domingo, 28 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 18





Paula se miró en el espejo sin prestar atención a su reflejo. 


Pensaba en lo sucedido en la semana y media anterior.


Detrás de ella la enorme cama que la había llenado de terror era solo eso: un gran lecho.


Sus miedos habían estado injustificados, salvo en los rincones más profundos de su mente, donde se habían refugiado sus fantasías con Pedro a la espera del momento adecuado para emerger.


Apenas compartían el espacio físico de la habitación. 


Antonia siempre se retiraba antes de las diez, momento en el que Paula subía y Pedro se quedaba trabajando en la planta baja hasta la madrugada.


No lo veía ni lo oía cuando llegaba al dormitorio porque siempre estaba profundamente dormida. La única prueba de que él había ocupado la habitación era su huella en el sofá, ya que siempre se marchaba a las ocho de la mañana.


Era evidente que apenas necesitaba dormir. Ella, por el contrario, era muy dormilona.


Pedro dejaba siempre la ropa de cama que utilizaba doblada y metida en el armario.


Paula se había despertado dos veces con necesidad de ir al cuarto de baño, al que se había encaminado de puntillas mientras él dormía, medio desnudo, pues no se tapaba mucho con el edredón.


Verlo así solo había servido para activarle aún más la imaginación.


Ojalá aquella estúpida farsa hubiera conseguido su propósito y hubiera revelado los defectos de Pedro. ¿No debería haberse transformado ya en un pesado arrogante con demasiado dinero?


Paula suspiró y se fijó en su reflejo. El cabello parecía más indomable que de costumbre, pero ya había dejado de intentar someterlo. ¿Era aquel aspecto el que de verdad deseaba tener: mal peinada, con un vestido de tirantes y unas sandalias de tacón alto que no le gustaban en absoluto?


Pedro y ella, a petición de Antonia, iban a cenar fuera aquella noche. Antonia había hablado muy seriamente con ella para que se comprara algo bonito para la ocasión, ya que, hasta ese momento, no había ido de compras y había utilizado la ropa que había llevado.


A pesar de sus protestas, Antonia y ella habían pasado fuera buena parte del día. En Salamanca había tiendas de diseño para todos los gustos.


Cada vez que Paula intentaba mostrar a la madre de Pedro una grieta en la relación con su hijo, ella le quitaba importancia. Parecía considerar que su franqueza era un
refrescante cambio con respecto a la serie de lapas que se habían pegado a su hijo a lo largo de la vida.


Mientras tanto, en mitad de todo aquello, Paula había comenzado a observar detalles en Pedro que le estaban minando las defensas.


Era increíblemente inteligente y, aunque escuchaba los argumentos ajenos, le gustaba ganar las discusiones. En la cena, que era cuando más se veían, ya que él se pasaba el día trabajando, hablaban de todo lo habido y por haber. 


Antonia solía sacar un tema de conversación y todos daban su opinión.


Pedro era un hijo cariñoso sin ser condescendiente. Se le daba muy bien provocar a su madre, y a Paula se le encogía el corazón al ver la interacción entre ambos.


Estaba muy unida a su abuela, como les había dicho dos noches antes, pero ella se resentía de haberse criado sin padres. Probablemente había hablado de aquel tema por haber bebido demasiado. Incluso había llorado al final. Se estremeció al pensarlo.


Pedro también era divertido, ingenioso y muy interesante. 


Había viajado por todo el mundo y contaba anécdotas de lugares remotos.


El corazón se le aceleró al pensar que anhelaba estar en su compañía. Se pasaba el día en el jardín, a veces leyendo en la piscina y otras con Antonia. Pero, a las cinco era como si el cuerpo se le comenzara a desperezar y a cobrar vida.


Y eso no estaba bien.


De hecho, la asustaba, ya que Pedro se mostraba tan distante como le había prometido. Era cierto que cuando estaban juntos era la calidez y el encanto personificados, pero, en cuanto su madre desaparecía, se convertía en otra persona: controlada, fría y en cierto modo ausente.


Había dejado de sentarse tan cerca de ella en el sofá, y las demostraciones físicas de afecto, los toquecitos en los hombros, las mejillas y los brazos habían disminuido.


Paula suponía que era un modo sutil de informar a su madre que las cosas no se hallaban en el terreno del amor maravilloso y los finales felices.


¿Se había fijado Antonia? No lo sabía.


Paula había pensado en hablar del tema comenzando con vagas generalidades para después referirse a la relación de ellos dos y terminar preguntando a Antonia qué pensaba. 


Pero no se atrevió a hacerlo.


En aquel momento, Pedro estaba en la planta baja. Solía dejar de trabajar a las seis para hacer compañía a su madre mientras Paula se bañaba y cambiaba.


Y cuando ella bajaba a tomarse un vaso de limonada recién exprimida, él aprovechaba para ducharse. Era una inteligente táctica de evitación en la que Antonia no parecía haber reparado.


Esa noche, Paula entró en el salón y halló a Antonia tomándose un zumo con un libro en el regazo.


Como todas las estancias de aquella maravillosa casa, aquella era luminosa, de paredes y muebles claros y contraventanas de madera para protegerla del sol en verano. Y, como en todas las demás, olía a las flores que Antonia cortaba del jardín y colocaba en jarrones por toda la casa.


–Quería ver cómo te sentaba el vestido –Antonia le sonrió y le pidió que diera un par de vueltas para apreciarlo desde todo los ángulos–. Estás preciosa.


–No estoy muy segura –contestó ella con torpeza–. No estoy acostumbrada a llevar vestidos.


–Pues deberías. Tienes un tipo perfecto para llevarlos, no como esas mujeres esqueléticas con las que salía mi hijo. Se limitaban a sonreír como tontas y a mirarse en cada espejo por delante del que pasaban. Yo le decía a Pedro que no eran mujeres de verdad, sino muñecas de plástico, y que se merecía algo mejor.


Sonrió con aire de superioridad e indicó a Paula una silla para que se sentara.


–Tenemos nuestras diferencias. Aunque creas que esas modelos no le vienen bien a Pedro, en realidad, son mucho más adecuadas para él de lo que te imaginas.


Se inclinó hacia delante y miró el hermoso rostro de la anciana que tenía frente a ella.


–Ser sincera está muy bien, pero, al final, a los hombres les ataca los nervios.


–¿Fue eso lo que le pasó a tu antiguo novio? ¿Por eso anuló el compromiso, querida?


Paula se sonrojó. Apenas le había dado detalles de la ruptura que supuestamente la había llevado a los brazos de Pedro, su verdadero amor. En aquel momento, Antonia se los pedía.


–La ruptura se produjo porque no me quería, y resultó que yo tampoco a él.


Era la primera vez que decía en voz alta lo que pensaba.


–Fui una idiota –confesó–. Me encapriché de Roberto en la adolescencia. Era el más guapo de la clase y, además, le gustaba hablar conmigo. Me pareció que era amor lo que había entre nosotros, así que, cuando se presentó en Londres y me pidió que nos viéramos, supongo que recordé lo que sentía por él, lo trasladé a la actualidad y decidí que mis sentimientos seguían intactos. Al fin y al cabo, seguía siendo guapo. Me hizo recordar.


Y había sabido manipular sus puntos débiles en su propio beneficio. Pero había sido culpa de los dos, ya que ella se lo había consentido.


–¿Qué estaba diciendo? –preguntó mientras se contenía para no llorar.


–Decías –dijo Pedro detrás de ella– que te metiste en una desgraciada relación con alguien que no te convenía desde el principio.


Se había quedado en el umbral de la puerta sin que su madre y Paula lo notaran. No entendía por qué se había puesto tan contento al oír a esta reconocer lo que él siempre había sospechado.


Su exprometido no le había partido el corazón, como a ella le gustaba imaginar. Pedro se lo había visto en el rostro, pero era muy satisfactorio que lo reconociera.


Aunque no tenía una importancia significativa, se apresuró a pensar. Aunque ella fuera divertida, demasiado sincera y muchas cosas más de las que carecían las mujeres con las que solía salir, eso no hacía que estuviera disponible para él.


Lo había estado para un simple monitor de esquí, pero no para el hombre que realmente era.


Sin embargo, todo se complicaba cada vez más.


Se aseguraba de dominar la tentación quedándose hasta muy tarde ante el ordenador, aunque solo parte de su mente estaba en el trabajo. La otra se dedicaba a imaginar a Paula en la cama, a verla como sabía que dormía por haberla contemplado: sexy y medio destapada.


Estaba seguro de que no se dormía así, de que se tapaba hasta la boca. Pero, en algún momento, cuando estaba profundamente dormida, su cuerpo buscaba sentirse más cómodo, no envuelto en el edredón como si fuera una momia egipcia.


Ella se había levantado dos veces de madrugada para ir al cuarto de baño andando de puntillas y tan despacio al pasar por delante del sofá que él había tenido que recurrir a toda su capacidad de contención para no estallar en carcajadas.


La ancha camiseta que se ponía para dormir y que le llegaba hasta medio muslo provocaba reacciones extrañas en su organismo. Aunque llevara una ropa que no le favoreciera en absoluto, su cuerpo era hermoso y sexy, sus senos prometían y sus piernas lo tentaban a descubrir lo que había entre ellas.


Se sonrojó al recordar la excitación que le habían producido semejantes pensamientos mientras se duchaba.


Se preguntó con ironía si eso era lo que sucedía cuando a un hombre que podía tenerlo todo se le negaba lo único que deseaba.


Cuando antes acabaran con aquella farsa, mejor.


Y no solo porque parecía que su madre se había enamorado de Paula.


Iban a salir esa noche los dos solos, por lo que no se andaría con rodeos.


Había llegado el momento de la verdad.


Estaba harto de pelearse con su libido. Tenía que volver al mundo de los vivos, a sus oficinas en Londres.


Para su gusto, su madre se estaba implicando demasiado en su falso romance. Y, de todos modos, ¿quién sabía si Paula no se estaría acostumbrando a la buena vida? Sin duda, era algo que había que tener en cuenta.


–¿Cuánto llevas acechándonos desde la puerta? –preguntó Paula en tono acusador.


Pedro entró en el salón y fue a apoyarse en el poyete de una ventana con los brazos cruzados.


Paula pensó que nunca lograría habituarse a su sorprendente belleza.


–No os acechaba.


El tono de su voz y de su expresión era tranquilo, pero tuvo que apartar la vista de lo senos de ella, que el fino vestido resaltaba. Por Dios, ¡ni siquiera llevaba sujetador! Rayaba en lo indecente, a pesar de lo modesto del estilo.


Había algo en la mezcla de colores que hacía que su rizado cabello destacara aún más. Y se había maquillado un poco, lo suficiente para que sus carnosos labios consiguieran distraer a cualquier hombre.


Notó que se excitaba y apartó momentáneamente la vista de ella para recuperarse, antes de dedicarse a bromear con su madre, como solía hacer. Cuanto más aumentara su deseo, más distancia tendría que poner entre Paula y él.


–Que os lleve Carlos –le dijo su madre mientras él se dirigía hacia Paula, que se levantaba en ese momento con la gracia de una bailarina de ballet.


–¿Me vas a echar un sermón sobre que no debo conducir si he bebido? –preguntó él mientras rodeaba a Paula con el brazo por la cintura, lo que era un reto para su autocontrol–. No te preocupes. Le diré a Carlos que nos lleve y nos recoja. Creo que le gusta ese bar que hay cerca del restaurante, pero tendrá que beber agua.




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