domingo, 7 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 23





Alguien estaba gritando.


Se levantó de la cama, salió del dormitorio y se encontró con que Hastings, apoyado en un bastón y con el cabestrillo puesto, le pedía a Paula que se apartara de la puerta, mientras ésta le decía que no con la cabeza. Al parecer, finalmente los habían descubierto en una situación comprometida. Vio a Paula intentar convencer a su hermano de que todo era culpa suya, que había ido a su habitación por su cuenta, a hablar con él.


—Tú te vas ahora mismo de mi casa —le dijo a Pedro con odio cuando lo vio—, y no quiero volver a verte cerca de mí o de mi hermana. Si lo haces, te mato, Alfonso. Me has oído bien, te mato.


Él no contestó nada, no le gustaba que lo amenazaran, pero tampoco iba a provocar una pelea en casa de su amigo estando éste malherido y sabiendo que tenía razón. Pero desde luego no se iba a ir si Paula se lo pedía. Sólo tenía que decirle que se quedara y él lo haría. No iba a dejarla enfrentarse sola a Hastings, no por algo que era culpa de los dos. Ella sólo tenía que mirarlo y pedirle que se quedara.


—Vete, por favor —expresó sin rastro de emoción alguna, sorprendiéndolo.


Aquello no le gustó a Pedro, en realidad lo irritó. Si hubiera llorado, si hubiese dado muestras de debilidad o de algún otro tipo de sentimiento, él no se hubiera marchado y ella debía saberlo. Pero no hizo nada, no dijo nada, no luchó por retenerlo junto a ella. Pedro no sabía que Paula nunca había sido una persona de mostrar sus sentimientos, así que se fue, dejándola con el corazón destrozado, intentado explicar a su hermano todo lo que había ocurrido entre ellos, mientras lo agarraba con fuerza para que no saliera en busca del hombre y lo matara.



*****


Estaba agotado, por ese motivo había decidido pasar esa primera noche en Londres en un hotel y no ir a su casa, donde sería interrogado una y otra vez por su abuela y, cómo no, por Melbourne, quien, sin duda, ya sabría de su regreso y estaría desesperado esperando noticias. Estaba demasiado cansado después de su precipitado viaje a Moscú y de tantas reuniones con su padre. Tomó la botella de vodka que éste le había regalado, se tumbó en la cama sin quitarse sus carísimas botas Hesse y empezó a beber a morro, como había aprendido a hacer con Julian en sus escarceos portuarios. Cruzó los pies y cerró los ojos intentando relajarse un poco; afortunadamente, uno de sus asuntos pendientes había quedado zanjado, y eso significaba que ya no habría más atentados contra su vida. 


Al menos por parte de la zarina y de su hermano Alejandro, quienes le habían aconsejado que volviera a Inglaterra y sentara la cabeza, olvidando su ascendencia rusa para así evitar cualquier intento de manipular la sucesión del zar por parte de Inglaterra. También su compromiso con la condesa quedó disuelto, y para él fue un alivio.


Suspiró con pesar y volvió a beber. Sentar la cabeza; por supuesto, sólo tenía que ir a casa de Hastings y conseguir que éste le permitiera hablar antes de que le metiera una bala en el cuerpo. ¡Qué fácil! Lo único que había sacado en claro de todo lo que había vivido en los últimos meses era que, si tenía que casarse con alguien, lo haría con Paula.


Le gustaba, y mucho. Y la quería por esposa.


En todos esos meses había descubierto que deseaba despertarse cada mañana a su lado. Su alma necesitaba verla para sentirse viva. Era algo irracional, intangible, lo que lo unía a ella, y no pensaba perderla. La amaba, y eso era lo más increíble, que él amara a una mujer, que, a pesar de que lo deseara, nunca le había dado indicios de corresponderle.


Y ése era su mayor miedo: una vez ella ya le propuso que se casaran porque era lo más conveniente para ambos y él la rechazó. Y lo hizo porque en ese momento no estaba preparado para aceptar. Lo asustó al pedírselo. Además, su honor no se lo permitía. Primero tenía que solucionar su problema con la familia paterna y dar por finalizado el compromiso con Sofía. Y fue en ese tiempo que estuvo lejos de ella, allí en Rusia, despertándose cada noche en un estado de total excitación, soñando que la tenía de nuevo entre sus brazos, deseando encontrársela en situaciones poco usuales, verla colocarse bien sus lentes sobre el puente de su pequeña nariz… cuando se dio cuenta de lo importante que había llegado a ser para él. Y el no tenerla sólo hacía que aumentara su estado de frustración, haciéndole imposible volver a conciliar el sueño.


Había decidido tomarse un par de días para arreglar sus asuntos en la ciudad, ir a visitar a su abuela, la marquesa viuda, y después enfrentar a Paula. Ella era una mujer práctica, por lo que, como ya ocurrió en una ocasión, vería las ventajas de ese matrimonio, lo demás llegaría con el tiempo. Él la quería, y su amor podría conquistarla. Ella llegaría a amarlo y a necesitarlo tanto como él a ella.


Tornó sus pensamientos a su padre, y tuvo que reconocer que finalmente todo se había solucionado con buen tino. El zar había arrestado a dos miembros de su consejo, empecinados en orquestar una revuelta y pasar información a Inglaterra; Carlota y su medio hermano Alejandro podían respirar tranquilos en cuanto a la sucesión, puesto que él les
entregó los documentos originales para que hicieran con ellos lo que estimasen oportuno, y decidieron destruirlos en su presencia, para no albergar dudas de sus intenciones. 


Los únicos que no habían acabado contentos con la situación eran los miembros del servicio secreto británico, quienes ya se habían hecho ilusiones de poder tener a un lord inglés como heredero del zar de Rusia, y así poder seguir extendiendo sus tentáculos más allá de sus fronteras.


Miró la botella casi vacía con mala cara. Después de haberse bebido casi la totalidad del alcohol que contenía el recipiente, aún no se sentía lo suficientemente borracho. Así que probaría ahora con el Whiski. Se levantó para coger la botella, cuando escuchó que alguien golpeaba con urgencia la puerta de su habitación. Se quedó un poco sorprendido porque sólo Julian sabía que ya estaba de vuelta en Londres. ¿Quién podría ser? Los atentados habían terminado, por lo tanto…


—¡Ábreme de una vez! —chilló en susurros una voz familiar, y Pedro pensó que aquello no podía estar sucediendo: ¿qué diablos estaba haciendo ella allí?


Se dirigió hacia la puerta con la botella aún en la mano y la abrió con cara de querer estrangularla.


—No puede ser, esto no puede estar pasando —dijo entre dientes cuando la vio y se hubo convencido de que realmente era ella.


—¿El qué? —le preguntó lady Penfried enfadada—. ¿Por qué has tardado tanto en abrir? ¿Acaso estás acompañado?


—Pase, por favor —dijo con fastidio una vez que ella se metió en la habitación sin que nadie la invitase a entrar y se puso cómoda en el único sillón que había en la estancia—, no se corte.


—No seas grosero —lo regañó.


Pedro apretó los dientes, contuvo la lengua al ver el incipiente estado de buena esperanza de la mujer y se convenció de que sólo lo hacía por el bien del futuro hijo de su amigo.


—¿Puedo preguntar qué haces aquí?


Volvió a beber a morro de la botella que aún sostenía. Si a Clara no le parecía irregular visitar a un hombre en la habitación del hotel donde éste se alojaba, no tenía por qué sorprenderla encontrarlo intentando emborracharse.


—Por supuesto —le dijo irguiéndose en su asiento, ignorando deliberadamente el que él estuviera bebiendo mientras hablaba con ella—. He venido a decirte algo sobre Paula.


La miró pero no dijo nada, sólo siguió bebiendo. Tal vez, si la ignorase, se marcharía, a Paula le salía bien cuando ignoraba a la gente, cuando lo ignoraba a él.


—He dicho «Paula». —Como continuó sin decir ni pio, se enfadó—. ¡Pau-la! No sé si recuerdas a la señorita Chaves —«Maldito zoquete»—. Pelirroja, ojos claros, usa lentes, encantadora…


Pedro pensó que no se iba a callar nunca.


—…, muy buena amiga, entrañable, hermosa…


Sería capaz de lanzarla por la ventana para hacerla callar.
—…buena persona, coqueta…


—No es que la recuerde —soltó mirándola con furia—, es que no la olvido.


Apretó los dientes, furioso. ¿Por qué había tenido que decir aquello?


Clara lo miró con los ojos de par en par y la boca abierta, y en su estado, y conociendo su carácter entrometido, resultaba una imagen de lo más cómica.



—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —le preguntó sorprendida.


Pedro la miró como si fuese un mosquito, uno muy molesto, y luego volvió a beber. Ignorándola.


—Que tengo buena memoria. —Quizá, si le quitaba importancia, Clara lo dejaría en paz. De una vez.


—No; Alfonso, con esas palabras acabas de declarar que la amas. —Se sorbió la nariz tan delicada y teatralmente, que él tuvo ganas de echarse a reír. ¿Estaba aparentando estar emocionada? Con ella nunca se sabía—. Yo hubiese dado cualquier cosa por una declaración como ésa por parte de Julian. Él se limitó a llamarme arpía y cosas peores.


—Vamos, Clara —le reprochó—, tu marido besa el suelo que tú pisas. Y hablando de marido —se incorporó a pesar de estar ya un poco ebrio al recordar a su gran amigo—, será mejor que te marches. Ya he perdido un amigo por un tema de faldas, no quiero que Julian piense que también ando tras de ti.


—¡Oh, no tienes que preocuparte por eso! —exclamó sonriente. Por lo visto ya había olvidado su congoja.


—¿No?


—Julian sabe que he venido a hablar contigo.


—¿De verdad? —No creía ni por un momento que su amigo permitiera a su esposa visitar a un hombre soltero en un hotel—. ¿Y por qué no te ha acompañado?


—Estaba ocupado —contestó esquivando la mirada para que no se percatara de su mentirijilla. Ella estaba allí por el bien de Pau, y de él mismo. Estaba convencida de que esos dos harían muy buen matrimonio, sólo necesitaban el empujoncito adecuado. Si Paula le hubiese hecho caso, ahora Pedro sería su marido, y ella sería marquesa. Una excelente y envidiada marquesa, y era su amiga—. Y es un tema delicado.


La miró temiéndose a qué podría haber venido. Soltó la botella un instante y se apoyó sobre la pared con los brazos cruzados, observándola, precavido, en actitud defensiva. Le daba miedo la dama cuando intentaba meterse en la vida de los demás.


—Has venido a hablar de Paula —estaba harto de que su vida íntima fuera de dominio público—: pues déjame decirte que no la seduje. No sabía quién era cuando, cuando… —No iba a seguir pidiendo disculpas por algo de lo que no se arrepentía en absoluto—. Dime a lo que has venido, y después me haces el favor de irte.


No le hacía gracia que la metomentodo de Clara anduviese por ahí hablando de sus intimidades y de las de Paula, pero no le quedaba más remedio que escucharla para que así se fuese cuanto antes y lo dejase seguir bebiendo. Ese día había decidido emborracharse como hacía años que no lo hacía, dormir la mona y levantarse temprano para idear un plan de acercamiento a Ricardo y a su hermana.


—No me mires así, Paula es mi amiga y nunca me entrometería en su felicidad.


Pedro la miró alzando ambas cejas, como si al decir aquello a Clara le hubiesen salido cuernos y un rabo.


—Bueno, a lo mejor un poco —confesó la rubia—, pero lo hago por su bien —se corrigió—. Creo que se está equivocando y quiero ayudarla. Y a ti también.


—Y cómo se supone que vas a hacerlo. —«No te fíes de ella —se advirtió a sí mismo—, Recuerda que Julian no lo hace, y es su marido.»


—Creo que necesitas saber algo muy importante —le dijo muy seria—, algo que puede hacerte recapacitar.


—¿Sobre qué tengo que recapacitar, según tú?


No iba a decirle que él había decidido pedir la mano de la mujer que amaba; si se lo decía, era capaz de intentar ayudarlo y estropearlo todo. Lo único que había hecho era marcharse a Rusia para dejar resuelto el asunto sobre su ascendencia y su futuro. Pero ahora que había regresado pensaba llegar hasta Paula como debe hacerlo un caballero, cortejándola hasta ganarse su corazón y la aprobación de su familia o, dicho de otra forma, que su hermano considerase más sensato no matarlo.


—Sobre tu decisión de no querer casarte con ella. —Por lo visto Paula le había contado que la había rechazado.


—Clara, no te ofendas, pero creo que tu descaro no tiene límites. —¿Cómo podía ser que Julian no la hubiese matado ya?—. Eso no es asunto tuyo.


—Lo es, créeme —insistió con arrogancia.


—No, no lo es. —Se acabó. Mejor la sacaba de allí, ya mismo.


—Debes casarte con ella de inmediato, si verdaderamente eres un caballero —sonrió—, y, por lo que has dicho antes, es evidente que Paula te importa mucho.


—¿Cómo te llama tu marido?, ¿arpía?


Ella se dio cuenta de que Alfonso estaba llegando al límite de su paciencia, por lo que se apresuró antes de que Pedro perdiera los estribos y la sacara de allí, como había amenazado.


—Paula está embarazada y va a casarse en un par de días.


Clara soltó la bomba y empezó a ponerse los guantes con deliberada lentitud, como si lo que había dicho no tuviera la menor importancia. Mientras, miraba de reojo a Pedro, esperando la reacción del hombre. Si había calculado bien, esa misma tarde iría a casa del conde; sólo esperaba que el estirado de Hastings no lo matara antes de que se casara con Paula, convirtiéndola así en una mujer decente.


Una vez casados, que hiciera lo que le pareciera mejor para su hermana.


Por su parte, Alfonso se había quedado sin aire ante dicha inesperada información. ¿Qué es lo que había dicho? No, eso no podía ser, seguro que era una treta; pero ¿y si no lo era y la perdía para siempre?, ¿y si verdaderamente esperaba un hijo y se casaba con otro?


Ese hijo era suyo, de eso estaba seguro.


No pensaba permitir que ese matrimonio se llevara a cabo. Ni hablar.


—Ah —añadió como si se le hubiese ocurrido de repente—, con Melbourne. —Clara se incorporó con cara de satisfacción cuando hubo dicho esto último; tomó su bolso y se encaminó hacia la puerta.


—¡Un momento! —la detuvo—. ¿No pensarás dejarme así?


—Sólo he venido a decirte esto, y a aconsejarte que la busques, de inmediato –le indicó con aquel tono de matrona tan peculiar—, y le pidas matrimonio.


—Para ti es muy fácil —murmuró.


Ella lo miró con toda la inocencia de la que fue capaz, se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y se dirigió hacia la puerta con la intención de marcharse.


—Para mí tampoco fue fácil —le recordó—, mi marido tenía pensado abandonarme y para que no lo hiciera hice todo lo que pude. —No pudo evitar sonreír por su audacia—. Hasta irme a un burdel y llevarme a Paula conmigo.


Pedro la miró, tranquilizándose un poco. Era cierto que Julian no la quería ni ver al principio, es más, la detestaba, pero finalmente acabo enamorado como un loco de su esposa.


Al menos Paula a él no lo odiaba, eso que tenía ganado, ¿no? Lo apreciaba y, lo más importante, lo deseaba, de eso no tenía ninguna duda.


Miró a la mujer que tenía delante con nuevos ojos. 


Finalmente, tenía que reconocer que la malcriada lady Penfried no era tan egoísta como todos pensaban. Lo estaba animando a hacer lo que su corazón le pedía a gritos desde que se marchara. Ir, de inmediato, en busca de Paula y pedirle matrimonio.


—Gracias, Clara —le dijo—, y dale las gracias también a Julian por haberte permitido venir a visitarme.


Ella hizo una mueca y después se encogió de hombros. 


Comprendió que Alfonso no se había creído ni por un momento que su marido estuviese al tanto de su visita.


—Y gracias por llevar a Pau esa noche al burdel.


—Te ama, Alfonso, así que no hagas más el tonto. Lo que ocurre es que es tímida, demasiado para mi gusto, ese hermano suyo ha hecho un buen trabajo porque Paula tiene demasiada buena conciencia.


—¿Tú, no? —preguntó Alfonso conociendo la respuesta.


La mujer soltó una risita y se marchó de allí, apresurándose en llegar a casa antes de que lo hiciese su esposo.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario