jueves, 4 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 12






Clara se quedó muda y Paula pensó que jamás hubiese creído vivir para ver tal cosa. Admitía que toda aquella situación era un tanto rocambolesca, extraordinaria, increíble e incluso inverosímil; pero, bueno, su amiga estaba más que acostumbrada a situaciones extrañas o, mejor expresado, a ser la causante de esas situaciones. ¿Quién mejor que Clara para comprenderla y apoyarla? La miró de nuevo, colocándose bien sus lentes, observándola atentamente con la esperanza de que diera con la solución a su problema, y temiendo que no lo consiguiera. La expresión de la joven rubia era todo un poema. Paula tuvo que aguantar las ganas de reírse: si no fuese ella el centro de aquella realidad, hubiese estallado en carcajadas. Había dejado a su amiga sin saber qué decir o hacer. Todo un acontecimiento teniendo en cuenta de quién se trataba, y estaba segura de que al marido de ésta le hubiese gustado ser testigo de aquello.


—¿Podrías hablarme, al menos? —Clara se aclaró la garganta mientras la miraba como si fuese un bicho raro—. Clara, por favor, estoy muy angustiada.


—No me digas —farfulló la rubia, y Paula se molestó—. Desde luego esto supera todas las que yo he hecho y por las que me has reprendido constantemente.


—Esperaba un poco de apoyo por tu parte —la acusó.


—Aún no he dicho nada que te haga pensar que estoy regañándote —se defendió la otra mientras servía un poco más de té en la taza que Paula aún sostenía y que parecía no querer soltar.


—¿Entonces? —preguntó ansiosa.


—Déjame pensar, Pau, no seas impaciente.


Clara miró a su amiga un momento y decidió que tenían que tomar algo más fuerte que un simple té, por lo que se levantó para cerrar con llave la puerta de la salita, donde el día anterior Paula la había estado esperando sin éxito y se había marchado llevándose consigo la botella de Jerez; aunque ese último detalle no lo conocía nadie. O eso esperaba. Su amiga tomó una botella de güisqui de un estante oculto en la licorera.


—¿Qué haces?


—Coger prestado un poco de este oro escocés que Justin guarda con recelo —la miró sonriente y marcando hoyuelos—, la ocasión lo requiere; es más, yo lo necesito para asimilar lo que acabas de contarme, aún no sé si estoy hablando con mi pequeña Pau u otra persona ha ocupado su lugar. Te has vuelto toda una aventurera.


La pelirroja alzó las cejas, provocando, con ese gesto, que se le escurrieran sus anteojos.


—Pues beberé otro —le indicó volviendo a colocárselos en su sitio—; si tú lo necesitas, imagínate yo.


Ambas se tomaron el pequeño vaso de Whiski de un trago, tapándose la nariz para intentar no sentir náuseas a causa del fuerte olor que éste desprendía. Después se miraron y empezaron a reír.


—Entonces —le preguntó Clara—, no recuerdas nada de ese hombre.


Paula negó con la cabeza, tendiéndole nuevamente el vaso para que se lo llenara.



—No lo entiendo, Paula, por muy oscuro que estuviese tendrías que tener algún pequeño detalle que te indicara de quién podría tratarse. Recuerda que estabas en casa de tu tío, no es un lugar al que cualquiera pueda acceder en mitad de la noche porque sí.


La otra volvió a beber negando otra vez con la cabeza. Se quitó las gafas y se sentó de forma muy poco femenina en el enorme sillón floral.


—¿Ves como sí es algo grave? He entregado mi inocencia y no sé a quién. Mi hermano me matará, seguro.


—Bueno —la consoló su amiga—, no dramatices. Supongo que recordarás si era bajito o no, o si era gordo o por el contrario estaba fornido o delgado, si era esbelto, qué se yo. ¡Por favor, Paula!—exclamó la rubia sin poder contener la impotencia—. Lo has tenido entre tus brazos, por no decir en otras partes de tu cuerpo.


Las dos mujeres se sonrojaron y volvieron a beber.


—Era más alto que yo, mucho más —recordó—, tenía unos brazos fuertes y un cuerpo duro y…


Clara la miró con los ojos como platos y volvió a llenarle la copa mientras hacía lo propio con la suya.


—Y no olvidemos que estabas en casa de tu tío.


—Sí.


—Teniendo en cuenta que ocurrió después de que Julian montara la escena en ese lugar —dijo una Clara un poco contrariada—, y me sacara a las malas de allí, no tenemos muchas alternativas.


—¿Ah, no?


—Tuvo que ser un criado de la casa de tu tío. ¿Quién más podría estar en la casa a esas horas?


—No lo sé, Clara. —Paula no estaba muy convencida—. ¿Y si no lo fuera?


—Tendremos que seguir investigando. Por el momento vamos a averiguar quiénes son los hombres que trabajan para tu tío. Mañana mismo iremos a hacerle una visita a tu tía. ¿Se lo has contado a alguien más?


Paula negó con la cabeza y volvió a tenderle el vaso; casi habían acabado con el preciado Whiski escocés de Justin, el prometido de Sara, la hermana menor de su amiga y quien las acompañó a aquel lugar la otra noche.


—Todavía nos falta un pequeño detalle —susurró Paula, a quien le había dado un ataque de hipo. Por lo visto, siempre que bebía le ocurría eso.


—¿Cuál? —Clara creía que lo tenían todo controlado.


—Estoy preocupada por el hecho de que pueda haber consecuencias.


Su bella amiga la miró con compasión; no obstante, sólo duró un segundo, puesto que su pérfida mente ya estaba trazando un plan alternativo por si ello llegaba a ocurrir, aunque, claro, no pensaba decírselo a Paula. Clara pensó que para algo estaban los prometidos.


—Ahora mismo sólo tenemos que pensar en buscar a tu amante.


—¡Clara! —exclamó indignada.


—Lo es, o lo ha sido; después de haber sido tú la primera en conocer la intimidad con un hombre, no te pongas mojigata.


—¿Tú y Julian aún no…?


—Por supuesto que sí —indicó la otra con suficiencia—, pero me ha costado.


Volvieron a brindar y a reír como dos posesas. La diferencia entre ellas, pensó Pau, era que Clara había tenido relaciones matrimoniales; por el contrario, ella se había entregado a un completo desconocido a quien ni siquiera podía ponerle un rostro y de quien podría estar esperando un hijo. ¿Cómo se le cuenta eso a un hermano? Una cosa es que a una la pillasen en una situación comprometida con un hombre determinado, quien podría optar entre casarse o no hacerlo, y otra esperar un hijo de no se sabía quién.


Tomó aire.


Podría tratarse de un rufián, o algo peor.


Además, estaba el hecho de que tenía que enfrentar a su prometido, a quien aún no conocía. Podría saludarlo y decirle sin rodeos que había perdido la inocencia. «Por supuesto, Paula, y él te dirá que no tiene importancia. 


¡Vamos Pau, no eres tan ilusa como para creer eso!»


—Oye, Clara.


—¿Sí?


—Creo que Julian sabe que era yo quien te acompañaba la otra noche.


Clara abrió los ojos como platos y se sentó junto a Pau en el sofá, con muy poca delicadeza para una dama.


—¿Sabes, Pau? —le preguntó mientras volvía a vaciar su vaso—, me importa un comino y, si se le ocurre decir algo, me convertiré en una adorable e inmensamente rica viuda.


Y más risas.



****


Alguien estaba intentando entrar en la salita y Paula miró a Clara, quien al parecer no tenía ganas de levantarse del sillón y abrir la puerta. Pues ella tampoco, decidió. Así que se quedaron allí, medio adormiladas, esperando a que quienquiera que fuese se marchara y no las molestara más.


Ellas estaban inmersas en un dulce sopor a causa del Whiski, y sólo tenían ganas de relajarse. Cuanto antes se diera cuenta quienquiera que fuese de que no pensaban abrir, antes se marcharía. Sí, eso haría aquella visita indeseada, largarse. Después de que el intruso estuvo forcejeando con la cerradura un rato, acabó yéndose, y las dos se miraron sonriendo, aunque al cabo de poco tiempo volvió y abrió la puerta, y ellas se mostraron contrariadas cuando vieron al marido de Clara con cara de pocos amigos.


—Querida. —El futuro conde no daba crédito a lo que veía, pero Paula pensó que ya debería estar acostumbrado a que su esposa actuara de forma contraria a cómo debía hacerlo una dama.


—Ah, eres tú —dijo Clara con la voz embotada por el alcohol y haciendo un gesto de despedida con la mano a su esposo—, cierra la puerta al salir, que estamos muy cansadas.



—Ji, ji, ji, hip, hip… —Paula no pudo controlar ni la risa tonta ni el hipo.


La situación hubiera resultado muy divertida si Julian no viniese acompañado, pero Paula no pudo ver bien quiénes eran las otras personas porque se había quitado las lentes, sólo había reconocido al marido de su amiga por la voz y por cómo le había hablado ésta.


—¡Pau! —La voz del conde de Hastings resonó en los oídos de Paula como un trueno.


«¡Ay, madre! ¡Me mata!»


—¿Pau? —requirió una tercera voz masculina—. ¿Quieres decir que ella es mi prometida? —preguntó un hombre risueño que no le resultaba nada familiar, aunque la palabra prometida resonó en sus oídos como una losa. ¡Ay, ay, madre!—. Querido Hastings, veo cuán tímida es tu querida hermana.


Si Ricardo, el hermano de Paula, captó la ironía en las palabras del otro, hizo como si no las hubiese escuchado, porque, claro, ¿qué explicación podía dar ante el horrible comportamiento de su hermana pequeña? Ninguno, y Hastings no era ningún estúpido. Para empeorar la situación, y sin que Paula fuera consciente de ello, un cuarto hombre se había mantenido en completo silencio durante toda la escena, actuando como un mero espectador. Dicho hombre había descubierto horas antes que Melbourne era el prometido de la hermana de Ricardo, su amigo, y que estos dos habían fijado la fecha del enlace matrimonial para dentro de unos meses. ¿Qué pensaría Melbourne del flexible sentido del decoro de su ansiada prometida? ¿Y qué decir del honor? Desde luego él no iba a iluminarlo dándole detalles de lo apasionada que podía resultar la muchacha tras esa fachada de sosedad y timidez. No, ni hablar. No pudo evitar sonreír al contemplar el estado en el que se encontraba ésta. Sólo había que verla en ese momento, con el pelo suelto cayéndole desordenado por los hombros, los ojos vidriosos y el cuerpo laxo, debido a la cantidad de alcohol que debía de haber ingerido, para hacerse una idea de lo mundana que podría resultar si iba de la mano del compañero adecuado.


—¿Entiendes algo, Pau? —le preguntó Clara a su amiga como si toda aquella situación escapase a su comprensión.


—¿Que por fin voy a conocer a mi prometido? Hip, hip, ji, ji, ji.


—Sí —Clara empezó a desternillarse de risa—, y en la mejor de las circunstancias.


—¡Clara Stanton! —tronó su marido recurriendo al nombre de soltera de su mujer, el cual solía usar cuando la regañaba—. ¿Se puede saber qué está pasando aquí, y por qué teníais cerrada la puerta con llave?


—Al parecer eso no ha sido un problema para ti —le dijo su esposa con los ojos entrecerrados—, tendré que hablar seriamente con el servicio.


Paula Chaves —dijo el hermano de la otra con los dientes apretados—, creo que usted y yo tenemos pendiente una seria conversación.


—¿Ahora? —preguntó la chica haciendo un gracioso mohín con los labios.


—En este instante, señorita.


—¿Puedo decir algo? —preguntó Melbourne.


—¡No! —exclamaron los dos hombres agraviados a la vez.


—Yo, que tú, mejor guardaba silencio —le aconsejó Pedro en voz baja—, y creo que te llevarás una sorpresa con tu prometida, teniendo en cuenta sus amistades. —Su lealtad como hombre para con otro del mismo sexo le urgía a avisarlo de algún modo de la joyita que tenía por prometida, aunque por lo visto a éste no pareció importarle. Y eso no le sentó bien a Alfonso. Por lo que llegó a la conclusión de que no le gustaba Melbourne como marido de la joven: una mujer apasionada necesitaba un hombre apasionado.


—¿Qué está ocurriendo? —preguntó una voz femenina llena de preocupación asomando la cabeza por la puerta de la salita. La hermana pequeña de Clara, lady Sara Stanton, acababa de llegar acompañada de su prometido, el dueño de la botella de Whiski—. ¿Clara, qué ha pasado?


—Nada, sólo estábamos charlando, pero al parecer no podemos.


—Siéntate bien, por favor, tenemos visitas —le indicó Sara cuando vio el lamentable estado de su hermana, aunque Paula estaba mucho peor.


—¿Os habéis bebido mi Whiski? —preguntó Justin estupefacto cuando vio la botella vacía tirada por la alfombra.


—Fue idea suya, hip, hip.


—Ya veo. —Justin estaba a punto de romper a reír, pero se contuvo al ver las expresiones tanto de su futuro concuñado como de Hastings.


—Creo que será mejor que acompañe a mi hermana a casa —le dijo Ricardo a los presentes sin atreverse a mirar a nadie. Aquello resultaba bochornoso—. Si me disculpan.


Tomó a una embriagada Paula en brazos y salió de casa de la familia política de Penfried con cara de pocos amigos. Ya le había advertido a su hermana que se mantuviera alejada de esa malcriada y atolondrada de Clara, pero, al parecer, Paula había tenido que ser obstinada en ese tema, y ahí estaban las consecuencias de sus actos. ¿Qué impresión se habría llevado Melbourne?


Posiblemente, la peor de todas.


A partir de ese momento iba a tomar cartas en el asunto.





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