sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 13





Paula miró con los ojos muy abiertos una habitación que tenía todos los recreativos de interior que se pudiera imaginar, incluida una canasta en una esquina, una mesa de billar en el centro y juegos recreativos alineados en la pared. 


Lo único que sonaba a adulto era una barra que recordaba a una taberna, con un espejo al fondo, estantes repletos de licores y vasos de todas las formas y tamaños.


–Esto antes era un comedor formal.


–Parece lo suficientemente grande para ser un salón de baile.


–Es cierto. La habitación no tenía nada cuando compré la casa, así que lo convertí en salón de juegos.


A Paula le parecía que Pedro Alfonso era un niño jugando a ser adulto, médico conservador de día y adolescente aventurero de noche. Ya conocía a los de su clase; de hecho había estado casada con uno, así que sabía que era la clase de hombre que debía evitar a toda costa.


Pero en aquel momento no podía evitarlo, pues la estaba agarrando de la mano, como si esperara su aprobación por un trabajo bien hecho. Y estaba arrebatadoramente atractivo. Se soltó y fue a la mesa de billar, de madera tallada, obviamente cara, quizá incluso una antigüedad, y aparentemente cinco veces más cara que su coche. Lo miró y vio en él una expresión de orgullo.


–Muy interesante, doctor. ¿A esto es a lo que te dedicas en tu tiempo libre cuando no estás en el jacuzzi?


–Sí, me ayuda a relajarme –dijo, y levantó una ceja–. ¿Te interesa algún juego?


–¿Qué juego?


–Elige –dijo él, mostrándole toda la habitación–, aunque yo estaba pensando en el billar.


–Oh, no sé, hace tanto tiempo… Nunca he sido muy buena –dijo, mientras para sus adentros pensaba que nunca había sido tan buena como su padre, pero definitivamente no se le daba mal.


–Jugaré suavemente –dijo él, con voz melosa, hipnótica, que le hizo a Paula pensar en que le hiciera el amor también suavemente.


Intuyó que lo haría tomándose su tiempo, usando sus manos habilidosas, sus labios… Se alarmó por estar pensando tales cosas, pero no podía negar que Pedro era el hombre de sus fantasías. Entonces decidió que no había nada malo en tener fantasías, siempre que no permitiera que estas se tornaran realidad.


Pedro se colocó en el otro extremo de la mesa, sacó las bolas y las puso sobre el fieltro. Las colocó y fue por los tacos que colgaban del único espacio vacío de la pared.


–¿Exactamente cuánta experiencia tienes?


–Como ya te he dicho, hace mucho que no juego.


–Entonces te dejaré romper.


Decidida a centrarse en el juego, relajó los brazos, fue al extremo de la mesa y estudió el ángulo de tiro.


–¿Está bien así? –preguntó, fingiendo ignorancia.


–Diría que sí.


Pedro no parecía estar mirando la bola ni el taco. Más bien le miraba el escote, ligeramente abierto por su posición agachada. Normalmente Paula lo habría reprendido, se habría abrochado la camisa hasta el cuello y lo habría fulminado con la mirada. Pero no se sentía en absoluto normal. Se sentía perversa y disfrutaba del poder que parecía ejercer sobre él en aquel momento.


–Todo tuyo –dijo él al fin, mientras retiraba el triángulo.


Paula meditó un poco y le dio a la bola blanca haciéndole botar dos veces antes de caer cerca del resto de las bolas.


–A lo mejor no sujetas bien el taco.


Pedro se tomó su tiempo en ir al otro lado de la mesa, pero no dudó en colocarse detrás de Paula y abrazarla, y en colocarle la mano al final del taco. Ella tenía toda la confianza del mundo en cómo sujetar un taco, pero no tenía ni idea de cómo manejar la proximidad de él y mantenerse lo suficientemente compuesta para seguir jugando. Sentía su calor en la espalda, duro, masculino, que la embriagaba como si hubiera vaciado la barra de un bar.


Sintió su aliento en el rostro y después una llama que le recorría todo el cuerpo. Olía a incienso, picante, exótico y tentador. Paula siguió fingiendo no saber, siguió jugando a un juego en que las apuestas eran muy altas y en que el precio era perder el sentido común si no tenía cuidado.


–Agárralo con fuerza –le aconsejó él con voz cálida y melosa, seductoramente sexy.


–Lo intentaré –dijo ella, aunque lo dudaba.


Sentirlo detrás la hacía perder el control por completo. 


Parecía una mujer en una situación desesperada, envuelta en los brazos fuertes de un hombre-niño con demasiado encanto y los medios de hacerla temblar.


Con la ayuda de Pedro, que en realidad no necesitaba, rompió el saque, y esparció de forma efectiva las bolas sobre la verde superficie, del mismo modo que se desparramó su compostura en presencia de él. Para su desagrado y a la vez su alivio, él se estiró y se alejó de ella; tenía una expresión de seguridad en sí mismo.


–No tienes que acertar a la primera.


Paula sonrió para sí, pensando en lo poco que sabía él. 


Pero decidió que la farsa ya había terminado y empezaba la competición. Se inclinó sobre la mesa, mientras intentaba no hacer caso del escrutinio de Pedro.


–La bola doce al agujero de la esquina –dijo Paula, y lo hizo.


Y volvió a hacerlo una y otra vez. Sin apenas esfuerzo limpió la mesa de todas las bolas rayadas.


–Bueno, doctor –dijo al fin, descarada y satisfecha–, ¿quieres dar algún toque antes de que meta la bola ocho?


–Serás bruja –respondió él, con sonrisa sexy y siniestra–. ¿Dónde aprendiste a jugar así?


–De mi padre.


–Te enseñó bien.


–La verdad es que sí. De hecho se ganaba la vida como profesor, de inglés. Igual que mi madre.


–¿Todavía jugáis los dos?


–Murió cuando yo iba a la universidad.


–Lo siento.


–Yo también, pero la verdad es que vivió una vida completa. Solo me habría gustado que hubiera conocido a su nieto.


Pedro dejó el taco sin molestarse en tirar, pero desde luego hizo mella en la determinación de Paula cuando se acercó a ella, le quitó el taco que dejó junto al suyo, y le acarició la mejilla con los nudillos.


–No recuerdo haber tenido ningún profesor que fuera un lince en el billar. Pero tampoco recuerdo que ninguna de sus hijas tuviera un aspecto como el tuyo.


Paula se separó de él y anduvo a zancadas al otro extremo de la habitación, hasta llegar a un montaje de tren, con hasta el más mínimo detalle, con sus árboles y sus casitas. Se agachó y observó con detenimiento el túnel al pie de una montaña arbolada.


–A Jose le encantaría esto. El tren que le regalé era de plástico barato.


Escuchó un ruido y al levantar la mirada vio a Pedro metiendo todas las bolas en los agujeros. Tenía la camiseta un poco levantada, lo cual dejaba entrever su piel dorada y marcaba sus definidos músculos. El pelo le tapaba un poco el rostro al agacharse, pero a Paula no le importó, pues ya la conocía de memoria.


–Cuando era pequeño solía mirar un montaje muy completo en el escaparate de una tienda de trenes –comentó, metió una bola y se incorporó–. Esperé muchos años para poder tener uno.


–¿Cuántos años tienes exactamente?, si no te importa que te lo pregunte –le dijo, buscando algo sencillo de qué hablar al sentirlo detrás de ella.


–¿Literalmente? –preguntó él, mientras encendía el motor–. Treinta y tres.


–¿Y cuántos te gustaría tener? –siguió preguntando ella, concentrada en la maqueta.


–Depende. Aquí vuelvo a tener trece. En el mundo real tengo que ser un adulto.


–Pues te llevo un año.


–¿Solo tienes catorce?


–Ja, ja –contestó ella, volviéndose con una sonrisa–. Treinta y cuatro, y medio.


Él se acercó más a ella, y pareció absorber el aire que había entre ellos.


–Una mujer mayor, intrigante. Pareces mucho más joven, no catorce, pero yo te echaba menos de treinta.


–A veces me siento una anciana.


–Estás radiante –dijo él, acariciándole la mejilla mientras observaba su cara sonrojada.


Paula se estaba perdiendo, perdiendo su voluntad de resistirse a él. Sabía que no era sensato, pero el razonamiento no estaba en su mente en aquellos momentos. 


Pedro sí que lo estaba, con su mirada penetrante y una sonrisa que desde luego no era la de un niño.


–¿Así que no te gusta ser adulto?


–No hay nada malo en ser un hombre cuando las circunstancias lo requieren.


Pedro paró el tren, dejando la habitación en silencio. 


Entonces se acercó más a ella y le tapó la boca con un beso que podía haber hecho temblar las vías, las paredes, y que podía hacer a Paula caer en la inconsciencia. Y lo hizo. Su lengua, el calor abrasador de su cuerpo, la fuerza de sus manos firmes que le recorrían la espalda y se detenían en sus caderas, tuvieron en ella el efecto de un encantamiento, un hechizo del que no habría podido escapar aunque de ello hubiera dependido su propia vida.


Ella le rodeó el cuello y le exploró el pelo negro y sedoso con las manos. El deseo avanzaba a medida que sus preocupaciones se retraían. Bajo la experta orientación de Pedro Alfonso, se olvidó de tener miedo de querer.


De repente Pedro se movió y la llevó quién sabía a dónde. 


Quizás a un lugar de ensueño construido por él, como el dios mitológico del que le había hablado, un dios del sol que había creado una tea mientras él movía la boca suave pero firmemente sobre la de ella. Paula supo instintivamente que podría llevarla a lugares desconocidos para ella, si se lo permitía.


Entonces sintió que el borde de una mesa le golpeó la cadera, y supo que era la de billar, aunque no importaba. Lo único que tenía en la cabeza en aquel momento era Pedro y lo que este le estaba haciendo a su cuerpo y a su mente.


Este le recorrió el cuello con los labios, dejando una estela de hormigueos. Entonces le desabrochó los botones de la blusa muy despacio, permitiendo que el aire le refrescara la piel ardiente. Pero el calor volvió cuando le besó los senos erectos.


–¿Me quiere usted? –preguntó de repente él.


–Sí.


–Diga mi nombre –ordenó él en voz baja y persuasiva.


–¿Qué? –preguntó ella, que entendía español pero no aquella petición.


–Di mi nombre.


Ella lo gritó en la mente, pero temía formar la palabra en los labios. Si prescindía de la formalidad, temía que ya no fuera más el doctor esquivo. Si permitía que continuara aquel asalto glorioso a sus sentidos, aquel preludio del placer, estaba convencida de que podía convertirse en su amante. Y una vez más se haría vulnerable a un hombre que en absoluto necesitaba.


Pero necesitaba el contacto físico, sentirse deseada, satisfacer ansias que hacía mucho que había apartado de su vida, perderse en los brazos de un hombre que se llamaba «Pedro», un hombre terriblemente seductor que prometía llevarla a territorio inexplorado.


Dudó un momento más, buscando en los ojos de él una razón para parar. Pero no vio más que preguntas y desilusión.


–Me prometí que no lo haría –se detuvo de repente él.


–¿Que no harías qué?


–Presionarte.


–No me has presionado; yo he dejado que ocurriera.


–No estás preparada –aseguró él, mirándola al fin.


–¿Cómo puedes decir eso? –preguntó ella, que se sentía más que preparada.


–Porque no puedes decir mi nombre. Y no voy a hacer el amor con una mujer que me llama doctor.


Pedro–dijo ella, con las manos en jarras y olvidando la camisa abierta–, ahí lo tienes. ¿Estás contento ahora?


–Sí, lo has dicho, pero no querías –replicó él con media sonrisa.


–No entiendo nada en absoluto.


–Lo entiendes, pero no lo reconocerás.


–Olvídalo –dijo ella, abrochándose la camisa con manos temblorosas–; de todas formas ha sido un error. Todo.


–¿En serio, mi amante?


–No soy tu amante, ¿recuerdas?


–Lo serás, Paula –afirmó él, con una mirada que podía derretir la mesa de billar–, cuando estés lista.


–Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?


–Puedes mentirte –dijo él cruzando los brazos–. Puedes fingir que no hay nada entre nosotros. Pero yo no puedo mentir; sé lo que siento cuando te abrazo y no es poca cosa.


Paula se preguntó entonces por qué no se habría quedado en Nochevieja en su destartalado apartamento. Se sentía cómoda con su existencia, con su celibato y sus elecciones. 


Y le molestaba que hubiera tenido que llegar él para interrumpir su vida, un hombre que la hacía arder, desear, que le hacía darse cuenta de que poseía deseos insospechados.


El sonido del teléfono la sobresaltó.


–Doctor Alfonso. De acuerdo, voy para allá –contestó Pedro–. Tengo que irme al hospital.


–Creía que no estabas de guardia –repuso ella, que ya lo estaba echando de menos, lo cual le molestaba bastante.


–No lo estoy, pero es un caso especial. Primer hijo, dieciséis años; está asustada. Su novio no ha aparecido y quiere que yo la asista.


–Supongo que te necesita –dijo ella, cuya admiración hacia él creció más de lo que creía capaz.


–Sí. Es agradable sentir que alguien lo hace de vez en cuando.


Sonó casi triste, y tan solitario como Paula se sentía la mayor parte del tiempo. Se detuvo en la puerta antes de salir.


–Siéntete como en casa. Puedes calentar una cacerola de la nevera para la cena. Me la dejó la asistenta.


–Lo haré –dijo, y sintió que necesitaba decirle algo, pero no sabía qué–. ¿Pedro?


–¿Sí? –respondió él con sonrisa de satisfacción.


–Como es primeriza puede que tardes, así que quería darte las buenas noches y agradecerte todo. Espero que puedas dormir.


–¿Dormir? –dijo él, apoyándose en el marco de la puerta–. Ni en un millón de años.





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