jueves, 4 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 12






Clara se quedó muda y Paula pensó que jamás hubiese creído vivir para ver tal cosa. Admitía que toda aquella situación era un tanto rocambolesca, extraordinaria, increíble e incluso inverosímil; pero, bueno, su amiga estaba más que acostumbrada a situaciones extrañas o, mejor expresado, a ser la causante de esas situaciones. ¿Quién mejor que Clara para comprenderla y apoyarla? La miró de nuevo, colocándose bien sus lentes, observándola atentamente con la esperanza de que diera con la solución a su problema, y temiendo que no lo consiguiera. La expresión de la joven rubia era todo un poema. Paula tuvo que aguantar las ganas de reírse: si no fuese ella el centro de aquella realidad, hubiese estallado en carcajadas. Había dejado a su amiga sin saber qué decir o hacer. Todo un acontecimiento teniendo en cuenta de quién se trataba, y estaba segura de que al marido de ésta le hubiese gustado ser testigo de aquello.


—¿Podrías hablarme, al menos? —Clara se aclaró la garganta mientras la miraba como si fuese un bicho raro—. Clara, por favor, estoy muy angustiada.


—No me digas —farfulló la rubia, y Paula se molestó—. Desde luego esto supera todas las que yo he hecho y por las que me has reprendido constantemente.


—Esperaba un poco de apoyo por tu parte —la acusó.


—Aún no he dicho nada que te haga pensar que estoy regañándote —se defendió la otra mientras servía un poco más de té en la taza que Paula aún sostenía y que parecía no querer soltar.


—¿Entonces? —preguntó ansiosa.


—Déjame pensar, Pau, no seas impaciente.


Clara miró a su amiga un momento y decidió que tenían que tomar algo más fuerte que un simple té, por lo que se levantó para cerrar con llave la puerta de la salita, donde el día anterior Paula la había estado esperando sin éxito y se había marchado llevándose consigo la botella de Jerez; aunque ese último detalle no lo conocía nadie. O eso esperaba. Su amiga tomó una botella de güisqui de un estante oculto en la licorera.


—¿Qué haces?


—Coger prestado un poco de este oro escocés que Justin guarda con recelo —la miró sonriente y marcando hoyuelos—, la ocasión lo requiere; es más, yo lo necesito para asimilar lo que acabas de contarme, aún no sé si estoy hablando con mi pequeña Pau u otra persona ha ocupado su lugar. Te has vuelto toda una aventurera.


La pelirroja alzó las cejas, provocando, con ese gesto, que se le escurrieran sus anteojos.


—Pues beberé otro —le indicó volviendo a colocárselos en su sitio—; si tú lo necesitas, imagínate yo.


Ambas se tomaron el pequeño vaso de Whiski de un trago, tapándose la nariz para intentar no sentir náuseas a causa del fuerte olor que éste desprendía. Después se miraron y empezaron a reír.


—Entonces —le preguntó Clara—, no recuerdas nada de ese hombre.


Paula negó con la cabeza, tendiéndole nuevamente el vaso para que se lo llenara.



—No lo entiendo, Paula, por muy oscuro que estuviese tendrías que tener algún pequeño detalle que te indicara de quién podría tratarse. Recuerda que estabas en casa de tu tío, no es un lugar al que cualquiera pueda acceder en mitad de la noche porque sí.


La otra volvió a beber negando otra vez con la cabeza. Se quitó las gafas y se sentó de forma muy poco femenina en el enorme sillón floral.


—¿Ves como sí es algo grave? He entregado mi inocencia y no sé a quién. Mi hermano me matará, seguro.


—Bueno —la consoló su amiga—, no dramatices. Supongo que recordarás si era bajito o no, o si era gordo o por el contrario estaba fornido o delgado, si era esbelto, qué se yo. ¡Por favor, Paula!—exclamó la rubia sin poder contener la impotencia—. Lo has tenido entre tus brazos, por no decir en otras partes de tu cuerpo.


Las dos mujeres se sonrojaron y volvieron a beber.


—Era más alto que yo, mucho más —recordó—, tenía unos brazos fuertes y un cuerpo duro y…


Clara la miró con los ojos como platos y volvió a llenarle la copa mientras hacía lo propio con la suya.


—Y no olvidemos que estabas en casa de tu tío.


—Sí.


—Teniendo en cuenta que ocurrió después de que Julian montara la escena en ese lugar —dijo una Clara un poco contrariada—, y me sacara a las malas de allí, no tenemos muchas alternativas.


—¿Ah, no?


—Tuvo que ser un criado de la casa de tu tío. ¿Quién más podría estar en la casa a esas horas?


—No lo sé, Clara. —Paula no estaba muy convencida—. ¿Y si no lo fuera?


—Tendremos que seguir investigando. Por el momento vamos a averiguar quiénes son los hombres que trabajan para tu tío. Mañana mismo iremos a hacerle una visita a tu tía. ¿Se lo has contado a alguien más?


Paula negó con la cabeza y volvió a tenderle el vaso; casi habían acabado con el preciado Whiski escocés de Justin, el prometido de Sara, la hermana menor de su amiga y quien las acompañó a aquel lugar la otra noche.


—Todavía nos falta un pequeño detalle —susurró Paula, a quien le había dado un ataque de hipo. Por lo visto, siempre que bebía le ocurría eso.


—¿Cuál? —Clara creía que lo tenían todo controlado.


—Estoy preocupada por el hecho de que pueda haber consecuencias.


Su bella amiga la miró con compasión; no obstante, sólo duró un segundo, puesto que su pérfida mente ya estaba trazando un plan alternativo por si ello llegaba a ocurrir, aunque, claro, no pensaba decírselo a Paula. Clara pensó que para algo estaban los prometidos.


—Ahora mismo sólo tenemos que pensar en buscar a tu amante.


—¡Clara! —exclamó indignada.


—Lo es, o lo ha sido; después de haber sido tú la primera en conocer la intimidad con un hombre, no te pongas mojigata.


—¿Tú y Julian aún no…?


—Por supuesto que sí —indicó la otra con suficiencia—, pero me ha costado.


Volvieron a brindar y a reír como dos posesas. La diferencia entre ellas, pensó Pau, era que Clara había tenido relaciones matrimoniales; por el contrario, ella se había entregado a un completo desconocido a quien ni siquiera podía ponerle un rostro y de quien podría estar esperando un hijo. ¿Cómo se le cuenta eso a un hermano? Una cosa es que a una la pillasen en una situación comprometida con un hombre determinado, quien podría optar entre casarse o no hacerlo, y otra esperar un hijo de no se sabía quién.


Tomó aire.


Podría tratarse de un rufián, o algo peor.


Además, estaba el hecho de que tenía que enfrentar a su prometido, a quien aún no conocía. Podría saludarlo y decirle sin rodeos que había perdido la inocencia. «Por supuesto, Paula, y él te dirá que no tiene importancia. 


¡Vamos Pau, no eres tan ilusa como para creer eso!»


—Oye, Clara.


—¿Sí?


—Creo que Julian sabe que era yo quien te acompañaba la otra noche.


Clara abrió los ojos como platos y se sentó junto a Pau en el sofá, con muy poca delicadeza para una dama.


—¿Sabes, Pau? —le preguntó mientras volvía a vaciar su vaso—, me importa un comino y, si se le ocurre decir algo, me convertiré en una adorable e inmensamente rica viuda.


Y más risas.



****


Alguien estaba intentando entrar en la salita y Paula miró a Clara, quien al parecer no tenía ganas de levantarse del sillón y abrir la puerta. Pues ella tampoco, decidió. Así que se quedaron allí, medio adormiladas, esperando a que quienquiera que fuese se marchara y no las molestara más.


Ellas estaban inmersas en un dulce sopor a causa del Whiski, y sólo tenían ganas de relajarse. Cuanto antes se diera cuenta quienquiera que fuese de que no pensaban abrir, antes se marcharía. Sí, eso haría aquella visita indeseada, largarse. Después de que el intruso estuvo forcejeando con la cerradura un rato, acabó yéndose, y las dos se miraron sonriendo, aunque al cabo de poco tiempo volvió y abrió la puerta, y ellas se mostraron contrariadas cuando vieron al marido de Clara con cara de pocos amigos.


—Querida. —El futuro conde no daba crédito a lo que veía, pero Paula pensó que ya debería estar acostumbrado a que su esposa actuara de forma contraria a cómo debía hacerlo una dama.


—Ah, eres tú —dijo Clara con la voz embotada por el alcohol y haciendo un gesto de despedida con la mano a su esposo—, cierra la puerta al salir, que estamos muy cansadas.



—Ji, ji, ji, hip, hip… —Paula no pudo controlar ni la risa tonta ni el hipo.


La situación hubiera resultado muy divertida si Julian no viniese acompañado, pero Paula no pudo ver bien quiénes eran las otras personas porque se había quitado las lentes, sólo había reconocido al marido de su amiga por la voz y por cómo le había hablado ésta.


—¡Pau! —La voz del conde de Hastings resonó en los oídos de Paula como un trueno.


«¡Ay, madre! ¡Me mata!»


—¿Pau? —requirió una tercera voz masculina—. ¿Quieres decir que ella es mi prometida? —preguntó un hombre risueño que no le resultaba nada familiar, aunque la palabra prometida resonó en sus oídos como una losa. ¡Ay, ay, madre!—. Querido Hastings, veo cuán tímida es tu querida hermana.


Si Ricardo, el hermano de Paula, captó la ironía en las palabras del otro, hizo como si no las hubiese escuchado, porque, claro, ¿qué explicación podía dar ante el horrible comportamiento de su hermana pequeña? Ninguno, y Hastings no era ningún estúpido. Para empeorar la situación, y sin que Paula fuera consciente de ello, un cuarto hombre se había mantenido en completo silencio durante toda la escena, actuando como un mero espectador. Dicho hombre había descubierto horas antes que Melbourne era el prometido de la hermana de Ricardo, su amigo, y que estos dos habían fijado la fecha del enlace matrimonial para dentro de unos meses. ¿Qué pensaría Melbourne del flexible sentido del decoro de su ansiada prometida? ¿Y qué decir del honor? Desde luego él no iba a iluminarlo dándole detalles de lo apasionada que podía resultar la muchacha tras esa fachada de sosedad y timidez. No, ni hablar. No pudo evitar sonreír al contemplar el estado en el que se encontraba ésta. Sólo había que verla en ese momento, con el pelo suelto cayéndole desordenado por los hombros, los ojos vidriosos y el cuerpo laxo, debido a la cantidad de alcohol que debía de haber ingerido, para hacerse una idea de lo mundana que podría resultar si iba de la mano del compañero adecuado.


—¿Entiendes algo, Pau? —le preguntó Clara a su amiga como si toda aquella situación escapase a su comprensión.


—¿Que por fin voy a conocer a mi prometido? Hip, hip, ji, ji, ji.


—Sí —Clara empezó a desternillarse de risa—, y en la mejor de las circunstancias.


—¡Clara Stanton! —tronó su marido recurriendo al nombre de soltera de su mujer, el cual solía usar cuando la regañaba—. ¿Se puede saber qué está pasando aquí, y por qué teníais cerrada la puerta con llave?


—Al parecer eso no ha sido un problema para ti —le dijo su esposa con los ojos entrecerrados—, tendré que hablar seriamente con el servicio.


Paula Chaves —dijo el hermano de la otra con los dientes apretados—, creo que usted y yo tenemos pendiente una seria conversación.


—¿Ahora? —preguntó la chica haciendo un gracioso mohín con los labios.


—En este instante, señorita.


—¿Puedo decir algo? —preguntó Melbourne.


—¡No! —exclamaron los dos hombres agraviados a la vez.


—Yo, que tú, mejor guardaba silencio —le aconsejó Pedro en voz baja—, y creo que te llevarás una sorpresa con tu prometida, teniendo en cuenta sus amistades. —Su lealtad como hombre para con otro del mismo sexo le urgía a avisarlo de algún modo de la joyita que tenía por prometida, aunque por lo visto a éste no pareció importarle. Y eso no le sentó bien a Alfonso. Por lo que llegó a la conclusión de que no le gustaba Melbourne como marido de la joven: una mujer apasionada necesitaba un hombre apasionado.


—¿Qué está ocurriendo? —preguntó una voz femenina llena de preocupación asomando la cabeza por la puerta de la salita. La hermana pequeña de Clara, lady Sara Stanton, acababa de llegar acompañada de su prometido, el dueño de la botella de Whiski—. ¿Clara, qué ha pasado?


—Nada, sólo estábamos charlando, pero al parecer no podemos.


—Siéntate bien, por favor, tenemos visitas —le indicó Sara cuando vio el lamentable estado de su hermana, aunque Paula estaba mucho peor.


—¿Os habéis bebido mi Whiski? —preguntó Justin estupefacto cuando vio la botella vacía tirada por la alfombra.


—Fue idea suya, hip, hip.


—Ya veo. —Justin estaba a punto de romper a reír, pero se contuvo al ver las expresiones tanto de su futuro concuñado como de Hastings.


—Creo que será mejor que acompañe a mi hermana a casa —le dijo Ricardo a los presentes sin atreverse a mirar a nadie. Aquello resultaba bochornoso—. Si me disculpan.


Tomó a una embriagada Paula en brazos y salió de casa de la familia política de Penfried con cara de pocos amigos. Ya le había advertido a su hermana que se mantuviera alejada de esa malcriada y atolondrada de Clara, pero, al parecer, Paula había tenido que ser obstinada en ese tema, y ahí estaban las consecuencias de sus actos. ¿Qué impresión se habría llevado Melbourne?


Posiblemente, la peor de todas.


A partir de ese momento iba a tomar cartas en el asunto.





INCONFESABLE: CAPITULO 11





Estaba sentada muy erguida en la pequeña salita de estar de casa del duque de Rosewood en la ciudad, abuelo de la reciente lady Penfried, futura condesa de Strafford, quien por cierto no dejaba pasar un solo día sin conseguir ser el objeto de chismorreo de la buena sociedad, y que era su mejor amiga. Es más, ella creía fervientemente que, aparte de su tía Marianne, Clara era su única amiga. Podría decirse que era aquel el motivo principal por el que se encontraba en dicho lugar en ese instante. Tenía que desahogarse con alguien. Necesitaba confesar su atroz comportamiento de hacía dos noches con un completo desconocido, del cual, y ésa era su mayor vergüenza, no sabía absolutamente nada. 


Ni siquiera podía recordar su rostro, ni su voz, ni nada de nada. ¡Ay, madre! Si no hablaba con Clara de lo ocurrido, y pronto, estaba convencida de que acabaría volviéndose loca, sobre todo si su reciente desgracia llegaba a trascender debido a inesperadas consecuencias. Se tocó el vientre con un leve movimiento para volver a juntar las manos sobre su regazo. ¿Y pensar que era ella quien reprendía constantemente a su amiga por su audaz comportamiento? 


Si su difunta madre pudiese verla en aquellas circunstancias, se volvería a morir del disgusto: con lo que sufrió la pobrecilla durante su vida de casada con el conde por la forma escandalosa en que se produjo aquel matrimonio. Las matronas de Londres nunca le habían dejado olvidar quién era y cómo había llegado a ser condesa. Y su hermano Ricardo… ¿cómo explicarle? Él nunca entendería…, era tan, tan estricto. ¿Qué pensaría de ella si llegara a enterarse? 


Pues lo normal, que era un caso perdido al igual que su madre. Se santiguó esperando que un milagro la rescatara de su penosa situación, pero al parecer no había milagro que reparase la virtud perdida.


Volvió a mirar impaciente la puerta por donde debería de haber aparecido Clara sin mucho éxito, y con cada minuto que transcurría su nerviosismo se hacía más evidente. 


Paula era consciente de que no había avisado de su inesperada visita, pero, estando como estaba todo Londres hablando del escándalo del burdel donde lord Julian Penfried descubrió a su esposa haciéndose pasar por una viuda, no imaginaba cómo ésta se había atrevido a salir de su casa. 


«¡Por favor, Clara, aparece de una vez!» Se quitó los guantes en un gesto desesperado, desatándose luego el enorme lazo del pequeño sombrero con adornos florales que se había puesto esa mañana, como si dicho adorno pudiese ocultar lo que había hecho hacía un par de noches. Los colocó cuidadosamente en el asiento contiguo al suyo y empezó a dar pequeños golpecitos con el pie en el suelo enmoquetado. Miró hacia el ventanal que daba al jardín interior de la enorme mansión, y se detuvo en la licorera. Tal era su estado de angustia que a punto estuvo de levantarse y empezar a beber directamente de la botella de Jerez que había captado su atención.


—Señorita Chaves.


El mismísimo esposo de Clara había entrado en la salita y le estaba dirigiendo la palabra. Paulaa se encogió al recordar que no lo veía desde aquella fatídica noche en que empezaron sus desgracias. ¿La habría reconocido en el burdel?


—Lord Penfried —«¿qué otra cosa podría decir?»—, estoy esperando a su esposa.


—Me han informado de ello —la miró como si esperara descubrir algo—, aunque siento decirle que ni yo mismo sé dónde se encuentra Clara. Deduzco que usted tampoco.


Se dijo mentalmente que, si supiera dónde se hallaba Clara, seguramente no estaría allí.


—Al parecer no puedo serle de gran ayuda. —Paulaa se ajustó las gafas sobre el puente de su pequeña nariz y lo miró con cara de disculpa—. Creo que será mejor que me marche —«Antes de que me reconozca como la acompañante de su mujer a lugares de mala reputación»—, dejaré mi visita para otra ocasión…


—¡Penfried!


No pudo acabar la frase porque fue interrumpida por la potente voz de un hombre que apareció ante ellos en la sala sin muchos miramientos.


—Acabo de ver a tu esposa tomando el té con una vieja amiga tuya.


—No me digas —replicó Julian con resignación—, ¿puedo saber de quién se trata esta vez?


—Créeme que no te va a gustar.


El hombre sonreía mientras se hacía de rogar y Paula lo reconoció como uno de los amigos de su hermano Ricardo, lord Alfonso. Lo había visto sólo una vez, pero no le gustaba porque, aparte de ser excepcionalmente guapo, irradiaba demasiada seguridad y miraba a las mujeres de forma exageradamente íntima; incluida a ella misma, quien no era precisamente una belleza. Además, la besó.


—Creo que será mejor que me marche —dijo como al descuido intentando salir de allí de una vez. A la desesperación que sentía por lo que había hecho y por las consecuencias que podían tener sus actos, ahora se sumaba la decepción de no poder confesarse con su amiga.


Ella sólo había querido un hombro sobre el que sollozar. 


Tenía que salir de allí y llorar a moco tendido en algún lugar donde nadie pudiese reconocerla. Estaba segura de que era eso lo que necesitaba, así podría relajarse un poco; relajarse y ver las cosas con perspectiva.


—Señorita Chaves—la saludó Pedro, quien se había percatado en todo momento de su presencia, pero estaba intentando disimular la ilusión que le causó el verla tan pronto después de la cena de la noche anterior.


Ésta le devolvió el saludo con la cabeza sin mucha alegría. 


«Si no me dirige la palabra, ¡mejor!»


—Dime de una vez con quién estaba mi mujer.


Pedro tornó su mirada a Julian con pocas ganas.


—Con Emilia —dijo simplemente.


Al escuchar ese nombre,Paula ahogó un gritito y Julian la miró con reconocimiento. En todo ese tiempo el hombre había sospechado quién podría ser la otra compañera de aventuras de Clara, pero se había negado a creer que una joven soltera y comprometida fuera capaz de aquello, de comportarse como una aventurera. De su esposa se lo esperaba todo, pero… ¿esa pobre tonta que se ponía a tartamudear cuando él levantaba la voz se había atrevido a ir a un burdel y presenciar lo que presenció?


—Ya está otra vez —dijo apartando su mirada de ella—. Acompáñame, Alfonso, esto te resultará divertido.


—¿Debo hacerlo? —Él no quería marcharse, deseaba estar un momento a solas con aquella muchacha que le debía una explicación.


—Insisto.


—No sé en qué puedo serte de ayuda.


—Puedes evitar que cometa un asesinato.


Alfonso sonrió y asintió de mala gana.


—Señorita —se despidió de Paula siguiendo a un Julian con cara de querer estrangular a alguien. Pedro necesitaba hablar con esa chica y no parecía encontrar ni el lugar ni el momento.


Paula se quedó de nuevo sola en aquella sala y por fin pudo soltar el aire que estaba conteniendo. ¿De verdad se había atrevido Clara a ir a tomar el té con la dueña de la casa de citas donde las encontró su marido? Se acercó a la licorera, tomó la botella y bebió a morro, atragantándose con ello. 


Tenía que marcharse de allí porque estallaría en lágrimas de un instante a otro, y todo por no tener con quién hablar. Se apresuró a colocarse el pequeño sombrero sobre la cabeza y, al cabo de pocos segundos, se encontró lista para irse. 


Sin embargo, antes de salir se quedó mirando la botella de Jerez, y tomó una decisión. Necesitaba esa botella para ahogar sus pesares en el alcohol. Se quitó su pequeño chal, envolvió la botella con él y salió como alma que lleva el diablo de la enorme casa, mientras un asombrado mayordomo era testigo de su pequeño hurto.



****


Pedro volvió a redactar la carta de nuevo. No le gustaba tener que responder a dicha misiva, pero era necesario. 


Tenía que dejar clara su posición de una vez por todas. No se iba a dejar amedrentar con vagas amenazas que nunca se habían visto materializadas. Desde pequeño sus abuelos temieron por su vida: siempre custodiado y observado, con la sensación de ser perseguido; por ese motivo tomó las riendas de su existencia apenas alcanzó la mayoría de edad y… se descarriló un poco. Tenía que demostrar que nada lo amenazaba, que moriría cuando le llegara su hora, como cualquier persona, pero no porque quisieran asesinarlo. Por eso trabajó, a pesar de las quejas y reproches de su abuelo, en el consulado que tenía su país en Rusia, en los muelles, emprendiendo negocios junto a Penfried, quien se había convertido en uno de sus mejores amigos, junto con Ricardo, conde de Hastings, y hermano de aquella extraña muchacha que llenaba sus pensamientos por las noches: Paula Chaves.


Suspiró apesadumbrado.


Por mucho que repitiera su nombre no se la imaginaba como la noche en que le fue presentada en casa de Hastings. Si casi le da un infarto a causa de la impresión. Ya se veía metido en un problema con el conde en defensa del honor de la mujer en cuanto ésta abriera el pico. Ricardo exigiría una reparación honorable y él no podría dársela, puesto que ya estaba prometido, y que se mantuviera su compromiso era de vital importancia para su misión. Pensó en Paula como en la hermana pequeña del conde. Bueno, la hermana precisamente no, mejor dicho su hermanastra, pero por quien éste sentía un especial cariño. Todos sabían del escándalo que iba asociado al apellido Hastings debido a las acciones del padre del actual conde y de la madre de Paula. Los rumores decían que el hombre era el amante de la señora Chaves y que su marido, Frederic, los sorprendió en uno de sus interludios amorosos, por lo que retó al amante de su esposa a un duelo del que no salió con vida. Un par de meses después, la viuda se casaba con quien había sido su amante, provocando uno de los mayores escándalos que se conocían en los últimos diez años. Aparte del protagonizado por su amigo Julian y su esposa, claro.


Pensó en Paula.


Estaba un poco intrigado con la chica. Se dirigía a ella mentalmente por su nombre porque, después de haber gozado con ella los placeres de la carne, ¡y cómo los había gozado!, no podía llamarla señorita Chaves.


Cuando Hastings se la presentó aquella noche, él esperó algún tipo de reacción en la muchacha. Sin embargo, actuó como si no se conocieran, y Pedro pensó que era porque había muchas personas presentes a su alrededor, por lo que decidió buscar un lugar donde estar a solas, pensando en ella, en encontrársela sin que nadie fuese testigo de ello, y, cuando lo consiguió, gracias al azar, tampoco resultó. Volvió a tratarlo con indiferencia e incluso con fastidio. Incluso lo golpeó.


Y eso lo descolocó.


¿Por qué actuaba de aquella forma tan desinteresada? 


Después de todo, había sido su primer amante y, de no haber sido la hermana de Hastings, lo hubiera seguido siendo por un largo período de tiempo, él se hubiera encargado de convencerla. Pero la joven Paula actuaba como lo hacían la mayoría de las jóvenes damas casaderas, con recato, obediencia y sosería, pulcramente peinada y arreglada, siguiendo al pie de la letra las reglas de comportamiento que marcaba la sociedad, con la diferencia de que, al estar prometida, como descubrió esa misma noche, no iba a la caza de un marido.


Aunque sí a la caza de aventuras.


Y eso no le gustó.


No le gustaban las hipocresías.


Por lo que decidió que no le gustaba la chica: primero, porque podía verse envuelto en un escándalo si se llegaba a descubrir que la había desflorado en la propia casa de su tío y, segundo, porque a él le fastidiaba que lo ignorasen. 


Además, no parecía la misma persona que le resultó tan atractiva la noche pasada.


Demasiado fría e indiferente.


No, no le gustaba, nada en absoluto.







miércoles, 3 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 10






Paula entró sigilosamente en la biblioteca. Había visto a Marianne dirigirse hacia allí minutos antes, por lo que la siguió en cuanto pudo deshacerse de lady Talbot, a quien Ricardo se empeñaba en invitar a sus reuniones pensando que la hija de ésta sería una buena influencia para ella. Si supiera lo malvadas que eran ambas mujeres, agradecería su amistad con Clara, quien era un corderito en comparación con aquellas víboras; pero, claro, su hermano nunca lo admitiría. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y llamar la atención de alguien: lo que tenía que contarle a la otra no podía prestarse a oídos indiscretos, menos aún estando sueltas las Talbot por su casa.


Se percató de que la estancia estaba demasiado oscura y eso le extrañó teniendo en cuenta que su tía estaba allí; Marianne tendría que haber encendido alguna vela o algo con lo que alumbrarse, ni siquiera ella con sus lentes veía bien en medio de esa oscuridad. Pues al parecer no lo había hecho, se dijo, por lo que debería hacerlo ella misma si quería encontrarla. No obstante, cuando se disponía a ello, oyó unos susurros y se detuvo en seco antes de ser descubierta, permaneciendo quieta en la oscuridad.


Había alguien allí con su tía: un hombre, de eso estaba segura. Y lo estaba mucho más de que no era su tío Rodolfo, porque vio cómo éste entraba en la sala de juegos, para apostar. Giró la cabeza para intentar ver algo en la dirección de aquel leve sonido y, gracias a que las cortinas de la enorme ventana de la biblioteca estaban descorridas, vio la silueta masculina que abrazaba a la mujer, una silueta que le resultó familiar pero a la que no consiguió poner un nombre. Se rascó la cabeza sin saber qué hacer. La luz de la luna proyectaba leves destellos sobre la pareja, remarcándola, pero aun así no podía ver el rostro del acompañante de Marianne.


Paula comprendió que aquello era una cita de amantes, y que ella no debería estar allí presenciándolo porque, al hacerlo, se convertía en cómplice de aquel adulterio. 


Resultaba algo violento presenciar aquella escena, porque ella siempre había creído que su tío era el amoral de la familia. Al parecer, se dijo decepcionada, había más indecentes aparte de Rodolfo y ella misma. Se detuvo sin saber hacia dónde dirigirse. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse y provocar que se dieran cuenta de su presencia? Consideró que, si se movía y hacía algún ruido, los amantes podrían descubrirla y el bochorno de su tía resultaría horrible, y tampoco quería que ésta sufriera de ninguna forma, por muy malo que fuera su comportamiento. Si a ella la hubiesen interrumpido la noche anterior en plena exhibición, se hubiese muerto de la vergüenza.


Decidió esconderse hasta que estos se marcharan, por lo que intentó pegarse a la librería para que no pudiesen ver su silueta entre las sombras. Fue en ese instante cuando alguien la atrajo hacia su cuerpo, haciéndola desaparecer entre los estantes que allí había. Se sorprendió tanto que le costó trabajo reaccionar, incluso hablar. Sin embargo, pudo notar que se trataba de un hombre, un hombre joven y fuerte, y se giró para hacerle frente, temerosa de lo que pudiera encontrarse.


Otra cita a ciegas, ni hablar.


—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó asustada en voz tan baja que apenas se oyó.


—Chis. –Él le ordenó que se mantuviera en silencio.


—Suélteme. —Se enfadó cuando reconoció a su asaltante, pero en realidad fue temor al ser consciente de que el hombre la atraía.


—Cállese, si no quiere que su hermano y su tía nos descubran espiándolos.


—¿Qué insinúa? ¡Hombre odioso!


—Sólo declaro un hecho.


—Se equivoca.


—¿Eso cree? —le preguntó en un tono que no daba lugar a dudas.


Alfonso no sabía que ella desconocía la identidad del hombre con el que la otra estaba manteniendo una cita clandestina, pero se percató en seguida, en cuanto vio la escandalizada reacción de la mujer.


—¡Ooohhh! —exclamó Paula sorprendida.


—¡Diablos, cállese!


Él deseó hacerla callar mediante un profundo beso, uno como el que le dio cuando se despidió de ella para ir a buscar su carruaje la noche anterior. Después de todo, había estado actuando como si no se conocieran desde el mismo momento en que se encontraron, más aún, en el transcurso de la dichosa cena lo ignoró por completo; no le dedicó ni una sola mirada, y él actuó como un tonto, pues estuvo pendiente de cada gesto que hacía, embelesado observándola, excitado sin poder evitarlo. Seguramente no pensaba contarle a nadie lo de su encuentro amoroso y, aunque él lo temió al principio, ahora lo molestaba tanta indiferencia. Por favor, ¿tan malo había sido?


—¿Se trata de mi hermano, de Ricardo? —le preguntó estupefacta, haciéndolo volver a la realidad—. Ellos dos…


—No sabía que era él, por lo que veo.


—No.


Negó con la cabeza, un poco aturdida por la información. 


Entretanto, el hombre hacía verdaderos esfuerzos por mantener las manos donde estaban y no abalanzarse sobre ella.


—Es usted lord Alfonso. —Paula necesitó decirle que lo había reconocido para que no se pasara de listo; ese hombre la hacía sentir incómoda, y también algo más, algo que no quería sentir, pero no pensaba admitirlo. De ninguna manera—. ¿Qué hace aquí?


La condena en su voz era demasiado evidente.


—Lo mismo que usted.


¡Vaya con el caballero! No esperaba esa respuesta, sino una excusa.


—Se equivoca —lo corrigió enfadada pero sin alzar la voz—, yo no ando espiando a los demás.


—¿No? —repuso con ironía.


—No.


—Pues tiene una forma bastante peculiar de no hacerlo. —Esa muchacha lo estaba llamando metomentodo y no le gustó, nada en absoluto, pero menos aún su indiferencia mientras que él ardía por tocarla de nuevo. Además, él no era ningún chismoso. Había sido accidental: cuando la parejita entró en la biblioteca, él ya estaba allí, pensando en la situación en la cual se hallaba con la hermana del conde. 


Con ella misma.


—Ha sido un… accidente —necesitaba explicarle—, yo... yo había venido a hablar con mi tía de un asunto privado.


—Un asunto privado —repitió Pedro atragantándose.


¿Le contaría a la otra lo de su affaire? Finalmente alguna vez acabaría contándoselo a alguien, ¿no? Después de todo, era una mujer, y las mujeres no sabían guardar un secreto. Pero ésta era diferente, era… peculiar. Y muy ardiente. Y eso lo enfebrecía.


—Sí, y a usted no le importa —le dijo con fastidio al comprender que él estaba interesado en conocer de sus asuntos—, nosotros no nos conocemos de nada.


—Desde luego, ¡qué descarada eres! —masculló indignado. 


Seguía en sus trece de ignorarlo, y eso lo sacaba de quicio. 


Lo ponía furioso.


—Descarada, ¿yo? Usted no está bien de la cabeza, lord Alfonso.


Pedro hubiese sido capaz de cometer una locura movido por la rabia y el deseo si, en ese preciso instante, la otra pareja que ocupaba la estancia junto con ellos no se hubiese dirigido hacia la puerta de la biblioteca, despidiéndose con un apasionado beso antes de salir: primero Ricardo y luego Marianne, mientras Paula aún no era capaz de dar crédito a lo que veían sus ojos. «¡Ay, Dios santo!», pensó, toda su familia andaba descarriada. «Sí —se dijo nuevamente—, pero tú eres la peor de todos, la más perversa.» Ellos, al menos, sabían con quién mantenían su idilio, mientras que ella, no. Continuamente se recriminaba el no haberse preocupado por conocer la identidad del hombre con el que mantuvo aquel apasionado encuentro, por lo que tenía que hablar con su tía, o mejor, después de lo presenciado, con Clara, porque Marianne podría ir a contarle a su hermano su problema en un momento de debilidad, y eso sería lo último que necesitaba.


Se decidió por Clara. Ella la ayudaría, aunque lo más difícil de todo sería poder controlarla. Entretanto, Pedro mantenía una lucha interna. Intentaba dominar su deseo de tocarla nuevamente, de hacerla suya.


—Ven aquí ahora mismo —soltó el hombre con un juramento.


Ya no pudo más. Si no hacía algo ya, acabaría cometiendo una locura. La atrajo hacia él cogiéndola desprevenida, intentando obligarla a abrir la boca para recibir el beso que tenía decidido darle, metiéndole la lengua hasta lo más profundo. Si ella había creído que podía usarlo y olvidarlo, iba a demostrarle que no sería tan fácil, aunque fuese lo más conveniente para todos.


—Pero… —Ni siquiera pudo terminar la frase. Se vio interrumpida por la boca del hombre sobre la suya. Sin embargo, en vez de apartarlo cual dama ultrajada por su atrevimiento, se dejó besar, le permitió que la besara. «¡Ay, madre, cómo me derrito cada vez que un hombre me toca en la oscuridad!»


Pedro no se detuvo en un simple beso: la acercó hacia sí, colocando sus manos sobre las redondeadas nalgas de Paula, haciéndola estremecer cuando la apretó contra su masculinidad, henchida por la lujuria.


Y ella le devolvió el beso de forma audaz, atrevida, osada, curiosa. Y sintió una vez más esa humedad entre las piernas, ese palpitar en su lugar secreto, esa sensación de necesidad, de querer ser colmada por… «¡No puede ser, no puedo estar entregándome a cuanto hombre se me acerca!» 


Se dejó besar un poco más, pero no tardó en reaccionar cuando Pedro le cogió el vestido y empezó a subírselo a la vez que apretaba su falo contra la pelvis de ella, la cual se contraía de forma incontrolable y se pegaba a él. El hombre tenía un objetivo, que no era otro que hacerla claudicar, y que había estado a punto de conseguir, de no ser porque Paula lo apartó bruscamente dándole una patada en la espinilla para luego salir corriendo, asustada por la reacción de su propio cuerpo al leve contacto con el marqués. Se había encendido de nuevo. «¡Ay, madre!», exclamó decidida a dominar sus traicioneros sentidos. Esto no le podía estar pasando otra vez.


—¿Qué…? —protestó el hombre ante el inesperado ataque—. Maldita mujer —maldecía mientras intentaba calmar la quemazón de la espinilla provocada por el golpe: estaba completamente enfadado, y dolorido, por la patada y por el deseo insatisfecho.


Así que ahora se las daba de dama ultrajada. Pues muy bien, pensó, él no iba detrás de ninguna fémina, eran ellas las que lo perseguían. Además, no le gustaba, se dijo mientras se frotaba la parte de la canilla donde había recibido el fuerte golpe e intentaba poner en orden su cuerpo, que por lo visto parecía tener autonomía cuando ella estaba cerca. Nuevamente la señorita Chaves había dejado patente su desinterés por él.


—Pues muy bien, yo tampoco tengo interés en ella. No me gusta.



****


Paula salió de la biblioteca con el diablo metido en el cuerpo. 


Estaba asustada porque deseó aquel beso, y mucho más, 
había sentido la necesidad de mucho más, y eso sólo la hacía convencerse de que era una mala mujer, era perversa. 


¿Cómo podía un día desear con desesperación a un hombre que no conocía y, al siguiente, anhelar el beso de otro al que acababa de conocer? Además se sentía indignada por el hecho de que el marqués no le guardase un mínimo de respeto; él no la había tratado jamás, no se conocían de nada, y nunca antes se habían visto, por lo que no debería asumir que recibiría sus atenciones completamente dispuesta a ello. Y, por último, también estaba complacida: le agradaba saberse deseada por un hombre tan apuesto, y claro que no se arrepentía de ese sentimiento. Ni tampoco se sentía culpable. Y he ahí su dilema: que sabía que su forma de actuar era reprobable pero le importaba un pimiento.


Se paró en el largo corredor para arreglarse un poco el cabello antes de que alguien la viese. En su apresurada carrera se le habían desprendido algunas horquillas y su peinado estaba hecho un desastre, así que era mejor arreglarlo a responder preguntas incómodas. Y justo en ese momento, otro hombre pareció demostrar su interés en ella. 


Empezaba a pensar que se le notaba en la cara su mal comportamiento y atraía a los mujeriegos como las abejas a la miel.


—Querida sobrina.


Su tío Rodolfo estaba algo ebrio. Mejor dicho, muy ebrio.


—Tío —le dijo seria, y hasta la coronilla de aguantar atenciones masculinas.


—Te marchaste de mi casa en plena noche —le reprochó—, y yo tenía algunos planes para nosotros. —El hombre intentó agarrarla de la muñeca, pero ella fue más rápida, aunque tropezó en su intento de escabullirse. Siempre había sido algo torpe.


—Quería volver a casa, y Amalia fue muy amable al acompañarme. —Sabía que estaba mintiendo nuevamente. Al parecer se estaba convirtiendo en un hábito para ella—. Además, ya te dije que no quería conocer a tus amigos.


—¿Seguro? —le preguntó con mirada lasciva.


—Completamente.


—Pero, podrías haberme conocido a mí. —Su tono seductor a ella le pareció patético—. No puedes pretender que te trate como a una joven inocente teniendo en cuenta de dónde te saqué.


Paula sólo lo miró, no pronunció ni una palabra, ¿para qué? 


Él ya había sacado sus propias conclusiones con respecto a ella. Y si creía que era una perdida sólo por haberla encontrado en aquella casa, ni se imaginaba lo que llegaría a pensar si descubría que había perdido la virginidad en la mesa de su cocina con un desconocido.


—Fui a buscarte a tu dormitorio y me decepcioné al comprobar tu marcha.


Más bien se había enfadado al darse cuenta de que se le había escapado su presa; ni siquiera el potente afrodisíaco que le había mezclado con el agua la hizo quedarse y buscarlo. Tal vez quien se lo vendió lo había engañado.


Paula se ajustó las lentes, enfadada, sobre el puente de la nariz, y lo miró como hacía Clara cuando quería poner a alguien en su lugar. O al menos intentó imitarla.


—Creo que nosotros, como familia que somos, nos conocemos perfectamente. —No alzó la voz, nunca lo hacía—. Por cierto, esta mañana le dije a Nadia que le devolviera su abrigo, lo tomé prestado anoche para volver a casa, así que no creo que haya nada más que hablar de lo ocurrido, como acordamos.


Ante estas palabras, el hombre se puso blanco y su deseo se evaporó como por arte de magia. ¿Qué es lo que había dicho Paula? ¿Su abrigo? ¿Habían cogido su abrigo? ¡Por todos los demonios! Tenía que volver a casa de inmediato y ver si estaban en su sitio. La muy cretina se había llevado su abrigo. El hombre echó a correr ante sus palabras y ella pensó, por una vez, que se había mantenido firme, los demás la habían escuchado y acatado sus deseos.


«Muy bien hecho Paula, eres grande.»