domingo, 7 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 22




—Estoy perfectamente, Pau —repitió Ricardo enfadado—; anda, déjame descansar un rato. Estás insoportable.


—Eres la amabilidad personificada —murmuró por lo bajo mientras salía de la biblioteca, dejando a su hermano acompañado por lord Penfried y Melbourne, quien estaba también recuperándose de sus heridas.


Afortunadamente para su hermano, el disparo no le dio en el pecho, sino que, gracias a que se movió en el último momento, la bala se incrustó en su hombro izquierdo; pero no por ello se preocupaba menos. De creer que no tenía a nadie en el mundo y que dependía de la caridad de Ricardo para no verse sola, iba y descubría que éste era realmente su hermano. Y pensaba cuidarlo, de forma exagerada, por mucho que a él le molestara que estuviera todo el día revoloteando a su alrededor.


Se había quedado acompañando a Ricardo durante la visita de los hombres el tiempo suficiente como para enterarse de que lady Lamarck era cómplice de su tío, y que por ese motivo éste descubrió dónde la había llevado Amalia. La tal dama llegó acompañada de Rodolfo, mientras Amalia y Melbourne la esperaban, y entonces la mujer acuchilló a su prometido con alevosía, de forma inesperada, y Amalia le disparó. Todo eso había ocurrido mientras dormía plácidamente hasta que la estruendosa detonación la despertó. Luego la criada mantuvo una pelea con Rodolfo, quien acabó lastimándola gravemente. Y ésa fue la lucha que ella oyó y vio a medias. Y después vino todo lo demás, incluido el disparo que ella lanzó contra su tío pero que afortunadamente no le dio, aunque bastó para que él errara el tiro y Alfonso pudiera derribarlo. Y lo cierto era que le dio una buena paliza.


Nadie le volvió a preguntar por los documentos, porque Alfonso, para su sorpresa, había confirmado su versión de que se los había entregado a él, evitando hacerla pasar por una mentirosa, cosa que la sorprendió.


—Tengo que devolvérselos.


—¿Hablaba usted con alguien? —le preguntó Thomas, el mayordomo, cuando la vio murmurar por el largo corredor.


Se sonrojó al verse descubierta hablando sola.


—Estaba cantando —mintió mientras subía las escaleras en dirección al dormitorio de Pedro, pero, como vio a Thomas seguirla con la mirada, hizo como que iba a su propia habitación, se escondió detrás de la pared y esperó diez minutos a que el hombre decidiera dejar de vigilarla.


—¿Qué haces aquí? —preguntó el hombre que andaba buscando.


—Chis. —Le indicó que se mantuviera en silencio con un dedo, agarrándolo para que se escondiera junto a ella.


Pedro empezó a reírse y ella le tapó la boca con su pequeña mano. Ambos se quedaron en silencio un instante, observándose, conocedores de que aún había un asunto sin concluir entre ellos. Demasiada atracción, demasiada conexión sexual como para no explorarla un poco más.



—Thomas no deja de vigilarme —le explicó, intentado no pensar en que su cuerpo empezaba a desearlo de nuevo.


—¿Y por qué tendría que hacerlo?


Paula no dejaba de sorprenderlo.


—Iba a buscarte a… —Al darse cuenta de lo que estuvo a punto de decir, se calló.


Pero Pedro la entendió, y la observó con aquella mirada tan penetrante que la hacía flaquear. «¡Ay, madre! Que no siga mirándome así o yo, yo… yo no sé de lo que soy capaz.»


—¿Adónde? —le preguntó con aquella voz que hacía que se le cayesen las medias mientras lamía lentamente uno de los dedos con los que Paula le había tapado la boca. Él sabía que debía dejar de hacerle ese tipo de insinuaciones, pero no podía. Que lo matasen si podía. Él quería poseerla una vez más, aunque sólo fuera una vez, después podría olvidarse de ella. Estaba seguro de que era lo único que necesitaba para sacarse esa obsesión que sentía por Paula.


—Tengo que hablar contigo —le dijo con un hilo de voz—. ¿Podemos ir a tu dormitorio?


—¿A mi dormitorio? —le preguntó en un susurro—. Sabes lo que pasará si vamos juntos a mi habitación. —Le puso la mano sobre su verga, para que pudiera comprobar lo dura que estaba—, esto es por ti. Y si vienes, no habrá vuelta atrás, esta vez no me dejas insatisfecho y dolorido.


Alfonso detuvo su jueguecito en ese mismo instante. ¿Qué estaba diciendo esa insensata? Ricardo ya sospechaba algo y no quería tentar a la suerte nuevamente. Además, cuando la tenía a su alcance no podía mantener las manos quietas.


—O al mío —dijo rápidamente ella—, tengo que darte algo antes de que te marches.


—¿Quién te ha dicho que me voy? —le preguntó molesto.


Ella no dijo nada, pero él comprendió que no podía ser otra que Clara. Sólo Penfried sabía que se iba a Moscú para hablar con su padre. Para ver a su prometida.


—Habíamos quedado en ser amigos —le recordó Paula.


—No esa clase de amigos —se vio obligado a decir; obligado porque lo que deseaba realmente era hacerla suya de nuevo.


—¡Yo no quería decir eso! —exclamó indignada—. Quería hacerte un favor, devolverte los documentos que todo el mundo parece querer.


Paula estaba omitiendo con toda la intención hablar del asunto que preocupaba realmente a Alfonso. Su atracción.


Pedro se amonestó por estúpido. ¿Por qué siempre que estaba con ella pensaba en que acabarían en la cama? 


«Pues porque eso es lo que realmente deseas, llevártela a tu dormitorio, y te joroba que ella lo haya dicho en voz alta sabiendo que no ocurrirá nada.»


—Vamos. —La tomó de la mano y la condujo hasta su habitación, la metió dentro y cerró la puerta. Después, sabiendo que no debería hacerlo, se apoyó sobre ésta con las manos en los bolsillos. Iba a escucharla, pero también iba a hacerla suya. No le importaba la hora que era, ni que su hermano estuviese en el piso inferior.


Paula miró absorta cómo el hombre se había echado sobre la puerta del dormitorio, obligándola a pedirle que la dejara salir en cuanto le diera los papeles. ¿Por qué le hacía aquello? Le daba a entender con sus actos cosas que sus palabras desmentían. ¿Y si no quería marcharse de allí?


—Aquí están —le dijo rebuscando en el bolsillo de su falda y sacando unos viejos papeles—. Ten. —Se los ofreció para que viera que era cierto lo que le decía, que no era ninguna treta—. Es mejor que nadie sepa que te los he dado ahora. No dejarían de hacerme preguntas.


Él los tomó sin apartar la mirada de ella, no podía, lo había dejado atónito. ¿Ésos eran los tan buscados papeles? Llegó a pensar que Paula le exigiría algo a cambio de devolvérselos, por eso sólo estaba esperando a que ella se le acercara, quería saber lo que pediría como contraprestación, y estaba convencido de que sería el matrimonio, porque una vez se lo propuso y no lo consiguió. 


Después de todo, era una niña inglesa educada para casarse como único objetivo en la vida.


—Gracias.


—¿Por qué? Son tuyos, yo pensé en devolvérselos a mi tío porque había creído que eran de él; como no lo son... —Se encogió de hombros, apartando la vista de los ojos del hombre, quien no dejaba de observarla, de admirarla, de desearla.


—Paula… —«¡No lo hagas!», se dijo sabiendo que era en vano—, ¿me darías un beso antes de marcharme?


Él no le estaba pidiendo un beso y ella lo sabía.


—¿Qué? —le preguntó sorprendida. «Ni lo sueñes»—. Dijiste que, si hubieras sabido quién era, nunca me hubieses puesto un dedo encima.


Ella estaba dolida, y el apretó los papeles, preso de la desesperación por besarla. Por poseerla.


Resopló, intentando contenerse.


No pudo.


—Ahora sé quién eres realmente —le dijo acercándose a ella, aún con los documentos en la mano, y tomó su rostro con delicadeza—: Mírame.


Ella cerró los ojos tras los cristales y Pedro sonrió.


—Terca como ella sola —murmuró con deleite.


Paula se ofendió porque la llamará así y abrió la boca y los ojos para protestar cuando el aprovechó para meterle la lengua en un beso que tenía la intención de dejarla marcada para siempre. Y ella sabía que lo conseguiría. Después de estar con alguien como él, ¿cómo pretender ser feliz con otro?


—Devuélveme el beso —le suplicó contra su boca—, por favor, Paula.


Y aquella súplica fue superior a todo lo que estaba dispuesta a soportar. Después de sus continuos encontronazos, de sus conversaciones, de su rechazo, de todo, ahí estaba, intacta su pasión por ese hombre. Y le devolvió el beso con una necesidad que la consumía. ¿Por qué no podía ser? ¿Por qué tenía que ir a casarse con otra? Ella podía haberle obligado a desposarla a cambio de esos papeles; sin embargo, no pudo. No quería forzarlo a nada, no quería su odio, ni sus reproches, quería… su amor.


Lo quería a él.


Todo de él.


Se apartó haciendo un esfuerzo sobrehumano y sintió que algo se rompía dentro de ella. «¡Dios mío, cómo lo necesito!»


—Ya basta, lord Alfonso —intentó recuperar la cordura manteniendo las distancias, pero era consciente de que sería muy difícil permanecer inmune a la atracción que ejercía sobre ella. Sobre su cuerpo, sobre su corazón.


—Ni hablar —le dijo él volviendo a acercarla a su cuerpo—. Sabías qué ocurriría si entrabas en mi dormitorio. Ahora no puedes pretender que pare.


Y ella dio gracias porque él no la hubiese escuchado.


Pedro empezó por desabotonarle el vestido, consiguiendo que éste resbalara hasta sus pies. Luego le quitó las demás prendas, hasta dejarla completamente desnuda, totalmente expuesta. Entregada. Sólo le permitió conservar las lentes y las medias: a él lo exacerbaba verla con aquellos anteojos casi como única prenda, y esa imagen le resultó completamente arrebatadora. A continuación, tomó las manos de Paula y le indicó que lo desnudara mientras él se mantenía erguido, observándola, deseándola.


—Aún puedes marcharte —le dijo con mirada hambrienta, animal, cuando la vio dudar, y rezando para que no lo hiciera—, no te detendré. Sabes que eres libre para decidir quedarte conmigo o… irte.


Ella lo miró con una sensualidad tan potente que él temió que nunca pudiera olvidarla. Y supo que Paula no se marcharía.


—Calla y poséeme de una vez —le susurró ella—, ¿no ves que me estoy muriendo consumida por la impudicia?


Alfonso no se lo pensó. La quería. Necesitaba hacerla suya de forma que nadie pudiera borrar su recuerdo. Tomándola en brazos, y sin muchos miramientos, la colocó a cuatro patas sobre la enorme cama que ocupaba en la casa de Hastings. La sorprendió, aunque no la asustó.


Paula lo miró por debajo de sus pechos con mirada interrogante, porque ella recordaba perfectamente cómo el hombre moreno, tras el cristal, había poseído a la mujer en esa posición, y no estaba segura de que Pedro pretendiera hacer eso mismo con ella. Él asintió con la cabeza y ella emitió un gemido de placer pensando que ése era el compañero que ella quería.


Cuando Alfonso se colocó tras ella, Paula se estremeció al sentir los muslos del hombre contra su pequeño trasero: una sensación tan embriagadora como desconcertante, sensual, obscena. Sin embargo, él no la embistió, sino que llevó su boca hasta su trasero, y ella se contrajo al sentir humedecerse esa otra abertura de su cuerpo con besos lentos, pausados, provocados por la boca de éste, obligándola a sacudirse debido a las nuevas sensaciones, hecho previsto por el hombre, quien la sujetó firmemente por las caderas para que se mantuviese quieta.


Cuando consideró que ya estaba suficientemente preparada, le introdujo un dejo en ese templo inexplorado y lo movió con gestos juguetones, sensuales. La mujer jadeó y se movió de forma sensual, acompañando el movimiento con su cuerpo, protestando cuando sintió cómo él retiraba su mano. Luego, al percibir cómo Pedro se acomodaba tras de sí, se quedó quieta, expectante, hasta que notó la primera invasión, una embestida un poco dolorosa, pero no tanto como para hacer que se detuviera. Al momento su cuerpo se acostumbró a esa nueva incursión a su cuerpo, y la sensación de tenerlo pegado por completo por detrás fue tan excitante que acompañó los movimientos del hombre, en un compás tan estimulante y embriagador que ambos llegaron juntos a la cima del placer jadeantes y sudorosos. Luego Alfonso y se echó sobre la espalda de la mujer, percibiendo su aroma, la suavidad de su piel. Todo de ella, necesitaba llevarse ese recuerdo consigo para cuando se acordara de ella, y ella se relajó.


No obstante, al cabo de unos minutos, Paula pareció recordar quiénes eran, dónde estaban y el negro futuro que tenían juntos o, mejor expresado, el inexistente futuro.


—Esto no debió haber ocurrido —le dijo apartándose de él para proceder a recoger su ropa y vestirse de forma apresurada.


«¿Qué has hecho, Pau? Nuevamente te has comportado de forma perversa con un hombre que sabes que no te dará su apellido. Sí —se dijo—, pero al que amo con todo mi corazón y mi cuerpo.»


Alfonso la observó sin decir nada, contrito, consternado por lo sucedido, pero aliviado de haber podido poseerla una vez más, para proceder a hacer lo mismo: vestirse apresuradamente. Aunque debía reconocer que no sentía ningún remordimiento. ¡Demonios! La deseaba incluso ahora, después de haberla hecho suya hacía sólo un instante.


—No va a volver a pasar —le informó Paula con las mejillas sonrosadas.


—Tienes razón —repuso él apoyando su frente contra la de ella—. Soy un imbécil. —¿Qué podía decirle? Aquello no iba a ninguna parte, lo sabía, ambos lo sabían, y, sin embargo, no podía evitar buscarla, tocarla, amarla.


—Creo que es mejor que me vaya, no vaya a ser que Thomas ande buscándome por la casa. —Lo dijo con una sonrisa que no le llegó a los ojos, intentando quitar hierro al asunto. Y él lo percibió. Y le dolió.


Y Paula se marchó de la habitación sin volver la vista atrás, y Alfonso se sentó desconsolado en la cama, observando los papeles que llevaría a su padre y llegando a la conclusión de que Paula siempre sería alguien muy importante para él, tanto que le dolía pensar en no volver a verla.


«Me gustaría poder casarme contigo.»


Y empezó a hacer su equipaje.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario