miércoles, 3 de febrero de 2016
INCONFESABLE: CAPITULO 8
Paula no quería bajar a cenar. Le había insistido a su hermano Ricardo en que se encontraba mal, pero éste no la creyó y le ordenó que se comportara como una mujer adulta, recordándole que dentro de poco sería una señora casada, motivo éste por el que tendría que acostumbrarse de una vez a las veladas, ya que su prometido era una persona con una activa vida social. Por lo visto su futuro esposo tenía un alto cargo en el Ministerio. Pues cuando se enterase de lo que había hecho... contuvo el aliento, mejor ni pensarlo.
Quizá podría conseguir que se rompiera el compromiso sin tener que pasar la vergüenza de desvelar su aventurilla.
Ricardo se empecinó en que bajara y, como era habitual en Paula, accedió sin dar mucha guerra. Después de todo, ¡para qué batallar! No le quedaba más alternativa que obedecer, puesto que su rostro ese día no era el de una joven enfermiza y ella no era muy dada a las mentiras. Se había levantado mejor que nunca. Sus mejillas estaban sonrosadas y su piel desprendía un brillo especial, si hasta su pelo parecía más lustroso. Así que no podía intentar aparentar estar enferma con el buen aspecto que presentaba. Y pensó que todo ello se lo debía a su lujurioso y desvergonzado comportamiento de la noche anterior.
Afortunadamente, Thomas no le hizo ningún comentario hiriente cuando la vio aparecer ante el umbral de la puerta de atrás de la enorme casa de su hermano, a pocas horas de que amaneciera, envuelta en una capa de hombre y dando vagas explicaciones de que extrañaba su cama y no quería dormir en casa de su tío, por lo que había vuelto a casa. La excusa para aparecer con ropa de dormir había sido que, debido a lo tarde que era, no había tenido ganas de vestirse para salir porque estaba muy cansada. ¡La mentira más gorda que había dicho nunca! Y la menos consistente, teniendo en cuenta la educación que Ricardo le había dado. Estaba segura de que el hombre no la creyó ni por un segundo, pero, como venía acompañada de la joven Amalia, miembro del servicio de casa de su tío, optó por no decir nada y conducirla hasta su dormitorio. Incluso había creído haber visto la compasión reflejada en la mirada del mayordomo. Y eso la avergonzó aún más, porque pensó que la estaba comparando con su difunta madre.
Con el escandaloso matrimonio de su difunta madre.
Ella era consciente de que Ricardo, al que quería como a un hermano pero que no lo era, se comportaba de forma tan estricta y formal porque deseaba enmendar en lo posible el daño que su padre le ocasionó al nombre de su familia. Ésa fue la promesa que le hizo a su abuelo, y era la promesa por la que vivía. Por eso Paula pensaba que su hermano no soportaría descubrir su descocado comportamiento de la noche anterior. Ni ella misma se creía haber actuado como lo hizo cuando se despertó esa mañana. Había imaginado que se trataba de un sueño; eso sí, uno delicioso. No obstante, el escozor en sus partes íntimas le indicaba que no lo había sido.
Lo cierto era que lo había hecho y no podía culpar solamente al hombre que formó parte de aquella situación, porque la verdad era que había deseado ese interludio con todas sus fuerzas. Eso sí que podía recordarlo, a pesar de que no su rostro. Creía firmemente que todo fue consecuencia de lo que bebió y presenció en casa de Emilia, la dueña del prostíbulo donde Justino las había llevado, así como de su estado de embriaguez, y del deseo que se despertó en ella por el hombre tras el cristal: tan moreno, tan fuerte, tan varonil.
«Cálmate, Paula.»
De nuevo ese ardor. Y más calor al recordar los besos, las caricias, la sensación de sentir ese cuerpo embistiendo el suyo. ¡Ay, madre! Se persignó pensando que se había convertido en una mujer de mala vida, en una pecadora, porque, a pesar de todo, no conseguía arrepentirse. «Por eso soy una desvergonzada y una perdida, porque no lo lamento.»
Contrariamente a todo, se sentía estupendamente, y de ahí sus remordimientos, pues sabía que lo que había hecho no estaba bien. La educación que había recibido al menos le permitía reconocer que no era decente. El hombre podía ser cualquiera y ella era una dama. Las damas no se comportaban de esa forma, eso sólo lo hacían las mujeres de mala reputación, las amantes, las prost… Se estremecía con sólo pensar en cuál sería el calificativo que le endilgarían las féminas de su círculo social si se llegase a descubrir su desliz. Un desliz que le había reportado infinitas satisfacciones. Trago saliva. «Me estoy volviendo a humedecer.»
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó Nadia, su doncella, cuando hubo terminado de peinarla—. Parece un poco extraña esta noche.
—¿Te parece? —preguntó tocándose las mejillas, intentando ignorar las palpitaciones en la parte inferior de su cuerpo.
—No sé qué decir.
—¡Ay, Dios mío!
Hasta ella misma se percató de la angustia en su voz. La muchacha la miró asintiendo y Paula corrió a colocarse sus lentes. Con ellas puestas se sentía más segura porque al menos recuperaba su visión. Se volvió a convencer de que nadie conocía su secreto. Sólo el hombre que ella no lograría identificar y que podría sacar a la luz su indecencia, y la propia Amalia, pero no desconfiaba de ella; después de todo, la ayudó a pesar de poder quedarse sin empleo si alguien llegaba a descubrirlas.
—Creo que estoy un poco cansada. –«Aún me duele la cabeza por todo el alcohol que tomé ayer y la vergüenza no me deja dormir.»— Esperemos que no se alargue mucho la cena para poder retirarme pronto.
—Por supuesto, señorita.
Alguien golpeó la puerta.
—Pau, ¿estás lista?
Una Marianne resplandeciente apareció ante ella con su deslumbrante sonrisa. Paula pensó que sus dos únicas amigas eran inmensamente hermosas: Clare, una rubia angelical con una mirada que te traspasaba, y su tía Marianne, una mujer de pelo castaño oscuro y ondulado, en armonía con un rostro exuberante y arrebatador. Y ella era la tercera en discordia, la excepción que confirmaba la regla de que todas las mujeres podían ser bendecidas con la belleza. Aunque sí con una lujuria que no la dejaba pensar con claridad.
—¡Qué alegría verte de nuevo, querida! —exclamó la otra sonriendo—. He regresado hoy mismo y me he apresurado en arreglarme para venir a cenar, ¡tenía tantas ganas de verte!
—Yo también. —«Cuando te cuente lo que he hecho…»
—Si estás lista, podemos bajar juntas —sugirió su tía acercándose a ella para verla mejor—. Te noto diferente.
¡Ay, madre!
—¿De verdad? —preguntó conteniendo el aliento. «Es imposible que lo sepa, es imposible que lo sepa, Amalia prometió no decir nada.»
—Sí —asintió la otra—. Estás radiante, y me gustaría saber a qué se debe. ¿No me digas que te has enamorado? ¿Ya has conocido a tu prometido? ¿Es apuesto? Seguro que sí.
Paula negó con la cabeza, ruborizándose e intentado desviar la atención a otro tema.
—¿Has… venido con mi tío? —Eso es, un tema neutral. Además, necesitaba saber si Rodolfo acudiría a la cena. Él le aseguró que guardaría silencio, habían hecho un trato, ¿no?, y los caballeros cumplían siempre sus tratos, o eso esperaba. Rodolfo no diría dónde la encontró anoche.
Una sombra oscureció la mirada de Marianne, pero ésta se compuso en seguida, por lo que pensó que podría haber sido su exagerada imaginación, como siempre.
—Será mejor que bajemos —le indicó la mujer enlazando su brazo con el de ella mientras sonreía de nuevo, aunque a Pau no le pasó inadvertido que su sonrisa no era tan brillante como momentos antes—, tu hermano espera que lo acompañes en esta pequeña recepción. Es más, prácticamente me ha ordenado que te saque de aquí aunque sea a rastras.
—Eso lo define muy bien.
—¿Eso crees? –preguntó Marianne volviendo a sonreír.
—Es un ogro.
—No lo dices en serio.
—Por supuesto —le dijo imitando el tono distante y serio de Ricardo—: «Una dama nunca se queda mirando fijamente a un caballero, Paula»; «debes aprender a respetar las reglas de la buena conducta,Pau».
—Para ya —le exigió la otra carcajeándose.
—Un ogro, lo que yo te diga.
—Cuando conozcas a tu prometido, no te parecerá tan ogro tu hermano, estarás feliz de que haya dispuesto ese matrimonio para ti.
Paula la miró espantada.
—Anda, vamos, lord Estricto nos espera.
«Soy una mala mujer.»
martes, 2 de febrero de 2016
INCONFESABLE: CAPITULO 7
Paula sabía que desde la cocina había una pequeña puerta que daba a una escalera, y que de ahí podría llegar hasta el piso donde los criados tenían sus habitaciones. Sólo tenía que encontrarla. Nunca se había adentrado en ese espacio de la vida íntima de los criados, pero era una cuestión de extrema urgencia. Necesitaba hablar con Amalia. Y lo necesitaba urgentemente, porque sentía que iba a desfallecer. La escalera debía estar tras una pequeña puerta dentro de la cocina y ella iba a llegar hasta ella; sólo esperaba que no le resultase muy embarazoso dar con la chica, porque tendría que abrir habitación por habitación hasta hallarla.
Otra vez ese calor que le nacía desde lo más hondo.
¡Aaayyy! Ahora un escalofrío. Su piel estaba tan sensible que sentía el más ligero roce y, claro, la fina tela del camisón lo único que hacía era acentuar su estado de excitación.
No pudo más.
Necesitaba saciarse de inmediato.
Más que cualquier otra cosa.
Su piel le pedía contacto con otra piel, su organismo anhelaba movimientos indecentes.
La parte más oculta de su cuerpo empezó a moverse en sensuales giros, buscando, añorando el contacto con el cuerpo masculino.
No llevaba nada debajo del camisón, y eso hacía que al caminar sintiera la humedad de su entrepierna resbalar por sus muslos.
¡Otro vahído! Y más calor; sentía que su cuerpo estaba prendido en llamas.
Se apoyó en el filo de la enorme mesa de la cocina y se recostó un poco. Lo necesitaba, y debía procurarse el alivio que pudiera. Con una mano se bajó el tirante del delicado camisón, dejando al descubierto parte de su busto, y empezó a acariciar el endurecido y sensible pezón de uno de sus pequeños pechos, lo que pareció provocarle algo de alivio, aunque muy poco comparado con la lujuria que se había apoderado de ella. Subió una pierna a una de las sillas de madera que había junto al enorme tablero en el que estaba apoyada, y se arremangó el camisón hasta el nacimiento de sus blanquecinos muslos, sintiendo cómo el aire frío de la noche provocaba una descarga en su cuerpo al contacto con su enardecido sexo. Pero aún quería más.
Se introdujo de nuevo un dedo, como había hecho momentos antes en su dormitorio, y lo movió dentro de su húmeda cueva, consiguiendo experimentar de nuevo aquellas deliciosas sensaciones; se halló sumergida en un mar de recién descubiertas emociones que la estaban volviendo loca, por lo que echó su cabeza hacia atrás en un estado de concupiscente abandono, transportada a un sinfín de sensaciones, olvidándose de todo lo demás.
****
Alfonso estaba duro como el granito. Su cuerpo había tomado el control y le exigía a gritos que acudiera a auxiliar a aquella sensual ninfa de cabellos de fuego que se movía de forma tan erótica ante sus ojos. No había llegado a entrar en la cocina, pues se mantuvo firmemente anclado en el marco de la puerta, observando boquiabierto y encantado aquella imagen, aquel cuerpo que se exhibía para él.
Aquella mujer era presa de una lascivia incontrolable, de la búsqueda de un deseo que sólo un hombre podría satisfacer completamente. Se tocaba de forma tan erótica que él, quien nunca pensó que disfrutaría observando y no actuando, sentía que estaba a punto de estallar ante lo que estaba presenciando. No podía moverse, la imagen que se presentaba ante sí era de una carga sexual tan alta que tenía miedo de que se esfumara si la tocaba. Aquello tenía que ser una aparición, los sueños de cualquier hombre hechos realidad en una mujer. Y él había tenido la suerte de presenciarlo y, si ella se lo permitía, disfrutarlo.
La continuó observando en la oscuridad mientras la oía gemir y, con cada gemido de desesperado placer que emitía, su miembro saltaba. Le sugería que se dirigiera hacia ella, que la tomara allí mismo. Sus gemidos, en el silencio de la noche, inundaban sus sentidos. Hasta podía oír la fricción que el dedo de ella producía al introducirse en su feminidad, el chapoteo con el néctar procedente de su cuerpo, el cual indicaba lo preparada que estaba para la invasión masculina.
¿Ésta era la joven que Rodolfo tenía preparada para su disfrute? Entrecerrando los ojos, se negó a aceptarlo. De eso nada, se dijo, sería un pecado enorme dejarla en manos de ese estúpido. Un hombre como Rodolfo no merecía un bocado como ése. Pedro apenas podía moverse por miedo a que ella se marchara si lo veía, pero quería tocarla. Lo necesitaba, y su miembro se erguía en dirección a la ninfa.
Estaba acalorado, enardecido. Las manos le picaban del ansia de tocarla, de pegarla junto a su cuerpo y poseerla de forma animal, salvaje.
Se quitó la chaqueta sin dejar de observarla, lentamente, con sensuales movimientos, mientras se introducía un poco más en la habitación y cerraba suavemente la puerta. Acto seguido, se desabotonó el chaleco y, una vez desatado el complicado lazo, los botones de la camisa, dejando ésta abierta para que su piel pudiera tocar la de ella cuando la poseyera. Porque iba a hacerla suya, eso nadie podría evitarlo aunque quisiera. Después, hizo lo propio con los botones de su pantalón y sus calzones, dándole libertad a su otro yo, aunque se los dejó puestos para no quedarse completamente desnudo, y ya no hubo vuelta atrás.
Iba a hacerla suya en ese preciso instante.
Paula sintió cómo unas enormes manos masculinas la tomaban de las caderas y la acercaban a alguien, a un hombre. «¡Sí!», pensó enfebrecida. Y por poco le da un desmayo de lo a gusto que se sintió. El hombre le apartó la mano de su sexo y se la colocó en su entrepierna, introduciéndola entre la ropa, para que pudiera sentir el calor, y la textura, que emanaba de su inhiesta verga. Ella emitió un profundo suspiro de placer al percibir cuán excitado estaba, igual o más que ella, y pensó que después de todo esa noche iba a conocer el amor carnal. ¡Por fin! Ya no tendría que buscar a Amalia, obtendría lo que su cuerpo le exigía a gritos en ese momento. Para su propio asombro, no se sintió insegura o asustada: era tal su deseo y su determinación de satisfacerlo que, tomando la iniciativa, empezó un movimiento con su mano que casi provoca en él un descontrol absoluto. El mismo que vio esa noche hacer a la mujer al hombre en el que pensaba continuamente, aquel hombre moreno que lanzaba miradas a través del cristal, consciente de que ellas estaban allí y que le gustaba que lo mirasen, enseñándoles lo que podrían aprender.
«¡Estoy ardiendo! ¡Te quiero dentro de mí!», le gritaba su cerebro a ese desconocido.
Pedro aguantó todo lo que pudo antes de apartar la mano de ella de su virilidad. Le hizo rodearlo con las piernas y la subió hasta que el sexo humedecido de ella quedó a la altura de su miembro, sintiendo cómo éste rozaba la ansiada funda femenina. Era pequeña y no pesaba nada, al menos para él, que era exageradamente alto, por lo que no le costó ningún esfuerzo mantenerla allí mientras se llevaba el pecho que ella tenía descubierto a la boca.
En el mismo instante en el que el hombre le succionó el pezón, ella gruñó de satisfacción, inclinándose hacia atrás para facilitarle mejor el acceso a su boca y, mientras él la sometía a una deseada tortura, ella bailaba con sus caderas pegadas al cuerpo de éste, en un vaivén desesperado por conseguir culminar lo que su cuerpo pedía a gritos.
—¿Estás ansiosa? —le preguntó en un audible susurro.
—Ajá —le dijo sin poder verle el rostro pero deseándolo con todo su ser.
—No quisiera que después me tacharas de aprovecharme de ti.
—No lo haré.
—¡Diantres! –exclamó maravillado—. ¿De dónde has salido tú?
—De casa de Emilia.
Paula no supo por qué dijo aquello, tal vez porque quería sentirse como una de las mujeres que trabajan en dicho lugar; puede que porque, por una vez, no le hizo caso a lo que otros le dictaban; quizá porque estaba cegada por la lujuria. No le importó; ella, a pesar de no poder verlo, imaginaba que era el hombre que había observado en aquel lugar, y eso la excitaba aún más. Metiéndole sus delicadas manos por dentro de la camisa, acercó su busto al torso descubierto de éste, y sintió la tibieza de aquel enorme pecho masculino sobre su trozo de piel desnuda.
—Bájame el camisón —le ordenó con un hilo de voz—, quiero sentirte.
Alfonso tomó aire para poder controlarse; esa mujer era todo un descubrimiento de placeres ocultos, y la quería, necesitaba poseerla ya mismo.
—Nadie podrá culparme nunca de dejar a una dama desatendida.
—Entonces…
Sintió que aquella chica era poderosa, ejercía una especie de control sobre él, así que hizo lo que ella le ordenó: le bajó la suave tela hasta la cintura, dejando al descubierto aquella piel del color de la porcelana bañada por el naranja de su cabello, e hizo lo propio con la parte inferior del camisón: se lo subió hasta la cintura, por lo que la prenda, que en un principio la cubría, quedó hecha un fino lazo, dejando todo su menudo cuerpo al descubierto.
—Vas a enloquecerme, ¿lo sabes?
—Lo que necesito en este momento es que me poseas. —Paula sólo tenía un objetivo y era calmar su ansia, convertirse en mujer. Por una vez en su vida ella quería hacerlo por propia iniciativa y no viéndose arrastrada por los deseos de los demás. Se dio cuenta de que deseaba que ese hombre la poseyera, allí, en la mesa de la cocina de la casa de sus tíos, donde cualquiera podía entrar y… «¡No me importa! Lo que quiero, lo que necesito, lo tengo entre mis piernas.»— Dime a qué estás esperando.
—No te preocupa lo que pueda decir Rodolfo de esto, ¿verdad? —le preguntó mientras le daba un profundo beso, un beso animal, cargado de promesas y de necesidad.
Paula apartó un instante su boca para darle acceso a su cuello; había descubierto que le encantaba que la besara allí, la trastornaba lo que le hacía sentir su lengua al recorrer éste hasta su clavícula para después volver a subir.
—Nadie tiene que saberlo —le dijo provocando que Pedro sonriese y decidiera que la quería para él—. Esto es cosa de dos, de nadie más. —Además, su tío no tenía por qué conocer de sus intimidades. Si ella no se lo contaba a nadie, estaría a salvo.
—Yo sí.
El hombre barrió lo que había en la mesa de un manotazo y, separándola un poco de él, la obligó a tenderse sobre ella con las piernas abiertas, expuesta y lista para ser devorada.
A continuación bajó su cabeza hasta la maraña de rizos naranjas que protegían su feminidad y la hundió entre ellos, aspirando el olor a almizcle que desprendía, lo cual no hacía sino volverlo loco de necesidad. Tocó el pequeño botón que se escondía entre los matojos con su lengua, primero de forma esquiva, deleitándose con la reacción de la mujer, que se arqueaba como una gata salvaje, más tarde tomando posesión por completo de éste con su boca.
—Voy a morir —susurró tirándole del pelo para subirlo hasta ella—. Dame paz, por favor.
Soltando un grito de satisfacción, Pedro apenas pudo controlar lo que se apoderó de él cuando escuchó esas dos palabras: dame paz. Por supuesto que iba a dársela. La levantó lo suficiente para verle el rostro y memorizarlo, porque, a pesar de que estaba oscuro, él podía ver la mirada vidriosa, los labios separados, las mejillas sonrosadas producto de la pasión, la pequeña nariz y la voluptuosa boca.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le preguntó mientras la levantaba nuevamente, alzándola de las caderas y embistiendo con una fuerza, un ansia y un impetuoso desenfreno. Sintió la pequeña barrera que proclamaba la virginidad de la chica, pero no se detuvo, era halagador ser el primero, pero no por ello la deseaba más, porque más era casi imposible. Seguramente Rodolfo habría querido culminar la noche con una de las vírgenes que se ofrecían en los burdeles. Pues ésta era para él, no iba a perderla de vista después de esa noche. Sería suya.
Paula se agarró con fuerza a los hombros del hombre mientras éste entraba y salía de su cuerpo desequilibrándola debido al cúmulo de sensaciones que se iban dando paso a través de los movimientos de él, los cuales se apresuraba a imitar, intentado mantener el ritmo de sus vaivenes. Bajó las manos de sus hombros hasta su cintura, obligándole a pegarse totalmente a ella con aquel movimiento embriagador, y sintió una enorme cicatriz que surcaba el bajo de su espalda hasta el fibroso trasero.
—¿Estás lista para volar conmigo? —le preguntó jadeante mientras volvía a hundirse en ella; iba a estallar de un momento a otro y quería que ella lo hiciera también.
—Para lo que quieras —le dijo apretando los labios en un intento de aguantar el grito de satisfacción que estuvo a punto de soltar cuando él arremetió por última vez contra ella.
Pedro sintió el palpitar procedente de la feminidad de la mujer al haber conseguido llevarla a lo más alto, y se sintió exultante. Ella, por su parte, estaba maravillada con la experiencia vivida, y sentía los fluidos íntimos de sus cuerpos resbalar del centro de su cuerpo hasta su trasero.
—No puedo dejarte marchar —le susurró el hombre—, ven conmigo, a mi casa. Necesito saciarme de ti por completo. Quiero tenerte toda la noche en mi cama.
Paula abrió la boca, muda del asombro, ¡por fin un hombre la deseaba realmente por ser una mujer! No por ser una dama, la hermana de un conde con una dote excesiva.
Sólo por ser una mujer, ese desconocido la necesitaba a ella, y ella quería sentirse deseada, necesitada, amada.
¿Para qué pensar en el mañana? Después de esa noche se sentía diferente... «Y lo eres», se dijo.
—Me iré contigo —asintió en un susurro. ¿Por qué lo había hecho? No lo conocía, no le veía el rostro; sin embargo, se sentía segura y deseada con ese hombre. Sólo sabía que era joven, fuerte, alto, educado y con un apetito que le asaltaba los sentidos. Si encima fuese guapo y con el pelo negro, como el hombre tras el cristal, su dicha sería completa—. Espérame fuera, iré a ponerme algo encima.
—No —negó Pedro, temiendo perderla. No quería que Rodolfo la poseyera después de haber estado con él—, ten mi chaqueta.
—No puedo —se excusó—, debo recoger mis cosas.
Él volvió a negarse, pero ella insistió, sensual.
—Está bien —accedió convencido de que ella lo seguiría y, dándole de nuevo un beso arrollador, salió en busca de un coche de alquiler que los llevara a su casa.
Se sentía un hombre con suerte.
Cuando el desconocido se hubo marchado, Paula decidió ir corriendo a su habitación, ponerse su capa y salir tras él.
Lo haría. Correría su aventura, no la de otros, y que el destino dispusiera lo mejor para ella. Por una vez iba a ser libre y no pensaría en los demás. ¡Sí! Eso haría, pensó sonriendo mientras se volvía para regresar de nuevo a su dormitorio. No obstante, apenas se hubo recompuesto un poco el camisón, alguien salió de las sombras para hacerla volver a la realidad.
—¡Señorita Paula! —exclamó Amalia acudiendo a su encuentro con cara de preocupación.
Ella se giró para enfrentarse con la mujer a la que en un principio había ido a buscar cuando se topó con su amante.
—¿Amalia, eres tú? No puedo ver bien sin mis lentes.
—Sí, señorita —respondió la criada acercándose a ella—. ¿Qué ha hecho, por Dios? Si su tío la llega a descubrir minutos antes aquí, hubiese habido un asesinato.
Paula se sonrojó al comprender que la muchacha había sido testigo de su descarriado comportamiento y, a pesar de todo, no le importó.
—Tú no se lo dirás.
—Claro que no —exclamó indignada la otra—, pero al igual que yo oí que algo caía contra el suelo, pudo haberlo hecho otra persona. Por eso, es mejor salir de aquí cuanto antes.
En ese momento Paula sintió un poco de frío al ser consciente, por primera vez desde que empezara a experimentar esa insufrible ansia de placer, de que tal vez, pero sólo tal vez, podía haber actuado de forma demasiado intrépida.
—No puedo, le he prometido que me iría con él. —Ella quería marcharse con él sin pensar en nada más. Al día siguiente ya enfrentaría la situación. Pero, esa noche, no; esa noche era su momento de libertad.
—Todo esto es culpa de su tío —murmuró la mujer.
—Mi tío no tiene nada que ver, soy yo, que me he convertido en…, en… una mala mujer.
Y no se arrepentía, aun más, volvía a sentir ese ardor que se apoderó de ella anteriormente.
—Se ha bebido toda la jarra, ¿no?
—Estaba sedienta.
—Por eso es culpa de su tío —masculló de nuevo pero más bajito para que ella no pudiera oírla—. Vamos, la sacaré de esta casa, no vaya a ser que acabe perdiéndose todavía más.
Amalia había visto a Rodolfo dirigirse a la habitación de su sobrina, y no quería más problemas sin que estuviese la tía de la joven. Demasiado con que la chica ya se hubiese entregado a un hombre como para que otro también aprovechara el estado en el que se encontraba ésta gracias a los asquerosos brebajes del dueño de la casa.
—Tengo que volver a mi habitación, he de recoger mis cosas, él me espera. —Paula deseaba marcharse con él. Estaba empecinada, y Amalia parecía no entender nada.
—Usted no va a volver a ningún sitio —le ordenó la otra—, la llevo a su casa. Tome, póngase esto mientras consigo que algún coche nos acerque donde su hermano.
—No.
—Desde luego que sí.
—He dicho que no, me voy con él.
—Escuche bien, señorita. —Amalia daba miedo—. Yo no debería estar haciendo esto. Es más, tendría que estar en mi dormitorio haciendo como que no he visto nada, pero no soy una criada común, y no voy a dejarla de nuevo a merced de ningún hombre.
—Yo quería.
—Eso no lo dudo.
—Nadie se ha aprovechado de mí. —Necesitaba que aquello quedara claro.
—La creo —le dijo—, pero ahora regresaremos a su casa. Vamos, póngase bien el abrigo de su tío, después me lo dará y yo lo devolveré a su lugar.
Y Paula, como era habitual en ella, accedió con pesar.
***
Pedro estaba en la calle, junto a un elegante coche de alquiler, esperando a su ninfa pelirroja de ojos celestes, cuando la vio salir acompañada de una doncella y meterse en otro vehículo, uno más modesto. Llevaba puesto un enorme abrigo masculino y daba la impresión de tener mucha prisa. No supo reaccionar. ¿Qué significaba aquello?
La vio marcharse sin saber qué hacer, lo había pillado por sorpresa. Se quedó con un palmo de narices y sus planes de pasar una agradable velada en su casa con su apasionada compañera hechos añicos. ¿Qué diablos había ocurrido para que se marchara sin él?
Maldijo a la mujer por haberlo usado y después olvidado como si él no fuese una persona y ella pudiera desecharlo de aquella forma. Se subió furioso al coche y se dirigió a su casa, preparado para pasar una larga noche en vela. ¿Qué es lo que había podido ocurrir? Hubiese jurado que estaba dispuesta para él... claro, a no ser que Rodolfo la hubiese descubierto y algo desagradable hubiese ocurrido. «Podría haber venido a mí.»
Encima no sabía dónde localizarla.
Bueno, no del todo, le había dicho que había salido de casa de Emilia, del prostíbulo.
INCONFESABLE: CAPITULO 6
Pedro vio a alguien entre las sombras. Una mujer en ropa de cama, pero una ropa muy provocativa. ¿Sería la persona a la cual se había referido Rodolfo con anterioridad? La observó meterse en una habitación con andar pausado, sensual, despertando su curiosidad. Y, claro, él era un hombre curioso.
—Augusto, te importa si te marchas solo. Creo que he olvidado algo en la sala.
—No, claro que no —contestó el muchacho extrañado—. Pero Rodolfo ya se ha retirado a la planta superior. El muy maleducado ni siquiera ha esperado a que nos hubiéramos ido.
—Lo sé, pero es importante. —¿Por qué no podía aceptar su explicación sin más?
—¿Quieres qué te aguarde fuera?
Pedro estaba a punto de sacarlo de un empujón. Tenía ganas de gritarle que se largara de una maldita vez. Él quería ir detrás de la mujer y saber de quién se trataba; después informaría a Ricardo y, tal vez, ella podría ayudarlo, si la compensaba adecuadamente, a encontrar lo que buscaba.
—No hace falta, vete ya.
Augusto lo miró enfadado y se marchó dejándolo solo, cosa que agradeció. De inmediato salió tras la mujer, intrigado, sin ningún reparo en pensar que ésa no era su casa y no debería ir por ahí a esas horas sin invitación. Se encogió de hombros. ¿Y qué? Su anfitrión tampoco tenía muchos escrúpulos, como ya le había demostrado. Posiblemente la amante de éste estaría más dispuesta con un hombre como él que con el estúpido de Rodolfo y, si no era así, él se aseguraría de convencerla.
Pedro siguió a la mujer por el pasillo hasta las cocinas de la enorme casa. La vio desaparecer tras la puerta y no perdió el tiempo.
La abrió y entró.
INCONFESABLE: CAPITULO 5
—Me estoy muriendo —murmuró mientras intentaba calmar las ansias en la habitación donde su tío la había dejado para que descansara. ¡Bah! Descansar. Lo que ella necesitaba era un…, no sabía qué era, pero estaba segura de que tenía mucho que ver con las imágenes de la pareja que había visto aparearse esa noche. Con ese hombre. Sentía una necesidad creciente desde su entrepierna hasta cada nervio de su cuerpo, como una explosión. Y no podía dejar de frotarse con la mano allí mismo, en el lugar exacto del que parecía nacer su anhelo.
Ahora un escalofrío, y más ardor.
Incluso se había atrevido a explorar su feminidad con un dedo, descubriendo que con ello sentía una infinita dicha, y paz. Se había dado cuenta de que estaba experimentando placer haciendo eso, y que gracias a ello también lograba calmarse un poco.
Se encontraba húmeda, excitada y anhelante.
Sabía lo que le urgía, lo que deseaba, y no tenía por qué engañarse a sí misma. ¡Un hombre, por favor! ¡Quería un hombre entre sus piernas para que calmara esa necesidad!
Para qué engañarse. Consigo misma podía ser totalmente honesta y, siendo sincera, precisaba un, un… No podía dejar de pensar en el hombre tras los cristales en la casa de citas, ni en lo que le hacía a la mujer con la boca, con las manos, con sus partes pudendas. Aaayyy…
«Agua», pensó. Necesitaba beber más agua porque el calor era sofocante. El agua podría refrescarla y calmarla. Sobre todo calmarla.
Su tío había dejado la jarra encima del tocador. Él se lo había dicho. Y, ¿dónde estaba el tocador? Se levantó de la cama, se dirigió hacia allí y chocó con el diván. ¡Maldición!
Se había dado un golpe en toda la espinilla… ¡Aaahhh! Otra vez esa oleada de calor. La imagen del hombre tras el cristal de la habitación del prostíbulo volvió a ella. Lo quería. Sentía hasta ganas de llorar debido a su deseo de tocarlo. Deseaba a ese hombre. Anhelaba que la besara por todo el cuerpo, cómo le gustaría que… «¡Paula, tienes que controlar el deseo!» No, esa noche no podía, esa noche quería ser una mala mujer, una prostituta, una casquivana, una perdida, lo que fuera, pero quería sentir placer con un hombre. Lo deseaba mucho, tanto que apenas podía pensar con coherencia. «Clara, ¿qué me has hecho? Te odio, al menos esta noche.»
Se quitó la bata de su tía que la criada le había traído, y se quedó sólo con el camisón de seda que se pegaba a su cuerpo de forma tan indecente que la hacía arder aún más. Se preguntó de qué color sería. Al estar tan mareada y sin sus lentes, no había podido identificar el color. Sabía que era brillante, y suave, pero nada más. ¡Y qué más daba eso en ese momento! Lo importante era intentar sosegarse.
Encontró el mueble y la jarra a tientas. Se la llevó directamente a los labios y bebió casi todo el líquido; aunque estaba amargo para ser agua, sintió que la ayudaba a refrescarse un poco.
Un nuevo vahído.
«¡Ay, madre! ¿Qué me está pasando qué me gusta tanto?»
Necesitaba encontrar a alguien, a quien fuera, sólo sabía que era apremiante saciar sus ganas, así que salió del dormitorio sin detenerse a cubrirse con algo. No estaba para chales ni para batas, estaba muerta de calor, sofocada de deseo. Se preguntó si ése sería el comienzo de la perdición de toda mujer. Necesitaba a su tía Marianne para que se lo explicara, seguro que ella lo entendería, porque apenas era unos años mayor que la propia Paula pero ya llevaba casi un año de casada. Qué mala fortuna que no estuviera en casa.
Buscaría a la muchacha. Sí, eso haría. Caminó en la oscuridad, apoyándose en la pared para identificar el camino, y oyó voces en la planta baja. Seguramente Rodolfo estaba con los amigos de los que le había hablado antes.
¿Ahora qué? Amalia era como se llamaba la criada que le había traído la ropa de cama. ¿Debería despertarla y preguntarle qué hacer para intentar no morirse de deseo?
También era joven y, seguramente, sabría lo que le estaba ocurriendo. Siempre había oído a las demás damas de mayor edad hablar de las criadas como si fuesen todas unas aventureras, así que algo debía de saber. Ni siquiera se paró a pensar en las consecuencias. Lo decidió de inmediato. Eso es lo que haría, iría a la cocina y buscaría la escalera pequeña. Podría pasar sin ser vista y buscar a la joven en las dependencias del servicio. Otra ola de calor. Se tocó un pecho a través de la fina tela y sintió cómo su piel se erizaba. Pero le gustó, vaya si le gustó. Pensó en su prometido. Si al menos hubiese ido a conocerla, podría pensar en su rostro mientras se tocaba, así no parecería tan obsceno lo que estaba haciendo con su propio cuerpo. ¿Y si su prometido no le gustaba? Esperaba que al menos no fuese muy viejo. «Ni pienses en ello, te imaginas que es el hombre tras el cristal.»
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