lunes, 29 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 21





La enorme cama que le había servido de escondite durante casi dos semanas parecía haber aumentado de tamaño y ocupar todo el espacio de la habitación. Era lo único que Paula era capaz de ver.


Le ardía todo el cuerpo.


«Sexualmente atrevida» era una descripción que nunca se le podría haber atribuido. La realidad era que no le molestaba su falta de experiencia en ese terreno. Había besado a algunos chicos y se había conformado con dejarlo ahí. Sin embargo, en aquel momento, se le ocurrían muchas posibilidades.


–Esto no es buena idea.


El sentido común luchaba por imponerse en la cabeza de Pedro, pero reconoció que simplemente se trataba de un débil intento de retrasar lo inevitable.


Ya se había quitado la chaqueta y había metido las manos debajo del polo para quitárselo. Respiraba rápidamente mientras la miraba, sin atreverse a acercarse más, porque, si lo hacía, el sentido común no tendría ninguna posibilidad de prevalecer.


–¿Por qué no? –preguntó Paula con imprudente abandono. 


Dio dos pasos hacia él.


No habían encendido al luz, por lo que solo la pálida luz de la luna que entraba por la ventanas iluminaba la habitación. 


El hermoso rostro masculino era una mezcla de sombras y ángulos en el que brillaban los ojos, que la miraban mientras, nerviosa, avanzaba hacia él.


Él también estaba nervioso. Era increíble.


–¿No te gusto ni un poquito? –preguntó ella poniéndole la mano en el pecho.


–¿Por qué me preguntas esa estupidez?


Puso la mano sobre la de ella y la guio hasta la dureza de su masculinidad.


Paula se estremeció. Estaba tremendamente excitada, hasta tal punto que se olvidó de estar asustada, ya que iba a ser su primera vez. Con dedos temblorosos, le bajó la cremallera de los vaqueros y oyó que él contenía el aliento de pura satisfacción.


Ella se había arriesgado, estaba preparada para aceptar que la rechazara porque su desvergonzado deseo requería ser satisfecho antes de hacer las maletas y marcharse. Sentir su excitación era la prueba de que él también la deseaba, aunque no creyera que fuera una buena idea.


Con un gruñido de impaciencia, Pedro se quitó el polo y dejó al descubierto un cuerpo musculoso tan perfecto y exquisito como todo lo demás de él.


Con la respiración entrecortada, Paula le acarició el torso deteniéndose para trazar círculos alrededor de los oscuros pezones.


–Se supone que somos amantes –lo miró con una sonrisa irónica–. ¿No?


–¿Cómo es que no has sentido antes esta urgente necesidad de tocarme?


–¿Quién dice que no la he sentido?


Pedro esbozó una sonrisa triunfal. El sentido común salió volando por la ventana y comenzó a desabotonarle los botones del vestido sin prisas hasta haber abierto la mitad de la prenda, lo que le permitió vislumbrar sus suaves senos.


–No llevabas sujetador –murmuró con voz ronca–. Fue lo primero en que me fijé cuando te vi esta noche.


–No tenía ni idea de que te hubieras fijado en lo que llevaba puesto, teniendo en cuenta que no hiciste comentario alguno.


–Es que me quedé sin habla.


Paula sonrió.


–Y lo único que pensé –prosiguió él– fue en lo mucho que deseaba hacer lo que estoy a punto de realizar.


Le agarró las hombreras del vestido y se las bajó hasta que sus ojos contemplaron con deleite sus senos.


Paula se quedó totalmente inmóvil porque fue lo único que se le ocurrió para no colocarse el vestido en su sitio. No quiso pensar en todos los bellos cuerpos que él habría visto y en que el suyo no era uno de ellos.


–No digas nada –le pidió ella.


–No me será difícil. No tengo… –le rodeó un pezón con el dedo y ella se estremeció–. No tengo palabras.


–No soy alta ni delgada. Soy bajita y rellenita. Lo siento.


Pedro la miró atónito al oírla denigrarse de aquel modo.


–Es lo más ridículo que he oído en la vida.


–Gracias.


Aunque fuera una tonta romántica, también podía ser realista, y lo era lo bastante para saber que lo que él veía era la novedad de un cuerpo y de una personalidad diferentes a aquellos a los que estaba acostumbrado.


Pero no era el momento adecuado de hablar de ello. Era mejor dejar las cosas como estaban.


Ella se dirigió con paso vacilante a la cama y él la siguió después de sacar un preservativo de la mesilla de noche.


–Quítate el vestido –dijo él–. No, mejor, déjalo caer. Sí, así. Quiero verte.


Se sentó a horcajadas sobre ella, que se había tumbado, y se limitó a mirarla. Se quitó los vaqueros y le gustó el modo en que ella apartó la vista de su excitada masculinidad para volver a mirarla después.


–Puedes tocarme –dijo él con una voz que le costó reconocer.


Paula tragó saliva y le tiró de los boxers hacia abajo. Su miembro era tan impresionante y grande como el resto de él. 

Lo tomó con la mano y dejó que actuara su instinto.


Al principio entrecerró los ojos, pero luego los abrió y miró el brillante glande que tenía en la mano y, llenándose de valor, se sentó y lo tomó en la boca.


Probó su sabor y sintió que él se estremecía y se arqueaba hacia atrás al tiempo que le introducía los dedos en el largo cabello. El sabor salado de él era afrodisíaco y le produjo oleadas de placer.


Gimió cuando él la apartó. Tenía las braguitas húmedas a causa de la excitación y se retorció para quitárselas. 


Después abrió las piernas.


–Estás ardiendo por mí –afirmó Pedro mientras la exploraba con los dedos.


Ella contuvo la respiración cuando dio con el dulce botón y comenzó a acariciárselo suave y persistentemente. Arqueó el cuerpo, extasiada como nunca en la vida.


Pero no quería alcanzar el clímax. No de aquel modo.


Lo atrajo hacia sí y lo besó. Y fue hermoso. La lengua de él contra la suya era suave y exigente a la vez. Probó en ella la esencia de alguien que quería ir despacio, pero que, a la vez, estaba desesperado por saciar su deseo.


Su masculinidad de acero le rozaba los muslos, por lo que ella abrió las piernas un poco más para sentirlo en sus delicados pliegues. Gimió suavemente cuando le presionó el clítoris.


Dejó de besarlo y le tomó el rostro entre las manos.


–Debo decirte algo.


–No es el momento de hacer confidencias –respondió él con un jadeo.


Le levantó los brazos por encima de la cabeza y le pidió que no los moviera. A continuación probó sus suculentos pezones trazando, primero, un círculo alrededor de ellos con la boca, para después introducírselos en ella y lamérselos.
Paula no podía resistirlo. Aquello iba más allá del placer, además de ser una experiencia nueva. Quería decirle que era virgen. Tenía que saberlo porque, si no, esperaría que se comportara como las demás mujeres, aunque ella no sabía muy bien cómo era.


Abrió la boca para hablar, pero emitió un grito de placer.


Él seguía lamiéndole los pezones, mirándola y disfrutando del color de sus mejillas, del hecho de que no pudiera estarse quieta, de sus gemidos, que se volvían roncos e incontrolados.


A él no le gustaba apresurarse al hacer el amor. El sexo era un arte en el que había que dar y recibir placer en igual medida. Era un maestro a la hora de tomárselo con calma, pero le estaba costando mucho controlarse para no agarrar el preservativo de la mesilla, ponérselo y poseerla. Mientras las modelos con las que solía salir eran delgadas y huesudas, Paula era suave, blanda y sensualmente redondeada.


Con uno de sus senos en la boca, bajó la mano para deslizársela entre las piernas, aunque se limitó a acariciarle la parte interna de los muslos. Le rozó con los nudillos el vello púbico y sintió deseos de penetrarla.


Todo a su debido tiempo.


Muy despacio, le trazó un surco con la lengua desde debajo de los senos hasta el ombligo, en el que le introdujo la punta de la lengua. Ella contuvo la respiración.


Paula había cerrado las piernas, por lo que él se las separó con suavidad dispuesto a probarla, pero ella lo agarró del cabello para que la mirara.


–¿Qué haces? –susurró ella, deseosa de sentir su boca en sus partes más íntimas, pero horrorizada ante tal despliegue de intimidad.


–Nada hasta que no me sueltes.


–Es que…


–No me digas que nadie te ha probado ahí –observó él al tiempo que se preguntaba si la libido podría descontrolarle aún más.


Había llegado la hora de la confesión. Pero eso arruinaría el momento y, de todos modos, ¿qué diferencia supondría? 


Deseaba a Pedro y deseaba aquello.


Pedro le sonrió y ella le soltó y volvió a tumbarse con los ojos cerrados. Abrió las piernas con precaución y contuvo la respiración cuando él comenzó a acariciarla con la lengua. 


Ella soltó el aire, pero tuvo que inhalar muy deprisa ante el mar de sensaciones que la invadió.


Sintió que el cuerpo le ardía y comenzó a jadear. No podía quedarse quieta ante la fuerza del incendio que se le extendía en oleadas, que la hizo arquearse contra la boca masculina, postura en que él la mantuvo agarrándole las nalgas con fuerza.


La llevó tan cerca del éxtasis que ella le rogó sin aliento y sin vergüenza que la tomara.


Él buscó a tientas el preservativo. Ella vio la habilidad con que se lo ponía sin dejar de mirarla. Pensó que tal vez hubiera debido hacer algo más, pero rechazó esa sensación de inseguridad.


El deseo que ardía en los ojos de él le demostró que estaba tan excitado como ella.


Pedro la rozó con el extremo de su excitada masculinidad para penetrarla, pero ella se puso tensa y lanzó un grito cuando él comenzó a introducirse. Ella se puso rígida y lo miró con ojos de pánico.


Él se detuvo al darse cuenta de lo que sucedía.


–No me digas que eres virgen –dijo jadeando, pero completamente inmóvil.


–Me acabas de decir que no es momento de confidencias –apuntó ella atrayéndolo hacia sí para besarlo.


–¡Ay, Paula! Iré despacio… Seré delicado…


Y lo hizo. Se introdujo lentamente para volver a salir, tentándola hasta que sus gemidos se convirtieron en un ruego.


Para él, era una agonía, pero no estaba dispuesto a hacerle daño. Deseaba que el recuerdo de aquella noche fuera memorable, aunque no quiso saber por qué significaba tanto para él.


Ella estaba muy húmeda y él la penetró un poco más hasta que ella gritó que la tomara ya.


Pedro lanzó un gemido y la penetró de una embestida. 


Después de la sorpresa inicial, el cuerpo de ella se adaptó al suyo y comenzó a responder a sus profundas y fieras embestidas.


Y el clímax que ella había estado a punto de alcanzar cuando la había explorado con la boca fue aumentando hasta convertirse en algo salvaje e imparable.


Paula gritó y Pedro le tapó la boca sonriendo, para destapársela y besarla. Él alcanzó el clímax cuando aún la besaba.


Sin fuerzas, volvió sobre lo que habían dicho antes.


–Eres virgen.


Se apartó de ella y se tumbó a su lado. Casi inmediatamente se volvió hacia ella y se apoyó en un codo para mirarla.


Por eso había intentado guardar las distancias. Era cierto que lo desconocía, pero sabía bastante: que no era una mujer dura como aquellas con las que salía; que era una romántica; que era vulnerable. Que, además, fuera virgen amenazaba con convertir una situación estúpida en problemática.


Pero el sexo había estado muy bien.


Una virgen. Nunca había concedido valor a esa virtud, pero quería volver a poseer a Paula, enseñarle cosas que no había experimentado.


Nada de todo eso tenía sentido, pero era lo que experimentaba.


¿Desde cuándo le producía una satisfacción machista acostarse con vírgenes? ¿Qué vendría después?, ¿lanzar un grito como Tarzán y colgarse de una liana?


Sin embargo, no pudo reprimir una sensación de extraña satisfacción.


–Tenías que habérmelo dicho.


–Iba a hacerlo. ¿Acaso importa?


–Lo que no entiendo es por qué.


–No quiero hablar de eso.


Había sido la experiencia más maravillosa de su vida. Nada la había preparado para las increíbles sensaciones que había experimentado. Y, sin embargo, lo único que él había sacado de todo aquello era que ella no le hubiera dicho que era su primera vez.


–Disculpa si no he estado a la altura de tus elevados criterios.


Él enarcó las cejas.


–¿Qué demonios estás pensando, Paula?


–¿Tú qué crees? –respiró hondo–. Acabamos de hacer el amor y, aunque sé que probablemente no haya sido nada del otro mundo para ti, parece que lo único que te importa es que yo no lo hubiera hecho antes. Ya sé que no soy como esas modelos con las que sales…


–No vuelvas a hacerte reproches en mi presencia, Paula. Nunca más.


Pedro suspiró lleno de frustración. Incluso se diferenciaban en la forma de ver las cosas. ¿A qué venía ese deseo repentino de denigrarse? En muchos aspectos era una mujer sincera y alegre, pero tenía una inseguridad que se reflejaba en sus ojos acusadores.


Tuvo un instante de ternura que lo dejó sin saber qué hacer, pero luego lo racionalizó diciéndose que se debía a que normalmente no hablaba después de hacer el amor. Pero era natural que ella quisiera conversar, ya que había sido su primera vez y, por naturaleza, era confiada y comunicativa. 


Protestaría si él se levantaba para ducharse y consultar el correo electrónico.


–He expresado mi sorpresa de que seas virgen porque eres increíblemente atractiva.


–No es cierto.


–¿Vamos a malgastar el tiempo jugando a ese jueguecito?


Él le apartó un mechón de la mejilla y se excitó ante la idea de volver a poseerla.


Paula estuvo a punto de decirle que le gustaba ese jueguecito.


–Prácticamente me he lanzado a tus brazos. La mayoría de los hombres habrían tomado lo que se les ofrecía aunque no les gustara.


–Yo no soy como la mayoría. Me gustaste desde que te vi en el chalé.


–¿En serio?


–Y, ahora, aquí estamos, juntos en la cama. Y créeme si te digo que he disfrutado cada minuto. De hecho, si no creyera que estarás dolorida, lo repetiría ahora mismo.


La tomó de la barbilla para que lo mirara a los ojos.


–¿Por qué conmigo?


–¿Cómo? –preguntó ella con el ceño fruncido.


–Eres una romántica sin remedio.


–No sin remedio.


–Lo suficiente para que me pregunte por qué has decidido tener tu primera experiencia conmigo y en estas circunstancias. Me pica la curiosidad saber por qué no te acostaste con el hombre con que te ibas a casar, pero no te ha importado hacerlo con otro con el que, desde luego, no vas a vivir.


–No me he puesto a analizarlo, pero supongo que necesitaba…


–¿Un tónico?, ¿un estimulante? ¿Y yo era lo que más a mano tenías? ¿Tu ex no era lo suficiente hombre para llevarte a la cama?


–A mi ex no le gustaba yo –le espetó ella–. Así que no se esforzó mucho en intentarlo.


–Ni tú tampoco.


–Yo…


Ella no era de las que daban el primer paso. Pero lo había hecho con Pedro. ¿Porque no tenía nada que perder?, ¿o porque no sabía lo que era realmente la lujuria hasta haberlo conocido?


–Supongo que esperaba la gran noche –contestó ella.


Que estaba enamorada del amor, pero que Roberto no le gustaba. Pedro le había enseñado eso: que el deseo y el amor eran cosas distintas.


–Tienes razón. Soy una estúpida romántica. Y esto es la vida real. Tal vez, inconscientemente, fuera eso lo que deseaba: conectar con la vida real.


–Podría sentirme dolido.


–No te imagino sintiéndote así, o al menos no tan dolido como para que tengas ganas de llorar.


–¡Qué cosas se te ocurren, Paula! –le acarició un pezón, que inmediatamente se le endureció–. ¿Por qué no lo pensamos mientras volvemos a descubrirnos? O mejor después, ya que te garantizo que no vas a pensar mientras hacemos el amor.






domingo, 28 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 20




Le recorrió la mandíbula con el dedo y percibió que, en contra de su voluntad, él deseaba más, lo que le confirió una enorme sensación de poder.


Se montaron en el coche y, cuando él pulsó un botón para que un cristal opaco los separara de Carlos, ella sonrió.


Así que la gran ruptura comenzaría al día siguiente. Y, poco después, ella estaría de vuelta en Londres, de vuelta a la realidad.


Pero, en aquel momento, su realidad era aquella, así que ¿por qué no aferrarse a ella con ambas manos? Si él la rechazaba asqueado, pues muy bien, aunque en su fuero interno presentía que no lo haría.


–Ves a un hombre y ¿qué te pasa? ¿Quieres casarte con él? –preguntó Pedro.


–Veo a un hombre y empiezo a preguntarme si encajaría conmigo a largo plazo –lo cual, hasta el momento, le había salido bastante mal–. La cosa es más o menos así: «Hola, ¿cómo estás? ¿Qué te parece tener una gran familia?».


Él se estremeció y se echó a reír.


–Sí, ya sé. Estás horrorizado. Supongo que saldrías corriendo si una mujer te hiciera una pregunta similar. Como una vez entregaste el corazón y te equivocaste, no vas a volver a hacerlo.


–Así es, pero eso no lo menciones delante de mi madre cuando nos peleemos, porque tal vez no sea de mi misma opinión.


–No le diré nada que pueda darle una impresión errónea sobre nosotros –apuntó ella.


Tenía un nudo en la garganta. No quería pensar en marcharse.


Lo que quería era…


Puso su pequeña mano sobre la gran mano masculina y la guio hasta su seno.


–¡Eh, Paula, no! No sabes lo que haces…


Pero no apartó la mano. Sintió su redonda plenitud y deseó mucho más. Su excitación era tan grande que apenas podía moverse.


–Sé perfectamente lo que hago. Por primera vez en la vida, sé lo que hago –insistió ella mientras se desabotonaba los dos primeros botones del vestido para permitir que él accediera mejor. Y le encantó lo que sintió. –Dentro de unos días me iré y no volveremos a vernos. Y despiertas en mí…


–¿El qué, Paula?


Estaba muy bien dotada. Si Carlos no estuviera en el asiento delantero conduciendo lentamente, sin importarle en absoluto lo que pasaba detrás de él, la hubiera poseído en el coche.


–Curiosidad –confesó ella con la sinceridad que formaba parte de su personalidad–. Despiertas en mí curiosidad.






EL SECRETO: CAPITULO 19




En cuanto traspasaron la puerta principal, él apartó el brazo y se separó de ella.


A Paula le dolió el poco interés que demostraba por ella. Se sentó en el asiento trasero después de que Carlos le abriera la puerta y no miró a Pedro cuando él hizo lo propio a su lado.


Ni siquiera le había hecho un comentario sobre el vestido, pensó ella con resentimiento. Se dedicó a mirar por la ventanilla y a contestar con monosílabos cuando él trató de conversar.


–¿Vas a decirme qué te pasa? –preguntó Pedro cuando se sentaron a la mesa en el restaurante, que era un lujoso italiano.


–Nada.


Paula lo miró de mala gana y vio que él la miraba con ojos insondables. ¿La estaría comparando con esas mujeres que no gustaban a su madre?


–Suéltalo de una vez.


–Muy bien, lo que me pasa es que no haces ningún intento de resolver esta situación. Llevamos aquí casi dos semanas.


–No pensaba que tuvieras prisa por volver –dijo él con voz suave.


–No se trata de eso, sino de que no me gusta mentir a tu madre. Creo que estamos intimando y…


–Pues aléjate de ella. No va a sustituir a la tuya.


–No digas tonterías.


Él suspiró lleno de frustración.


–Te pido disculpas. La verdad es que creo lo mismo que tú. Ya es hora de que mi madre empiece a enterarse de que nuestra relación no va a funcionar. En primer lugar, estoy harto de dormir en el sofá. soy demasiado alto para dormir ahí. Ni siquiera lo hacía cuando era adolescente


–¿Nunca habías dormido en un sofá?


–Nunca, pero no nos alejemos del tema. Tendremos que demostrárselo a las claras. Reconozco que soy en parte culpable.


Lo era. Había preferido disfrutar del ambiente que había en la casa, de la alegría de su madre ante su última conquista.


–Mañana nos pelearemos delante de ella. No será difícil, ya que tenemos muy poco en común.


Se encogió de hombros con la gracia informal que a ella le resultaba tan atractiva.


Paula tomó un sorbo de vino blanco. Ni siquiera se había fijado en cuándo se lo había servido el camarero.


–Si tan poco tenemos en común –se burló–, ¿cómo es que aún no nos hemos tirado los trastos a la cabeza?


Buena pregunta.


–Se llama tomar la línea de menor resistencia. Cuando mi madre está presente, lo más fácil es dejarle ver lo que quiere ver, pero tengo que volver a mi vida normal. No puedo quedarme mucho más aquí. Vendré los fines de semana, como es natural, pero debo volver a Londres. Igual que tú. ¿Le has dicho ya a tu casero que no vas a necesitar más el piso o la casa?


–La casa. Ya te lo había dicho.


–A veces me falla la memoria.


La casa en que vivía con su supuesta mejor amiga. Claro que lo recordaba, se acordaba de hasta el más mínimo detalle.


–No, no se lo he dicho al casero todavía. Puedo mandarle un correo electrónico mañana, pero debes darme tu palabra de que no te echarás atrás sobre nuestro acuerdo. No quiero encontrarme sin un techo.


–Has hecho lo que te pedí, así que, como es natural, me atendré a lo acordado.


Pidió otra botella de vino y, cuando acabaron de cenar, se habían bebido dos y comenzado una tercera.


–¿Y sobre qué vamos a pelearnos mañana?


Paula retomó el tema del que habían hablado antes. Habían acabado de cenar y habían pagado.


Cuando se puso de pie tuvo que concentrarse mucho para no perder el equilibrio sobre aquellos tacones a los que no estaba acostumbrada.


Él la agarró por la cintura para sostenerla.


–Has bebido demasiado –murmuró.


–Tal vez podamos discutir sobre eso: que me estás convirtiendo en una alcohólica.


–Mi madre no se lo creerá.


–¿Por qué soy una chica aburrida, la vecinita de al lado?


–¿A qué viene eso? –Pedro se detuvo y la miró. Sin querer, le acarició el pelo y la mejilla.


Paula se quedó paralizada. Él la miraba y a ella le pareció que se ahogaba.


Pedro tenía razón: había bebido más de la cuenta. No podía apartar la vista de su hermoso rostro.


–Deja de mirarme así –dijo él con voz ronca.


Ella entrecerró los ojos.


–¿Cómo?


–Las vecinitas aburridas no miran a los hombres como me estás mirando.


Paula le acarició la mejilla y se quedó alucinada al darse cuenta de que era lo que llevaba queriendo hacer desde… siempre. No retiró la mano. El corazón le martilleaba en el pecho.


–No –dijo Pedro con voz temblorosa–. Vamos, Carlos nos espera.


Hablaba en serio. Por tentadora que le resultase, no iba a hacer el amor con ella. De ningún modo. La idea lo atraía y asustaba en la misma medida. Lo desequilibraba y le hacía perder el control.


–Te acostaré en cuanto lleguemos.


Ella asintió y lo agarró del brazo.


–Dime qué defectos vas a achacarme –lo animó, soñolienta y totalmente despierta a la vez.


Percibía todo con enorme claridad: el olor de Pedro, el tacto de la chaqueta de lino, la forma en que su pecho ascendía y descendía al respirar…


–Siempre he creído que está bien tener algunos defectos –añadió ella.


Pedro no pensaba. Carraspeó, cambió el peso de una pierna a otra y trató de mover a Paula, aunque sabía que no era lo que realmente deseaba.


–No es algo que haya oído decir con frecuencia –apuntó en tono seco.


–Supongo que has oído lo que le he dicho a tu madre sobre Roberto, que me encapriché de él en la adolescencia. Era muy interesante cuando era joven.


–Pues ahora lo es mucho menos –le recordó él–. De hecho, es un pringado.


–Supongo que es lo que todo el mundo te parece comparado contigo –murmuró ella al tiempo que lo miraba a los ojos.


Contuvo la respiración y el ritmo del corazón le disminuyó. El tiempo pareció detenerse.


El beso lo pilló desprevenido. Paula se puso de puntillas para besarlo, y fue tan dulce e inocente que lo desarmó. La lengua de ella le sondeó tímidamente los labios, como una pluma que se los rozara.


Él se estremeció y reprimió un gemido.


–Esto no forma parte del trato –murmuró.


–Ya lo sé. Pero ¿recuerdas esos defectos que me gustaría tener? Uno de ellos es dejarme ir, no tomar a los hombres tan en serio.







EL SECRETO: CAPITULO 18





Paula se miró en el espejo sin prestar atención a su reflejo. 


Pensaba en lo sucedido en la semana y media anterior.


Detrás de ella la enorme cama que la había llenado de terror era solo eso: un gran lecho.


Sus miedos habían estado injustificados, salvo en los rincones más profundos de su mente, donde se habían refugiado sus fantasías con Pedro a la espera del momento adecuado para emerger.


Apenas compartían el espacio físico de la habitación. 


Antonia siempre se retiraba antes de las diez, momento en el que Paula subía y Pedro se quedaba trabajando en la planta baja hasta la madrugada.


No lo veía ni lo oía cuando llegaba al dormitorio porque siempre estaba profundamente dormida. La única prueba de que él había ocupado la habitación era su huella en el sofá, ya que siempre se marchaba a las ocho de la mañana.


Era evidente que apenas necesitaba dormir. Ella, por el contrario, era muy dormilona.


Pedro dejaba siempre la ropa de cama que utilizaba doblada y metida en el armario.


Paula se había despertado dos veces con necesidad de ir al cuarto de baño, al que se había encaminado de puntillas mientras él dormía, medio desnudo, pues no se tapaba mucho con el edredón.


Verlo así solo había servido para activarle aún más la imaginación.


Ojalá aquella estúpida farsa hubiera conseguido su propósito y hubiera revelado los defectos de Pedro. ¿No debería haberse transformado ya en un pesado arrogante con demasiado dinero?


Paula suspiró y se fijó en su reflejo. El cabello parecía más indomable que de costumbre, pero ya había dejado de intentar someterlo. ¿Era aquel aspecto el que de verdad deseaba tener: mal peinada, con un vestido de tirantes y unas sandalias de tacón alto que no le gustaban en absoluto?


Pedro y ella, a petición de Antonia, iban a cenar fuera aquella noche. Antonia había hablado muy seriamente con ella para que se comprara algo bonito para la ocasión, ya que, hasta ese momento, no había ido de compras y había utilizado la ropa que había llevado.


A pesar de sus protestas, Antonia y ella habían pasado fuera buena parte del día. En Salamanca había tiendas de diseño para todos los gustos.


Cada vez que Paula intentaba mostrar a la madre de Pedro una grieta en la relación con su hijo, ella le quitaba importancia. Parecía considerar que su franqueza era un
refrescante cambio con respecto a la serie de lapas que se habían pegado a su hijo a lo largo de la vida.


Mientras tanto, en mitad de todo aquello, Paula había comenzado a observar detalles en Pedro que le estaban minando las defensas.


Era increíblemente inteligente y, aunque escuchaba los argumentos ajenos, le gustaba ganar las discusiones. En la cena, que era cuando más se veían, ya que él se pasaba el día trabajando, hablaban de todo lo habido y por haber. 


Antonia solía sacar un tema de conversación y todos daban su opinión.


Pedro era un hijo cariñoso sin ser condescendiente. Se le daba muy bien provocar a su madre, y a Paula se le encogía el corazón al ver la interacción entre ambos.


Estaba muy unida a su abuela, como les había dicho dos noches antes, pero ella se resentía de haberse criado sin padres. Probablemente había hablado de aquel tema por haber bebido demasiado. Incluso había llorado al final. Se estremeció al pensarlo.


Pedro también era divertido, ingenioso y muy interesante. 


Había viajado por todo el mundo y contaba anécdotas de lugares remotos.


El corazón se le aceleró al pensar que anhelaba estar en su compañía. Se pasaba el día en el jardín, a veces leyendo en la piscina y otras con Antonia. Pero, a las cinco era como si el cuerpo se le comenzara a desperezar y a cobrar vida.


Y eso no estaba bien.


De hecho, la asustaba, ya que Pedro se mostraba tan distante como le había prometido. Era cierto que cuando estaban juntos era la calidez y el encanto personificados, pero, en cuanto su madre desaparecía, se convertía en otra persona: controlada, fría y en cierto modo ausente.


Había dejado de sentarse tan cerca de ella en el sofá, y las demostraciones físicas de afecto, los toquecitos en los hombros, las mejillas y los brazos habían disminuido.


Paula suponía que era un modo sutil de informar a su madre que las cosas no se hallaban en el terreno del amor maravilloso y los finales felices.


¿Se había fijado Antonia? No lo sabía.


Paula había pensado en hablar del tema comenzando con vagas generalidades para después referirse a la relación de ellos dos y terminar preguntando a Antonia qué pensaba. 


Pero no se atrevió a hacerlo.


En aquel momento, Pedro estaba en la planta baja. Solía dejar de trabajar a las seis para hacer compañía a su madre mientras Paula se bañaba y cambiaba.


Y cuando ella bajaba a tomarse un vaso de limonada recién exprimida, él aprovechaba para ducharse. Era una inteligente táctica de evitación en la que Antonia no parecía haber reparado.


Esa noche, Paula entró en el salón y halló a Antonia tomándose un zumo con un libro en el regazo.


Como todas las estancias de aquella maravillosa casa, aquella era luminosa, de paredes y muebles claros y contraventanas de madera para protegerla del sol en verano. Y, como en todas las demás, olía a las flores que Antonia cortaba del jardín y colocaba en jarrones por toda la casa.


–Quería ver cómo te sentaba el vestido –Antonia le sonrió y le pidió que diera un par de vueltas para apreciarlo desde todo los ángulos–. Estás preciosa.


–No estoy muy segura –contestó ella con torpeza–. No estoy acostumbrada a llevar vestidos.


–Pues deberías. Tienes un tipo perfecto para llevarlos, no como esas mujeres esqueléticas con las que salía mi hijo. Se limitaban a sonreír como tontas y a mirarse en cada espejo por delante del que pasaban. Yo le decía a Pedro que no eran mujeres de verdad, sino muñecas de plástico, y que se merecía algo mejor.


Sonrió con aire de superioridad e indicó a Paula una silla para que se sentara.


–Tenemos nuestras diferencias. Aunque creas que esas modelos no le vienen bien a Pedro, en realidad, son mucho más adecuadas para él de lo que te imaginas.


Se inclinó hacia delante y miró el hermoso rostro de la anciana que tenía frente a ella.


–Ser sincera está muy bien, pero, al final, a los hombres les ataca los nervios.


–¿Fue eso lo que le pasó a tu antiguo novio? ¿Por eso anuló el compromiso, querida?


Paula se sonrojó. Apenas le había dado detalles de la ruptura que supuestamente la había llevado a los brazos de Pedro, su verdadero amor. En aquel momento, Antonia se los pedía.


–La ruptura se produjo porque no me quería, y resultó que yo tampoco a él.


Era la primera vez que decía en voz alta lo que pensaba.


–Fui una idiota –confesó–. Me encapriché de Roberto en la adolescencia. Era el más guapo de la clase y, además, le gustaba hablar conmigo. Me pareció que era amor lo que había entre nosotros, así que, cuando se presentó en Londres y me pidió que nos viéramos, supongo que recordé lo que sentía por él, lo trasladé a la actualidad y decidí que mis sentimientos seguían intactos. Al fin y al cabo, seguía siendo guapo. Me hizo recordar.


Y había sabido manipular sus puntos débiles en su propio beneficio. Pero había sido culpa de los dos, ya que ella se lo había consentido.


–¿Qué estaba diciendo? –preguntó mientras se contenía para no llorar.


–Decías –dijo Pedro detrás de ella– que te metiste en una desgraciada relación con alguien que no te convenía desde el principio.


Se había quedado en el umbral de la puerta sin que su madre y Paula lo notaran. No entendía por qué se había puesto tan contento al oír a esta reconocer lo que él siempre había sospechado.


Su exprometido no le había partido el corazón, como a ella le gustaba imaginar. Pedro se lo había visto en el rostro, pero era muy satisfactorio que lo reconociera.


Aunque no tenía una importancia significativa, se apresuró a pensar. Aunque ella fuera divertida, demasiado sincera y muchas cosas más de las que carecían las mujeres con las que solía salir, eso no hacía que estuviera disponible para él.


Lo había estado para un simple monitor de esquí, pero no para el hombre que realmente era.


Sin embargo, todo se complicaba cada vez más.


Se aseguraba de dominar la tentación quedándose hasta muy tarde ante el ordenador, aunque solo parte de su mente estaba en el trabajo. La otra se dedicaba a imaginar a Paula en la cama, a verla como sabía que dormía por haberla contemplado: sexy y medio destapada.


Estaba seguro de que no se dormía así, de que se tapaba hasta la boca. Pero, en algún momento, cuando estaba profundamente dormida, su cuerpo buscaba sentirse más cómodo, no envuelto en el edredón como si fuera una momia egipcia.


Ella se había levantado dos veces de madrugada para ir al cuarto de baño andando de puntillas y tan despacio al pasar por delante del sofá que él había tenido que recurrir a toda su capacidad de contención para no estallar en carcajadas.


La ancha camiseta que se ponía para dormir y que le llegaba hasta medio muslo provocaba reacciones extrañas en su organismo. Aunque llevara una ropa que no le favoreciera en absoluto, su cuerpo era hermoso y sexy, sus senos prometían y sus piernas lo tentaban a descubrir lo que había entre ellas.


Se sonrojó al recordar la excitación que le habían producido semejantes pensamientos mientras se duchaba.


Se preguntó con ironía si eso era lo que sucedía cuando a un hombre que podía tenerlo todo se le negaba lo único que deseaba.


Cuando antes acabaran con aquella farsa, mejor.


Y no solo porque parecía que su madre se había enamorado de Paula.


Iban a salir esa noche los dos solos, por lo que no se andaría con rodeos.


Había llegado el momento de la verdad.


Estaba harto de pelearse con su libido. Tenía que volver al mundo de los vivos, a sus oficinas en Londres.


Para su gusto, su madre se estaba implicando demasiado en su falso romance. Y, de todos modos, ¿quién sabía si Paula no se estaría acostumbrando a la buena vida? Sin duda, era algo que había que tener en cuenta.


–¿Cuánto llevas acechándonos desde la puerta? –preguntó Paula en tono acusador.


Pedro entró en el salón y fue a apoyarse en el poyete de una ventana con los brazos cruzados.


Paula pensó que nunca lograría habituarse a su sorprendente belleza.


–No os acechaba.


El tono de su voz y de su expresión era tranquilo, pero tuvo que apartar la vista de lo senos de ella, que el fino vestido resaltaba. Por Dios, ¡ni siquiera llevaba sujetador! Rayaba en lo indecente, a pesar de lo modesto del estilo.


Había algo en la mezcla de colores que hacía que su rizado cabello destacara aún más. Y se había maquillado un poco, lo suficiente para que sus carnosos labios consiguieran distraer a cualquier hombre.


Notó que se excitaba y apartó momentáneamente la vista de ella para recuperarse, antes de dedicarse a bromear con su madre, como solía hacer. Cuanto más aumentara su deseo, más distancia tendría que poner entre Paula y él.


–Que os lleve Carlos –le dijo su madre mientras él se dirigía hacia Paula, que se levantaba en ese momento con la gracia de una bailarina de ballet.


–¿Me vas a echar un sermón sobre que no debo conducir si he bebido? –preguntó él mientras rodeaba a Paula con el brazo por la cintura, lo que era un reto para su autocontrol–. No te preocupes. Le diré a Carlos que nos lleve y nos recoja. Creo que le gusta ese bar que hay cerca del restaurante, pero tendrá que beber agua.