Alguien estaba gritando.
Se levantó de la cama, salió del dormitorio y se encontró con que Hastings, apoyado en un bastón y con el cabestrillo puesto, le pedía a Paula que se apartara de la puerta, mientras ésta le decía que no con la cabeza. Al parecer, finalmente los habían descubierto en una situación comprometida. Vio a Paula intentar convencer a su hermano de que todo era culpa suya, que había ido a su habitación por su cuenta, a hablar con él.
—Tú te vas ahora mismo de mi casa —le dijo a Pedro con odio cuando lo vio—, y no quiero volver a verte cerca de mí o de mi hermana. Si lo haces, te mato, Alfonso. Me has oído bien, te mato.
Él no contestó nada, no le gustaba que lo amenazaran, pero tampoco iba a provocar una pelea en casa de su amigo estando éste malherido y sabiendo que tenía razón. Pero desde luego no se iba a ir si Paula se lo pedía. Sólo tenía que decirle que se quedara y él lo haría. No iba a dejarla enfrentarse sola a Hastings, no por algo que era culpa de los dos. Ella sólo tenía que mirarlo y pedirle que se quedara.
—Vete, por favor —expresó sin rastro de emoción alguna, sorprendiéndolo.
Aquello no le gustó a Pedro, en realidad lo irritó. Si hubiera llorado, si hubiese dado muestras de debilidad o de algún otro tipo de sentimiento, él no se hubiera marchado y ella debía saberlo. Pero no hizo nada, no dijo nada, no luchó por retenerlo junto a ella. Pedro no sabía que Paula nunca había sido una persona de mostrar sus sentimientos, así que se fue, dejándola con el corazón destrozado, intentado explicar a su hermano todo lo que había ocurrido entre ellos, mientras lo agarraba con fuerza para que no saliera en busca del hombre y lo matara.
*****
Estaba agotado, por ese motivo había decidido pasar esa primera noche en Londres en un hotel y no ir a su casa, donde sería interrogado una y otra vez por su abuela y, cómo no, por Melbourne, quien, sin duda, ya sabría de su regreso y estaría desesperado esperando noticias. Estaba demasiado cansado después de su precipitado viaje a Moscú y de tantas reuniones con su padre. Tomó la botella de vodka que éste le había regalado, se tumbó en la cama sin quitarse sus carísimas botas Hesse y empezó a beber a morro, como había aprendido a hacer con Julian en sus escarceos portuarios. Cruzó los pies y cerró los ojos intentando relajarse un poco; afortunadamente, uno de sus asuntos pendientes había quedado zanjado, y eso significaba que ya no habría más atentados contra su vida.
Al menos por parte de la zarina y de su hermano Alejandro, quienes le habían aconsejado que volviera a Inglaterra y sentara la cabeza, olvidando su ascendencia rusa para así evitar cualquier intento de manipular la sucesión del zar por parte de Inglaterra. También su compromiso con la condesa quedó disuelto, y para él fue un alivio.
Suspiró con pesar y volvió a beber. Sentar la cabeza; por supuesto, sólo tenía que ir a casa de Hastings y conseguir que éste le permitiera hablar antes de que le metiera una bala en el cuerpo. ¡Qué fácil! Lo único que había sacado en claro de todo lo que había vivido en los últimos meses era que, si tenía que casarse con alguien, lo haría con Paula.
Le gustaba, y mucho. Y la quería por esposa.
En todos esos meses había descubierto que deseaba despertarse cada mañana a su lado. Su alma necesitaba verla para sentirse viva. Era algo irracional, intangible, lo que lo unía a ella, y no pensaba perderla. La amaba, y eso era lo más increíble, que él amara a una mujer, que, a pesar de que lo deseara, nunca le había dado indicios de corresponderle.
Y ése era su mayor miedo: una vez ella ya le propuso que se casaran porque era lo más conveniente para ambos y él la rechazó. Y lo hizo porque en ese momento no estaba preparado para aceptar. Lo asustó al pedírselo. Además, su honor no se lo permitía. Primero tenía que solucionar su problema con la familia paterna y dar por finalizado el compromiso con Sofía. Y fue en ese tiempo que estuvo lejos de ella, allí en Rusia, despertándose cada noche en un estado de total excitación, soñando que la tenía de nuevo entre sus brazos, deseando encontrársela en situaciones poco usuales, verla colocarse bien sus lentes sobre el puente de su pequeña nariz… cuando se dio cuenta de lo importante que había llegado a ser para él. Y el no tenerla sólo hacía que aumentara su estado de frustración, haciéndole imposible volver a conciliar el sueño.
Había decidido tomarse un par de días para arreglar sus asuntos en la ciudad, ir a visitar a su abuela, la marquesa viuda, y después enfrentar a Paula. Ella era una mujer práctica, por lo que, como ya ocurrió en una ocasión, vería las ventajas de ese matrimonio, lo demás llegaría con el tiempo. Él la quería, y su amor podría conquistarla. Ella llegaría a amarlo y a necesitarlo tanto como él a ella.
Tornó sus pensamientos a su padre, y tuvo que reconocer que finalmente todo se había solucionado con buen tino. El zar había arrestado a dos miembros de su consejo, empecinados en orquestar una revuelta y pasar información a Inglaterra; Carlota y su medio hermano Alejandro podían respirar tranquilos en cuanto a la sucesión, puesto que él les
entregó los documentos originales para que hicieran con ellos lo que estimasen oportuno, y decidieron destruirlos en su presencia, para no albergar dudas de sus intenciones.
Los únicos que no habían acabado contentos con la situación eran los miembros del servicio secreto británico, quienes ya se habían hecho ilusiones de poder tener a un lord inglés como heredero del zar de Rusia, y así poder seguir extendiendo sus tentáculos más allá de sus fronteras.
Miró la botella casi vacía con mala cara. Después de haberse bebido casi la totalidad del alcohol que contenía el recipiente, aún no se sentía lo suficientemente borracho. Así que probaría ahora con el Whiski. Se levantó para coger la botella, cuando escuchó que alguien golpeaba con urgencia la puerta de su habitación. Se quedó un poco sorprendido porque sólo Julian sabía que ya estaba de vuelta en Londres. ¿Quién podría ser? Los atentados habían terminado, por lo tanto…
—¡Ábreme de una vez! —chilló en susurros una voz familiar, y Pedro pensó que aquello no podía estar sucediendo: ¿qué diablos estaba haciendo ella allí?
Se dirigió hacia la puerta con la botella aún en la mano y la abrió con cara de querer estrangularla.
—No puede ser, esto no puede estar pasando —dijo entre dientes cuando la vio y se hubo convencido de que realmente era ella.
—¿El qué? —le preguntó lady Penfried enfadada—. ¿Por qué has tardado tanto en abrir? ¿Acaso estás acompañado?
—Pase, por favor —dijo con fastidio una vez que ella se metió en la habitación sin que nadie la invitase a entrar y se puso cómoda en el único sillón que había en la estancia—, no se corte.
—No seas grosero —lo regañó.
Pedro apretó los dientes, contuvo la lengua al ver el incipiente estado de buena esperanza de la mujer y se convenció de que sólo lo hacía por el bien del futuro hijo de su amigo.
—¿Puedo preguntar qué haces aquí?
Volvió a beber a morro de la botella que aún sostenía. Si a Clara no le parecía irregular visitar a un hombre en la habitación del hotel donde éste se alojaba, no tenía por qué sorprenderla encontrarlo intentando emborracharse.
—Por supuesto —le dijo irguiéndose en su asiento, ignorando deliberadamente el que él estuviera bebiendo mientras hablaba con ella—. He venido a decirte algo sobre Paula.
La miró pero no dijo nada, sólo siguió bebiendo. Tal vez, si la ignorase, se marcharía, a Paula le salía bien cuando ignoraba a la gente, cuando lo ignoraba a él.
—He dicho «Paula». —Como continuó sin decir ni pio, se enfadó—. ¡Pau-la! No sé si recuerdas a la señorita Chaves —«Maldito zoquete»—. Pelirroja, ojos claros, usa lentes, encantadora…
Pedro pensó que no se iba a callar nunca.
—…, muy buena amiga, entrañable, hermosa…
Sería capaz de lanzarla por la ventana para hacerla callar.
—…buena persona, coqueta…
—No es que la recuerde —soltó mirándola con furia—, es que no la olvido.
Apretó los dientes, furioso. ¿Por qué había tenido que decir aquello?
Clara lo miró con los ojos de par en par y la boca abierta, y en su estado, y conociendo su carácter entrometido, resultaba una imagen de lo más cómica.
—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —le preguntó sorprendida.
Pedro la miró como si fuese un mosquito, uno muy molesto, y luego volvió a beber. Ignorándola.
—Que tengo buena memoria. —Quizá, si le quitaba importancia, Clara lo dejaría en paz. De una vez.
—No; Alfonso, con esas palabras acabas de declarar que la amas. —Se sorbió la nariz tan delicada y teatralmente, que él tuvo ganas de echarse a reír. ¿Estaba aparentando estar emocionada? Con ella nunca se sabía—. Yo hubiese dado cualquier cosa por una declaración como ésa por parte de Julian. Él se limitó a llamarme arpía y cosas peores.
—Vamos, Clara —le reprochó—, tu marido besa el suelo que tú pisas. Y hablando de marido —se incorporó a pesar de estar ya un poco ebrio al recordar a su gran amigo—, será mejor que te marches. Ya he perdido un amigo por un tema de faldas, no quiero que Julian piense que también ando tras de ti.
—¡Oh, no tienes que preocuparte por eso! —exclamó sonriente. Por lo visto ya había olvidado su congoja.
—¿No?
—Julian sabe que he venido a hablar contigo.
—¿De verdad? —No creía ni por un momento que su amigo permitiera a su esposa visitar a un hombre soltero en un hotel—. ¿Y por qué no te ha acompañado?
—Estaba ocupado —contestó esquivando la mirada para que no se percatara de su mentirijilla. Ella estaba allí por el bien de Pau, y de él mismo. Estaba convencida de que esos dos harían muy buen matrimonio, sólo necesitaban el empujoncito adecuado. Si Paula le hubiese hecho caso, ahora Pedro sería su marido, y ella sería marquesa. Una excelente y envidiada marquesa, y era su amiga—. Y es un tema delicado.
La miró temiéndose a qué podría haber venido. Soltó la botella un instante y se apoyó sobre la pared con los brazos cruzados, observándola, precavido, en actitud defensiva. Le daba miedo la dama cuando intentaba meterse en la vida de los demás.
—Has venido a hablar de Paula —estaba harto de que su vida íntima fuera de dominio público—: pues déjame decirte que no la seduje. No sabía quién era cuando, cuando… —No iba a seguir pidiendo disculpas por algo de lo que no se arrepentía en absoluto—. Dime a lo que has venido, y después me haces el favor de irte.
No le hacía gracia que la metomentodo de Clara anduviese por ahí hablando de sus intimidades y de las de Paula, pero no le quedaba más remedio que escucharla para que así se fuese cuanto antes y lo dejase seguir bebiendo. Ese día había decidido emborracharse como hacía años que no lo hacía, dormir la mona y levantarse temprano para idear un plan de acercamiento a Ricardo y a su hermana.
—No me mires así, Paula es mi amiga y nunca me entrometería en su felicidad.
Pedro la miró alzando ambas cejas, como si al decir aquello a Clara le hubiesen salido cuernos y un rabo.
—Bueno, a lo mejor un poco —confesó la rubia—, pero lo hago por su bien —se corrigió—. Creo que se está equivocando y quiero ayudarla. Y a ti también.
—Y cómo se supone que vas a hacerlo. —«No te fíes de ella —se advirtió a sí mismo—, Recuerda que Julian no lo hace, y es su marido.»
—Creo que necesitas saber algo muy importante —le dijo muy seria—, algo que puede hacerte recapacitar.
—¿Sobre qué tengo que recapacitar, según tú?
No iba a decirle que él había decidido pedir la mano de la mujer que amaba; si se lo decía, era capaz de intentar ayudarlo y estropearlo todo. Lo único que había hecho era marcharse a Rusia para dejar resuelto el asunto sobre su ascendencia y su futuro. Pero ahora que había regresado pensaba llegar hasta Paula como debe hacerlo un caballero, cortejándola hasta ganarse su corazón y la aprobación de su familia o, dicho de otra forma, que su hermano considerase más sensato no matarlo.
—Sobre tu decisión de no querer casarte con ella. —Por lo visto Paula le había contado que la había rechazado.
—Clara, no te ofendas, pero creo que tu descaro no tiene límites. —¿Cómo podía ser que Julian no la hubiese matado ya?—. Eso no es asunto tuyo.
—Lo es, créeme —insistió con arrogancia.
—No, no lo es. —Se acabó. Mejor la sacaba de allí, ya mismo.
—Debes casarte con ella de inmediato, si verdaderamente eres un caballero —sonrió—, y, por lo que has dicho antes, es evidente que Paula te importa mucho.
—¿Cómo te llama tu marido?, ¿arpía?
Ella se dio cuenta de que Alfonso estaba llegando al límite de su paciencia, por lo que se apresuró antes de que Pedro perdiera los estribos y la sacara de allí, como había amenazado.
—Paula está embarazada y va a casarse en un par de días.
Clara soltó la bomba y empezó a ponerse los guantes con deliberada lentitud, como si lo que había dicho no tuviera la menor importancia. Mientras, miraba de reojo a Pedro, esperando la reacción del hombre. Si había calculado bien, esa misma tarde iría a casa del conde; sólo esperaba que el estirado de Hastings no lo matara antes de que se casara con Paula, convirtiéndola así en una mujer decente.
Una vez casados, que hiciera lo que le pareciera mejor para su hermana.
Por su parte, Alfonso se había quedado sin aire ante dicha inesperada información. ¿Qué es lo que había dicho? No, eso no podía ser, seguro que era una treta; pero ¿y si no lo era y la perdía para siempre?, ¿y si verdaderamente esperaba un hijo y se casaba con otro?
Ese hijo era suyo, de eso estaba seguro.
No pensaba permitir que ese matrimonio se llevara a cabo. Ni hablar.
—Ah —añadió como si se le hubiese ocurrido de repente—, con Melbourne. —Clara se incorporó con cara de satisfacción cuando hubo dicho esto último; tomó su bolso y se encaminó hacia la puerta.
—¡Un momento! —la detuvo—. ¿No pensarás dejarme así?
—Sólo he venido a decirte esto, y a aconsejarte que la busques, de inmediato –le indicó con aquel tono de matrona tan peculiar—, y le pidas matrimonio.
—Para ti es muy fácil —murmuró.
Ella lo miró con toda la inocencia de la que fue capaz, se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y se dirigió hacia la puerta con la intención de marcharse.
—Para mí tampoco fue fácil —le recordó—, mi marido tenía pensado abandonarme y para que no lo hiciera hice todo lo que pude. —No pudo evitar sonreír por su audacia—. Hasta irme a un burdel y llevarme a Paula conmigo.
Pedro la miró, tranquilizándose un poco. Era cierto que Julian no la quería ni ver al principio, es más, la detestaba, pero finalmente acabo enamorado como un loco de su esposa.
Al menos Paula a él no lo odiaba, eso que tenía ganado, ¿no? Lo apreciaba y, lo más importante, lo deseaba, de eso no tenía ninguna duda.
Miró a la mujer que tenía delante con nuevos ojos.
Finalmente, tenía que reconocer que la malcriada lady Penfried no era tan egoísta como todos pensaban. Lo estaba animando a hacer lo que su corazón le pedía a gritos desde que se marchara. Ir, de inmediato, en busca de Paula y pedirle matrimonio.
—Gracias, Clara —le dijo—, y dale las gracias también a Julian por haberte permitido venir a visitarme.
Ella hizo una mueca y después se encogió de hombros.
Comprendió que Alfonso no se había creído ni por un momento que su marido estuviese al tanto de su visita.
—Y gracias por llevar a Pau esa noche al burdel.
—Te ama, Alfonso, así que no hagas más el tonto. Lo que ocurre es que es tímida, demasiado para mi gusto, ese hermano suyo ha hecho un buen trabajo porque Paula tiene demasiada buena conciencia.
—¿Tú, no? —preguntó Alfonso conociendo la respuesta.
La mujer soltó una risita y se marchó de allí, apresurándose en llegar a casa antes de que lo hiciese su esposo.
—Estoy perfectamente, Pau —repitió Ricardo enfadado—; anda, déjame descansar un rato. Estás insoportable.
—Eres la amabilidad personificada —murmuró por lo bajo mientras salía de la biblioteca, dejando a su hermano acompañado por lord Penfried y Melbourne, quien estaba también recuperándose de sus heridas.
Afortunadamente para su hermano, el disparo no le dio en el pecho, sino que, gracias a que se movió en el último momento, la bala se incrustó en su hombro izquierdo; pero no por ello se preocupaba menos. De creer que no tenía a nadie en el mundo y que dependía de la caridad de Ricardo para no verse sola, iba y descubría que éste era realmente su hermano. Y pensaba cuidarlo, de forma exagerada, por mucho que a él le molestara que estuviera todo el día revoloteando a su alrededor.
Se había quedado acompañando a Ricardo durante la visita de los hombres el tiempo suficiente como para enterarse de que lady Lamarck era cómplice de su tío, y que por ese motivo éste descubrió dónde la había llevado Amalia. La tal dama llegó acompañada de Rodolfo, mientras Amalia y Melbourne la esperaban, y entonces la mujer acuchilló a su prometido con alevosía, de forma inesperada, y Amalia le disparó. Todo eso había ocurrido mientras dormía plácidamente hasta que la estruendosa detonación la despertó. Luego la criada mantuvo una pelea con Rodolfo, quien acabó lastimándola gravemente. Y ésa fue la lucha que ella oyó y vio a medias. Y después vino todo lo demás, incluido el disparo que ella lanzó contra su tío pero que afortunadamente no le dio, aunque bastó para que él errara el tiro y Alfonso pudiera derribarlo. Y lo cierto era que le dio una buena paliza.
Nadie le volvió a preguntar por los documentos, porque Alfonso, para su sorpresa, había confirmado su versión de que se los había entregado a él, evitando hacerla pasar por una mentirosa, cosa que la sorprendió.
—Tengo que devolvérselos.
—¿Hablaba usted con alguien? —le preguntó Thomas, el mayordomo, cuando la vio murmurar por el largo corredor.
Se sonrojó al verse descubierta hablando sola.
—Estaba cantando —mintió mientras subía las escaleras en dirección al dormitorio de Pedro, pero, como vio a Thomas seguirla con la mirada, hizo como que iba a su propia habitación, se escondió detrás de la pared y esperó diez minutos a que el hombre decidiera dejar de vigilarla.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el hombre que andaba buscando.
—Chis. —Le indicó que se mantuviera en silencio con un dedo, agarrándolo para que se escondiera junto a ella.
Pedro empezó a reírse y ella le tapó la boca con su pequeña mano. Ambos se quedaron en silencio un instante, observándose, conocedores de que aún había un asunto sin concluir entre ellos. Demasiada atracción, demasiada conexión sexual como para no explorarla un poco más.
—Thomas no deja de vigilarme —le explicó, intentado no pensar en que su cuerpo empezaba a desearlo de nuevo.
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
Paula no dejaba de sorprenderlo.
—Iba a buscarte a… —Al darse cuenta de lo que estuvo a punto de decir, se calló.
Pero Pedro la entendió, y la observó con aquella mirada tan penetrante que la hacía flaquear. «¡Ay, madre! Que no siga mirándome así o yo, yo… yo no sé de lo que soy capaz.»
—¿Adónde? —le preguntó con aquella voz que hacía que se le cayesen las medias mientras lamía lentamente uno de los dedos con los que Paula le había tapado la boca. Él sabía que debía dejar de hacerle ese tipo de insinuaciones, pero no podía. Que lo matasen si podía. Él quería poseerla una vez más, aunque sólo fuera una vez, después podría olvidarse de ella. Estaba seguro de que era lo único que necesitaba para sacarse esa obsesión que sentía por Paula.
—Tengo que hablar contigo —le dijo con un hilo de voz—. ¿Podemos ir a tu dormitorio?
—¿A mi dormitorio? —le preguntó en un susurro—. Sabes lo que pasará si vamos juntos a mi habitación. —Le puso la mano sobre su verga, para que pudiera comprobar lo dura que estaba—, esto es por ti. Y si vienes, no habrá vuelta atrás, esta vez no me dejas insatisfecho y dolorido.
Alfonso detuvo su jueguecito en ese mismo instante. ¿Qué estaba diciendo esa insensata? Ricardo ya sospechaba algo y no quería tentar a la suerte nuevamente. Además, cuando la tenía a su alcance no podía mantener las manos quietas.
—O al mío —dijo rápidamente ella—, tengo que darte algo antes de que te marches.
—¿Quién te ha dicho que me voy? —le preguntó molesto.
Ella no dijo nada, pero él comprendió que no podía ser otra que Clara. Sólo Penfried sabía que se iba a Moscú para hablar con su padre. Para ver a su prometida.
—Habíamos quedado en ser amigos —le recordó Paula.
—No esa clase de amigos —se vio obligado a decir; obligado porque lo que deseaba realmente era hacerla suya de nuevo.
—¡Yo no quería decir eso! —exclamó indignada—. Quería hacerte un favor, devolverte los documentos que todo el mundo parece querer.
Paula estaba omitiendo con toda la intención hablar del asunto que preocupaba realmente a Alfonso. Su atracción.
Pedro se amonestó por estúpido. ¿Por qué siempre que estaba con ella pensaba en que acabarían en la cama?
«Pues porque eso es lo que realmente deseas, llevártela a tu dormitorio, y te joroba que ella lo haya dicho en voz alta sabiendo que no ocurrirá nada.»
—Vamos. —La tomó de la mano y la condujo hasta su habitación, la metió dentro y cerró la puerta. Después, sabiendo que no debería hacerlo, se apoyó sobre ésta con las manos en los bolsillos. Iba a escucharla, pero también iba a hacerla suya. No le importaba la hora que era, ni que su hermano estuviese en el piso inferior.
Paula miró absorta cómo el hombre se había echado sobre la puerta del dormitorio, obligándola a pedirle que la dejara salir en cuanto le diera los papeles. ¿Por qué le hacía aquello? Le daba a entender con sus actos cosas que sus palabras desmentían. ¿Y si no quería marcharse de allí?
—Aquí están —le dijo rebuscando en el bolsillo de su falda y sacando unos viejos papeles—. Ten. —Se los ofreció para que viera que era cierto lo que le decía, que no era ninguna treta—. Es mejor que nadie sepa que te los he dado ahora. No dejarían de hacerme preguntas.
Él los tomó sin apartar la mirada de ella, no podía, lo había dejado atónito. ¿Ésos eran los tan buscados papeles? Llegó a pensar que Paula le exigiría algo a cambio de devolvérselos, por eso sólo estaba esperando a que ella se le acercara, quería saber lo que pediría como contraprestación, y estaba convencido de que sería el matrimonio, porque una vez se lo propuso y no lo consiguió.
Después de todo, era una niña inglesa educada para casarse como único objetivo en la vida.
—Gracias.
—¿Por qué? Son tuyos, yo pensé en devolvérselos a mi tío porque había creído que eran de él; como no lo son... —Se encogió de hombros, apartando la vista de los ojos del hombre, quien no dejaba de observarla, de admirarla, de desearla.
—Paula… —«¡No lo hagas!», se dijo sabiendo que era en vano—, ¿me darías un beso antes de marcharme?
Él no le estaba pidiendo un beso y ella lo sabía.
—¿Qué? —le preguntó sorprendida. «Ni lo sueñes»—. Dijiste que, si hubieras sabido quién era, nunca me hubieses puesto un dedo encima.
Ella estaba dolida, y el apretó los papeles, preso de la desesperación por besarla. Por poseerla.
Resopló, intentando contenerse.
No pudo.
—Ahora sé quién eres realmente —le dijo acercándose a ella, aún con los documentos en la mano, y tomó su rostro con delicadeza—: Mírame.
Ella cerró los ojos tras los cristales y Pedro sonrió.
—Terca como ella sola —murmuró con deleite.
Paula se ofendió porque la llamará así y abrió la boca y los ojos para protestar cuando el aprovechó para meterle la lengua en un beso que tenía la intención de dejarla marcada para siempre. Y ella sabía que lo conseguiría. Después de estar con alguien como él, ¿cómo pretender ser feliz con otro?
—Devuélveme el beso —le suplicó contra su boca—, por favor, Paula.
Y aquella súplica fue superior a todo lo que estaba dispuesta a soportar. Después de sus continuos encontronazos, de sus conversaciones, de su rechazo, de todo, ahí estaba, intacta su pasión por ese hombre. Y le devolvió el beso con una necesidad que la consumía. ¿Por qué no podía ser? ¿Por qué tenía que ir a casarse con otra? Ella podía haberle obligado a desposarla a cambio de esos papeles; sin embargo, no pudo. No quería forzarlo a nada, no quería su odio, ni sus reproches, quería… su amor.
Lo quería a él.
Todo de él.
Se apartó haciendo un esfuerzo sobrehumano y sintió que algo se rompía dentro de ella. «¡Dios mío, cómo lo necesito!»
—Ya basta, lord Alfonso —intentó recuperar la cordura manteniendo las distancias, pero era consciente de que sería muy difícil permanecer inmune a la atracción que ejercía sobre ella. Sobre su cuerpo, sobre su corazón.
—Ni hablar —le dijo él volviendo a acercarla a su cuerpo—. Sabías qué ocurriría si entrabas en mi dormitorio. Ahora no puedes pretender que pare.
Y ella dio gracias porque él no la hubiese escuchado.
Pedro empezó por desabotonarle el vestido, consiguiendo que éste resbalara hasta sus pies. Luego le quitó las demás prendas, hasta dejarla completamente desnuda, totalmente expuesta. Entregada. Sólo le permitió conservar las lentes y las medias: a él lo exacerbaba verla con aquellos anteojos casi como única prenda, y esa imagen le resultó completamente arrebatadora. A continuación, tomó las manos de Paula y le indicó que lo desnudara mientras él se mantenía erguido, observándola, deseándola.
—Aún puedes marcharte —le dijo con mirada hambrienta, animal, cuando la vio dudar, y rezando para que no lo hiciera—, no te detendré. Sabes que eres libre para decidir quedarte conmigo o… irte.
Ella lo miró con una sensualidad tan potente que él temió que nunca pudiera olvidarla. Y supo que Paula no se marcharía.
—Calla y poséeme de una vez —le susurró ella—, ¿no ves que me estoy muriendo consumida por la impudicia?
Alfonso no se lo pensó. La quería. Necesitaba hacerla suya de forma que nadie pudiera borrar su recuerdo. Tomándola en brazos, y sin muchos miramientos, la colocó a cuatro patas sobre la enorme cama que ocupaba en la casa de Hastings. La sorprendió, aunque no la asustó.
Paula lo miró por debajo de sus pechos con mirada interrogante, porque ella recordaba perfectamente cómo el hombre moreno, tras el cristal, había poseído a la mujer en esa posición, y no estaba segura de que Pedro pretendiera hacer eso mismo con ella. Él asintió con la cabeza y ella emitió un gemido de placer pensando que ése era el compañero que ella quería.
Cuando Alfonso se colocó tras ella, Paula se estremeció al sentir los muslos del hombre contra su pequeño trasero: una sensación tan embriagadora como desconcertante, sensual, obscena. Sin embargo, él no la embistió, sino que llevó su boca hasta su trasero, y ella se contrajo al sentir humedecerse esa otra abertura de su cuerpo con besos lentos, pausados, provocados por la boca de éste, obligándola a sacudirse debido a las nuevas sensaciones, hecho previsto por el hombre, quien la sujetó firmemente por las caderas para que se mantuviese quieta.
Cuando consideró que ya estaba suficientemente preparada, le introdujo un dejo en ese templo inexplorado y lo movió con gestos juguetones, sensuales. La mujer jadeó y se movió de forma sensual, acompañando el movimiento con su cuerpo, protestando cuando sintió cómo él retiraba su mano. Luego, al percibir cómo Pedro se acomodaba tras de sí, se quedó quieta, expectante, hasta que notó la primera invasión, una embestida un poco dolorosa, pero no tanto como para hacer que se detuviera. Al momento su cuerpo se acostumbró a esa nueva incursión a su cuerpo, y la sensación de tenerlo pegado por completo por detrás fue tan excitante que acompañó los movimientos del hombre, en un compás tan estimulante y embriagador que ambos llegaron juntos a la cima del placer jadeantes y sudorosos. Luego Alfonso y se echó sobre la espalda de la mujer, percibiendo su aroma, la suavidad de su piel. Todo de ella, necesitaba llevarse ese recuerdo consigo para cuando se acordara de ella, y ella se relajó.
No obstante, al cabo de unos minutos, Paula pareció recordar quiénes eran, dónde estaban y el negro futuro que tenían juntos o, mejor expresado, el inexistente futuro.
—Esto no debió haber ocurrido —le dijo apartándose de él para proceder a recoger su ropa y vestirse de forma apresurada.
«¿Qué has hecho, Pau? Nuevamente te has comportado de forma perversa con un hombre que sabes que no te dará su apellido. Sí —se dijo—, pero al que amo con todo mi corazón y mi cuerpo.»
Alfonso la observó sin decir nada, contrito, consternado por lo sucedido, pero aliviado de haber podido poseerla una vez más, para proceder a hacer lo mismo: vestirse apresuradamente. Aunque debía reconocer que no sentía ningún remordimiento. ¡Demonios! La deseaba incluso ahora, después de haberla hecho suya hacía sólo un instante.
—No va a volver a pasar —le informó Paula con las mejillas sonrosadas.
—Tienes razón —repuso él apoyando su frente contra la de ella—. Soy un imbécil. —¿Qué podía decirle? Aquello no iba a ninguna parte, lo sabía, ambos lo sabían, y, sin embargo, no podía evitar buscarla, tocarla, amarla.
—Creo que es mejor que me vaya, no vaya a ser que Thomas ande buscándome por la casa. —Lo dijo con una sonrisa que no le llegó a los ojos, intentando quitar hierro al asunto. Y él lo percibió. Y le dolió.
Y Paula se marchó de la habitación sin volver la vista atrás, y Alfonso se sentó desconsolado en la cama, observando los papeles que llevaría a su padre y llegando a la conclusión de que Paula siempre sería alguien muy importante para él, tanto que le dolía pensar en no volver a verla.
«Me gustaría poder casarme contigo.»
Y empezó a hacer su equipaje.
Un ruido ensordecedor la despertó. «Un disparo», pensó y, cuando se dio cuenta de lo que podía estar pasando, gritó, y lo hizo tan fuerte que pensó que rompería los cristales de las pequeñas ventanas del cuarto donde estaba encerrada.
Había abierto los ojos sobresaltada al creer que Amalia le había disparado pero extrañada de no haber sentido nada.
Ningún dolor, ninguna quemazón. Nada fuera de lo normal.
Se miró buscando algún rastro de sangre, pero tampoco lo halló. Después giró la cabeza y vio a alguien tirado en el suelo, o al menos vio algo, lo que pudo sin sus anteojos, no podía ver bien de quién se trataba, pero desde luego era una mujer, y pensó en su secuestradora. Alguien le había disparado a Amalia, pero ¿quién? Otro ruido llamó su atención, un golpe, otro golpe, un gemido de dolor, y por último un alarido aterrador, de… otra mujer. ¿Qué estaba pasando?
Tras bajarse del sillón, se puso a andar a gatas por la estancia. Había decidido que se pegaría a la pared y se movería por ella hasta encontrar la puerta; si no recordaba mal, estaba justo a su izquierda, puesto que la ventana quedaba a su derecha. Empezó su recorrido pero chocó con algo, o mejor dicho con alguien, que la tomó por el tobillo cuando ella intentó apartarse.
—Paula… —Aquellas palabras apenas eran susurros.
—¿Quién, quién es usted? —le preguntó intentando soltarse dándole un puntapié.
—Soy Melbourne, tienes que salir de aquí —le ordenó desesperado, soltando un gemido al recibir el golpe—, busca a tu hermano.
—Pero, pero…
¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué hacía su prometido en aquel lugar?
—Llévale los documentos a Ricardo —insistió.
Seguía oyendo golpes; esta vez era un hombre quien se quejaba, pero no se trataba del que tenía a su lado.
—No los tengo —volvió a negar—. ¿Y qué hace aquí?, ¿dónde está Amalia? No puedo ver nada. —Estaba aterrada por lo que estaba ocurriendo a su alrededor sin que ella pudiera actuar de alguna forma, o escabullirse por algún sitio.
—Los documentos, Paula... —El hombre estaba alterándose.
—No los tengo —volvió a mentir—, los tiene lord Alfonso. —Decidió que, si alguien debía sufrir un poco, ése era el marqués, no ella. Que fueran a pelearse con él por los papelitos y la dejaran en paz.
—Eso no es cierto, sabemos que aún los conservas.
—Lo es, y… ¿por qué le interesan a usted? No son suyos.
Otro golpe, y otro quejido.
—¡Paula! —Ésa era la voz de su tío Rodolfo, quien después de todo era su único pariente entre tanta gente que la acosaba. Si debía fiarse de alguien, mejor de alguien conocido.
—¡Tío! —gritó por segunda vez en su vida—. No llevo los anteojos puestos, ¿dónde estás?
—No lo hagas, Paula, te matará —la advirtió Melbourne antes de recibir un fuerte golpe que lo dejo sin sentido.
—¿Te encuentras bien, Pau? —preguntó solícito Rodolfo—. ¿Te han hecho daño?
La ayudó a ponerse de pie pasando por encima del hombre que se encontraba en el suelo, inconsciente.
—La verdad es que no —le informó—, sólo querían los papeles que había en tu abrigo y que yo pretendía entregarte. Por eso me han secuestrado, fue Amalia, pero ahora no sé qué le ha pasado —no podía parar, estaba histérica—, y estoy preocupada. Ella me ayudó una vez, no quiero que le pase nada. No quiero. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
Rodolfo la miró entrecerrando los ojos mientras sonreía sin que ella pudiera percatarse de ello. Después de todo, la escena que había montado despidiendo a Amalia por la pérdida de los dichosos documentos lo había llevado hasta esa situación. La otra sospechó que Paula guardaba los papeles y fue en su busca; cuando ésta se los negó, la secuestró y avisó a Melbourne y a Leticia, su socia. Fue ella quien lo avisó de adónde se dirigían para que acudiera y, entre los dos, descubrieran qué había ocurrido con los documentos. Después de todo, si conseguían encontrarlos, ganarían mucho más. Estaba todo atado, así, si le ocurría algo a Paula, todos sospecharían de su antigua criada, y creerían que había sido una venganza por la pérdida de su trabajo. Desafortunadamente, Leticia había caído a manos de la otra.
Y ahora resultaba que Pau quería devolvérselos.
—¿Y los tienes?
—¿Dónde se encuentra Amalia? —insistió—. ¿Y mis lentes? Puedes buscarlos, me los quitó ella.
No sabía por qué, pero en ese momento empezó a desconfiar. Tal vez las palabras de Melbourne…, o su exagerada imaginación, le estaban haciendo dudar de su decisión de devolvérselos a su tío. Amalia había dicho que eran de Alfonso, ¿para qué los quería Rodolfo?
—Amalia era una asesina a sueldo —le dijo para asustarla—, iba a matarte después de que se los entregaras.
—Pero ¿dónde está? —No quería descubrir que le había pasado algo malo. Y se negaba a creer que la joven fuera una asesina.
—He tenido que defenderme, me ha atacado con un arma.
—Sí —asintió—, he oído el disparo, aunque no creí que ella pudiera…
—¿Vas a darme lo que es mío de una vez? —le preguntó apretándole fuertemente el brazo.
Rodolfo estaba perdiendo la paciencia con su sobrina y no tenía tiempo que perder; él quería esos documentos, lo siguiente sería hacer desaparecer a Alfonso.
—Me haces daño —protestó sintiendo cómo el hombre le oprimía más el brazo—. Y no los tengo, se los di a lord Alfonso—volvió a mentir.
En ese instante su tío le dio una bofetada y la tiró al suelo, haciéndola caer junto al cuerpo de una mujer. ¿Amalia?
Rodolfo se acercó a ella para golpearla nuevamente llevado por la ira cuando la puerta de la habitación se abrió dando paso a Ricardo y Pedro, que entraron casi sin aliento puesto que habían oído su grito desde la calle.
—Ni se te ocurra volver a ponerle un dedo encima —lo amenazó el marqués—, no voy a permitirte que la maltrates.
Rodolfo se giró lo suficiente para enfrentar a los hombres. Pedro había sido el primero en entrar, pero Ricardo lo siguió de inmediato.
—Aléjate de mi hermana.
—¿Tú hermana? —le preguntó con ironía—. Que yo sepa no tienes hermanos, ni yo tengo más sobrinos.
—Te equivocas, tío, Paula es mi hermana, es hija de mi padre y la señora Chaves —confesó.
¿Qué quería decir Ricardo? ¿Y por qué ahora? Paula lo miró sin poder dar crédito a lo que oía. ¿Era realmente su hermano o era un truco para distraer a su tío? A continuación miró a Pedro y deseó que no estuviese allí: después de su humillante rechazo y de que por culpa de la noche que pasaron juntos se viera en aquella situación, no tenía ganas de volver a verlo. ¿Nunca? «No te engañes, Paula. Estás que das saltos de alegría al haberlo visto cruzar la puerta hecho un toro para defenderte. ¿A quién pretendes engañar? Te mueres por él.»
—Vaya, de lo que se entera uno en las circunstancias menos previstas —le dijo a su sobrino—. De todas formas, eso no cambia las cosas, mucho menos las circunstancias en las que nos encontramos. Bueno, querida —le dijo a Pau sacando un enorme cuchillo y apuntándola directamente al cuello con él—, ya que está aquí tu querido lord Alfonso, le vas a decir que me entregue lo que necesito.
«¡Ay, madre, si todo era una mentira!»
—¿De qué hablas? —preguntó Ricardo mientras le hacía una seña a su amigo para que mantuviese la boca cerrada.
—Al parecer tu querida hermanita no sólo se abre de piernas para el marqués —al decir esto, Paula profirió un nuevo grito, esta vez de indignación, y Alfonso hizo el intento de abalanzarse sobre él, pero se vio frenado por Richard—, sino que también le hace de ladrona.
Ella pensó que, si no estuviera medio ciega, le hubiese dado una patada en la espinilla. Una bien fuerte.
—Creo que usted se está equivocando —intervino Pedro con la voz tan afilada que podía cortar—, señor. No tengo esos papeles.
Ricardo miró a Alfonso confuso, intentando desentrañar cuánta verdad había en las palabras de su tío, y lo que vio en el rostro del rubio no pareció gustarle, nada en absoluto.
—Equivocado o no, necesito los documentos —le dijo a Pedro—, así que démelos.
—¿De qué está hablando? —volvió a preguntar Alfonso mirando a Paula, pero ésta no era consciente de dicha mirada.
Mientras los hombres discutían, Paula sintió cómo una mano de mujer buscaba la suya y le colocaba un arma en ella, y de repente reconoció el cuerpo con el que había tropezado como el de Amalia. ¡Menos mal!
—Déjese de tonterías y deme los documentos —le ordenó—, su putita alega habérselos dado a usted.
Por la cara que puso Pedro, el hombre se dio cuenta de que Paula le había mentido, pero cuando se volvió hacia ella, éste atrajo de nuevo su atención.
—¿Para qué los quiere?
—Me han encargado que destruya cualquier prueba que le sirva para demostrar que es hijo legítimo del zar de Rusia —informó al afectado con impertinencia—, y me han pagado muy bien por ello.
Paula se contuvo un segundo cuando oyó aquella nueva confesión, demasiadas para una tarde.
Ricardo, mientras tanto, estaba decidiendo a quién mataría antes: si a su tío o a Alfonso.
—Deja marchar a Paula —le suplicó Ricardo—, ella ya te ha dicho que no tiene esos papeles.
De forma inesperada, Rodolfo apuntó a Ricardo y le disparó en el pecho sin que nadie pudiera haber sospechado que iba a hacerlo, sin que nada pudiera evitarlo.
—Cierra la boca de una maldita vez —le gritó—, estoy harto de ti.
—Nooooo…
Paula supo por instinto que a quien habían disparado era a su hermano, a su verdadero hermano. Se levantó rápidamente para llegar hasta él, conducida por el ruido del disparo, sin percatarse de que aún llevaba el arma que Amalia le había puesto en la mano, distrayendo a su tío con esa acción, circunstancia que aprovechó Alfonso para lanzarse contra él e intentar desestabilizarlo.
No obstante, Rodolfo reaccionó a tiempo para disparar a Alfonso, pero falló.
Paula se detuvo en seco al darse cuenta de que se disponía a disparar de nuevo.
—Paula, el arma —le ordenó Amalia con un hilo de voz—, ¡utilízala! ¡Vamos, no seas cobarde!
Miró la pistola que mantenía sujeta sin haberse percatado de ello, luego miró a Pedro, que se lanzaba de nuevo hacia su atacante, o al menos la imagen borrosa del que intuía que era él, ya que se vio obligado a tirarse al suelo para evitar que le diera, y después dirigió su mirada de nuevo a su tío, para ver cómo sonreía mientras se disponía a apretar el gatillo otra vez sin que el hombre que la había rechazado tuviese ninguna oportunidad.
«Pero si no veo…»
Alzó el brazo y cerró los ojos, movida por el impulso de salvarle nuevamente la vida, o al menos intentarlo, a Alfonso.
Luego, disparó.