sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 14




Paula no podía dormir. A lo mejor era por estar en una casa extraña, en una cama extraña, o por estar sola otra vez.


Desde que había subido a acostarse, había estado escuchando por si oía llegar a Rio, pero nada, ni siquiera oyó a Gaby que, por lo que sabía, seguía fuera.


Se había ido a su habitación tras una exigua cena de atún y una hora de televisión. Ahora estaba sentada en la cama intentando leer, pero enseguida lo había abandonado por una glamorosa revista sobre las rupturas de celebridades ricas e indulgentes. Cansada de todo aquello, dejó la revista a un lado y miró al techo.


Pensó que a lo mejor se relajaba con otra ducha o un baño caliente. O quizá el jacuzzi. Como Pedro no estaba, pensó que podría meterse sin que nadie se enterase. Y si regresaba, Gaby la avisaría con tiempo suficiente para volver a la casa.


Se levantó de la cama y buscó el único bañador que tenía, negro y muy sencillo. Tomó una toalla y bajó las escaleras. 


Para asegurarse se asomó a la habitación de Pedro, cuya puerta estaba entreabierta. La cama estaba hecha, y su dueño ausente. Entonces encendió la luz. Le pareció una habitación muy masculina, desde la cama de pino macizo cubierta por sábanas negras y doradas hasta las elegantes alfombras. Tenía una zona para sentarse a la derecha, con varias mesas adornadas con vasijas de porcelana de diversas formas y tamaños y algunas esculturas. En la pared, sobre la chimenea de mármol negro, colgaba un calendario con la luna, el sol y las estrellas. Pero lo que más le llamó la atención fue el aroma embriagador de Pedro.


Se puso nerviosa por invadir la intimidad de este y salió del dormitorio para bajar hasta el jardín. No había luna y hacía frío, por lo que estuvo a punto de echarse hacia atrás, pero ya que había llegado hasta allí, decidió continuar. Cuando se le acostumbraron los ojos a la tenue luz, se dirigió al jacuzzi y se detuvo a unos pocos metros al divisar una figura oscura envuelta en sombras en el agua. Pedro.


–Parece que hemos tenido la misma idea –la paralizó la profunda voz del médico.


–No podía dormir, así que pensé que podría relajarme aquí, pero si estás tú…


–Hay sitio suficiente para los dos.


Aunque hubiera ocupado todo el jardín, Paula dudaba de que hubiera suficiente espacio para ella y Pedro Alfonso. No si quería mantenerse en guardia, con la cabeza alta y la ropa puesta.


–Ven conmigo –invitó él, con una voz tan seductora que prometía un placer inenarrable–. El agua está fantástica.


En aquel momento no era el agua su mayor preocupación, sino la presencia inesperada de Pedro. No se atrevía a dar un paso más; de hecho, no se atrevía a moverse. Pero al fin decidió que podía hacerlo y actuar como adultos si se quedaba un rato.


Se ató la toalla en el pecho y anduvo muy despacio. Logró bajar los escalones, pero no quitarle la vista de encima. La oscuridad no le permitía imaginar mucho más que la figura en tinieblas, lo cual, pensó, era bueno, ya que se dio cuenta de que Pedro había dejado su ropa al borde en una esquina, y sospechó que era toda la ropa.


Aún con la toalla enrollada, se sentó en el borde opuesto a él con los pies en el agua.


–Vaya, está mucho más caliente de lo que pensaba.


–Acaba de subir unos grados la temperatura –repuso él, mostrando los dientes al sonreír en la oscuridad–; entre otras cosas.


Paula no quiso mirar, pero lo hizo, aunque por suerte no vio nada. Entonces él se estiró hacia atrás y encendió la luz. 


Los chorros de agua tomaron vida, poniendo en marcha una espumosa cantidad de burbujas así como el pulso de Paula. Ella miró hacia otro lado, temerosa de ver algo que no quería; es decir, todo el cuerpo de Pedro, que ahora estaba reclinado en una esquina.


–¿Te vas a meter, Paula, o te vas a quedar ahí sentada hasta hacerte un cubito de hielo?


–Hace un poco de frío –contestó ella, que sentía escalofríos de verle el torso desnudo.


–Aquí se está muy bien –contestó él–. Bonito bañador.


–Es todo lo que tengo –dijo ella, después de mirarse y volverlo a mirar a él.


–Lo digo en serio, Paula, te queda muy bien.


–¿Cómo ha ido el parto? –preguntó ella, para cambiar de tema.


–Sin problemas. De hecho ha dado a luz en dos horas, una niña muy sana. Un poco por debajo de su peso, pero está bien.


–¿Entonces llevas todo este tiempo en el jacuzzi?


–Si fuera así –contestó él con una carcajada– estaría arrugado como una pasa. Y créeme, no lo estoy.


Una vez más ella quiso mirar bajo las profundidades del agua, encontrar un hueco entre las burbujas, encontrar el tatuaje y lo que había debajo. Pero se obligó a mantener la mirada en el rostro de Pedro.


–¿Cuánto tiempo llevas en casa?


–Lo suficiente para darme un baño rápido y después meterme aquí. Me quedé en el hospital hasta que se despidió de su hija.


–¿Se despidió?


–La ha dado en adopción.


A Paula se le partió el corazón; ella solo llevaba unos meses sin su hijo y aquello la destrozaba, así que no podía imaginarse entregar a un hijo para siempre.


–Seguro que ha sido una decisión difícil.


–Sí, pero ha sido por su bien. Quiere acabar el colegio y no tiene dinero porque sus padres la han echado. Pero tiene un familiar dispuesto a hacerse cargo de ella, pero no de su hija.


–Espero que encuentren una buena familia para el bebé.


–Yo también; es duro que no te quieran.


A Paula le extrañó que él dijera algo así cuando le había hablado con tanto cariño de su madre; le extrañó que hubiera sonado tan triste.


–Yo no lo sé. Parece que tengas experiencia.


–Bueno, mi madre era verdad que me quería, hasta que se casó con mi padrastro.


–No lo habías mencionado.


–Sí, el coronel.


–¿El hombre para el que trabajaba?


–Sí, y cuando se casaron me mandaron a un colegio interno. Esperaban que me conformara, que fuera lo que ellos quisieran, en el caso de él, blanco. No quedaría bien para un militar condecorado tener un mocoso pobre y multirracial, ¿verdad?


–Pero se apellidaba Alfonso.


–No, se apellidaba Burlington. Me adoptó, pero yo usé el apellido de mi padre en la Escuela de Medicina, y lo cambié legalmente una vez resuelto lo de su patrimonio.


–Siento que tuvieras que vivir así.


–A cambio tengo todo esto –dijo él, haciendo un gesto con la mano–. Me dejó todo su dinero y su rancho, que vendí enseguida. No quería tener recuerdos de él.


De nuevo las revelaciones de Pedro rompieron los esquemas de Paula. Aquel hombre era aún más enigmático de lo que creía. Entonces se le resbaló un tirante del bañador. Cuando se lo fue a subir, él la interrumpió.


–Déjalo.


Por algún motivo ella le hizo caso, a pesar de que el tirante caído le bajaba el escote y dejaba al aire la parte superior de los senos.


–Métete, Paula; no te voy a morder. Mucho.


Paula sospechó que le costaría más energía de la que poseía resistirse. Pero en aquel momento ya no deseaba luchar contra él. Estaba segura de que sabría guardar las distancias y mantenerse apegada a la realidad. Se quitó la toalla y se metió en el agua frente a Pedro. La piel lisa de este se veía azul por la luz. Pero él era oscuro y peligroso, la proverbial calma antes de la tormenta. Apoyó la cabeza atrás y cerró los ojos para borrar la imagen de Pedro. Pero entonces una mano le agarró la muñeca, haciéndole abrirlos y acelerándole el pulso. Lentamente el doctor le dio la vuelta y la colocó sobre él.


–Relájate –le susurró–, no voy a hacerte daño.


Pero Paula sabía que podía hacerlo, al menos emocionalmente. Aunque en aquel momento no le preocupaba, pues toda su atención se centraba en algo que sentía en la parte baja de la espalda. Y no tenía ninguna duda sobre qué era aquel «algo».


Él posó sus labios sobre el hombro desnudo de ella y los fue subiendo por el cuello. Ella tembló por la sensación y volvió a temblar cuando él le bajó el otro tirante y le acarició lo que asomaba de sus senos con los nudillos. Paula deseaba que continuara, quería más, pero él no siguió.


–Quítatelo –murmuró Pedro–. Te sentirás mejor.


Abandonando todo rastro de sentido común, Paula sacó los brazos de los tirantes y se bajó el bañador, dejando por completo los senos ante la vista y las manos del médico. 


Pero aun así él no la tocó, al menos de manera íntima.


Pero sí la abrazó, juntando las manos sobre sus senos. A Paula le maravilló el contraste de los tonos de piel; el suyo casi de marfil y el de él, de chocolate. Le maravilló su repentina desinhibición y su indescriptible necesidad de que la tocara.


Le flotaron las piernas y por lo que le pareció flotó ella entera. Esperó a que Pedro le terminara de quitar el bañador pero al ver que no lo hacía, se lo quitó ella y miró cómo se retorcía por la corriente.


–Mucho mejor. ¿No sientes más libertad? –le preguntó Pedro.


Paula tuvo que admitir que la sentía, igual que se sentía exaltada, descontrolada y necesitada. Entonces lo miró y vio brillar su pendiente de oro y sus ojos casi del mismo color. Sus rasgos fuertes y definidos por la luz reflejada de la superficie del agua la hipnotizaban, al igual que sus labios, cuyo contorno dibujaban las sombras de la noche.


Él se quedó observándola un rato; esperaba algo pero ella no podía saber qué era. No hizo el menor movimiento a pesar de que su mirada no abandonó la de ella.


Incapaz de aguantar más el suspenso, Paula le agarró la mandíbula y se acercó su boca a la de ella. Él la besó con fuerza, con ganas, una incursión lenta pero firme, seductora; entraba y salía, hasta que ella perdió la noción de tiempo, lugar o de propósito.


Un leve gemido trepó por su garganta y ella intentó detenerlo, pero no pudo. Tampoco pudo apaciguar las ansias. Entonces sintió su erección contra la espalda, mientras se le movían las caderas por la corriente. Le pareció el momento más erótico de su vida, al saber lo cerca que estaba de entregárselo todo, y al reconocer al fin una faceta sensual de ella misma que había aprendido a negar hacía mucho tiempo.


Pero cuando él le tocó un pecho, Paula se tensó, un acto reflejo que no pudo controlar. Él interrumpió el beso y le pasó el pulgar por los labios.


–¿Quieres esto, Paula?


–Sí.


Sentía que la iba a tratar con cuidado y cariño, con destreza. 


Y así fue, primero con un pequeño pellizco en un pezón y después en el otro. Sintió que se fundía con él y cerró los ojos, inmersa en sus caricias y con las ondas del agua.


La noche la envolvía como un manto tan confortable como el abrazo de Pedro y su tacto sedoso. Algo se rompió dentro de Paula, su miedo, sus preocupaciones. Todo lo que importaba era él y lo que le hacía sentir, la innegable pasión, el ansia que era tan extraña y al mismo tiempo tan bien recibida.


Como si se hubiera deshecho por completo del caparazón de soledad y celibato que había reinado su vida hasta el momento, le tomó la mano y se la llevó abajo. Él se detuvo bajo el ombligo y empezó a frotarla con los nudillos con un ritmo torturador.


–Dime lo que quieres, Paula –susurró.


–Tócame –dijo ella, que no quería pensar ni considerar lo que estaba a punto de suceder.


–¿Así? –le preguntó él mientras jugueteaba con los rizos que tenía ella entre las piernas y le tocaba la piel sensible en una caricia suave pero persistente.


–Sí.


Las palabras sensuales de Pedro bailaban en su cabeza como las burbujas sobre su cuerpo. Él la tocaba en lugares que ella había ignorado durante mucho tiempo. Entonces le introdujo un dedo de forma pausada.


El vapor se elevó sobre ella mientras Pedro la envolvía en una nube de deseo. La presión empezó a subir bajo los insistentes pellizcos, igual que su necesidad de resistirse por miedo a perderse completamente. Pero por mucho que luchara por prolongar su llegada, el clímax llegó con la fuerza de una tempestad, sacándole el aire de los pulmones y el razonamiento del cerebro. Sentía el pulso en los oídos y le temblaba todo el cuerpo. Entonces se sintió débil y satisfecha.


Pedro siguió jugando con ella un rato, siguió acariciándole el vello con manos suaves. Ella quería que la tocara otra vez, y otra, quería sentirlo dentro.


–¿Estás bien? –susurró él.


Estaba más que bien, y más que lista para continuar. Solo pudo asentir, acariciándose la mejilla contra la piel mojada y cálida del cuello de Pedro.


–Bien, así a lo mejor consigues dormir –dijo él, le levantó la cara, le besó los labios y se quitó de detrás–. Quédate todo el tiempo que quieras.


Cuando salió del jacuzzi, ella solo pudo quedarse mirándole el trasero bien esculpido, el cabello empapado por los hombros y la espalda brillante por la humedad. Y cuando se volvió, la evidencia de que aún estaba excitado llamó su atención antes de que se pusiera los vaqueros sin molestarse en secarse.


Se sentía acomplejada, sola, desnuda, con frío y confusa. Se cubrió el pecho con un brazo y con el otro buscó el traje de baño. Al no encontrarlo, decidió salir de la bañera y ponerse la toalla.


–¿Dónde vas? –preguntó, castañeteando los dientes, mientras se sentaba en el banco, incapaz de seguir de pie.


–A la cama.


–Pero yo…, tú…


–¿Yo qué?


–Pensé que terminaríamos esto.


–Esta noche no, Paula –dijo, y se puso la camiseta–. Esto ha sido por ti.


Entonces se arrodilló y le pescó el bañador, lo escurrió y se lo tiró, dándole con fuerza en los pies. Ella lo agarró y se puso de pie, intentando controlar su ira.


–O sea que estabas haciéndome un favor, ¿no? La pobre y desesperada Paula Chaves que no ha estado con un hombre en muchos años.


–¿No has estado?


–No, y no necesito favores –dijo ella, y le miró la entrepierna–. ¿Es algún tipo de examen de fuerza que te haces, o tienes intención de aliviarte tú solo?


Él se comió el espacio entre ambos en un par de zancadas, le agarró la mano y se la puso en la erección.


–Tengo intención de que me alivies tú pero solo cuando estés lista –dijo, y se alejó un paso.


–¿Otra vez volvemos a eso? –dijo ella, mirando al cielo–. He hecho lo que querías. He dicho tu nombre, varias veces. ¿Qué tengo que hacer ahora, recitar poesía?


–Tienes que aprender a confiar en mí. Tienes que creer que valgo lo suficiente como para hacer el amor conmigo de cualquier manera.


–¿Y yo no tengo nada que decir? ¿Haremos el amor cuando tú digas que ha llegado el momento?


–Haremos el amor cuando vengas a mí sin que yo te coaccione, ni un minuto antes.


Apagó los chorros y las luces del jacuzzi, se giró y se marchó corriendo, con Gaby siguiéndole los talones. El sonido de la puerta sacó a Paula de su trance. De repente sintió frío hasta la médula, y soledad. También se sintió decidida. Le parecía bien que Pedro quisiera jugar, pero ella no tenía por qué jugar con él. Y si esperaba que ella fuera a él, podía ir pensando en otra cosa.


No lo necesitaba, y aquello fue lo que se repitió una y otra vez toda la noche.



1 comentario:

  1. Ahhhhhhhhh, no te la puedo creer que la vaya a dejar en ese estado jajajajajaja. Espectacular esta historia

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