sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 13





Paula miró con los ojos muy abiertos una habitación que tenía todos los recreativos de interior que se pudiera imaginar, incluida una canasta en una esquina, una mesa de billar en el centro y juegos recreativos alineados en la pared. 


Lo único que sonaba a adulto era una barra que recordaba a una taberna, con un espejo al fondo, estantes repletos de licores y vasos de todas las formas y tamaños.


–Esto antes era un comedor formal.


–Parece lo suficientemente grande para ser un salón de baile.


–Es cierto. La habitación no tenía nada cuando compré la casa, así que lo convertí en salón de juegos.


A Paula le parecía que Pedro Alfonso era un niño jugando a ser adulto, médico conservador de día y adolescente aventurero de noche. Ya conocía a los de su clase; de hecho había estado casada con uno, así que sabía que era la clase de hombre que debía evitar a toda costa.


Pero en aquel momento no podía evitarlo, pues la estaba agarrando de la mano, como si esperara su aprobación por un trabajo bien hecho. Y estaba arrebatadoramente atractivo. Se soltó y fue a la mesa de billar, de madera tallada, obviamente cara, quizá incluso una antigüedad, y aparentemente cinco veces más cara que su coche. Lo miró y vio en él una expresión de orgullo.


–Muy interesante, doctor. ¿A esto es a lo que te dedicas en tu tiempo libre cuando no estás en el jacuzzi?


–Sí, me ayuda a relajarme –dijo, y levantó una ceja–. ¿Te interesa algún juego?


–¿Qué juego?


–Elige –dijo él, mostrándole toda la habitación–, aunque yo estaba pensando en el billar.


–Oh, no sé, hace tanto tiempo… Nunca he sido muy buena –dijo, mientras para sus adentros pensaba que nunca había sido tan buena como su padre, pero definitivamente no se le daba mal.


–Jugaré suavemente –dijo él, con voz melosa, hipnótica, que le hizo a Paula pensar en que le hiciera el amor también suavemente.


Intuyó que lo haría tomándose su tiempo, usando sus manos habilidosas, sus labios… Se alarmó por estar pensando tales cosas, pero no podía negar que Pedro era el hombre de sus fantasías. Entonces decidió que no había nada malo en tener fantasías, siempre que no permitiera que estas se tornaran realidad.


Pedro se colocó en el otro extremo de la mesa, sacó las bolas y las puso sobre el fieltro. Las colocó y fue por los tacos que colgaban del único espacio vacío de la pared.


–¿Exactamente cuánta experiencia tienes?


–Como ya te he dicho, hace mucho que no juego.


–Entonces te dejaré romper.


Decidida a centrarse en el juego, relajó los brazos, fue al extremo de la mesa y estudió el ángulo de tiro.


–¿Está bien así? –preguntó, fingiendo ignorancia.


–Diría que sí.


Pedro no parecía estar mirando la bola ni el taco. Más bien le miraba el escote, ligeramente abierto por su posición agachada. Normalmente Paula lo habría reprendido, se habría abrochado la camisa hasta el cuello y lo habría fulminado con la mirada. Pero no se sentía en absoluto normal. Se sentía perversa y disfrutaba del poder que parecía ejercer sobre él en aquel momento.


–Todo tuyo –dijo él al fin, mientras retiraba el triángulo.


Paula meditó un poco y le dio a la bola blanca haciéndole botar dos veces antes de caer cerca del resto de las bolas.


–A lo mejor no sujetas bien el taco.


Pedro se tomó su tiempo en ir al otro lado de la mesa, pero no dudó en colocarse detrás de Paula y abrazarla, y en colocarle la mano al final del taco. Ella tenía toda la confianza del mundo en cómo sujetar un taco, pero no tenía ni idea de cómo manejar la proximidad de él y mantenerse lo suficientemente compuesta para seguir jugando. Sentía su calor en la espalda, duro, masculino, que la embriagaba como si hubiera vaciado la barra de un bar.


Sintió su aliento en el rostro y después una llama que le recorría todo el cuerpo. Olía a incienso, picante, exótico y tentador. Paula siguió fingiendo no saber, siguió jugando a un juego en que las apuestas eran muy altas y en que el precio era perder el sentido común si no tenía cuidado.


–Agárralo con fuerza –le aconsejó él con voz cálida y melosa, seductoramente sexy.


–Lo intentaré –dijo ella, aunque lo dudaba.


Sentirlo detrás la hacía perder el control por completo. 


Parecía una mujer en una situación desesperada, envuelta en los brazos fuertes de un hombre-niño con demasiado encanto y los medios de hacerla temblar.


Con la ayuda de Pedro, que en realidad no necesitaba, rompió el saque, y esparció de forma efectiva las bolas sobre la verde superficie, del mismo modo que se desparramó su compostura en presencia de él. Para su desagrado y a la vez su alivio, él se estiró y se alejó de ella; tenía una expresión de seguridad en sí mismo.


–No tienes que acertar a la primera.


Paula sonrió para sí, pensando en lo poco que sabía él. 


Pero decidió que la farsa ya había terminado y empezaba la competición. Se inclinó sobre la mesa, mientras intentaba no hacer caso del escrutinio de Pedro.


–La bola doce al agujero de la esquina –dijo Paula, y lo hizo.


Y volvió a hacerlo una y otra vez. Sin apenas esfuerzo limpió la mesa de todas las bolas rayadas.


–Bueno, doctor –dijo al fin, descarada y satisfecha–, ¿quieres dar algún toque antes de que meta la bola ocho?


–Serás bruja –respondió él, con sonrisa sexy y siniestra–. ¿Dónde aprendiste a jugar así?


–De mi padre.


–Te enseñó bien.


–La verdad es que sí. De hecho se ganaba la vida como profesor, de inglés. Igual que mi madre.


–¿Todavía jugáis los dos?


–Murió cuando yo iba a la universidad.


–Lo siento.


–Yo también, pero la verdad es que vivió una vida completa. Solo me habría gustado que hubiera conocido a su nieto.


Pedro dejó el taco sin molestarse en tirar, pero desde luego hizo mella en la determinación de Paula cuando se acercó a ella, le quitó el taco que dejó junto al suyo, y le acarició la mejilla con los nudillos.


–No recuerdo haber tenido ningún profesor que fuera un lince en el billar. Pero tampoco recuerdo que ninguna de sus hijas tuviera un aspecto como el tuyo.


Paula se separó de él y anduvo a zancadas al otro extremo de la habitación, hasta llegar a un montaje de tren, con hasta el más mínimo detalle, con sus árboles y sus casitas. Se agachó y observó con detenimiento el túnel al pie de una montaña arbolada.


–A Jose le encantaría esto. El tren que le regalé era de plástico barato.


Escuchó un ruido y al levantar la mirada vio a Pedro metiendo todas las bolas en los agujeros. Tenía la camiseta un poco levantada, lo cual dejaba entrever su piel dorada y marcaba sus definidos músculos. El pelo le tapaba un poco el rostro al agacharse, pero a Paula no le importó, pues ya la conocía de memoria.


–Cuando era pequeño solía mirar un montaje muy completo en el escaparate de una tienda de trenes –comentó, metió una bola y se incorporó–. Esperé muchos años para poder tener uno.


–¿Cuántos años tienes exactamente?, si no te importa que te lo pregunte –le dijo, buscando algo sencillo de qué hablar al sentirlo detrás de ella.


–¿Literalmente? –preguntó él, mientras encendía el motor–. Treinta y tres.


–¿Y cuántos te gustaría tener? –siguió preguntando ella, concentrada en la maqueta.


–Depende. Aquí vuelvo a tener trece. En el mundo real tengo que ser un adulto.


–Pues te llevo un año.


–¿Solo tienes catorce?


–Ja, ja –contestó ella, volviéndose con una sonrisa–. Treinta y cuatro, y medio.


Él se acercó más a ella, y pareció absorber el aire que había entre ellos.


–Una mujer mayor, intrigante. Pareces mucho más joven, no catorce, pero yo te echaba menos de treinta.


–A veces me siento una anciana.


–Estás radiante –dijo él, acariciándole la mejilla mientras observaba su cara sonrojada.


Paula se estaba perdiendo, perdiendo su voluntad de resistirse a él. Sabía que no era sensato, pero el razonamiento no estaba en su mente en aquellos momentos. 


Pedro sí que lo estaba, con su mirada penetrante y una sonrisa que desde luego no era la de un niño.


–¿Así que no te gusta ser adulto?


–No hay nada malo en ser un hombre cuando las circunstancias lo requieren.


Pedro paró el tren, dejando la habitación en silencio. 


Entonces se acercó más a ella y le tapó la boca con un beso que podía haber hecho temblar las vías, las paredes, y que podía hacer a Paula caer en la inconsciencia. Y lo hizo. Su lengua, el calor abrasador de su cuerpo, la fuerza de sus manos firmes que le recorrían la espalda y se detenían en sus caderas, tuvieron en ella el efecto de un encantamiento, un hechizo del que no habría podido escapar aunque de ello hubiera dependido su propia vida.


Ella le rodeó el cuello y le exploró el pelo negro y sedoso con las manos. El deseo avanzaba a medida que sus preocupaciones se retraían. Bajo la experta orientación de Pedro Alfonso, se olvidó de tener miedo de querer.


De repente Pedro se movió y la llevó quién sabía a dónde. 


Quizás a un lugar de ensueño construido por él, como el dios mitológico del que le había hablado, un dios del sol que había creado una tea mientras él movía la boca suave pero firmemente sobre la de ella. Paula supo instintivamente que podría llevarla a lugares desconocidos para ella, si se lo permitía.


Entonces sintió que el borde de una mesa le golpeó la cadera, y supo que era la de billar, aunque no importaba. Lo único que tenía en la cabeza en aquel momento era Pedro y lo que este le estaba haciendo a su cuerpo y a su mente.


Este le recorrió el cuello con los labios, dejando una estela de hormigueos. Entonces le desabrochó los botones de la blusa muy despacio, permitiendo que el aire le refrescara la piel ardiente. Pero el calor volvió cuando le besó los senos erectos.


–¿Me quiere usted? –preguntó de repente él.


–Sí.


–Diga mi nombre –ordenó él en voz baja y persuasiva.


–¿Qué? –preguntó ella, que entendía español pero no aquella petición.


–Di mi nombre.


Ella lo gritó en la mente, pero temía formar la palabra en los labios. Si prescindía de la formalidad, temía que ya no fuera más el doctor esquivo. Si permitía que continuara aquel asalto glorioso a sus sentidos, aquel preludio del placer, estaba convencida de que podía convertirse en su amante. Y una vez más se haría vulnerable a un hombre que en absoluto necesitaba.


Pero necesitaba el contacto físico, sentirse deseada, satisfacer ansias que hacía mucho que había apartado de su vida, perderse en los brazos de un hombre que se llamaba «Pedro», un hombre terriblemente seductor que prometía llevarla a territorio inexplorado.


Dudó un momento más, buscando en los ojos de él una razón para parar. Pero no vio más que preguntas y desilusión.


–Me prometí que no lo haría –se detuvo de repente él.


–¿Que no harías qué?


–Presionarte.


–No me has presionado; yo he dejado que ocurriera.


–No estás preparada –aseguró él, mirándola al fin.


–¿Cómo puedes decir eso? –preguntó ella, que se sentía más que preparada.


–Porque no puedes decir mi nombre. Y no voy a hacer el amor con una mujer que me llama doctor.


Pedro–dijo ella, con las manos en jarras y olvidando la camisa abierta–, ahí lo tienes. ¿Estás contento ahora?


–Sí, lo has dicho, pero no querías –replicó él con media sonrisa.


–No entiendo nada en absoluto.


–Lo entiendes, pero no lo reconocerás.


–Olvídalo –dijo ella, abrochándose la camisa con manos temblorosas–; de todas formas ha sido un error. Todo.


–¿En serio, mi amante?


–No soy tu amante, ¿recuerdas?


–Lo serás, Paula –afirmó él, con una mirada que podía derretir la mesa de billar–, cuando estés lista.


–Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?


–Puedes mentirte –dijo él cruzando los brazos–. Puedes fingir que no hay nada entre nosotros. Pero yo no puedo mentir; sé lo que siento cuando te abrazo y no es poca cosa.


Paula se preguntó entonces por qué no se habría quedado en Nochevieja en su destartalado apartamento. Se sentía cómoda con su existencia, con su celibato y sus elecciones. 


Y le molestaba que hubiera tenido que llegar él para interrumpir su vida, un hombre que la hacía arder, desear, que le hacía darse cuenta de que poseía deseos insospechados.


El sonido del teléfono la sobresaltó.


–Doctor Alfonso. De acuerdo, voy para allá –contestó Pedro–. Tengo que irme al hospital.


–Creía que no estabas de guardia –repuso ella, que ya lo estaba echando de menos, lo cual le molestaba bastante.


–No lo estoy, pero es un caso especial. Primer hijo, dieciséis años; está asustada. Su novio no ha aparecido y quiere que yo la asista.


–Supongo que te necesita –dijo ella, cuya admiración hacia él creció más de lo que creía capaz.


–Sí. Es agradable sentir que alguien lo hace de vez en cuando.


Sonó casi triste, y tan solitario como Paula se sentía la mayor parte del tiempo. Se detuvo en la puerta antes de salir.


–Siéntete como en casa. Puedes calentar una cacerola de la nevera para la cena. Me la dejó la asistenta.


–Lo haré –dijo, y sintió que necesitaba decirle algo, pero no sabía qué–. ¿Pedro?


–¿Sí? –respondió él con sonrisa de satisfacción.


–Como es primeriza puede que tardes, así que quería darte las buenas noches y agradecerte todo. Espero que puedas dormir.


–¿Dormir? –dijo él, apoyándose en el marco de la puerta–. Ni en un millón de años.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 12





–Tienes una fuente en la piscina.


–¿Una piscina, en serio? No me había dado cuenta. Debería salir al jardín más a menudo.


Pedro no pudo evitar meterse con ella un poco. Se terminó el sándwich y se volvió a sentar en la silla, disfrutando de ver a Paula mirar extasiada por la ventana. Observó sus rizos oscuros y su mano apoyada en el cristal, con las uñas cortas y cuidadas.


Le gustó, pues pensaba que las uñas largas implicaban arañazos difíciles de esconder tras hacer el amor. Luego se preguntó por qué estaba pensando en que aquello fuera a ocurrir entre ellos, pero algo le decía que iba a pasar. La tensión física entre ellos iba tomando fuerza, se avecinaba como una tormenta de verano, aunque ella no lo reconocería, al menos por el momento.


Pedro se levantó de la mesa y fue junto a ella, pero sin pegarse demasiado, consciente de que probablemente la paciencia sería la mejor forma de manejar lo que había entre ellos, lo que ocurría desde Nochevieja. Aunque la paciencia era algo casi desconocido para él; era de los que iba siempre con los pies por delante y preguntaba después. Pero en aquel caso no era una buena idea. Miró al jardín, donde estaba tumbada Gaby con un hueso.


–Hay un pequeño jacuzzi en la esquina de la piscina, con sitio para tres.


–¿Para ti, Gaby y tu novia del momento?


–¿Estás intentando que te cuente mi vida privada, Paula?


–No es asunto mío –dijo ella, acercándose aunque manteniendo la distancia–, pero supongo que ya habrás tenido a alguna mujer en tu jacuzzi.


–He estado muy ocupado últimamente como para utilizarlo –contestó él, que lo había hecho hacía mucho–. Pero hoy no lo estoy, ¿te apetece?


–¿Estás loco? Si hace cuatro grados.


–Por eso es un jacuzzi; tiene agua caliente.


–Además aún es de día.


Él colocó una mano en el cristal tras la cabeza de Paula, acercó la cabeza y bajó la voz.


–¿Eres tímida, Paula Chaves?


–Soy madre, por amor de Dios.


–¿Y las madres no pueden meterse en un jacuzzi?


–Las madres no tienen el cuerpo de una veinteañera. Por lo menos esta no lo tiene.


Él se permitió recorrer con la mirada el esbelto cuerpo de Paula, recreándose en ciertas zonas. Deseaba hacer lo mismo con las manos.


–Tengo serias dudas.


–Pues estás seriamente equivocado –aseguró ella, avergonzada–. Además, no tengo ningún bañador decente.


–¿Quién ha hablado de bañador?


–¿Qué hay en ese edificio de ahí? –preguntó ella, volviéndose a la ventana.


–Es un cobertizo con un garaje. Ahí guardo mi moto.


–¿Qué moto?


–Una Harley.


–Tienes una moto y una mansión. Yo diría que eres la contradicción personificada.


–¿Eso es un problema?


–En realidad no. Es solo que no eres en absoluto como pensé que serías. Al menos al principio.


–¿Y cómo creías que era?


–El típico macho. Me sorprende tu generosidad, pero también tu amor hacia las cosas materiales.


Él dio un paso atrás, lleno de culpa, regresó a la mesa y se volvió a sentar.


–Ya he oído eso antes, eso de que el amor por el dinero es la raíz de todos los males. Pero cuando no lo has tenido, el dinero no es algo tan malo. Supongo que tú ya lo sabes.


–Lo sé –contestó ella, y se sentó frente a él, mirándolo con sus ojos azules–. Entiendo que no tuviste mucho cuando creciste.


–Apenas tenía nada. Mis padres eran emigrantes granjeros, siempre en busca del siguiente trabajo. Cuando mi padre murió, mi madre se trasladó de California a Texas. Trabajaba recolectando fruta durante la temporada y como empleada de hogar el resto del año –explicó, sin añadir que también era comadrona por las noches.


–¿Qué le pasó a tu padre?


Pedro no le gustaba revolver en el pasado, pero ya se había abierto a las preguntas de Paula.


–Un accidente laboral relacionado con algún tipo de maquinaria. No sé muchos detalles.


–Lo siento –dijo ella, con sinceridad.


–No lo sientas, apenas me acuerdo de él. Yo era muy pequeño.


–¿Y qué hizo que te decidieras por la medicina?


–Mi madre trabajaba para un coronel retirado –empezó él, que decidió acortar una larga historia–. Él sabía que me interesaba la medicina, así que, como no tenía hijos, me acogió.


–¿Te metió en una Escuela de Medicina? –preguntó ella, acercándose.


–Sí –respondió él, pensando para sus adentros que también le había llevado al infierno–, pero también me metió en un internado al cumplir los dieciséis. Lo odiaba. Me hicieron cortarme el pelo y me robaron mi herencia para que me adaptara. Llevo el pelo largo desde entonces.


–Tu cultura es muy importante para ti, ¿verdad?


–Algunos aspectos sí; otros no.


–Pero crees en tu… ¿Cómo era?


–Mi onen. Es mitología maya. El dios sol es un jaguar, y prevé la llegada de extraños.


–¿De extraños?


–Sí. Yo creo que mi madre lo eligió por nacer en los Estados Unidos, aunque ella juraba que lo había soñado, pero a mí me cuesta creerlo.


Nunca había creído mucho en los sueños hasta conocer a Paula Chaves y que esta se metiera en los suyos. Sueños surrealistas, sueños sexuales.


Pero entonces pensó que quizá su madre había acertado al darle su onen. Paula había entrado en su vida siendo una extraña, con una total entrega hacia su hijo y una fuerte convicción por la ética de su trabajo. La madre perfecta, una mujer que merecía un hombre considerado que cumpliera todas sus expectativas, algunas de las cuales él estaba dispuesto a ofrecer, pero de otras no estaba tan seguro.


De repente se preguntó si aquella sería la mujer de la que le había hablado su madre, la extraña que cambiaría su vida a mejor. Pero él no creía en el amor, y no deseaba sentar la cabeza y adaptarse a lo que la sociedad dictaba, una licencia matrimonial y los típicos dos hijos.


Paula seguía en silencio, con la cabeza apoyada en los brazos y la mirada perdida.


–Estás pensando en tu hijo, ¿verdad?


–La verdad es que sí –contestó ella, sobresaltada.


–¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?


–Hace dos días –respondió–, cuando le conté a mi madre que me mudaba.


–Supongo que le resulta muy duro vivir lejos de ti.


–Sí –dijo ella con sonrisa triste–. Es duro para los dos, pero es un niño muy fuerte.


–¿Fue un divorcio difícil? –preguntó Pedro, que quería saber más sobre ella.


–En cierto modo, sí. Sobre todo para Jose, aunque tampoco es que tuviera una buena relación con su padre.


–Entonces, ¿su padre ha desaparecido de su vida?


–Totalmente. Ni siquiera sé dónde está. Claro que tampoco es que me interese mucho.


–¿Jose pregunta por él?


–A veces, pero, igual que tú, era muy pequeño como para recordar mucho a su padre. Jose es lo mejor que saqué de ese matrimonio.


–Llámalo ahora.


–¿Estás seguro? –preguntó ella, sorprendida y al mismo tiempo agradecida.


–Claro, seguro.


–Me gustaría, pero insisto en pagarte…


–Olvídalo. Solo llama a tu hijo –insistió él.


Ella se levantó corriendo y fue a zancadas al teléfono. Él pensó en marcharse para darle intimidad, pero por algún motivo no lo hizo.


–Jose, soy mamá –la oyó, y vio que se le iluminó el rostro–. ¿Estás jugando con tu trenecito? Qué bien, me alegro de que te guste.


Pedro miraba a Paula con el rabillo del ojo mientras recogía los platos. Esta jugaba con el cable, enrollándoselo en el dedo, se llevaba la mano a la cara de vez en cuando y en alguna ocasión se cubrió la boca. Pedro se dio cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas no llorar, y deseó poder hacer algo por evitarlo, por quitarle sus problemas, aunque fuera solo por un rato.


Al fin Paula colgó.


–Ven, quiero enseñarte algo.


–¿Dónde me llevas?


–Es una sorpresa.


–No será al jacuzzi.


–No, quiero enseñarte mi sitio preferido.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 11




El día de la mudanza Paula llevó sus pocas posesiones y muchísimos recelos. Estar cerca de él amenazaba a su sentido común, descubría anhelos latentes que prefería que permanecieran ocultos y le recordaba que tenía necesidades femeninas básicas. Pero pensaba que tenía que hacerlo por Jose.


Se repitió esto último una y otra vez mientras esperaba cargada de perchas con ropa en el porche de Pedro a que este abriera la puerta. Iba vestido con unos vaqueros hechos jirones y una chaqueta de cuero, y se había sujetado el pelo en una media coleta, dejando suelto el resto. Parecía el sueño de cualquier mujer, igual que su residencia.


Paula había oído hablar del barrio del Rey Guillermo, pero no podía compararse a verlo en su esplendor. La casa, muy bien mantenida, recordaba a un caserón inglés, preciosa y mucho más grande que cualquier casa en la que ella hubiera vivido en sus treinta y cuatro años. Al contrario que en su vecindario, en aquella zona no había coches ruidosos ni música ensordecedora, ni personajes amenazadores ni actividad criminal.


–Tengo que decirte una cosa.


Aquello atrajo la atención de Paula hacia Pedro, que tenía la mano en el picaporte y una caja bajo el brazo, pero ninguna expresión que mostrara a qué se refería. Ella se apartó un poco del porche para mirar la fachada de abajo hacia arriba hasta el tercer piso.


–Déjame adivinar, vives en una comuna.


–No, pero sí tengo una compañera de piso.


–Tenías que habérmelo dicho antes de que aceptara venir.


–No quería darte ningún motivo para cambiar de opinión. Además, creo que os llevaréis bien. Gaby es fantástica –dijo él lleno de orgullo y cariño.


–¿Y qué opina de que me venga a vivir aquí? –preguntó Paula, intentando ocultar su frustración.


–Aún no se lo he dicho –respondió él con una sonrisa que mostraba todos los dientes.


–¿No se lo has dicho? –repitió Paula, de piedra.


–No lo entendería.


Maravilloso, pensó Paula, que se preguntó qué haría si aquella mujer no quería que viviera allí; tendría que irse a vivir al coche o a un hotel de mala muerte.


–Entonces quizá lo mejor es que espere fuera hasta que te asegures de que no le importa.


–No le importará; es muy amistosa.


–¿Estás seguro de que no quieres hablar con ella antes?


–No. Solo prepárate para el recibimiento –dijo él, y le abrió la puerta para que pasara.


Se olvidó por completo de la compañera al entrar en el vestíbulo circular. El majestuoso suelo de mármol refulgía como si fuera de hielo. Del techo colgaba una lámpara de araña con cristales que brillaban como diamantes. En frente, una escalera con barandilla de forja subía hasta girar a la izquierda en un gran descansillo, sobre el cual dejaba pasar la luz una ventana con vidrieras de colores con la forma de un felino negro con ojos dorados que quitaba el aliento, pero que estaba casi fuera de lugar entre tanta elegancia clásica. 


Paula se quedó observando fijamente la mirada metálica del animal.


–Qué vidriera tan bonita.


–Gracias, la diseñé yo.


Miró a Pedro Alfonso, que la observaba desde debajo de la escalera, y se sorprendió por lo mucho que le recordaba al animal, por la capacidad que tenía de cautivarla con sus ojos color ámbar. Pensó que quizá aquella era la idea que tenía Pedro de un autorretrato, pues en su opinión también él contrastaba con el entorno.


Unos ruidos de pasos como de pezuñas provenientes del pasillo llamaron la atención de Paula, y entonces una enorme cosa con manchas negras y grises entró a saltitos al vestíbulo, la pasó de largo y se acercó a Pedro.


–Menudo perro guardián –saludó el doctor, mientras el animal se ponía sobre sus patas traseras y le apoyaba las delanteras en el pecho–. Bájate, Gaby.


Así que aquella era Gaby, la misteriosa compañera de habitación. Pedro dejó la caja y al perro en el suelo y se quitó la chaqueta, que colgó de la barandilla. Rascó la cabeza a la perra de belfos caídos y orejas puntiagudas.


–Gaby, esta es Paula. Paula, esta es Gaby.


–Muy gracioso. Creí que te referías a que vivías con…


–Una mujer. Ya lo sé, pero no sabía cómo te sentirías con un perro faldero crecidito.


Paula miró a la perra, a la que le colgaba la lengua de un lado y que parecía estar totalmente embelesada por su dueño, de lo que no podía culparla.


Se apretó las perchas contra el pecho cuando aquella se movió para olisquearle los pies. Al menos movía el rabo, lo cual pensó que era algo bueno. No estaba muy segura de qué hacer.


–Hola, Gaby –saludó, pero la perra no le hizo caso y volvió con su amo.


–La encontré en una cuneta hace tres años –explicó, rascándole detrás de las orejas–. Estaba muerta de hambre, creo que incluso la habían mordido. Me costó un año que confiara en mí.


–Ahora parece muy sana. Y grande.


–Es un cachorro grande –dijo Pedro, y señaló al suelo–. Túmbate.


Gaby metió el rabo entre las patas y se estiró sobre la alfombra oriental al pie de la escalera, apoyando la cabeza sobre las patas cruzadas. Pedro señaló a la escalera.


–Usted, señorita Chaves, puede venir conmigo.


Paula lo siguió en silencio, esforzándose por retirar la mirada del trasero del anfitrión. Pero cuando llegaron al segundo piso seguía mirándolo, imaginando, recordando la noche que la besó, la noche que se quitó la camiseta, el tatuaje, y debajo del tatuaje.


–Mi habitación está aquí –dijo Pedro, señalando a la izquierda.


–¿Ah, sí?


–Sí, ¿quieres verla?


–A lo mejor después –se excusó ella, que deseaba no verla nunca.


–Hay dos cuartos de baño y otras tres habitaciones más pequeñas al final del pasillo –dijo Pedro, señalando en la otra dirección.


–¿Qué hay en esas habitaciones?


–No mucho. Una es mi despacho y las otras dos tienen algunos trastos, pero no están amuebladas.


–Ah, ¿y yo dónde me quedo?


–Por aquí –dijo él, que cruzó el pasillo y abrió una puerta que llevaba a otra escalera de paredes estrechas–. Ten cuidado, está muy empinada.


Al final de la escalera, Pedro abrió una puerta y entró en la habitación. Paula se quedó boquiabierta al entrar tras él. 


Toda la habitación estaba envuelta en luz solar proveniente de la triple ventana. El dosel de volantes blancos salpicado de lilas, el vestidor antiguo, el suelo inmaculado de madera cubierto en parte por alfombras, todo parecía de tiempos victorianos.


–Vaya –fue todo cuanto pudo decir.


La habitación era casi el doble de su antiguo apartamento, y no tenía ni punto de comparación en cuanto a comodidad. Ni en sus fantasías más salvajes se habría imaginado algo semejante.


–Sí, está bien –dijo Pedro, con las manos en la nuca y lleno de satisfacción–. No es exactamente mi tipo de decoración, pero no tuve valor para cambiar nada; tiene su propia personalidad.


Paula no podía estar más de acuerdo. Fue a la cama y acarició uno de los cuatro postes del dosel.


–Es fantástica.


–El baño está aquí –dijo Pedro, abriendo una puerta y apoyándose en la pared–. No es muy grande y solo tiene una bañera, una vieja de patas, pero restaurada. Si prefieres ducharte puedes usar uno de los baños de abajo, o el mío. Es grande.


Paula se quedó clavada en su sonrisa sensual. Se imaginó con todo detalle en la ducha con Pedro Alfonso, incluyendo el cristal empañado por la respiración costosa, no por el vapor; cuerpos resbaladizos, manos incansables…


–¿Puedo colgar esto en algún sitio? –preguntó, alarmada por lo que estaba pensando.


–En el armario.


–¿Un armario? Qué bien, hacía mucho que no tenía uno.


También hacía mucho que no tenía un amante, un hecho que Pedro le recordaba cada vez que lo veía. Cuando colgó sus cosas en el armario, se volvió a él.


–Supongo que iré por el resto de las cajas para subirlas.


–Ya lo hago yo. ¿Quieres comer algo?


–Claro. Pensaba ir a la tienda a comprar algo.


–Ya le dije ayer a mi asistenta que lo hiciera.


–¿Tienes asistenta?


–Sí. Yo no puedo limpiar todo esto solo, ni tampoco quiero. Viene dos veces por semana.


–Me creo que estoy en el cielo.


–¿Tu idea del cielo es una asistenta?


–Una de mis ideas –dijo, fue a la cama y se sentó en el borde. Entonces se rio y se tumbó sobre el blando colchón con los brazos sobre la cabeza–. Y esta cama.


–Estoy de acuerdo –dijo Pedro, que se tumbó a su lado–, un buen colchón de lana está muy cerca del cielo. Otras cosas también.


–¿Qué otras cosas?


–Andar descalzo por el césped –dijo él muy serio–, nadar desnudo en un lago, hacer el amor a la luz de la luna.


–Muy poético, doctor.


–No es poesía; es perfección.


Paula pensó que él era perfecto de pies a cabeza, al menos en la superficie. Pero sabía muy bien que la perfección no era más que ilusión, que todo el mundo tenía sus taras y Pedro Alfonso no era ninguna excepción. Pero también sabía que tenía un halo, un campo magnético muy sensual que la atraía como si fuera de metal. Temió no poder ser suficientemente fuerte si él hacía un movimiento. Así que saltó de la cama y se puso de pie.


–Muy bien, ¿qué idea de comida tienes?


La mirada que le lanzó Pedro indicaba cualquier cosa menos comida. Y su sexy sonrisa le hizo pensar a ella lo mismo.


–Estaría bien mantequilla de cacahuete con mermelada.


–La favorita de mi hijo.


–¿Sabes, Paula? –dijo él en tono serio–. Tu hijo es bien recibido aquí. Si quieres ir por él podemos arreglarle una de las habitaciones.


–Te agradezco mucho la oferta, pero ahora mismo está en un colegio y no quiero sacarlo de su ambiente hasta que tenga un sitio propio. Quizá para este verano.


–No llevas aquí ni una hora y ya estás pensando en dejarme –dijo él, poniéndose de pie.


–No me voy a quedar aquí para siempre. Pero agradezco este acuerdo más de lo que puedas imaginar. Me dará una oportunidad de levantar cabeza.


–Poco a poco. Pero mientras, vamos a comer algo. Me muero de hambre.


Paula también lo hacía, pero de cosas que no se atrevía a querer.