañó que hubiera sonado tan triste.


–Yo no lo sé. Parece que tengas experiencia.


–Bueno, mi madre era verdad que me quería, hasta que se casó con mi padrastro.


–No lo habías mencionado.


–Sí, el coronel.


–¿El hombre para el que trabajaba?


–Sí, y cuando se casaron me mandaron a un colegio interno. Esperaban que me conformara, que fuera lo que ellos quisieran, en el caso de él, blanco. No quedaría bien para un militar condecorado tener un mocoso pobre y multirracial, ¿verdad?


–Pero se apellidaba Alfonso.


–No, se apellidaba Burlington. Me adoptó, pero yo usé el apellido de mi padre en la Escuela de Medicina, y lo cambié legalmente una vez resuelto lo de su patrimonio.


–Siento que tuvieras que vivir así.


–A cambio tengo todo esto –dijo él, haciendo un gesto con la mano–. Me dejó todo su dinero y su rancho, que vendí enseguida. No quería tener recuerdos de él.


De nuevo las revelaciones de Pedro rompieron los esquemas de Paula. Aquel hombre era aún más enigmático de lo que creía. Entonces se le resbaló un tirante del bañador. Cuando se lo fue a subir, él la interrumpió.


–Déjalo.


Por algún motivo ella le hizo caso, a pesar de que el tirante caído le bajaba el escote y dejaba al aire la parte superior de los senos.


–Métete, Paula; no te voy a morder. Mucho.


Paula sospechó que le costaría más energía de la que poseía resistirse. Pero en aquel momento ya no deseaba luchar contra él. Estaba segura de que sabría guardar las distancias y mantenerse apegada a la realidad. Se quitó la toalla y se metió en el agua frente a Pedro. La piel lisa de este se veía azul por la luz. Pero él era oscuro y peligroso, la proverbial calma antes de la tormenta. Apoyó la cabeza atrás y cerró los ojos para borrar la imagen de Pedro. Pero entonces una mano le agarró la muñeca, haciéndole abrirlos y acelerándole el pulso. Lentamente el doctor le dio la vuelta y la colocó sobre él.


–Relájate –le susurró–, no voy a hacerte daño.


Pero Paula sabía que podía hacerlo, al menos emocionalmente. Aunque en aquel momento no le preocupaba, pues toda su atención se centraba en algo que sentía en la parte baja de la espalda. Y no tenía ninguna duda sobre qué era aquel «algo».


Él posó sus labios sobre el hombro desnudo de ella y los fue subiendo por el cuello. Ella tembló por la sensación y volvió a temblar cuando él le bajó el otro tirante y le acarició lo que asomaba de sus senos con los nudillos. Paula deseaba que continuara, quería más, pero él no siguió.


–Quítatelo –murmuró Pedro–. Te sentirás mejor.


Abandonando todo rastro de sentido común, Paula sacó los brazos de los tirantes y se bajó el bañador, dejando por completo los senos ante la vista y las manos del médico. 


Pero aun así él no la tocó, al menos de manera íntima.


Pero sí la abrazó, juntando las manos sobre sus senos. A Paula le maravilló el contraste de los tonos de piel; el suyo casi de marfil y el de él, de chocolate. Le maravilló su repentina desinhibición y su indescriptible necesidad de que la tocara.


Le flotaron las piernas y por lo que le pareció flotó ella entera. Esperó a que Pedro le terminara de quitar el bañador pero al ver que no lo hacía, se lo quitó ella y miró cómo se retorcía por la corriente.


–Mucho mejor. ¿No sientes más libertad? –le preguntó Pedro.


Paula tuvo que admitir que la sentía, igual que se sentía exaltada, descontrolada y necesitada. Entonces lo miró y vio brillar su pendiente de oro y sus ojos casi del mismo color. Sus rasgos fuertes y definidos por la luz reflejada de la superficie del agua la hipnotizaban, al igual que sus labios, cuyo contorno dibujaban las sombras de la noche.


Él se quedó observándola un rato; esperaba algo pero ella no podía saber qué era. No hizo el menor movimiento a pesar de que su mirada no abandonó la de ella.


Incapaz de aguantar más el suspenso, Paula le agarró la mandíbula y se acercó su boca a la de ella. Él la besó con fuerza, con ganas, una incursión lenta pero firme, seductora; entraba y salía, hasta que ella perdió la noción de tiempo, lugar o de propósito.


Un leve gemido trepó por su garganta y ella intentó detenerlo, pero no pudo. Tampoco pudo apaciguar las ansias. Entonces sintió su erección contra la espalda, mientras se le movían las caderas por la corriente. Le pareció el momento más erótico de su vida, al saber lo cerca que estaba de entregárselo todo, y al reconocer al fin una faceta sensual de ella misma que había aprendido a negar hacía mucho tiempo.


Pero cuando él le tocó un pecho, Paula se tensó, un acto reflejo que no pudo controlar. Él interrumpió el beso y le pasó el pulgar por los labios.


–¿Quieres esto, Paula?


–Sí.


Sentía que la iba a tratar con cuidado y cariño, con destreza. 


Y así fue, primero con un pequeño pellizco en un pezón y después en el otro. Sintió que se fundía con él y cerró los ojos, inmersa en sus caricias y con las ondas del agua.


La noche la envolvía como un manto tan confortable como el abrazo de Pedro y su tacto sedoso. Algo se rompió dentro de Paula, su miedo, sus preocupaciones. Todo lo que importaba era él y lo que le hacía sentir, la innegable pasión, el ansia que era tan extraña y al mismo tiempo tan bien recibida.


Como si se hubiera deshecho por completo del caparazón de soledad y celibato que había reinado su vida hasta el momento, le tomó la mano y se la llevó abajo. Él se detuvo bajo el ombligo y empezó a frotarla con los nudillos con un ritmo torturador.


–Dime lo que quieres, Paula –susurró.


–Tócame –dijo ella, que no quería pensar ni considerar lo que estaba a punto de suceder.


–¿Así? –le preguntó él mientras jugueteaba con los rizos que tenía ella entre las piernas y le tocaba la piel sensible en una caricia suave pero persistente.


–Sí.


Las palabras sensuales de Pedro bailaban en su cabeza como las burbujas sobre su cuerpo. Él la tocaba en lugares que ella había ignorado durante mucho tiempo. Entonces le introdujo un dedo de forma pausada.


El vapor se elevó sobre ella mientras Pedro la envolvía en una nube de deseo. La presión empezó a subir bajo los insistentes pellizcos, igual que su necesidad de resistirse por miedo a perderse completamente. Pero por mucho que luchara por prolongar su llegada, el clímax llegó con la fuerza de una tempestad, sacándole el aire de los pulmones y el razonamiento del cerebro. Sentía el pulso en los oídos y le temblaba todo el cuerpo. Entonces se sintió débil y satisfecha.


Pedro siguió jugando con ella un rato, siguió acariciándole el vello con manos suaves. Ella quería que la tocara otra vez, y otra, quería sentirlo dentro.


–¿Estás bien? –susurró él.


Estaba más que bien, y más que lista para continuar. Solo pudo asentir, acariciándose la mejilla contra la piel mojada y cálida del cuello de Pedro.


–Bien, así a lo mejor consigues dormir –dijo él, le levantó la cara, le besó los labios y se quitó de detrás–. Quédate todo el tiempo que quieras.


Cuando salió del jacuzzi, ella solo pudo quedarse mirándole el trasero bien esculpido, el cabello empapado por los hombros y la espalda brillante por la humedad. Y cuando se volvió, la evidencia de que aún estaba excitado llamó su atención antes de que se pusiera los vaqueros sin molestarse en secarse.


Se sentía acomplejada, sola, desnuda, con frío y confusa. Se cubrió el pecho con un brazo y con el otro buscó el traje de baño. Al no encontrarlo, decidió salir de la bañera y ponerse la toalla.


–¿Dónde vas? –preguntó, castañeteando los dientes, mientras se sentaba en el banco, incapaz de seguir de pie.


–A la cama.


–Pero yo…, tú…


–¿Yo qué?


–Pensé que terminaríamos esto.


–Esta noche no, Paula –dijo, y se puso la camiseta–. Esto ha sido por ti.


Entonces se arrodilló y le pescó el bañador, lo escurrió y se lo tiró, dándole con fuerza en los pies. Ella lo agarró y se puso de pie, intentando controlar su ira.


–O sea que estabas haciéndome un favor, ¿no? La pobre y desesperada Paula Chaves que no ha estado con un hombre en muchos años.


–¿No has estado?


–No, y no necesito favores –dijo ella, y le miró la entrepierna–. ¿Es algún tipo de examen de fuerza que te haces, o tienes intención de aliviarte tú solo?


Él se comió el espacio entre ambos en un par de zancadas, le agarró la mano y se la puso en la erección.


–Tengo intención de que me alivies tú pero solo cuando estés lista –dijo, y se alejó un paso.


–¿Otra vez volvemos a eso? –dijo ella, mirando al cielo–. He hecho lo que querías. He dicho tu nombre, varias veces. ¿Qué tengo que hacer ahora, recitar poesía?


–Tienes que aprender a confiar en mí. Tienes que creer que valgo lo suficiente como para hacer el amor conmigo de cualquier manera.


–¿Y yo no tengo nada que decir? ¿Haremos el amor cuando tú digas que ha llegado el momento?


–Haremos el amor cuando vengas a mí sin que yo te coaccione, ni un minuto antes.


Apagó los chorros y las luces del jacuzzi, se giró y se marchó corriendo, con Gaby siguiéndole los talones. El sonido de la puerta sacó a Paula de su trance. De repente sintió frío hasta la médula, y soledad. También se sintió decidida. Le parecía bien que Pedro quisiera jugar, pero ella no tenía por qué jugar con él. Y si esperaba que ella fuera a él, podía ir pensando en otra cosa.


No lo necesitaba, y aquello fue lo que se repitió una y otra vez toda la noche.