sábado, 20 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 18




Paula jamás se habría imaginado que en medio de ninguna parte pudiera haber una joya de restaurante como aquél.


El Wainright Inn podía presumir, entre otras muchas cosas, de chef francés y de una extensa lista de vinos.


Paula había elegido para la noche uno de sus modelos favoritos, un traje negro, e iba acompañada por un hombre alto y maravillosamente atractivo. La vida parecía sonreírle de nuevo.


—No suelo tomar vino —le comentó Pedro en cuanto estuvieron sentados en la terraza—. Y algo me dice que entiendes mucho más que yo sobre ese tema.


—Sí, he hecho un par de cursos sobre enología —le confirmó Paula.


—Entonces, elige tú.


Paula lo miró sorprendida.


—¿De verdad quieres que pida yo? —la mayor parte de los hombres que conocía no se habrían atrevido a admitir su falta de conocimientos sobre cualquier tema.


—Claro. Y hasta estoy dispuesto a no beber bourbon.


Paula sonrió y miró la carta.


—Dios mío —la lista de vinos era casi tan larga como la guía telefónica


—Si quieres, puedes consultar con el señor Wainright y preguntarle qué vinos está sirviendo esta noche. Así podrás probar unos cuantos. Después pediremos la comida dependiendo del vino que hayas elegido.


Paula estaba en la gloria. ¿Cuántas veces había tenido en su vida una oportunidad como aquélla?


Arropada por la entusiasta y sabia ayuda del señor Wainright, pasó quince minutos maravillosos escogiendo el vino y la comida. De vez en cuando miraba a Pedro.


—Continúa —le decía él—. Me estoy divirtiendo mucho escuchándoos.


Después de pedir la cena, Paula volvió a sentarse.


—Gracias.


—De nada.


Pedro, esto es… —no encontraba las palabras adecuadas para definirlo.


—¿Cómo estar en casa?


La joven se echó a reír.


—No he comido en un sitio como éste en toda mi vida.


—Pero supongo que se parece más a los lugares a los que estás acostumbrada —comentó Pedro.


La llegada del camarero con la comida le dio a Paula tiempo para pensar en la respuesta. No quería que Pedro pensara que estaba sufriendo en Chaves, pero la verdad era que tampoco se había adaptado verdaderamente a la vida del rancho.


—Venir a vivir aquí ha supuesto un gran cambio en mi vida, y tengo que admitir que echo de menos algunas cosas de la ciudad. Pero también encuentro otras compensaciones.


Y una de ellas estaba sentada en ese momento frente a ella. 

Vestido con una camisa blanca y un traje oscuro, Pedro era, exactamente, su tipo. Cuando hablaba, lo
hacía con una voz grave y aterciopelada que la embriagaba, al tiempo que le decía con la mirada que la encontraba deseable y no le importaba que lo supiera.


Durante la cena, Paula estuvo hablando de su vida y de sus sueños, quebrantando la norma que aparecía en todas las revistas sobre buenas costumbres que recomendaba animar a los hombres a hablar de sí mismos.


Pero no le importó. Se sentía maravillosamente bien, mejor que desde hacía semanas. Quizá el vino tuviera algo que ver con aquella sensación. O quizá no. El caso era que no le importaba.


Le habría gustado que aquella noche no tuviera fin, pero, por supuesto, lo tuvo.


En el postre, el encargado de los vinos les llevó un par de copas de un vino con cierto gusto a naranja.


Paula cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para saborearlo.


—Oh. Este es el mejor, el que más me ha gustado.


Pedro la miró sonriente.


—Así que te gusta ése, ¿no?


—Mmm —era un vino dulce y sabroso, un tipo de vino fácil de beber—. ¿No quieres?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tengo que conducir.


—Entonces, pruébalo —le llevó la copa a los labios.


Sin apartar los ojos de los de Paula, Pedro se mojó los labios.


—Ahora saboréalo —le dijo la joven en un susurro.


Y Pedro obedeció.


Paula tragó saliva. ¿Qué demonios hacía coqueteando con Pedro? Aquello no tenía sentido, estaba llevando la situación hasta un punto en el que sería casi imposible dar marcha atrás, Y, se recordó, al cabo de unos meses, volaría a París y no quería dejar su corazón detrás.


Murmuró una excusa, y se dirigió hacia el tocador, dispuesta a tener una seria conversación consigo misma.


Pedro no era un hombre capaz de jugar con las mujeres. 


Cualquier otro, habría pensado que Paula estaba en la posición ideal para tener una aventura intrascendente con ella, pero Pedro era un hombre de principios, incapaz de pensar en aventuras pasajeras.


Por otra parte, era imposible que Paula hubiera mal interpretado la mirada que había visto en su rostro aquella noche, y tampoco su propia respuesta. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía deseable y atractiva.


Podía llegar a enamorarse de Pedro, se dijo de repente. Y terminar viviendo el resto de su vida en un rancho.


No, estaba exagerando. Tenía que ir a París, y mejor sería que no lo olvidara.


Y la atracción que sentía por aquel vaquero podía ser perfectamente atribuible a los efectos del sol de Texas, o al hecho de que posiblemente debía de ser el único hombre disponible en kilómetros a la redonda. Ese era el problema. 


Y ella no iba a enamorarse de nadie.


Abrió su bolso de mano, sacó el pintalabios y pintó su boca de rojo. Así se parecía más a la Paula de Nueva York. Añadiría también algo de sombra a sus ojos.


Y, en cuanto saliera, iba a olvidarse de las risitas y las miradas intencionadas. Haría que Pedro comprendiera que disfrutaba de su compañía, pero que no pretendía que
fuera nada más que un amigo. Sólo eso, un amigo.


Cuando llegó a la mesa, Pedro se levantó.


—¿Nos vamos?


La joven asintió y Pedro posó la mano en su espalda, que el escote del vestido dejaba al descubierto. Fue tal la impresión que sufrió Paula que tuvo que contenerse para no estrecharse en ese momento contra él.


Cuando vio que se marchaban, el señor Wainright se acercó a ellos y le entregó a Paula un paquete.


—Son tres botellas de ese vino dulce que tanto te ha gustado —le explicó Pedro al ver su mirada interrogante.


—¡Pedro! —olvidando sus buenas intenciones, le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla, dejándole la marca del carmín, que intentó limpiar después con los dedos.


Pedro le apartó la mano, pero antes de soltársela se la besó.


Se quedaron mirándose el uno al otro, bloqueando inconscientemente la puerta, hasta que el señor Wainrigh carraspeó discretamente y les abrió la puerta.


La brisa nocturna rompió el hechizo; al darse cuenta de lo que había ocurrido, ambos se echaron a reír.


Paula había mantenido un largo monólogo durante la cena, así que estaba decidida a hacer hablar a Pedro durante la hora de viaje que tenían hasta el rancho.


—¿Cómo es posible que todavía no haya una señora Alfonso? —le preguntó de pronto.


Pedro no pareció darle demasiada importancia a la pregunta.


—En una ocasión estuvo a punto de haber una.


—¿Y qué sucedió?


—Éramos demasiado jóvenes. Yo estaba a punto de terminar los estudios.


—¿Qué estudiaste? —lo interrumpió Paula.


—Gerencia de ranchos.


Naturalmente, debería habérselo imaginado.


—Yo tenía tres años más que ella, y nos comprometimos cuando ella estaba todavía en el instituto. A mí me quedaba otro año de estudios y ella decidió que salir a estudiar fuera en vez de esperarme aquí.


—Y conoció a otro.


—Al cabo de un tiempo sí, pero sobre todo, descubrió que el mundo era mucho más grande que Texas y que estaba deseando conocerlo. Retrasamos la boda otro año para que ella pudiera seguir estudiando y entonces fue cuando conoció a otro.


—Lo siento.


—No, fue lo mejor que podía pasar.


Pero él todavía seguía enamorado de ella. Y por eso no se había vuelto a casar.


En la mente de Paula sonaron campanas de advertencia. 


Evidentemente, Pedro era un hombre que no se tomaba el amor a la ligera. Antes Paula lo sospechaba, pero ya tenía la prueba definitiva.


—¿Cómo se llamaba?


—Se llamaba Trisha Steven. Se casó con un tipo llamado Abernaty. Ahora vive en San Francisco.


Trisha Steven.


—¿Es la hija de Pablo?


Pedro asintió.


En ese caso, pensó Paula, debían haber tenido una separación amistosa, puesto que Pablo y su esposa continuaban muy unidos a Pedro


—¿Y cómo es que tú no te has casado? —le preguntó entonces él.


—Pienso hacerlo, pero no hasta que haya conseguido ir a París. Y la verdad es que el viaje se está retrasando más de lo que pensaba.


Después de aquella declaración, ambos se quedaron en silencio, perdido cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Las únicas luces con las que se encontraban eran las de los escasos coches con los que se cruzaban. En el cielo había más estrellas de las que Paula había visto en toda su vida; las estrellas le recordaban el vestido de noche que estaba diseñando y el vestido le hacía pensar en París. 


En menos de un año, consiguiera o no la beca, podría vender el rancho y trasladarse a París. Sus sueños por fin llegarían a hacerse realidad.


Y después, ¿qué? Llegar a París no era ninguna garantía de alcanzar el éxito y la verdad era que jamás había pensado en lo que ocurriría después de aquel viaje.


Poder estudiar en París ya le parecía una meta suficientemente ambiciosa.


Y, gracias a su abuelo y al hombre que estaba sentado en ese momento a su lado, estaba a punto de alcanzarla.


Debió de quedarse dormida, porque sintió una sacudida justo en el momento en el que el jeep abandonó el asfalto para meterse en el camino de grava que conducía a la casa del rancho. Qué vergüenza.


—No puede decirse que te haya hecho mucha compañía —musitó, esperando que no se le hubiera corrido la pintura de labios.


—Hoy has tenido mucho trabajo.


—Y a ti todavía te quedan otros veinte kilómetros hasta tu casa. ¿Quieres pasar a tomar un café?


Esperaba que rechazara la invitación, pero Pedro aparcó el coche al lado de la casa y apagó el motor. Cuando él salió del jeep, Paula aprovechó para comprobar el estado de su maquillaje en el espejo retrovisor. Afortunadamente no estaba tan mal como temía.


Ninguno de los dos dijo nada mientras subían los escalones del porche.


Después de abrir la puerta principal, Paula encendió la luz y miró rápidamente hacia el cuarto de estar. Aquella misma tarde había sustituido las lámparas y algunos muebles por los que ella había llevado de Nueva York.


Al ver el resultado, Pedro soltó un silbido.


—Mira lo que has hecho con este lugar. Hay que reconocer que tienes un don especial para combinar colores y tejidos.


—Más me vale, teniendo en cuenta mi profesión —palmeó el sofá y le pidió a Pedro que se sentara mientras preparaba el café.


En aquella ocasión, cuando volvió con la bandeja, encontró a Pedro despierto.


Estuvieron hablando de forma muy agradable. Pedro no se quedó mucho tiempo, pero fue un final perfecto para una noche perfecta.


Al final, Paula lo acompañó hasta la puerta. Durante los últimos minutos de conversación, había observado que Pedro seguía el movimiento de sus labios con la mirada mientras ella hablaba. Si decidía besarla antes de irse, la relación que parecían haber iniciado aquella noche cambiaría de forma considerable.


Antes de salir, Pedro se dio la vuelta y se quedaron mirándose a los ojos en silencio.


—Estoy pensando que me gustaría besarte para darte las buenas noches — musitó Pedro con una voz apenas audible.


—Y yo estoy esperando que lo hagas —susurró Paula en respuesta, olvidando todas las resoluciones tomadas en el tocador del restaurante.


Pedro inclinó la cabeza y Paula miró hacia arriba. En el momento en el que sus labios se encontraron, Paula tuvo que aferrarse a su cuello para no perder el equilibrio. Y aquel gesto tuvo el feliz efecto de mostrarle a Pedro su abandono.


ANIVERSARIO: CAPITULO 17




—¡He aprobado! ¡No me lo puedo creer, he aprobado! —exclamó Paula, saltando como una colegiala mientras bajaban los escalones del palacio de justicia.


Pedro sacudió la cabeza.


—A mí también me cuesta creer que hayas aprobado.


Paula le dio un golpecito en el hombro.


—Ya te dije yo que había estado practicando.


Pedro sonrió.


—Felicidades.


—Gracias por haberme enseñado, Pedro.


—De nada —la miró a los ojos—. ¿Quieres que lo celebremos con un buen almuerzo?


Por fin se decidía a pedirle una cita. Bueno, tampoco era exactamente una cita, pero después de haber pasado semanas siendo poco menos que ignorada, Paula estaba dispuesta a considerar aquella propuesta como si lo fuera.


—Gracias por su amabilidad, señor.


Pedro bajó un par de escalones más, se detuvo y contempló la vieja camioneta de Paula.


—El restaurante de Hanks está justo en la esquina. ¿Quieres que vayamosandando?


—Esto sí que es increíble —repuso la joven, fingiéndose indignada—. El estado de Texas me da un permiso de conducir y sin embargo tú todavía no confías en mí, ¿no es cierto?


Pedro sonrió con timidez.


—En lo que no confío es en que sepas aparcar.


Y la verdad era que Paula tampoco.


—De acuerdo, vayamos andando.


Pedro llevaba el mismo atuendo con el que se había presentado en el rancho por la mañana, pero Paula había decidido arreglarse para su primer viaje a la ciudad. Se
había puesto una minifalda, una blusa de seda y unos zapatos planos y había completado su atuendo con unos pendientes.


El pelo lo llevaba un poco desarreglado, pues hacía ya tiempo que necesitaba un buen corte. Sin embargo, no creía que fuera ésa la razón por la que la gente se quedaba mirándola.


Quizá fuera porque estaba con Pedro. Cada vez que éste saludaba o sonreía a algún conocido, se la quedaban mirando como si fuera un ser extraño.


—¿Por qué me miran así? —Le preguntó cuando llegaron a la Barbacoa de Hank—. ¿Será por que la falda es demasiado corta?


Pedro parpadeó varias veces antes de contestar.


—Yo creo que la falda está perfectamente.


Lo que quería decir que era demasiado corta. No para Nueva York, quizá, pero definitivamente, sí para Royerville. 


Evidentemente, antes de su llegada había sido precedida por su reputación y, teniendo en cuenta las miradas que había recibido aquella mañana, sospechaba que no debía tener muy buena fama por los alrededores.


Y, muy probablemente, su aspecto no había contribuido a mejorarla.


En cuanto se sentaron a la mesa, Pedro tomó la carta y suspiró suavemente.


Había una variedad increíble de carne y salchichas, que servían acompañadas por judías y patatas. Ella pidió un sandwich.


Después de pedir su propia comida, Pedro se apoyó en el respaldo de la silla y se quedó mirando a la joven fijamente.


—¿Sabes? Estoy pensando que el que hayas aprobado el carnet de conducir y la llegada de las nuevas avestruces son motivo suficiente para una celebración menos sencilla que ésta. ¿Quieres que salgamos a cenar juntos esta noche?


Paula estuvo a punto de atragantarse. Le estaba pidiendo una cita. Una cita de verdad.


—Bueno, el caso es que tengo que ocuparme de dar de comer a Phoebe y a Phineas —ni siquiera ella daba crédito a lo que estaba diciendo.


Pedro pareció considerar que su preocupación era lógica.


—Enviaré a alguien para que se ocupe de hacerlo —sonrió—. Conozco un restaurante que te gustará, pero está un poco lejos.


Aquello era una cita en toda regla.


—¿Tendré que conducir yo? —le preguntó divertida.


—No, pero te dejaré que seas tú la que nos lleves a casa después de la comida. A propósito, el restaurante al que pienso llevarte es bastante elegante. Así que podrás lucir alguno de tus trapos.


—¿Perdón?


—Que por fin vas a poder exhibir alguno de tus modelitos de Nueva York — repuso Pedro, marcando intencionadamente su ya pronunciado acento texano.


—Mmm, no podías haberme dado una noticia mejor.


—Ya sabía yo que te iba a gustar.







ANIVERSARIO: CAPITULO 16








Ocuparse de dar de comer a las avestruces no fue tan terrible como pensaba, decidió Paula después de haberlo hecho durante varios días. El único problema era
que no tenía oportunidad de ver a Pedro.


Desde luego, haberse ofrecido como voluntaria para hacer ese trabajo no iba a ayudarla a consolidar su relación con él. Aunque tampoco estaba tan impaciente por verlo como en otras ocasiones. No sabía qué demonios le iba a decir. 


¿Cómo iba a explicarle la razón por la que lo había besado cuando pensaba que estaba dormido?
¿Y cómo iba él a explicarle que se había hecho el dormido?


Paula sonrió. Seguro que Pedro también estaba pensando en ella.


Y al día siguiente pudo comprobarlo cuando el ranchero de turno llegó con una bolsa llena de provisiones, entre las que no faltaba la leche. También le entregó un libro con el código de circulación de Texas, para que pudiera estudiarlo y presentarse al examen de conducir.


Durante los días siguientes, Paula se dedicó a conducir, a estudiar el código, terminar de tapizar el sillón y empezar a coser las cortinas. Por las noches, se dedicaba a dibujar diferentes versiones del vestido que había imaginado, pero por el momento ninguna le resultaba satisfactoria.


Todo lo que había diseñado en el pasado lo había dado rápidamente a conocer, algo imprescindible para cualquier diseñador. La forma más rápida de hacerse con una clientela era conseguir que alguna celebridad vistiera una de sus creaciones en público. Y, por su parte, las celebridades estaban ansiosas por destacar en medio de cualquier multitud, de modo que Paula había diseñado siempre vestidos que pudieran llamar la atención en medio de un mar de gente.


Pero en los alrededores del rancho no había ninguna multitud. La vida era mucho más tranquila, más elemental; en ella se respiraba un tipo diferente de energía.


Paula estudió los diseños que tenía extendidos por la mesa de la cocina. Había intentado diseñar diferentes vestidos para quedarse al final con el que más le llamara la atención. 


De momento, del que más satisfecha estaba era de uno negro con una enorme estrella de lamé plateado en el hombro. Había otro de color violeta con galones de tela colgando del corpiño y estrellas de plata al final de la falda que también era bastante llamativo.


En cualquier caso, tendría que dejar de pensar en ello por el momento. Había llegado el momento de meterse en la cama. 


Tenía que levantarse temprano para alimentar a Phineas y a Phoebe.


La alfombra y la nueva pareja de avestruces llegaron el mismo día y prácticamente al mismo tiempo.


El primero en llegar fue un camión, seguido por el jeep de Pedro tras el que entró una furgoneta marrón en la que llegaba la alfombra. De modo que Paula y Pedro sólo
pudieron intercambiar un rápido saludo antes de dedicarse cada uno a lo suyo.


Paula entró rápidamente en la casa y estuvo empujando los muebles del cuarto de estar para dejar sitio para la alfombra. 


El conductor de la camioneta esperó a que terminara para entregarle el recibo de entrega. Mientras lo firmaba, la joven esperaba que se ofreciera ayudarla a mover los muebles y desenrollar la alfombra, pero, para su desgracia, él no dijo nada.


Después de apartar la alfombra vieja, tuvo que luchar contra la nueva. Para empezar, se dedicó a quitar el papel que la envolvía; cuando acabó, se volvió para dejarlo en una esquina y al ver una sombra en la puerta se quedó completamente paralizada.


—¡Me has asustado! —exclamó al reconocer a Pedro.


—He estado llamando, pero me temo que no me has oído —respondió él con una sonrisa. Se quitó el sombrero y lo dejó en el perchero del vestíbulo antes de entrar—. Parece que necesitas ayuda.


—Me gustaría fingir que soy grande, fuerte y completamente independiente, y decirte que volvieras a ocuparte de las avestruces, pero la verdad es que sí, necesito ayuda —admitió—. Quiero que me ayudes a colocar esta alfombra.


—Para eso he venido.


—¿De verdad?


—Para eso he venido, bueno, y también para presentarte a la nueva pareja de avestruces.


Paula chasqueó los dedos.


—Ya sabía yo que tenía que haber algo más.


Pedro la miró con el ceño fruncido.


—Si prefieres que…


Pedro. Era una broma —lo agarró del brazo—. Además, estoy deseando conocer a los nuevos pájaros —estaba terminando de hablar cuando empezó a ser consciente de la fuerza de los músculos de Pedro bajo sus dedos. «Dios mío», se dijo, era sorprendente la capacidad que tenía de afectarle incluso un contacto tan leve.


—Bueno —comentó, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón para evitar tentaciones—. Vamos a desenrollar la alfombra y a comprobar si los colores realmente sintonizan.


—¿Quieres decir que podrían no hacerlo? —parecía tan extrañado que Paula soltó una carcajada.


—Compré las telas y la alfombra fiándome de las muestras de tejidos de una fábrica de Nueva York, pero nunca se sabe si realmente van a encajar hasta que no ves las cosas en su sitio.


—Entonces, vamos a colocarla —comentó Pedro mientras se inclinaba sobre la alfombra—. He pensado que después de enseñarte los avestruces, podría llevarte a la ciudad para que vayas a hacer el examen para el carnet de conducir. Has estado estudiando, ¿no?


—¡Sí! Pero, ¿no crees que necesito practicar algo más? No tengo ni idea de aparcar, y ni siquiera he conducido nunca en una carretera con tráfico.


Pedro se echó a reír.


—En cuanto apruebes el examen teórico, podrás examinarte cuando quieras del examen práctico, no tienes que hacerlo hoy. A no ser que también quieras probar suerte detrás del volante.


Paula se adentró en la habitación para colocar la alfombra.


—Tira un poco de allí —en cuanto estuvo en su sitio, empezaron a desenrollarla empujándola suavemente con el pie—. ¿Y qué sucedería si no aprobara el examen práctico?


Pedro se encogió de hombros.


—Podrías volver a intentarlo al cabo de un tiempo. 


Entonces, pensó Paula, quizá merecía la pena arriesgarse.


—¿Te importaría que practicáramos un poco antes de irnos? —le preguntó a Pedro.


—Me parece muy bien —aquel día parecía estar de muy buen humor, se mostraba mucho más sociable y Paula no pudo evitar preguntarse si aquel cambio de humor tendría algo que ver con el beso que habían compartido.


—¿No te quitaré demasiado tiempo? —preguntó Paula. No quería que por culpa del cansancio volviera a repetirse lo de la noche en la que se había quedado durmiendo en el sofá.


O quizá sí.


—Gracias a las horas de trabajo que me has quitado, prácticamente ya he terminado y ya no estoy tan ocupado como antes.


—Oh, estupendo. ¿Eso significa que los otros rancheros tampoco están ya tan ocupados?


—Más o menos, ¿por qué?


—Ahora que ha llegado la alfombra, me gustaría llamar a sus mujeres una tarde para que vinieran a tomar café. Desde que he llegado, sólo he conocido a la mujer de Pablo.


—Es un gesto muy amable —comentó Pedro mirándola con aprobación.


—No sólo pretendo ser amable, de hecho, lo que quiero es forzar un poco la situación. No sé qué les pasa, si es que tienen miedo de acercarse a mí o si simplemente no quieren saber nada de la nieta de Chaves. Pero el caso es que no
han sido especialmente amables conmigo, pero eso he pensado que tendría que hacer yo el primer movimiento.


Pedro la miró a los ojos y ella le sostuvo tranquilamente la mirada. Él era el único contacto que tenía con el resto de la comunidad y quería que supiera que estaba haciendo un esfuerzo por adaptarse a su nueva vida.


—No creo que pueda hacerte ningún daño —respondió Pedro, sin admitir nada.


Cuando terminaron de colocar la alfombra, Paula estudió la habitación con los brazos en jarras. La alfombra, de diseño oriental y en tonos rosados y blanco y perfiles negros encajaba perfectamente con el fondo negro y las flores rosas de las cortinas y el sofá.


—Me parece muy elegante para este viejo rancho —comentó Pedro mientras se frotaba el cuello, con un gesto muy propio de los hombres cuando se enfrentaban a algo que no comprendían—. Has tenido que hacer una gran inversión.


Paula dedujo que estaba preocupado por el dinero que se estaba gastando en decorar la casa y le explicó:
—Como soy diseñadora, tengo acceso a las tiendas al por mayor, así que las telas no me han costado mucho. La alfombra sí ha sido un poco cara, pero me resultará más fácil vender el rancho si tiene un aspecto más confortable.


Pedro se quedó mirándola fijamente.


—Yo ya te dije que nosotros te compraríamos el rancho.


—¿Y? Se supone que alguien tendrá que vivir aquí, ¿no? ¿O dónde crees que va a vivir la gente que se ocupe de atender a los avestruces?


—Sí, bueno, supongo que tienes razón.