viernes, 4 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 8





Pedro condujo despacio por las estrechas calles, sorprendido por el lugar al que Paula consideraba su hogar. No es que no hubiera visto nunca nada igual; de hecho lo había vivido hasta cumplir los quince. Pero entonces la buena suerte había sonreído en favor de su futuro y él había ascendido en el mundo, un mundo al que nunca se había adaptado del todo.


Pasó las filas de apartamentos destartalados y casitas de madera y notó una ingente actividad en las calles, que no parecían muy legales.


–¿Vive sola?


–Sí –contestó ella.


–¿No tiene niños? –preguntó él entonces, pensando que quizá se había equivocado.


–La verdad es que tengo un hijo.


–Pero no vive con usted.


–No.


–¿Vive con su padre? –siguió preguntando, lleno de curiosidad.


–No, vive con mi madre en Texas.


–Eso está muy lejos.


–Sí, pero de momento no tengo otra opción.


–¿Por qué no? –preguntó Pedro, roto por la desesperación en la voz de la joven madre.


–Mire dónde vivo. Ya es difícil para un adulto, imagínese para un niño.


–Entonces, ¿por qué no vive con su madre?


–Ojalá pudiera, pero no puedo. Apenas hay oportunidades de trabajo en mi ciudad natal. Tengo un montón de deudas y trabajar en una gran ciudad me da un sueldo más alto. Espero recuperarme en un año, encontrar un sitio mejor y que mi hijo pueda volver conmigo –le explicó, y señaló–. Por aquel callejón. Puede aparcar al lado de mi coche, es el blanco feo.


Pedro giró el pick-up por el pavimento lleno de agujeros y lo aparcó donde ella le había indicado. Detrás había un edificio marrón de ladrillo de tres plantas, con las contraventanas rotas y rejas en las ventanas. El maltrecho césped estaba lleno de escombros, al igual que el callejón, con varios neumáticos apoyados contra el edificio entre botellas de cerveza rotas.


–Bienvenido al paraíso –comentó Paula al abrir la puerta.


Pedro salió y pisó algo duro. Al mirar vio una jeringuilla usada bajo su bota y agradeció haber pisado el plástico y no la aguja. Le dio una patada y se acercó al coche de ella.


–¿Qué le pasa? –preguntó.


–No lo sé, no arranca.


–Levante el capó.


–¿Qué?


–Levante el capó. Voy a echar un vistazo.


Sin mucha convicción Paula sacó las llaves del coche y lo abrió para meterse y tirar de la palanca. Pedro levantó el capó, pero la tenue luz de la farola no iluminaba lo suficiente.


Ella se unió a él delante del capó y se inclinó sobre el motor al lado del doctor, a quien tenerla tan cerca no lo ayudó a concentrarse.


–No veo –dijo–. Necesito una linterna.


–No hay ninguna en el coche.


–Debería llevar siempre una linterna. Yo tengo una en el mío.


–Supongo que siempre va preparado.


–Siempre –repuso él con una amplia sonrisa–. Para todo.


Pero no había estado preparado para ella, y menos para la inmediata reacción de su cuerpo cuando ella se había puesto tan cerca, o para su necesidad de besarla de nuevo.


–¿Cuál es el suyo? –preguntó, mirando al edificio.


–Segunda planta, apartamento 202.


–Le propongo una cosa. Usted suba a preparar café y yo miro a ver si puedo hacer algo.


–De verdad no tiene que hacerlo. Además, no tengo con qué pagarle.


–Puede pagarme con café –contestó él.


–Pero…


–No hay discusión. Y dese prisa; me voy a quedar dormido si no tomo cafeína pronto.


–De acuerdo, lo bajaré.


–Ya subo yo por él.


–¿Está seguro? –preguntó ella, algo más que preocupada.


–A no ser que quiera que suba ahora a vigilar la zona, no sea que haya más criminales esperándola.


Considerando los alrededores, Pedro pensó que aquello bien podría ser cierto, y odió la idea de que aquella mujer tuviera que ir sola a aquel lugar todas las noches.


–Estaré bien hasta que llegue –dijo ella, y se dirigió hacia la entrada.


Él se quedó mirándola, observando el contoneo de sus caderas bajo los vaqueros tan bien ajustados, y pensó que estaba mejor que bien. Y que él tenía un gran problema.



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