viernes, 4 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 9




Paula no se sintió del todo bien cuando oyó que llamaban a la puerta. Tomó aire y abrió la cerradura, dejando la cadena puesta para verificar que se trataba del doctor y entonces dejarlo entrar.


Se sintió incómoda y acomplejada cuando él inspeccionó el estudio, consistente tan solo en una pequeña cocina y un salón comedor que era también el dormitorio. El baño apenas tenía el tamaño de un armario y la ropa de Paula colgaba de la barra de la cortina de la ducha, el único sitio disponible.


–No es mucho –comentó ella tras tolerar el silencio un rato más.


–Los he visto peores –aseguró él, y recorrió con la mirada el techo lleno de goteras–. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?


–Dos meses.


–¿Y aún está entera? –le preguntó él, haciendo una excursión visual por su cuerpo.


–Hasta ahora –contestó ella, deseando que dejara de mirarla de aquella manera.


–Creo que he encontrado el problema del coche. Había una goma suelta que iba al motor de arranque. Estoy bastante seguro de haberlo arreglado.


–Es una noticia fantástica. ¿Siempre ha trabajado con coches?


–Soy bueno con las manos.


–Me alegro de que haya sido leve –dijo ella, a quien no le cabía ninguna duda respecto a lo de sus manos–. No estaba muy segura de poder pagar una reparación mayor.


–No se ilusione todavía. Aún tengo que asegurarme de haber encontrado el problema. Voy a bajar a ver si arranca –dijo, y se llevó una mano a la nuca e hizo círculos con la cabeza sobre los hombros. Parecía exhausto, y Paula se sintió increíblemente egoísta.


–¿Por qué no tomamos café antes? Podemos mirarlo cuando se vaya.


–Me parece bien.


Ella fue a la cocina, sacó la cafetera del fuego y sirvió agua en las tazas.


–Espero que le parezca bien café instantáneo; es todo lo que tengo.


–¿Tiene teléfono?


–Allí en la pared. Usted mismo


–No quiero llamar –replicó él, mientras se lavaba las manos de grasa–; solo quiero asegurarme de que tiene cómo comunicarse si tiene algún problema.


–Sí tengo, y funciona.


Al menos de momento. Corría el riesgo de que le cortaran la línea por no pagar las llamadas de larga distancia. Pero no estaba dispuesta a renunciar a su único medio de contacto con su hijo, aunque ello supusiera apagar la calefacción.


Pedro no dejaba de observarla mientras ella removía el café. 


Por mucho que odiara admitirlo, Paula estaba bastante colgada de él, de su halo embriagador y de su mirada exótica y oscura, a pesar de saber que no era muy recomendable.


–¿Quiere algo más?


–Solo más café. Me gusta fuerte.


–Oh –pronunció ella, incapaz de decir nada más cuando él la rodeó para echarse una cucharada más y le rozó el hombro con el pecho.


El mero contacto amenazó con hacer que las rodillas de Paula se disolvieran como las tres cucharadas de azúcar que le acababa de añadir al café. Pedro se apoyó en el aparador.


–¿Estás más tranquila ahora, después del encuentro?


–Estoy más tranquila, pero también me siento un poco estúpida. Debí haber vuelto al hospital en cuanto vi al tipo grande.


–Probablemente te habrían seguido.


–Puede ser. No se puede uno fiar de un hombre con tatuajes.


–¿Ah, no? –preguntó él, frunciendo el ceño y con una sonrisa desconcertante.


El doctor dejó el tazón sobre el aparador, se volvió a ella y se subió la camiseta. Antes de que Paula pudiera responder, se la sacó por la cabeza, llevándose consigo la goma del pelo. Y ahí se quedó, desnudo de cintura para arriba y con el pelo cayéndole sobre los hombros como una cascada de ébano.


Antes de que Paula pudiera preguntarle qué creía que estaba haciendo, fijó la mirada en su pecho, un torso sin grasa con músculos definidos y un triángulo de vello entre los pezones. Paula no pudo evitar recorrer con la mirada el camino hasta el borde del pantalón, que Pedro se había desabrochado sin que ella se diera cuenta. 


Lentamente él se bajó la cremallera y la dejó sin habla, excitada, incapaz de moverse. Entonces salió a la luz el tatuaje.


Bajo el ombligo, un felino negro abarcaba todo el abdomen plano de Pedro, interrumpiendo el caminillo de vello masculino que iba hacia abajo. Paula se quedó boquiabierta. El tatuaje era poderoso, provocativo, impresionante.


Cuando al fin miró hacia arriba, no encontró la sonrisa del médico sino una expresión que la desarmaba.


–¿Esto me hace no ser digno de confianza? –preguntó él en voz baja y cautivadora.


Ella volvió a bajar la mirada hacia el tatuaje, nerviosa por la sensación de ser observada. Por lo que a ella respectaba, aquella particular obra de arte lo hacía mucho más sensual, seductor, misterioso. Sintió la imperiosa necesidad de tocarlo, de ver si era tan sedoso como aparentaba. Sin el más mínimo resto de sentido común, estiró la punta de un dedo sobre el felino, pero el doctor la detuvo agarrándola de la muñeca.


–Normalmente te diría que siguieras tocando, pero no estoy seguro de que sea una buena idea. A menos que te des cuenta de que estás jugando con fuego.


Paula dirigió la mirada al bulto bajo los vaqueros de él, que estaban blanqueados en zonas difíciles de ignorar. Le ardió la cara por la vergüenza, por olvidarse de quién era, de con quién estaba, de lo que estaba haciendo. De nuevo.


Retiró la mano, pero no fue capaz de mirarlo a la cara.


–Lo siento, es solo que…, no sé, parece tan suave.


–Créeme, no lo es –dijo él en tono agrio.


–¿Es una pantera?


Él se miró el tatuaje y Paula no pudo evitar mirar también. 


Los músculos del abdomen de Pedro se tensaron cuando se pasó un dedo robusto por el lomo del felino, como había hecho ella, que sintió un escalofrío.


–Es un jaguar. Mi onen, o eso es lo que me dijo mi madre.


–¿Tu qué?


–Onen –repitió él, y se lo explicó mientras se volvía a poner la ropa y la goma del pelo, para el desagrado de Paula–. Mi animal, o el animal que me fue asignado al nacer. Mi madre era de ascendencia maya y creía en la tradición.


–¿Así que eres maya?


–Eso y otras muchas cosas. De la realeza española, por lo que sé, de un misionero blanco de hace un par de generaciones. Mi familia tiene una larga historia de amores prohibidos.


Aquello sintetizaba muy bien lo que Paula sentía por él, un hombre impredecible y enigmático que la cautivaba, le agitaba las fantasías y le mantenía el pulso errático.


–¿Y dónde está tu madre ahora?


–Murió hace unos años –dijo él con tristeza–. Era una mujer buena; un poco equivocada en sus creencias, pero muy buena con la gente que pasaba apuros.


–¿Como su hijo?


–No te equivoques conmigo, Paula –dijo él con sonrisa cínica–. Disfruto de mi éxito y de todo lo que conlleva.


–Pero ayudaste a los Gonzáles sabiendo que no tenían seguro ni mucho dinero.


–Hago eso de vez en cuando, pero también tengo pacientes que pagan. No estoy en contra de hacer dinero.


Paula pensó que su ex marido habría dicho exactamente lo mismo, solo que él habría optado por estratagemas para hacer dinero rápido y no por un trabajo honrado.


La conversación fluía y Pedro Alfonso seguía observándola con su mirada penetrante, como si necesitara interpretar sus sentimientos, descubrir su alma. Ella se esforzó en sacar más conversación pero le costaba asimilar los pensamientos mientras él la seguía mirando, ahora a los labios. Pensó que al menos no había mencionado la otra noche.


–Respecto a la otra noche… –dijo él, como si le hubiera leído la mente.


–¿La otra noche? –repitió ella, como ni no supiera de qué estaba hablando.


–Sí, Nochevieja. Me cuesta creer que no te acuerdes porque yo no he podido olvidarlo, «querida».


Ella se encogió de hombros, tratando de mostrar indiferencia a pesar de que se tambaleaba tanto por fuera como por dentro, como reacción a su declaración y a la expresión de cariño.


–Pensé que a lo mejor no me habías reconocido –confesó ella, aunque en el fondo le emocionaba que así hubiera sido.


–No lo hice al principio, hasta que sonreíste –afirmó él, y le pasó un dedo por el labio inferior–. Tienes una sonrisa preciosa, unos labios preciosos.


Paula no pudo ignorar las cosquillas que le producía en el labio o el corazón que le latía con gran fuerza.


–¿Siempre besas a mujeres que no conoces? –preguntó, alzando la voz.


–Normalmente no –respondió él, tomándole la mejilla como había hecho aquella noche–, pero me pareció que no te vendría mal algo de compañía.


–Estoy acostumbrada a estar sola –dijo Paula, que tuvo que hacer acopio de fuerzas para resistir el reclamo–. Lo cual no quiere decir que no lo agradeciera.


–¿Es eso todo lo que sentiste, gratitud?


No podía describir lo que había sentido cuando la había besado, lo que sentía en aquel momento con él tan cerca, con la mano en su cara, la mirada fija en su boca y su voluntad totalmente tomada por él. Entonces él bajo la cabeza muy lentamente y la besó con suavidad, no más que una provocación, un tanteo, pero que la dejó con un deseo como el que nunca había sentido.


El sonido de una sirena rompió el momento. Paula se apartó de Pedro y se dirigió a la ventana para observar la escena, tanto como para recuperar el aliento. Tres coches patrulla aparcaron en la acera frente al edificio y varios agentes armados se precipitaron en la entrada. Nada que no hubiera presenciado antes.


Entonces sintió una mano amable sobre el hombro.


–No estás segura aquí, Paula.


–No tengo elección –contestó ella mientras se abrazaba a sí misma.


–Sí tienes elección –la contradijo él, tomándola del brazo, intranquilo.


–Te puedo asegurar que no. He buscado por toda la ciudad otro sitio donde vivir y no he encontrado nada que pueda pagar.


–A lo mejor no has mirado en el lugar adecuado.


–¿Qué quieres decir?


–Esto puede sonar a locura –empezó él, soltándola y dando un paso atrás–, pero puedes vivir conmigo.


–Creo que no, doctor Alfonso.


–Me llamo Pedro, y deja que me explique. Tengo una casa antigua restaurada en un buen vecindario. Hay una habitación muy agradable en el ático del tercer piso. Es bastante grande y muy cómoda, con baño privado. La mujer a la que le compré la casa la usaba como sala de lectura. Estarás a gusto, y a salvo.


A Paula no le importaba lo tentador que sonara; no se sentiría a salvo, al menos desde el punto de vista emocional, viviendo en la misma casa que Pedro Alfonso, aunque fuera una mansión. Él solo ya representaba una tentación inmensa, una amenaza a su salud mental y a sus sentimientos.


Ella no tenía intenciones de tener una relación con otro hombre por el momento, aunque fuera un doctor de éxito, pues ya creía tener suficientes preocupaciones.


–De verdad te agradezco la oferta, pero apenas te conozco.


–Me conoces lo suficiente como para saber que tengo las mejores intenciones.


–¿Por qué harías eso por mí?


–Porque me preocupa tu seguridad.


–Pero si casi no tengo dinero para pagar esto –dijo ella, agitando la cabeza–. Mi madre vive de una pensión y tengo que mandarle dinero para mi hijo. Tengo un montón de facturas, gracias a mi ex, y…


–Puedes pagarme de otra forma, que no sea con dinero.


–No voy a ser tu…


–Déjame decirlo de otra manera. ¿Sabes cocinar?


–Soy conocida por un par de platos.


–Me gustaría eso de vez en cuando. Desde luego supera a la pasta envasada y los congelados.


Paula luchó con todas sus fuerzas contra la necesidad de aceptar. Luchó contra el encanto de su tentadora mirada color ámbar y su sonrisa de renegado. Luchó contra sus anhelos, que se estaban dando a conocer por primera vez desde hacía mucho tiempo. No sentía que pudiera verlo diariamente y mantener a raya todas sus necesidades.


–De nuevo, en serio que agradezco tu oferta, pero no puedo aceptarla.


Entonces él sacó una foto del bolsillo trasero del pantalón y se la dio.


–Si no lo haces por ti, hazlo por él.


Paula se quedó mirando un rato la foto de Jose, que creía haber perdido.


–¿Dónde la has encontrado? –preguntó al fin, pues el impacto le había roba la voz.


–En el salón de bailes. Vi cómo se te caía, pero para cuando llegué ya te habías ido.


Paula se pegó la foto al corazón, realmente agradecida de haberla recuperado. Tenía muchas fotos de su hijo, pero aquella era sin lugar a dudas su favorita. Miró a Pedro a los ojos, en los que encontró ternura.


–Te debo mucho por esto.


–Se lo debes a tu hijo, Paula. Él merece que su madre esté sana y salva hasta que podáis estar juntos. Yo te ofrezco esa posibilidad.


Aquellas palabras le hicieron reflexionar; tenían mucha lógica. Sabía que debería estar molesta por haber utilizado a su hijo para confundirla, pero también que lo que le estaba diciendo era verdad. Vio la inocente mirada de su hijo, su dulce sonrisa, y de repente sintió que habían tomado la decisión por ella.


Levantó la mirada para toparse con la de Pedro Alfonso y se encontró víctima de su carismático tirón, como si él solo tuviera el poder de moldear su voluntad y su desgarrado corazón. Pero no podía permitir que aquello sucediera.


–Meditaré tu oferta, pero si decido aceptar será por mi hijo.







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