miércoles, 3 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 8






Paula no quería bajar a cenar. Le había insistido a su hermano Ricardo en que se encontraba mal, pero éste no la creyó y le ordenó que se comportara como una mujer adulta, recordándole que dentro de poco sería una señora casada, motivo éste por el que tendría que acostumbrarse de una vez a las veladas, ya que su prometido era una persona con una activa vida social. Por lo visto su futuro esposo tenía un alto cargo en el Ministerio. Pues cuando se enterase de lo que había hecho... contuvo el aliento, mejor ni pensarlo. 


Quizá podría conseguir que se rompiera el compromiso sin tener que pasar la vergüenza de desvelar su aventurilla. 


Ricardo se empecinó en que bajara y, como era habitual en Paula, accedió sin dar mucha guerra. Después de todo, ¡para qué batallar! No le quedaba más alternativa que obedecer, puesto que su rostro ese día no era el de una joven enfermiza y ella no era muy dada a las mentiras. Se había levantado mejor que nunca. Sus mejillas estaban sonrosadas y su piel desprendía un brillo especial, si hasta su pelo parecía más lustroso. Así que no podía intentar aparentar estar enferma con el buen aspecto que presentaba. Y pensó que todo ello se lo debía a su lujurioso y desvergonzado comportamiento de la noche anterior. 


Afortunadamente, Thomas no le hizo ningún comentario hiriente cuando la vio aparecer ante el umbral de la puerta de atrás de la enorme casa de su hermano, a pocas horas de que amaneciera, envuelta en una capa de hombre y dando vagas explicaciones de que extrañaba su cama y no quería dormir en casa de su tío, por lo que había vuelto a casa. La excusa para aparecer con ropa de dormir había sido que, debido a lo tarde que era, no había tenido ganas de vestirse para salir porque estaba muy cansada. ¡La mentira más gorda que había dicho nunca! Y la menos consistente, teniendo en cuenta la educación que Ricardo le había dado. Estaba segura de que el hombre no la creyó ni por un segundo, pero, como venía acompañada de la joven Amalia, miembro del servicio de casa de su tío, optó por no decir nada y conducirla hasta su dormitorio. Incluso había creído haber visto la compasión reflejada en la mirada del mayordomo. Y eso la avergonzó aún más, porque pensó que la estaba comparando con su difunta madre.


Con el escandaloso matrimonio de su difunta madre.


Ella era consciente de que Ricardo, al que quería como a un hermano pero que no lo era, se comportaba de forma tan estricta y formal porque deseaba enmendar en lo posible el daño que su padre le ocasionó al nombre de su familia. Ésa fue la promesa que le hizo a su abuelo, y era la promesa por la que vivía. Por eso Paula pensaba que su hermano no soportaría descubrir su descocado comportamiento de la noche anterior. Ni ella misma se creía haber actuado como lo hizo cuando se despertó esa mañana. Había imaginado que se trataba de un sueño; eso sí, uno delicioso. No obstante, el escozor en sus partes íntimas le indicaba que no lo había sido.


Lo cierto era que lo había hecho y no podía culpar solamente al hombre que formó parte de aquella situación, porque la verdad era que había deseado ese interludio con todas sus fuerzas. Eso sí que podía recordarlo, a pesar de que no su rostro. Creía firmemente que todo fue consecuencia de lo que bebió y presenció en casa de Emilia, la dueña del prostíbulo donde Justino las había llevado, así como de su estado de embriaguez, y del deseo que se despertó en ella por el hombre tras el cristal: tan moreno, tan fuerte, tan varonil.


«Cálmate, Paula.»


De nuevo ese ardor. Y más calor al recordar los besos, las caricias, la sensación de sentir ese cuerpo embistiendo el suyo. ¡Ay, madre! Se persignó pensando que se había convertido en una mujer de mala vida, en una pecadora, porque, a pesar de todo, no conseguía arrepentirse. «Por eso soy una desvergonzada y una perdida, porque no lo lamento.»


Contrariamente a todo, se sentía estupendamente, y de ahí sus remordimientos, pues sabía que lo que había hecho no estaba bien. La educación que había recibido al menos le permitía reconocer que no era decente. El hombre podía ser cualquiera y ella era una dama. Las damas no se comportaban de esa forma, eso sólo lo hacían las mujeres de mala reputación, las amantes, las prost… Se estremecía con sólo pensar en cuál sería el calificativo que le endilgarían las féminas de su círculo social si se llegase a descubrir su desliz. Un desliz que le había reportado infinitas satisfacciones. Trago saliva. «Me estoy volviendo a humedecer.»


—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó Nadia, su doncella, cuando hubo terminado de peinarla—. Parece un poco extraña esta noche.


—¿Te parece? —preguntó tocándose las mejillas, intentando ignorar las palpitaciones en la parte inferior de su cuerpo.


—No sé qué decir.


—¡Ay, Dios mío!


Hasta ella misma se percató de la angustia en su voz. La muchacha la miró asintiendo y Paula corrió a colocarse sus lentes. Con ellas puestas se sentía más segura porque al menos recuperaba su visión. Se volvió a convencer de que nadie conocía su secreto. Sólo el hombre que ella no lograría identificar y que podría sacar a la luz su indecencia, y la propia Amalia, pero no desconfiaba de ella; después de todo, la ayudó a pesar de poder quedarse sin empleo si alguien llegaba a descubrirlas.


—Creo que estoy un poco cansada. –«Aún me duele la cabeza por todo el alcohol que tomé ayer y la vergüenza no me deja dormir.»— Esperemos que no se alargue mucho la cena para poder retirarme pronto.


—Por supuesto, señorita.


Alguien golpeó la puerta.


—Pau, ¿estás lista?


Una Marianne resplandeciente apareció ante ella con su deslumbrante sonrisa. Paula pensó que sus dos únicas amigas eran inmensamente hermosas: Clare, una rubia angelical con una mirada que te traspasaba, y su tía Marianne, una mujer de pelo castaño oscuro y ondulado, en armonía con un rostro exuberante y arrebatador. Y ella era la tercera en discordia, la excepción que confirmaba la regla de que todas las mujeres podían ser bendecidas con la belleza. Aunque sí con una lujuria que no la dejaba pensar con claridad.


—¡Qué alegría verte de nuevo, querida! —exclamó la otra sonriendo—. He regresado hoy mismo y me he apresurado en arreglarme para venir a cenar, ¡tenía tantas ganas de verte!


—Yo también. —«Cuando te cuente lo que he hecho…»


—Si estás lista, podemos bajar juntas —sugirió su tía acercándose a ella para verla mejor—. Te noto diferente.


¡Ay, madre!


—¿De verdad? —preguntó conteniendo el aliento. «Es imposible que lo sepa, es imposible que lo sepa, Amalia prometió no decir nada.»


—Sí —asintió la otra—. Estás radiante, y me gustaría saber a qué se debe. ¿No me digas que te has enamorado? ¿Ya has conocido a tu prometido? ¿Es apuesto? Seguro que sí.
Paula negó con la cabeza, ruborizándose e intentado desviar la atención a otro tema.


—¿Has… venido con mi tío? —Eso es, un tema neutral. Además, necesitaba saber si Rodolfo acudiría a la cena. Él le aseguró que guardaría silencio, habían hecho un trato, ¿no?, y los caballeros cumplían siempre sus tratos, o eso esperaba. Rodolfo no diría dónde la encontró anoche.


Una sombra oscureció la mirada de Marianne, pero ésta se compuso en seguida, por lo que pensó que podría haber sido su exagerada imaginación, como siempre.


—Será mejor que bajemos —le indicó la mujer enlazando su brazo con el de ella mientras sonreía de nuevo, aunque a Pau no le pasó inadvertido que su sonrisa no era tan brillante como momentos antes—, tu hermano espera que lo acompañes en esta pequeña recepción. Es más, prácticamente me ha ordenado que te saque de aquí aunque sea a rastras.


—Eso lo define muy bien.


—¿Eso crees? –preguntó Marianne volviendo a sonreír.


—Es un ogro.


—No lo dices en serio.


—Por supuesto —le dijo imitando el tono distante y serio de Ricardo—: «Una dama nunca se queda mirando fijamente a un caballero, Paula»; «debes aprender a respetar las reglas de la buena conducta,Pau».


—Para ya —le exigió la otra carcajeándose.


—Un ogro, lo que yo te diga.


—Cuando conozcas a tu prometido, no te parecerá tan ogro tu hermano, estarás feliz de que haya dispuesto ese matrimonio para ti.


Paula la miró espantada.


—Anda, vamos, lord Estricto nos espera.


«Soy una mala mujer.»







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