domingo, 28 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 19




En cuanto traspasaron la puerta principal, él apartó el brazo y se separó de ella.


A Paula le dolió el poco interés que demostraba por ella. Se sentó en el asiento trasero después de que Carlos le abriera la puerta y no miró a Pedro cuando él hizo lo propio a su lado.


Ni siquiera le había hecho un comentario sobre el vestido, pensó ella con resentimiento. Se dedicó a mirar por la ventanilla y a contestar con monosílabos cuando él trató de conversar.


–¿Vas a decirme qué te pasa? –preguntó Pedro cuando se sentaron a la mesa en el restaurante, que era un lujoso italiano.


–Nada.


Paula lo miró de mala gana y vio que él la miraba con ojos insondables. ¿La estaría comparando con esas mujeres que no gustaban a su madre?


–Suéltalo de una vez.


–Muy bien, lo que me pasa es que no haces ningún intento de resolver esta situación. Llevamos aquí casi dos semanas.


–No pensaba que tuvieras prisa por volver –dijo él con voz suave.


–No se trata de eso, sino de que no me gusta mentir a tu madre. Creo que estamos intimando y…


–Pues aléjate de ella. No va a sustituir a la tuya.


–No digas tonterías.


Él suspiró lleno de frustración.


–Te pido disculpas. La verdad es que creo lo mismo que tú. Ya es hora de que mi madre empiece a enterarse de que nuestra relación no va a funcionar. En primer lugar, estoy harto de dormir en el sofá. soy demasiado alto para dormir ahí. Ni siquiera lo hacía cuando era adolescente


–¿Nunca habías dormido en un sofá?


–Nunca, pero no nos alejemos del tema. Tendremos que demostrárselo a las claras. Reconozco que soy en parte culpable.


Lo era. Había preferido disfrutar del ambiente que había en la casa, de la alegría de su madre ante su última conquista.


–Mañana nos pelearemos delante de ella. No será difícil, ya que tenemos muy poco en común.


Se encogió de hombros con la gracia informal que a ella le resultaba tan atractiva.


Paula tomó un sorbo de vino blanco. Ni siquiera se había fijado en cuándo se lo había servido el camarero.


–Si tan poco tenemos en común –se burló–, ¿cómo es que aún no nos hemos tirado los trastos a la cabeza?


Buena pregunta.


–Se llama tomar la línea de menor resistencia. Cuando mi madre está presente, lo más fácil es dejarle ver lo que quiere ver, pero tengo que volver a mi vida normal. No puedo quedarme mucho más aquí. Vendré los fines de semana, como es natural, pero debo volver a Londres. Igual que tú. ¿Le has dicho ya a tu casero que no vas a necesitar más el piso o la casa?


–La casa. Ya te lo había dicho.


–A veces me falla la memoria.


La casa en que vivía con su supuesta mejor amiga. Claro que lo recordaba, se acordaba de hasta el más mínimo detalle.


–No, no se lo he dicho al casero todavía. Puedo mandarle un correo electrónico mañana, pero debes darme tu palabra de que no te echarás atrás sobre nuestro acuerdo. No quiero encontrarme sin un techo.


–Has hecho lo que te pedí, así que, como es natural, me atendré a lo acordado.


Pidió otra botella de vino y, cuando acabaron de cenar, se habían bebido dos y comenzado una tercera.


–¿Y sobre qué vamos a pelearnos mañana?


Paula retomó el tema del que habían hablado antes. Habían acabado de cenar y habían pagado.


Cuando se puso de pie tuvo que concentrarse mucho para no perder el equilibrio sobre aquellos tacones a los que no estaba acostumbrada.


Él la agarró por la cintura para sostenerla.


–Has bebido demasiado –murmuró.


–Tal vez podamos discutir sobre eso: que me estás convirtiendo en una alcohólica.


–Mi madre no se lo creerá.


–¿Por qué soy una chica aburrida, la vecinita de al lado?


–¿A qué viene eso? –Pedro se detuvo y la miró. Sin querer, le acarició el pelo y la mejilla.


Paula se quedó paralizada. Él la miraba y a ella le pareció que se ahogaba.


Pedro tenía razón: había bebido más de la cuenta. No podía apartar la vista de su hermoso rostro.


–Deja de mirarme así –dijo él con voz ronca.


Ella entrecerró los ojos.


–¿Cómo?


–Las vecinitas aburridas no miran a los hombres como me estás mirando.


Paula le acarició la mejilla y se quedó alucinada al darse cuenta de que era lo que llevaba queriendo hacer desde… siempre. No retiró la mano. El corazón le martilleaba en el pecho.


–No –dijo Pedro con voz temblorosa–. Vamos, Carlos nos espera.


Hablaba en serio. Por tentadora que le resultase, no iba a hacer el amor con ella. De ningún modo. La idea lo atraía y asustaba en la misma medida. Lo desequilibraba y le hacía perder el control.


–Te acostaré en cuanto lleguemos.


Ella asintió y lo agarró del brazo.


–Dime qué defectos vas a achacarme –lo animó, soñolienta y totalmente despierta a la vez.


Percibía todo con enorme claridad: el olor de Pedro, el tacto de la chaqueta de lino, la forma en que su pecho ascendía y descendía al respirar…


–Siempre he creído que está bien tener algunos defectos –añadió ella.


Pedro no pensaba. Carraspeó, cambió el peso de una pierna a otra y trató de mover a Paula, aunque sabía que no era lo que realmente deseaba.


–No es algo que haya oído decir con frecuencia –apuntó en tono seco.


–Supongo que has oído lo que le he dicho a tu madre sobre Roberto, que me encapriché de él en la adolescencia. Era muy interesante cuando era joven.


–Pues ahora lo es mucho menos –le recordó él–. De hecho, es un pringado.


–Supongo que es lo que todo el mundo te parece comparado contigo –murmuró ella al tiempo que lo miraba a los ojos.


Contuvo la respiración y el ritmo del corazón le disminuyó. El tiempo pareció detenerse.


El beso lo pilló desprevenido. Paula se puso de puntillas para besarlo, y fue tan dulce e inocente que lo desarmó. La lengua de ella le sondeó tímidamente los labios, como una pluma que se los rozara.


Él se estremeció y reprimió un gemido.


–Esto no forma parte del trato –murmuró.


–Ya lo sé. Pero ¿recuerdas esos defectos que me gustaría tener? Uno de ellos es dejarme ir, no tomar a los hombres tan en serio.







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