sábado, 20 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 18




Paula jamás se habría imaginado que en medio de ninguna parte pudiera haber una joya de restaurante como aquél.


El Wainright Inn podía presumir, entre otras muchas cosas, de chef francés y de una extensa lista de vinos.


Paula había elegido para la noche uno de sus modelos favoritos, un traje negro, e iba acompañada por un hombre alto y maravillosamente atractivo. La vida parecía sonreírle de nuevo.


—No suelo tomar vino —le comentó Pedro en cuanto estuvieron sentados en la terraza—. Y algo me dice que entiendes mucho más que yo sobre ese tema.


—Sí, he hecho un par de cursos sobre enología —le confirmó Paula.


—Entonces, elige tú.


Paula lo miró sorprendida.


—¿De verdad quieres que pida yo? —la mayor parte de los hombres que conocía no se habrían atrevido a admitir su falta de conocimientos sobre cualquier tema.


—Claro. Y hasta estoy dispuesto a no beber bourbon.


Paula sonrió y miró la carta.


—Dios mío —la lista de vinos era casi tan larga como la guía telefónica


—Si quieres, puedes consultar con el señor Wainright y preguntarle qué vinos está sirviendo esta noche. Así podrás probar unos cuantos. Después pediremos la comida dependiendo del vino que hayas elegido.


Paula estaba en la gloria. ¿Cuántas veces había tenido en su vida una oportunidad como aquélla?


Arropada por la entusiasta y sabia ayuda del señor Wainright, pasó quince minutos maravillosos escogiendo el vino y la comida. De vez en cuando miraba a Pedro.


—Continúa —le decía él—. Me estoy divirtiendo mucho escuchándoos.


Después de pedir la cena, Paula volvió a sentarse.


—Gracias.


—De nada.


Pedro, esto es… —no encontraba las palabras adecuadas para definirlo.


—¿Cómo estar en casa?


La joven se echó a reír.


—No he comido en un sitio como éste en toda mi vida.


—Pero supongo que se parece más a los lugares a los que estás acostumbrada —comentó Pedro.


La llegada del camarero con la comida le dio a Paula tiempo para pensar en la respuesta. No quería que Pedro pensara que estaba sufriendo en Chaves, pero la verdad era que tampoco se había adaptado verdaderamente a la vida del rancho.


—Venir a vivir aquí ha supuesto un gran cambio en mi vida, y tengo que admitir que echo de menos algunas cosas de la ciudad. Pero también encuentro otras compensaciones.


Y una de ellas estaba sentada en ese momento frente a ella. 

Vestido con una camisa blanca y un traje oscuro, Pedro era, exactamente, su tipo. Cuando hablaba, lo
hacía con una voz grave y aterciopelada que la embriagaba, al tiempo que le decía con la mirada que la encontraba deseable y no le importaba que lo supiera.


Durante la cena, Paula estuvo hablando de su vida y de sus sueños, quebrantando la norma que aparecía en todas las revistas sobre buenas costumbres que recomendaba animar a los hombres a hablar de sí mismos.


Pero no le importó. Se sentía maravillosamente bien, mejor que desde hacía semanas. Quizá el vino tuviera algo que ver con aquella sensación. O quizá no. El caso era que no le importaba.


Le habría gustado que aquella noche no tuviera fin, pero, por supuesto, lo tuvo.


En el postre, el encargado de los vinos les llevó un par de copas de un vino con cierto gusto a naranja.


Paula cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para saborearlo.


—Oh. Este es el mejor, el que más me ha gustado.


Pedro la miró sonriente.


—Así que te gusta ése, ¿no?


—Mmm —era un vino dulce y sabroso, un tipo de vino fácil de beber—. ¿No quieres?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tengo que conducir.


—Entonces, pruébalo —le llevó la copa a los labios.


Sin apartar los ojos de los de Paula, Pedro se mojó los labios.


—Ahora saboréalo —le dijo la joven en un susurro.


Y Pedro obedeció.


Paula tragó saliva. ¿Qué demonios hacía coqueteando con Pedro? Aquello no tenía sentido, estaba llevando la situación hasta un punto en el que sería casi imposible dar marcha atrás, Y, se recordó, al cabo de unos meses, volaría a París y no quería dejar su corazón detrás.


Murmuró una excusa, y se dirigió hacia el tocador, dispuesta a tener una seria conversación consigo misma.


Pedro no era un hombre capaz de jugar con las mujeres. 


Cualquier otro, habría pensado que Paula estaba en la posición ideal para tener una aventura intrascendente con ella, pero Pedro era un hombre de principios, incapaz de pensar en aventuras pasajeras.


Por otra parte, era imposible que Paula hubiera mal interpretado la mirada que había visto en su rostro aquella noche, y tampoco su propia respuesta. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía deseable y atractiva.


Podía llegar a enamorarse de Pedro, se dijo de repente. Y terminar viviendo el resto de su vida en un rancho.


No, estaba exagerando. Tenía que ir a París, y mejor sería que no lo olvidara.


Y la atracción que sentía por aquel vaquero podía ser perfectamente atribuible a los efectos del sol de Texas, o al hecho de que posiblemente debía de ser el único hombre disponible en kilómetros a la redonda. Ese era el problema. 


Y ella no iba a enamorarse de nadie.


Abrió su bolso de mano, sacó el pintalabios y pintó su boca de rojo. Así se parecía más a la Paula de Nueva York. Añadiría también algo de sombra a sus ojos.


Y, en cuanto saliera, iba a olvidarse de las risitas y las miradas intencionadas. Haría que Pedro comprendiera que disfrutaba de su compañía, pero que no pretendía que
fuera nada más que un amigo. Sólo eso, un amigo.


Cuando llegó a la mesa, Pedro se levantó.


—¿Nos vamos?


La joven asintió y Pedro posó la mano en su espalda, que el escote del vestido dejaba al descubierto. Fue tal la impresión que sufrió Paula que tuvo que contenerse para no estrecharse en ese momento contra él.


Cuando vio que se marchaban, el señor Wainright se acercó a ellos y le entregó a Paula un paquete.


—Son tres botellas de ese vino dulce que tanto te ha gustado —le explicó Pedro al ver su mirada interrogante.


—¡Pedro! —olvidando sus buenas intenciones, le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla, dejándole la marca del carmín, que intentó limpiar después con los dedos.


Pedro le apartó la mano, pero antes de soltársela se la besó.


Se quedaron mirándose el uno al otro, bloqueando inconscientemente la puerta, hasta que el señor Wainrigh carraspeó discretamente y les abrió la puerta.


La brisa nocturna rompió el hechizo; al darse cuenta de lo que había ocurrido, ambos se echaron a reír.


Paula había mantenido un largo monólogo durante la cena, así que estaba decidida a hacer hablar a Pedro durante la hora de viaje que tenían hasta el rancho.


—¿Cómo es posible que todavía no haya una señora Alfonso? —le preguntó de pronto.


Pedro no pareció darle demasiada importancia a la pregunta.


—En una ocasión estuvo a punto de haber una.


—¿Y qué sucedió?


—Éramos demasiado jóvenes. Yo estaba a punto de terminar los estudios.


—¿Qué estudiaste? —lo interrumpió Paula.


—Gerencia de ranchos.


Naturalmente, debería habérselo imaginado.


—Yo tenía tres años más que ella, y nos comprometimos cuando ella estaba todavía en el instituto. A mí me quedaba otro año de estudios y ella decidió que salir a estudiar fuera en vez de esperarme aquí.


—Y conoció a otro.


—Al cabo de un tiempo sí, pero sobre todo, descubrió que el mundo era mucho más grande que Texas y que estaba deseando conocerlo. Retrasamos la boda otro año para que ella pudiera seguir estudiando y entonces fue cuando conoció a otro.


—Lo siento.


—No, fue lo mejor que podía pasar.


Pero él todavía seguía enamorado de ella. Y por eso no se había vuelto a casar.


En la mente de Paula sonaron campanas de advertencia. 


Evidentemente, Pedro era un hombre que no se tomaba el amor a la ligera. Antes Paula lo sospechaba, pero ya tenía la prueba definitiva.


—¿Cómo se llamaba?


—Se llamaba Trisha Steven. Se casó con un tipo llamado Abernaty. Ahora vive en San Francisco.


Trisha Steven.


—¿Es la hija de Pablo?


Pedro asintió.


En ese caso, pensó Paula, debían haber tenido una separación amistosa, puesto que Pablo y su esposa continuaban muy unidos a Pedro


—¿Y cómo es que tú no te has casado? —le preguntó entonces él.


—Pienso hacerlo, pero no hasta que haya conseguido ir a París. Y la verdad es que el viaje se está retrasando más de lo que pensaba.


Después de aquella declaración, ambos se quedaron en silencio, perdido cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Las únicas luces con las que se encontraban eran las de los escasos coches con los que se cruzaban. En el cielo había más estrellas de las que Paula había visto en toda su vida; las estrellas le recordaban el vestido de noche que estaba diseñando y el vestido le hacía pensar en París. 


En menos de un año, consiguiera o no la beca, podría vender el rancho y trasladarse a París. Sus sueños por fin llegarían a hacerse realidad.


Y después, ¿qué? Llegar a París no era ninguna garantía de alcanzar el éxito y la verdad era que jamás había pensado en lo que ocurriría después de aquel viaje.


Poder estudiar en París ya le parecía una meta suficientemente ambiciosa.


Y, gracias a su abuelo y al hombre que estaba sentado en ese momento a su lado, estaba a punto de alcanzarla.


Debió de quedarse dormida, porque sintió una sacudida justo en el momento en el que el jeep abandonó el asfalto para meterse en el camino de grava que conducía a la casa del rancho. Qué vergüenza.


—No puede decirse que te haya hecho mucha compañía —musitó, esperando que no se le hubiera corrido la pintura de labios.


—Hoy has tenido mucho trabajo.


—Y a ti todavía te quedan otros veinte kilómetros hasta tu casa. ¿Quieres pasar a tomar un café?


Esperaba que rechazara la invitación, pero Pedro aparcó el coche al lado de la casa y apagó el motor. Cuando él salió del jeep, Paula aprovechó para comprobar el estado de su maquillaje en el espejo retrovisor. Afortunadamente no estaba tan mal como temía.


Ninguno de los dos dijo nada mientras subían los escalones del porche.


Después de abrir la puerta principal, Paula encendió la luz y miró rápidamente hacia el cuarto de estar. Aquella misma tarde había sustituido las lámparas y algunos muebles por los que ella había llevado de Nueva York.


Al ver el resultado, Pedro soltó un silbido.


—Mira lo que has hecho con este lugar. Hay que reconocer que tienes un don especial para combinar colores y tejidos.


—Más me vale, teniendo en cuenta mi profesión —palmeó el sofá y le pidió a Pedro que se sentara mientras preparaba el café.


En aquella ocasión, cuando volvió con la bandeja, encontró a Pedro despierto.


Estuvieron hablando de forma muy agradable. Pedro no se quedó mucho tiempo, pero fue un final perfecto para una noche perfecta.


Al final, Paula lo acompañó hasta la puerta. Durante los últimos minutos de conversación, había observado que Pedro seguía el movimiento de sus labios con la mirada mientras ella hablaba. Si decidía besarla antes de irse, la relación que parecían haber iniciado aquella noche cambiaría de forma considerable.


Antes de salir, Pedro se dio la vuelta y se quedaron mirándose a los ojos en silencio.


—Estoy pensando que me gustaría besarte para darte las buenas noches — musitó Pedro con una voz apenas audible.


—Y yo estoy esperando que lo hagas —susurró Paula en respuesta, olvidando todas las resoluciones tomadas en el tocador del restaurante.


Pedro inclinó la cabeza y Paula miró hacia arriba. En el momento en el que sus labios se encontraron, Paula tuvo que aferrarse a su cuello para no perder el equilibrio. Y aquel gesto tuvo el feliz efecto de mostrarle a Pedro su abandono.


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