sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 10




No había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no, razón por la cual Pedro decidió abordar el tema con Paula Chaves a primera hora de la mañana, en cuanto saliera del hospital.


La noche anterior le había dejado quedarse solo el tiempo suficiente para que terminara el revuelo del portal con la detención de varios punkies. Él se había ofrecido a dormir en el sillón, hasta que averiguó que el sillón era la cama. Claro que aquello no le había hecho retirar la oferta, pero ella se había negado rotundamente. Al menos el coche ya arrancaba, y ella parecía estar agradecida. Pedro no había intentado aprovecharse de su gratitud intentando volverla a besar, aunque lo había deseado. Y aún lo hacía.


Pero lo más importante era que su seguridad estaba en juego, y su orgullo podía hacerle daño o algo peor. No pensaba dejar que aquello ocurriera, pero para ello tenía que convencerla de que se mudara con él.


Tampoco era tonto como para negar que la deseaba, pero no pretendía presionarla. Pensaba que después de un tiempo juntos, nadie sabía lo que podía llegar a ocurrir. 


Quizá todo, quizá nada.


Tras terminar sus rondas matutinas, fue andando hasta la clínica de partos alternativos, bajo un cielo claro y soleado. 


Disfrutó del paseo, del sol en el rostro, del aire fresco que llenaba sus pulmones y de la perspectiva de volver a ver a Paula Chaves. Con aquel pensamiento en mente, aceleró los pasos hasta que casi corrió en los últimos bloques.


Cuando llegó al edificio de ladrillo blanco, se detuvo a recuperar el aliento en una columna cuya insignia decía «Maternidad Edna P. Waterson». Se preguntó quién sería la tal Edna e imaginó que sería la viuda de algún millonario que quería ser recordada. Pero si no hubiera sido por Paula Chaves, él nunca habría parado en aquel lugar.


Pedro traspasó la puerta de cristal, sorprendido por el entorno agradable. La sala de espera era cálida y acogedora, con sillones de cuadros azules y verdes, arte contemporáneo y suelos relucientes de madera noble salpicados por diversas plantas. Una música tenue se filtraba por los altavoces mientras unos niños jugaban en la zona de juegos bajo las atentas miradas de sus madres.


No estaba seguro de qué era lo que había imaginado, pero desde luego no era aquello. Quizá había esperado algo más desfasado, una vuelta atrás a un tiempo y un lugar de su pasado en el que la atención médica normal para mujeres embarazadas no estaba siempre a disposición de aquellas. 


El entorno que él había presenciado de adolescente cuando ayudaba a su madre a atender a mujeres que no se podían permitir más que una clínica para mujeres sin recursos. Le llegaron muy malos recuerdos de la falta de higiene, de una mujer muy enferma, de su propia madre utilizando material obsoleto heredado de antiguas generaciones. De una noche oscura en que las limitadas habilidades de aquella la habían fallado a ella y a la joven a su cargo.


Pedro echó a un lado sus recuerdos y anduvo a grandes zancadas hasta la recepción. Una mujer joven que estaba sentada al otro lado del mostrador lo recibió con una amplia sonrisa.


–¿Puedo ayudarlo en algo?


–Busco a la señorita Chaves, ¿está?


–Sí, señor. ¿Tiene una cita?


El doctor dudó si darle su nombre, pues pensó que si Paula sabía que había ido a visitarla, quizá no querría verlo.


–Es personal.


–¿Me dice su nombre, por favor?


–Es una visita sorpresa –contestó él con una sonrisa radiante.


–Pues no creo que a Paula le gustan esa clase de sorpresas –contestó ella, sin borrar la sonrisa del rostro, mientras él maldecía su suerte.


–Solo dígale que soy un médico del Memorial, ¿de acuerdo? Es todo lo que necesita.


–No estoy segura… –dijo ella, mordiéndose el labio inferior.


Pedro se agachó sobre el mostrador para mirar el nombre de la recepcionista en el cartelito que colgaba de su bata.


–Te agradecería mucho que lo hicieras, Stephanie.


Sin retirar la mirada de Pedro, la joven descolgó el teléfono y repitió el mensaje.


–Espere aquí; vendrá en un momento –afirmó la recepcionista, que apiló unas carpetas y lo volvió a mirar con otra sonrisa–. Bueno, ¿y qué especialidad de médico es?


–Obstetra.


–¿De verdad? –preguntó ella, con la mejilla apoyada en una mano, y le sonrió con picardía.


–Sí, de verdad.


Estaba ligando con él. Quizá en otro momento él la habría seguido, pero la única mujer que le interesaba en aquellos momentos estaba a punto de llegar.


Entonces escuchó la voz de Paula, dulce y relajante. Saber que estaba cerca hizo que su cuerpo reaccionara de un modo poco apropiado para un hombre adulto, especialmente en un lugar como aquel.


La puerta que tenía a su izquierda se abrió y por ella salió una mujer muy embarazada seguida de Paula. Enseguida reconoció a la paciente, Allison Cartwright, «su» paciente.


Pedro no sabía quién estaba más asombrada, Allison o Paula. Las dos se quedaron mirándolo, pero Allison habló antes.


–Hola, doctor Alfonso. Tiene gracia encontrarlo aquí.


–Supongo que yo podría decir lo mismo –contestó él–. ¿Qué hace aquí?


–No se enfade –contestó ella, levantando un hombro–, solo estoy de visita. Paula me estaba explicando los métodos del centro.


–No hay problema –mintió, y miró a Paula–. ¿Tiene un momento, señorita Chaves?


–Yo ya me voy, así que lo tiene –contestó Allison por ella, y salió corriendo.


–¿En qué puedo ayudarlo, doctor Alfonso? –preguntó Paula en tono profesional.


–No querrá discutir eso aquí, ¿verdad, señorita Chaves?


–Sígame –le contestó ella, sonrojada, mientras le abría la puerta–, pero solo tengo unos minutos.


–Es todo lo que necesito –dijo él–. Por ahora.


Si no quería presionarla, sería mejor que dejara las insinuaciones para otro momento. Pero por algún motivo que desconocía, Paula Chaves sacaba su lado más perverso y le hacía perder el control. La siguió por el pasillo, observando el suave contoneo de sus caderas, envueltas en un pantalón negro, que no eran vaqueros, pero en él producían el mismo impacto.


–Todas las consultas están llenas, así que tendrá que valernos esto –dijo Paula, y se paró en una habitación apartada del pasillo principal.


Pedro le pareció la habitación de una pensión, con cama de matrimonio, mecedora y una chimenea de ladrillo rojo. 


Encontró la decoración sorprendentemente elegante, con flores y lazos, y le recordó a la habitación de su ático, la que había ofrecido a Paula Chaves y la razón por la que estaba en aquel lugar. Pero antes tenía otra pregunta.


–¿Qué hacía aquí Allison Cartwright?


–Está pensando en venir al centro en lugar de al hospital.


–¿Por qué?


–Bueno, aún no está fija en su nuevo trabajo así que no tiene seguro y no puede pagar la factura del hospital.


–¿Y qué hay del padre del niño?


–Me dijo que está totalmente fuera del asunto.


–A mí me dijo lo mismo.


Sus pensamientos sobre Allison empezaron a palidecer al fijarlos en la boca de Paula, y se preguntó por qué no podía quitarle los ojos de encima. Entonces retiró la mirada.


–Estoy seguro de que el hospital estaría de acuerdo en solucionar alguna financiación. Y yo también.


–Eso lo tendrá que decidir ella, ¿no cree?


–Ya veremos –dijo él, pensando que sonaba un poco imbécil.


No se oponía a lo que se dedicara Paula Chaves, incluso comprendía la necesidad en algunos casos, pero no podía deshacerse de su desconfianza sobre los partos fuera de los de los métodos hospitalarios. Aunque debía admitir que aquel lugar no era en absoluto como se había imaginado. 


Miró por la puerta abierta a su derecha y vio una bañera de hidromasaje en un cuarto de baño enorme. Entonces paseó por la habitación y se detuvo en la cama, cuya firmeza comprobó con la mano.


–¿Y cuál es la tarifa de esta suite de luna de miel?


–Para su información, es la Habitación Rosa, uno de nuestros servicios para el parto –informó ella, con un tono de impaciencia en la voz–. Y nuestras tarifas son como un tercio de las de una habitación normal en un hospital.


–Bonita cama, bonito lugar. ¿No hay estribos? –preguntó Pedro, tomándole el pelo.


–No hay estribos, no los necesitamos. Pero tenemos equipos de ultrasonido y monitores fetales, y muchas de las otras pequeñas maravillas médicas que hay en un hospital.


–¿Para qué es el hidromasaje? –preguntó, como si no lo supiera.


–Para partos bajo el agua.


–Oh, pensé que esto serviría también de habitación para la concepción.


–Eso normalmente pasa antes de venir aquí.


–¿Normalmente? Así que alguien la ha usado para alguna actividad extracurricular –comentó él, imaginándose a sí mismo en ella con Paula Chaves.


–Nadie ha hecho nada que no debiera hacer en esta habitación –dijo ella, mirando al techo–. No que yo sepa. Al menos yo no.


–Creo que se le sacaría mejor uso con una botella de champán, unas velas y un hombre y una mujer haciendo al bebé, no teniéndolo.


–Muy divertido, doctor.


–¿Tiene algo en contra del romanticismo, señorita Chaves?


–No tengo tiempo para romanticismos; tengo muchos pacientes que atender, así que, ¿qué es lo que quiere?


Pedro volvió a mirar a la cama y al centrar otra vez la atención en Paula vio que ella estaba mirando al mismo sitio, quizá incluso imaginándose a ellos en aquella cama, o en cualquier cama, envueltos en sábanas, sudor y sexo. O quizá era lo que él desearía.


–Yo tampoco tengo mucho tiempo así que iré al grano.


–Aleluya.


–He venido para saber si te has decidido ya respecto a lo de mudarte conmigo.


Ella abrió mucho los ojos; parecía aterrorizada. Corrió a la puerta y la cerró antes de volverse a él.


–Baje la voz, por favor, no quiero que los compañeros piensen que voy a vivir con usted.


–Entonces ¿vas a vivir conmigo?


–Yo no he dicho eso.


–Sí lo has dicho.


–Lo que he dicho es que… –empezó, y se mordió el labio inferior–. No me acuerdo de lo que he dicho.


–Deja que te refresque la memoria –dijo él, mientras andaba lentamente hacia ella con las manos en los bolsillos para no tocarla–. Anoche dijiste que lo pensarías, y hace un momento has dicho que sí.


–Eso no es verdad.


Él se acercó más hasta que estaban casi tocándose y apoyó una mano en la puerta sobre la cabeza de ella.


–A lo mejor no con esas palabras, pero el mensaje que yo he captado estaba muy claro. Bueno, ¿cuándo quieres hacerlo?


–¿Hacer qué?


–Mudarte conmigo. ¿Qué te parece este fin de semana?


–No se da por vencido fácilmente, ¿eh?


–No, no me rindo fácilmente, y menos cuando está en peligro la vida de una mujer. Así que, ¿te viene bien el sábado?


A Paula se le veía en la cara que era toda indecisión. Abrió la boca, la volvió a cerrar y por fin volvió a abrirla.


–De acuerdo, supongo. No tengo guardia, así que me viene bien este fin de semana.


–Genial, yo tampoco tengo guardia –afirmó él, cuyo primer instinto fue el de besarla hasta que ambos se quedaran sin aire, pero se decidió por el segundo, una simple sonrisa–. ¿Qué te ha hecho decidirte?


–Mi hijo.


Esperaba aquella respuesta, incluso la admiraba, pero le habría gustado pensar que vivir con él no sería una perspectiva tan lamentable para ninguno de los dos. Aunque, si lo pensaba bien, nunca había vivido más de un fin de semana con una mujer, y no estaba seguro de cómo se adaptaría a tenerla con él todo el tiempo, al alcance de la mano. Pero estaba más que dispuesto a intentarlo, a ver en qué derivaba.


–Eh, no estés tan seria –dijo, echándose hacia atrás–. Podemos pasarlo bien.


–No busco pasarlo bien, doctor Alfonso –contestó ella cruzándose de brazos y con un suspiro–. Busco un lugar seguro, un sitio donde vivir de forma temporal.


Lo dijo con mucha convicción, remarcando la palabra «temporal». A Pedro le pareció perfecto; nunca se le había pasado por la cabeza una relación seria, por no hablar de que Paula Chaves le parecía una mujer que se merecía algo sólido y estable.


–Primera regla, háblame de tú. Segunda, puedes quedarte el tiempo que te haga falta. Aparte de eso, no hay más reglas.


–Con nuestros horarios, ni siquiera sabrás que estoy aquí –aseguró ella, con una sonrisa muy tímida, pero suficiente para levantar la libido de Pedro.


–Créeme, sabré que estás –dijo, sin poder evitar quitarle un rizo de la cara




viernes, 4 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 9




Paula no se sintió del todo bien cuando oyó que llamaban a la puerta. Tomó aire y abrió la cerradura, dejando la cadena puesta para verificar que se trataba del doctor y entonces dejarlo entrar.


Se sintió incómoda y acomplejada cuando él inspeccionó el estudio, consistente tan solo en una pequeña cocina y un salón comedor que era también el dormitorio. El baño apenas tenía el tamaño de un armario y la ropa de Paula colgaba de la barra de la cortina de la ducha, el único sitio disponible.


–No es mucho –comentó ella tras tolerar el silencio un rato más.


–Los he visto peores –aseguró él, y recorrió con la mirada el techo lleno de goteras–. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?


–Dos meses.


–¿Y aún está entera? –le preguntó él, haciendo una excursión visual por su cuerpo.


–Hasta ahora –contestó ella, deseando que dejara de mirarla de aquella manera.


–Creo que he encontrado el problema del coche. Había una goma suelta que iba al motor de arranque. Estoy bastante seguro de haberlo arreglado.


–Es una noticia fantástica. ¿Siempre ha trabajado con coches?


–Soy bueno con las manos.


–Me alegro de que haya sido leve –dijo ella, a quien no le cabía ninguna duda respecto a lo de sus manos–. No estaba muy segura de poder pagar una reparación mayor.


–No se ilusione todavía. Aún tengo que asegurarme de haber encontrado el problema. Voy a bajar a ver si arranca –dijo, y se llevó una mano a la nuca e hizo círculos con la cabeza sobre los hombros. Parecía exhausto, y Paula se sintió increíblemente egoísta.


–¿Por qué no tomamos café antes? Podemos mirarlo cuando se vaya.


–Me parece bien.


Ella fue a la cocina, sacó la cafetera del fuego y sirvió agua en las tazas.


–Espero que le parezca bien café instantáneo; es todo lo que tengo.


–¿Tiene teléfono?


–Allí en la pared. Usted mismo


–No quiero llamar –replicó él, mientras se lavaba las manos de grasa–; solo quiero asegurarme de que tiene cómo comunicarse si tiene algún problema.


–Sí tengo, y funciona.


Al menos de momento. Corría el riesgo de que le cortaran la línea por no pagar las llamadas de larga distancia. Pero no estaba dispuesta a renunciar a su único medio de contacto con su hijo, aunque ello supusiera apagar la calefacción.


Pedro no dejaba de observarla mientras ella removía el café. 


Por mucho que odiara admitirlo, Paula estaba bastante colgada de él, de su halo embriagador y de su mirada exótica y oscura, a pesar de saber que no era muy recomendable.


–¿Quiere algo más?


–Solo más café. Me gusta fuerte.


–Oh –pronunció ella, incapaz de decir nada más cuando él la rodeó para echarse una cucharada más y le rozó el hombro con el pecho.


El mero contacto amenazó con hacer que las rodillas de Paula se disolvieran como las tres cucharadas de azúcar que le acababa de añadir al café. Pedro se apoyó en el aparador.


–¿Estás más tranquila ahora, después del encuentro?


–Estoy más tranquila, pero también me siento un poco estúpida. Debí haber vuelto al hospital en cuanto vi al tipo grande.


–Probablemente te habrían seguido.


–Puede ser. No se puede uno fiar de un hombre con tatuajes.


–¿Ah, no? –preguntó él, frunciendo el ceño y con una sonrisa desconcertante.


El doctor dejó el tazón sobre el aparador, se volvió a ella y se subió la camiseta. Antes de que Paula pudiera responder, se la sacó por la cabeza, llevándose consigo la goma del pelo. Y ahí se quedó, desnudo de cintura para arriba y con el pelo cayéndole sobre los hombros como una cascada de ébano.


Antes de que Paula pudiera preguntarle qué creía que estaba haciendo, fijó la mirada en su pecho, un torso sin grasa con músculos definidos y un triángulo de vello entre los pezones. Paula no pudo evitar recorrer con la mirada el camino hasta el borde del pantalón, que Pedro se había desabrochado sin que ella se diera cuenta. 


Lentamente él se bajó la cremallera y la dejó sin habla, excitada, incapaz de moverse. Entonces salió a la luz el tatuaje.


Bajo el ombligo, un felino negro abarcaba todo el abdomen plano de Pedro, interrumpiendo el caminillo de vello masculino que iba hacia abajo. Paula se quedó boquiabierta. El tatuaje era poderoso, provocativo, impresionante.


Cuando al fin miró hacia arriba, no encontró la sonrisa del médico sino una expresión que la desarmaba.


–¿Esto me hace no ser digno de confianza? –preguntó él en voz baja y cautivadora.


Ella volvió a bajar la mirada hacia el tatuaje, nerviosa por la sensación de ser observada. Por lo que a ella respectaba, aquella particular obra de arte lo hacía mucho más sensual, seductor, misterioso. Sintió la imperiosa necesidad de tocarlo, de ver si era tan sedoso como aparentaba. Sin el más mínimo resto de sentido común, estiró la punta de un dedo sobre el felino, pero el doctor la detuvo agarrándola de la muñeca.


–Normalmente te diría que siguieras tocando, pero no estoy seguro de que sea una buena idea. A menos que te des cuenta de que estás jugando con fuego.


Paula dirigió la mirada al bulto bajo los vaqueros de él, que estaban blanqueados en zonas difíciles de ignorar. Le ardió la cara por la vergüenza, por olvidarse de quién era, de con quién estaba, de lo que estaba haciendo. De nuevo.


Retiró la mano, pero no fue capaz de mirarlo a la cara.


–Lo siento, es solo que…, no sé, parece tan suave.


–Créeme, no lo es –dijo él en tono agrio.


–¿Es una pantera?


Él se miró el tatuaje y Paula no pudo evitar mirar también. 


Los músculos del abdomen de Pedro se tensaron cuando se pasó un dedo robusto por el lomo del felino, como había hecho ella, que sintió un escalofrío.


–Es un jaguar. Mi onen, o eso es lo que me dijo mi madre.


–¿Tu qué?


–Onen –repitió él, y se lo explicó mientras se volvía a poner la ropa y la goma del pelo, para el desagrado de Paula–. Mi animal, o el animal que me fue asignado al nacer. Mi madre era de ascendencia maya y creía en la tradición.


–¿Así que eres maya?


–Eso y otras muchas cosas. De la realeza española, por lo que sé, de un misionero blanco de hace un par de generaciones. Mi familia tiene una larga historia de amores prohibidos.


Aquello sintetizaba muy bien lo que Paula sentía por él, un hombre impredecible y enigmático que la cautivaba, le agitaba las fantasías y le mantenía el pulso errático.


–¿Y dónde está tu madre ahora?


–Murió hace unos años –dijo él con tristeza–. Era una mujer buena; un poco equivocada en sus creencias, pero muy buena con la gente que pasaba apuros.


–¿Como su hijo?


–No te equivoques conmigo, Paula –dijo él con sonrisa cínica–. Disfruto de mi éxito y de todo lo que conlleva.


–Pero ayudaste a los Gonzáles sabiendo que no tenían seguro ni mucho dinero.


–Hago eso de vez en cuando, pero también tengo pacientes que pagan. No estoy en contra de hacer dinero.


Paula pensó que su ex marido habría dicho exactamente lo mismo, solo que él habría optado por estratagemas para hacer dinero rápido y no por un trabajo honrado.


La conversación fluía y Pedro Alfonso seguía observándola con su mirada penetrante, como si necesitara interpretar sus sentimientos, descubrir su alma. Ella se esforzó en sacar más conversación pero le costaba asimilar los pensamientos mientras él la seguía mirando, ahora a los labios. Pensó que al menos no había mencionado la otra noche.


–Respecto a la otra noche… –dijo él, como si le hubiera leído la mente.


–¿La otra noche? –repitió ella, como ni no supiera de qué estaba hablando.


–Sí, Nochevieja. Me cuesta creer que no te acuerdes porque yo no he podido olvidarlo, «querida».


Ella se encogió de hombros, tratando de mostrar indiferencia a pesar de que se tambaleaba tanto por fuera como por dentro, como reacción a su declaración y a la expresión de cariño.


–Pensé que a lo mejor no me habías reconocido –confesó ella, aunque en el fondo le emocionaba que así hubiera sido.


–No lo hice al principio, hasta que sonreíste –afirmó él, y le pasó un dedo por el labio inferior–. Tienes una sonrisa preciosa, unos labios preciosos.


Paula no pudo ignorar las cosquillas que le producía en el labio o el corazón que le latía con gran fuerza.


–¿Siempre besas a mujeres que no conoces? –preguntó, alzando la voz.


–Normalmente no –respondió él, tomándole la mejilla como había hecho aquella noche–, pero me pareció que no te vendría mal algo de compañía.


–Estoy acostumbrada a estar sola –dijo Paula, que tuvo que hacer acopio de fuerzas para resistir el reclamo–. Lo cual no quiere decir que no lo agradeciera.


–¿Es eso todo lo que sentiste, gratitud?


No podía describir lo que había sentido cuando la había besado, lo que sentía en aquel momento con él tan cerca, con la mano en su cara, la mirada fija en su boca y su voluntad totalmente tomada por él. Entonces él bajo la cabeza muy lentamente y la besó con suavidad, no más que una provocación, un tanteo, pero que la dejó con un deseo como el que nunca había sentido.


El sonido de una sirena rompió el momento. Paula se apartó de Pedro y se dirigió a la ventana para observar la escena, tanto como para recuperar el aliento. Tres coches patrulla aparcaron en la acera frente al edificio y varios agentes armados se precipitaron en la entrada. Nada que no hubiera presenciado antes.


Entonces sintió una mano amable sobre el hombro.


–No estás segura aquí, Paula.


–No tengo elección –contestó ella mientras se abrazaba a sí misma.


–Sí tienes elección –la contradijo él, tomándola del brazo, intranquilo.


–Te puedo asegurar que no. He buscado por toda la ciudad otro sitio donde vivir y no he encontrado nada que pueda pagar.


–A lo mejor no has mirado en el lugar adecuado.


–¿Qué quieres decir?


–Esto puede sonar a locura –empezó él, soltándola y dando un paso atrás–, pero puedes vivir conmigo.


–Creo que no, doctor Alfonso.


–Me llamo Pedro, y deja que me explique. Tengo una casa antigua restaurada en un buen vecindario. Hay una habitación muy agradable en el ático del tercer piso. Es bastante grande y muy cómoda, con baño privado. La mujer a la que le compré la casa la usaba como sala de lectura. Estarás a gusto, y a salvo.


A Paula no le importaba lo tentador que sonara; no se sentiría a salvo, al menos desde el punto de vista emocional, viviendo en la misma casa que Pedro Alfonso, aunque fuera una mansión. Él solo ya representaba una tentación inmensa, una amenaza a su salud mental y a sus sentimientos.


Ella no tenía intenciones de tener una relación con otro hombre por el momento, aunque fuera un doctor de éxito, pues ya creía tener suficientes preocupaciones.


–De verdad te agradezco la oferta, pero apenas te conozco.


–Me conoces lo suficiente como para saber que tengo las mejores intenciones.


–¿Por qué harías eso por mí?


–Porque me preocupa tu seguridad.


–Pero si casi no tengo dinero para pagar esto –dijo ella, agitando la cabeza–. Mi madre vive de una pensión y tengo que mandarle dinero para mi hijo. Tengo un montón de facturas, gracias a mi ex, y…


–Puedes pagarme de otra forma, que no sea con dinero.


–No voy a ser tu…


–Déjame decirlo de otra manera. ¿Sabes cocinar?


–Soy conocida por un par de platos.


–Me gustaría eso de vez en cuando. Desde luego supera a la pasta envasada y los congelados.


Paula luchó con todas sus fuerzas contra la necesidad de aceptar. Luchó contra el encanto de su tentadora mirada color ámbar y su sonrisa de renegado. Luchó contra sus anhelos, que se estaban dando a conocer por primera vez desde hacía mucho tiempo. No sentía que pudiera verlo diariamente y mantener a raya todas sus necesidades.


–De nuevo, en serio que agradezco tu oferta, pero no puedo aceptarla.


Entonces él sacó una foto del bolsillo trasero del pantalón y se la dio.


–Si no lo haces por ti, hazlo por él.


Paula se quedó mirando un rato la foto de Jose, que creía haber perdido.


–¿Dónde la has encontrado? –preguntó al fin, pues el impacto le había roba la voz.


–En el salón de bailes. Vi cómo se te caía, pero para cuando llegué ya te habías ido.


Paula se pegó la foto al corazón, realmente agradecida de haberla recuperado. Tenía muchas fotos de su hijo, pero aquella era sin lugar a dudas su favorita. Miró a Pedro a los ojos, en los que encontró ternura.


–Te debo mucho por esto.


–Se lo debes a tu hijo, Paula. Él merece que su madre esté sana y salva hasta que podáis estar juntos. Yo te ofrezco esa posibilidad.


Aquellas palabras le hicieron reflexionar; tenían mucha lógica. Sabía que debería estar molesta por haber utilizado a su hijo para confundirla, pero también que lo que le estaba diciendo era verdad. Vio la inocente mirada de su hijo, su dulce sonrisa, y de repente sintió que habían tomado la decisión por ella.


Levantó la mirada para toparse con la de Pedro Alfonso y se encontró víctima de su carismático tirón, como si él solo tuviera el poder de moldear su voluntad y su desgarrado corazón. Pero no podía permitir que aquello sucediera.


–Meditaré tu oferta, pero si decido aceptar será por mi hijo.







CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 8





Pedro condujo despacio por las estrechas calles, sorprendido por el lugar al que Paula consideraba su hogar. No es que no hubiera visto nunca nada igual; de hecho lo había vivido hasta cumplir los quince. Pero entonces la buena suerte había sonreído en favor de su futuro y él había ascendido en el mundo, un mundo al que nunca se había adaptado del todo.


Pasó las filas de apartamentos destartalados y casitas de madera y notó una ingente actividad en las calles, que no parecían muy legales.


–¿Vive sola?


–Sí –contestó ella.


–¿No tiene niños? –preguntó él entonces, pensando que quizá se había equivocado.


–La verdad es que tengo un hijo.


–Pero no vive con usted.


–No.


–¿Vive con su padre? –siguió preguntando, lleno de curiosidad.


–No, vive con mi madre en Texas.


–Eso está muy lejos.


–Sí, pero de momento no tengo otra opción.


–¿Por qué no? –preguntó Pedro, roto por la desesperación en la voz de la joven madre.


–Mire dónde vivo. Ya es difícil para un adulto, imagínese para un niño.


–Entonces, ¿por qué no vive con su madre?


–Ojalá pudiera, pero no puedo. Apenas hay oportunidades de trabajo en mi ciudad natal. Tengo un montón de deudas y trabajar en una gran ciudad me da un sueldo más alto. Espero recuperarme en un año, encontrar un sitio mejor y que mi hijo pueda volver conmigo –le explicó, y señaló–. Por aquel callejón. Puede aparcar al lado de mi coche, es el blanco feo.


Pedro giró el pick-up por el pavimento lleno de agujeros y lo aparcó donde ella le había indicado. Detrás había un edificio marrón de ladrillo de tres plantas, con las contraventanas rotas y rejas en las ventanas. El maltrecho césped estaba lleno de escombros, al igual que el callejón, con varios neumáticos apoyados contra el edificio entre botellas de cerveza rotas.


–Bienvenido al paraíso –comentó Paula al abrir la puerta.


Pedro salió y pisó algo duro. Al mirar vio una jeringuilla usada bajo su bota y agradeció haber pisado el plástico y no la aguja. Le dio una patada y se acercó al coche de ella.


–¿Qué le pasa? –preguntó.


–No lo sé, no arranca.


–Levante el capó.


–¿Qué?


–Levante el capó. Voy a echar un vistazo.


Sin mucha convicción Paula sacó las llaves del coche y lo abrió para meterse y tirar de la palanca. Pedro levantó el capó, pero la tenue luz de la farola no iluminaba lo suficiente.


Ella se unió a él delante del capó y se inclinó sobre el motor al lado del doctor, a quien tenerla tan cerca no lo ayudó a concentrarse.


–No veo –dijo–. Necesito una linterna.


–No hay ninguna en el coche.


–Debería llevar siempre una linterna. Yo tengo una en el mío.


–Supongo que siempre va preparado.


–Siempre –repuso él con una amplia sonrisa–. Para todo.


Pero no había estado preparado para ella, y menos para la inmediata reacción de su cuerpo cuando ella se había puesto tan cerca, o para su necesidad de besarla de nuevo.


–¿Cuál es el suyo? –preguntó, mirando al edificio.


–Segunda planta, apartamento 202.


–Le propongo una cosa. Usted suba a preparar café y yo miro a ver si puedo hacer algo.


–De verdad no tiene que hacerlo. Además, no tengo con qué pagarle.


–Puede pagarme con café –contestó él.


–Pero…


–No hay discusión. Y dese prisa; me voy a quedar dormido si no tomo cafeína pronto.


–De acuerdo, lo bajaré.


–Ya subo yo por él.


–¿Está seguro? –preguntó ella, algo más que preocupada.


–A no ser que quiera que suba ahora a vigilar la zona, no sea que haya más criminales esperándola.


Considerando los alrededores, Pedro pensó que aquello bien podría ser cierto, y odió la idea de que aquella mujer tuviera que ir sola a aquel lugar todas las noches.


–Estaré bien hasta que llegue –dijo ella, y se dirigió hacia la entrada.


Él se quedó mirándola, observando el contoneo de sus caderas bajo los vaqueros tan bien ajustados, y pensó que estaba mejor que bien. Y que él tenía un gran problema.