jueves, 21 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 5




Paula se quedó tan atónita como los doscientos invitados que la escucharon gracias a la formidable acústica del edificio.


–¡Me opongo! –repitió con una voz tan fuerte que resonó en las paredes como una explosión sónica–. ¡Me opongo por completo!


Había conseguido ser el centro de atención, y lo sería hasta que los guardias de seguridad se le echaran encima como en un partido de rugby o fuera internada como establecía la Ley de salud mental. ¿Cómo era... un peligro para una misma o para los otros? Solo había una persona para la que Paula quisiera ser un peligro, una persona que...


«Concéntrate, Paula. Tienes tu momento... No lo dejes pasar».


–¡Él...! –su segunda pausa dramática no fue intencionada. 


La última persona, la única que aún no se había girado, lo hizo y sus ojos se encontraron con los de Paula.


Lo único que pudo pensar fue... ¡Peligro!


Seguía siendo igual a como lo recordaba: orgulloso, arrogante, con aquella nariz recta, aquellos pómulos marcados y aquellos labios crueles y sensuales.


Lo que había olvidado era la humillante reacción de su cuerpo a la poderosa sexualidad que él irradiaba. Un hormigueo la recorrió de la cabeza a los pies y le hizo endurecer los músculos del vientre. Exactamente igual a seis años atrás.


La vergüenza la invadió y por un instante casi olvidó lo que la había llevado hasta allí. Rápidamente levantó el mentón y sofocó la sensación que le abrasaba el estómago. Estaba allí para darle a probar su propia medicina y comprobar hasta qué punto le gustaba ser humillado en público.


Pero lo último que él parecía era humillado. Lejos de reflejar turbación o embarazo, sus ojos eran los de un águila mirando a su presa.


No... ¡Ella no era ninguna víctima! Esa vez no. Agachó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente para recomponerse. Con el corazón desbocado, volvió a levantar la cabeza y lo apuntó con un dedo.


–No puedes hacer esto, Pedro –se apretó la mano contra el vientre–. Nuestro hijo necesitará un padre –al decirlo no pudo evitar acordarse de su propio padre. ¿Dónde estaría en esos momentos?



****


La mujer había acaparado la atención desde que abriera la boca, pero sus últimas palabras hicieron que todas las miradas se desviaran hacia él. Ni siquiera tuvo tiempo para recuperarse de la conmoción que había sufrido al verla, pero consiguió mantener una expresión impávida mientras por dentro seguía temblando.


Vio que ella movía los labios: «¿Sabes quién soy?».


¿Que si sabía quién era? En otras circunstancias se habría echado a reír por una pregunta tan absurda. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había perdido el control, y jamás podría olvidar aquella ocasión en particular... y a la mujer responsable.


Pero, aunque hubiera podido borrar el desagradable incidente de su memoria, siempre se le quedaría grabada en su cuerpo la reacción que experimentó ante aquella mujer.


Nunca, ni antes ni desde entonces, había sentido algo parecido.


¿Provocaría ella la misma reacción en todos los hombres? 


Hombres que, a diferencia de él, eran incapaces de ver aquella reacción como una debilidad. Hombres que eran esclavos de sus deseos. Hombres que carecían del autocontrol gracias al cual Pedro no había acabado siendo igual que su padre.



Bajó la mirada y la recorrió lentamente, desde los rizos que enmarcaban su perfecto rostro ovalado hasta sus interminables piernas y las voluptuosas curvas enfundadas en aquel vestido azul que rozaba la legalidad.


El deseo carnal, la reacción menos apropiada dadas las circunstancias, lo devolvió de golpe a la realidad y lo hizo explotar de furia.


–¿Qué demonios crees que estás haciendo? –espetó, mientras por el rabillo del ojo advertía la conmoción en la fila reservada a la comitiva real. Se avecinaba un desastre de proporciones bíblicas. ¿Dónde se habían metido los guardias de seguridad y por qué le habían permitido la entrada?


La sonrisa provocativa de la mujer hizo que diera un involuntario paso adelante, cegado por la ira.


–¡Ahora ya sabes lo que se siente! –remachó Paula bravuconamente, cuando en el fondo todo aquello le parecía surrealista.


Lo último que vio antes de perder el conocimiento, algo que nunca le había sucedido, fueron aquellos implacables ojos oscuros atravesándola con una intensidad abrasadora.


Antes de verla caer al suelo, Pedro pensó que su desmayo era tan falso como el resto de la escena.


Pero al ver que no se movía pensó que quizá se hubiera golpeado la cabeza... privándolo del placer de hacerle tragar sus palabras. Por desgracia, ninguna retractación pública podría arreglar la hecatombe. Pedro había empleado muchos años en convertir el apellido Alfonso en una marca que inspirase confianza, y a aquella mujer le habían bastado unos segundos para destruirlo todo.


Y él que había pensado que la ausencia de sus padres, quienes no habían querido interrumpir su crucero para asistir a la boda de su hijo, garantizaría una ceremonia libre de escándalos...


Los segundos pasaban lentamente con todos los presentes conteniendo la respiración, hasta que Pedro sucumbió al impulso de actuar. ¡Alguien tenía que hacer algo!


¿Y por qué tenía que ser él?, se preguntó una voz en su cabeza. Al menos su abuelo no estaba allí para verlo, pensó mientras deslizaba un brazo bajo las piernas de la mujer y otro alrededor de su espalda. Se preguntó cuántos móviles y cámaras estaban capturando el momento. La gente empezaba a removerse en sus asientos y los murmullos ahogaban el débil gemido de la mujer que levantaba en brazos. Sus cabellos se propagaban como una llamarada descontrolada. Pedro se apartó un mechón de la boca y le miró la cara, preguntándose cómo algo tan hermoso podía causar tanto daño.


Ella movió los párpados, sin abrir los ojos, y pronunció un nombre. 


¿Marcos?


¿Sería otra víctima?


En su estado inconsciente casi parecía vulnerable, nada que ver con la reina del drama que había sido momentos antes.


¿Por qué lo había hecho?


«Ahora ya sabes lo que se siente». Sonaba a venganza, pero ¿quién esperaba seis años para desquitarse? Las posibilidades se arremolinaban en su cabeza mientras recorría el pasillo hacia su novia, conteniendo a duras penas la furia que le martilleaba el cráneo y con una bruja que olía a flores.


–¡No te muevas! –le ordenó en voz baja cuando ella se retorció y aplastó sus pechos contra el torso de Pedro.


Su expresión se suavizó cuando llegó junto a Elisa, pero sintió una punzada de culpa por no haber pensado más en ella. La pobre Elisa... Si para él era una situación embarazosa, no se podía ni imaginar cómo debía de estar sintiéndose ella bajo el velo.Pedro habría entendido que se pusiera hecha una furia, pero su novia hacía gala de una dignidad impecable... no como la mujer que acababa de echar por tierra el trabajo de tantos años. Y a él no se le ocurría otra cosa que imaginársela desnuda...


–Lo siento –la disculpa coincidió con un silencio general en la iglesia, permitiendo que todos oyeran la admisión de culpabilidad.


Genial... Apretó la mandíbula con frustración y miró a la mujer que lo había ridiculizado ante cientos de personas.


–Yo no –susurró ella. Lo miró fijamente con sus increíbles ojos azules, antes de volver a cerrarlos y acurrucarse contra su pecho.


«Lo lamentarás», pensó Pedro. Cada vez le costaba más controlar sus hormonas, que solo respondían al apetitoso cuerpo femenino que tenía en brazos.


Sintió la mirada fulminante de Elisa a través del velo. No siempre apreciaba su compostura como debería, y pidió disculpas en silencio por haber deseado que mostrase un poco más de espontaneidad. El noventa y nueve por ciento de las mujeres en su lugar se habrían puesto histéricas.


–La puerta,Sergio.


Su padrino, que estaba a su lado, pareció salir de un trance y abrió la puerta a su derecha para que pasara Pedro.


–Ocúpate de Elisa –le pidió él–. Llévala... donde sea y dile que no tardaré. Ah, y avisa a un...


–Tenemos tres médicos aquí. ¿Algo más?


–¿Alguno de ellos es psiquiatra? –masculló, y respondió con un asentimiento a la mano que se cerraba en su hombro–. Padre, ¿hay algún sitio donde pueda...?


–Por aquí.


Siguió al sacerdote hasta una pequeña antecámara y dejó a la inconsciente en el sofá. Poco después llegaron Sergio y uno de los invitados.


–Este es Tom, el novio de Lucy. Es cirujano traumatólogo.


Pedro no le interesaban las credenciales del médico. Apartó los ojos de la chica y le estrechó la mano al hombre.


–¿Te importa echarle un vistazo? –se giró hacia su padrino–. ¿Dónde está Elisa?


–¿De cuánto tiempo está? –la pregunta lo hizo girarse de nuevo hacia el médico.


«Vete acostumbrando, Pedro», se dijo con la mandíbula apretada. Si perdía el control, aquella mujer se saldría con la suya.


–No lo sé. Esta mujer es... –se detuvo antes de decir que era una completa desconocida–. Está delirando.


Se volvió hacia su padrino sin importarle que el médico lo creyera o no para que le indicara dónde podía encontrar a Elisa.


La habitación era más grande y mejor amueblada que la que acababa de abandonar. Su novia se había echado el velo hacia atrás y estaba de pie ante la ventana, hermosa y digna.


Su madre, una mujer a la que Pedro nunca le había tenido cariño, estaba sentada en una silla. Dejó de hablar cuando él entró, pero la palabra «abogado» quedó suspendida en el aire.


–Sandra... –agachó ligeramente la cabeza.


–¡Nunca me había sentido tan humillada en mi vida! –exclamó ella.


«Qué me vas a contar», pensó él, y se giró hacia su novia para ver cómo sonreía.


–Eres formidable... Lo primero, nada de lo que ha dicho esa mujer es cierto.


Sandra emitió un bufido.


–Madre, no estás siendo de ayuda –la reprendió Elisa con una expresión dolida, antes de volver a sonreír–. Por favor, Pedro, las explicaciones no son necesarias. Confío totalmente en ti para arreglar esta... situación.


–Todo el mundo tiene un precio –masculló su madre.


–Gracias, Sandra –respondió él con sarcasmo–. Pero no he hecho nada por lo que tenga que pagar.


–Madre, Pedro puede ocuparse de esto...


–Ha permitido que ocurriera.


Pedro ignoró la acusación.


–¿Tú me crees, Elisa?


Ella apartó la mirada.


–Creo que no importa si las acusaciones de esa mujer son ciertas o no, Pedro.


–Te estás tomando muy bien la posibilidad de que haya abandonado a otra mujer después de dejarla embarazada.


–¿Prefieres que haga de novia dolida y traicionada? –preguntó ella con una sonrisa.


Él miró la mano que le había puesto en el brazo y al cabo de unos segundos ella la apartó y se ruborizó.


–A ninguno nos gustan las escenas, pero por la forma en que te estás comportando cualquiera pensaría que esperabas que yo montase una escena.


Buena observación, pensó él.


–Podría hacerlo –continuó ella–, pero ¿adónde nos llevaría? Soy realista, los dos lo somos. Tenemos que volver ahí fuera, poner buena cara y demostrarle al mundo que somos un equipo... Estas cosas ocurren, y lo importante ahora es que esa chica no abra la boca.


Pedro sintió que por primera vez veía algo que había estado delante de sus narices todo el tiempo. Sacudió la cabeza, pero no consiguió aclararse la visión.


–¿Cómo esperas que haga eso?


Elisa perdió su máscara de serenidad y se puso a chillar.


–¡Por amor de Dios, no seas tan obtuso! ¡Arrójale un puñado de billetes, que tienes de sobra! Este es mi día y no voy a permitir que... –respiró hondo y bajó la voz–. No voy a permitir que nada ni nadie lo eche a perder, y menos una golfa a la que has dejado embarazada.


–A ver si lo he entendido... ¿Pasarás por alto mis indiscreciones y a cambio esperas que te devuelva el favor?


Ella parpadeó y abrió los ojos como platos.


–Es obvio, Pedro. No creía que hiciera falta explicarlo.


Él sonrió burlonamente.



–Creo que a mí sí me hacía falta... –se giró hacia Sandra–. ¿Te importaría dejarnos solos?


–No voy a...


–Largo de aquí –en una reunión de negocios su tono amenazador no habría sorprendido a nadie, pues por algo lo precedía su reputación, pero las dos mujeres se quedaron boquiabiertas.


Pedro esperó a que Sandra saliera y se giró hacia su novia.


–¿No estás enamorada de mí?


–¿Insinúas que no te satisfago en la cama?


–No me refiero al sexo. Estoy hablando de... –se detuvo. Era un tema en el que estaba aún menos cualificado que Elisa–. No lo digo como una crítica, porque yo tampoco estoy enamorado de ti. No creía que fuese un problema, pero he descubierto que quiero más de lo que tú puedes darme –no quería una devoción ciega ni una pasión salvaje, sino una mujer a quien le importara mínimamente que su marido la engañara.


–Algo más... ¿Un trío? Soy de mente abierta, Pedro.


«Y yo soy muy rico», pensó con una mueca de disgusto.


–¿Qué tendría que hacer, Elisa, para que me vieras como alguien inaceptable?


–¿Por qué te comportas como si fuera yo la que ha hecho algo malo?


–Tienes razón –admitió pesadamente. Se había equivocado. 


Elisa le había parecido la esposa y madre perfecta y él no se había molestado en mirar más allá de la superficie–. Es culpa mía. No creo que pueda casarme contigo.


Una fea expresión de asombro e indignación contrajo el rostro de Elisa al ver cómo se desvanecía su futuro pintado de oro.


–¿Me estás dejando?


–Sí, supongo que sí.



****


Pedro había cometido muchos errores en su vida, pero cuando salió de la habitación y cerró la puerta tras él se dio cuenta de que había estado a punto de cometer el peor de todos.


En teoría, una mujer a la que le importara un bledo lo que hiciera el marido siempre y cuando la colmara de lujos y regalos sería la esposa perfecta para un determinado tipo de hombre, y él había creído serlo.


Pero al parecer no lo era.


Podía aceptar muchas cosas, o muchas carencias, en un matrimonio... pero no la falta de respeto mutuo.




UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 4




–¿Estás seguro de esto?


Pedro levantó la mirada del suelo de piedra y la clavó en su padrino.


–Es broma –aclaró rápidamente Sergio–. Ya no hay vuelta atrás.


–Siempre hay vuelta atrás.


Era difícil ser objetivo, pero Pedro creía firmemente que aquel matrimonio tenía más probabilidades de salir bien que muchos otros supuestamente basados en el amor y la pasión.


No tenía que mirar muy lejos para ver la prueba. Sus padres habían disfrutado y seguían disfrutando de ambas cosas, y solo ellos podían calificar de próspera su turbulenta e inestable relación. Ellos y la prensa amarilla, cuyas ventas se disparaban cada vez que la famosa pareja se casaba o se divorciaba.


Lo único que el atractivo jugador de polo tenía en común con la hija única de un aristócrata británico era una falta absoluta de autocontrol y una indiferencia total por las consecuencias de sus actos.


No se les podía acusar de no haberlo intentado: se habían casado tres veces, divorciado dos y ambos habían tenido varias aventuras entre medias. Pedro había nacido durante su primer matrimonio, y a la edad de ocho años había sido rescatado, como a él le gustaba pensar, por su abuelo materno durante el segundo y corto matrimonio. Su abuelo se lo llevó a vivir con él a Inglaterra sin que la feliz pareja pusiera la menor objeción. Muy aliviados debieron de estar al librarse del niño...


Su hermanastra, Fernanda, resultado de una de las aventuras extraconyugales de su madre, nació en Mandeville y fue oficialmente adoptada por su abuelo. Apenas tenía relación con su madre, quien se desentendió de ella cuando solo contaba una semana de vida.


Siempre que debía tomar una decisión se preguntaba qué harían sus padres y automáticamente hacía lo contrario. Y siempre le había funcionado.


Cuando a Pedro le preguntaban qué quería ser de mayor, su respuesta había sido tajante: «no quiero ser mi padre».


Con dieciocho años decidió cambiarse el nombre y añadir el apellido de soltera de su madre. 


Fue su manera de agradecerle a su abuelo lo que había hecho por él, y aunque no recibió ninguna muestra de emoción por su parte sabía que el gesto lo había complacido.


Pedro había triunfado en devolver la dignidad a la familia. 


Actualmente, cuando la prensa hablaba de la familia Alfonso era para alabar su éxito económico y no para publicar los escándalos e infidelidades de sus padres en primera plana.


Su vida no sería un culebrón. Su matrimonio no sería un circo mediático.


En su lucha por limpiar el nombre de los Alfonso se había ganado una reputación de despiadado. Pero, insultos aparte, nadie había podido acusarlo jamás de ser deshonesto o ruin.


No se ofendía cuando lo tachaban de orgulloso. Lo era. 


Estaba orgulloso de atenerse a sus principios y de haber devuelto el prestigio a su familia. El apellido Alfonso era de nuevo sinónimo de seriedad y eficiencia. Y la recompensa a sus esfuerzos había llegado con el increíble contrato que estaba a punto de firmar.


Una oportunidad semejante solo se presentaba una vez en la vida, y aunque no era el motivo por el que se casaba tenía que admitir que el momento no podría haber sido más oportuno. La familia real creía firmemente en los valores familiares y confiaba mucho más en un hombre casado.


Eso no quería decir que el matrimonio fuera a cambiarlo. En absoluto. El éxito de un matrimonio radicaba en ser realista con las expectativas. Naturalmente tendría que respetar el compromiso, pero eso no supondría ningún problema. Pedro siempre se había enorgullecido de su autocontrol y no dudaba ni por un segundo de su fidelidad.


No como sus padres.


Le habría gustado que su abuelo hubiera estado allí para ver que el nombre de los Alfonso seguiría vivo y que Pedro había cumplido su promesa. No había sido muy difícil, gracias a los valores que su abuelo le había inculcado.


Él y Elisa estaban en el mismo barco. Los dos compartían los mismos valores y muy rara vez estaban en desacuerdo. 


Ella también opinaba que la estabilidad y la disciplina eran fundamentales para criar a un hijo, e incluso había accedido a renunciar a su carrera para formar una familia. Pedro no sabía nada de esa carrera, pero el gesto lo había conmovido.


Sergio empezó a moverse de un lado para otro.


–Odio esperar... ¿Y si...? No, seguro que aparece. No tendrás tanta suerte... Lo siento, no quería decir... Es solo que...


–¿Qué? –preguntó Pedro fríamente.


–Es un paso muy grande atarse a una persona para el resto de tu vida.


–Elisa no es dependiente ni pegajosa –dijo con una media sonrisa–. Los dos seguiremos con nuestras vidas como siempre.


Sin dramas, gritos ni cotilleos en la prensa.


–Entonces, ¿por qué casarse? –preguntó Sergio–. Perdona, pero ¿eres feliz...?


–¿Feliz? –Pedro no se consideraba una persona feliz, y la constante búsqueda de la felicidad siempre le había parecido agotadora. Él vivía en el presente–. Lo seré cuando acabe este día.



****


El interior de la iglesia era fresco, iluminado por cientos de velas e impregnado con el olor a jazmín y azucenas.


Cuando Paula se detuvo a mitad del pasillo la tensión que llevaba acumulando en el pecho alcanzó el punto crítico. De repente sentía que le faltaba el aire, en medio de todas aquellas elegantes personas que se habían reunido para ser testigos de una celebración, mientras que ella se proponía... 


«¿Qué estoy haciendo, Dios mío?». Se quedó inmóvil, con la adrenalina corriéndole por las venas, desgarrada entre la necesidad de huir y el deseo de luchar. Pero no podía hacer ni una cosa ni la otra: tenía los pies pegados al suelo y no sentía los miembros.


–¡Puedes sentarte aquí!


La alegre invitación evitó que sucumbiera al ataque de pánico. Respiró profundamente y se giró para ver a una señora con un sombrero muy grande que le hacía señas con la mano.


–Gracias –dijo en voz baja mientras la señora le hacía sitio en el banco. Apenas se había acomodado cuando los dos hombres sentados en la primera fila se levantaron.


–Mi hijo, Sergio –dijo la mujer con orgullo de madre–. Nadie lo diría a simple vista, pero es millonario... un genio de los ordenadores. Pedro y él han sido amigos desde el colegio.


Paula no estaba mirando al hombre rubio, desgarbado y visiblemente incómodo que saludaba a su madre. Toda su atención estaba puesta en la figura que tenía al lado, de pelo oscuro, recio cuello y anchos hombros. Estaba de espaldas a los invitados, frustrando el deseo de Paula de verle la cara.


Cuando los asistentes se levantaron, Paula tardó unos segundos en reaccionar. Le temblaban las piernas, tenía la garganta seca y se sentía al borde de un precipicio, incapaz de dar el salto.


Se sacudió mentalmente. En una ocasión había huido y había lamentado profundamente su cobardía. ¡No volvería a cometer el mismo error!


Momentos después, la novia pasó junto a ella envuelta en encaje y satén, pero Paula fue la única persona en la iglesia que no giró la cabeza para admirarla.


–Puedes hacerlo, puedes hacerlo... –se animó a sí misma entre dientes.


La señora del sombrero se arrimó a ella.


–¿Estás bien, querida? –le preguntó, usando el enorme sombrero como abanico.


–Sí, muy bien –respondió ella con una débil sonrisa, y justo entonces empezaron los novios a intercambiar los votos–. ¡Por fin! –susurró.


Al oír por primera vez la voz de su enemigo sintió una ola de rabia que barrió las pocas dudas que le quedaban.


Cuando más tarde intentó recordar la secuencia de los acontecimientos que precedieron a su intervención no consiguió ponerlos en pie. No supo cómo acabó de pie en el pasillo de la iglesia, pero sí recordaba perfectamente cómo abrió la boca dos veces sin que saliera el menor sonido.


A la tercera fue la vencida...


–¡Sí! ¡Yo me opongo!





miércoles, 20 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 3




Una semana antes, Paula escuchaba las penas amorosas de su hermano gemelo sin sospechar que la verdadera desgracia llegaría pocas horas después. En aquel momento lo más grave del mundo para Marcos Chaves era ser abandonado por la mujer a la que amaba, pues a pesar de su sangre azul y las posesiones de su familia creía no ser lo bastante bueno para una Alfonso.


Paula intentó consolarlo como pudo, aunque por dentro sentía un alivio inmenso. Al fin desaparecían las náuseas que le habían revuelto el estómago desde que supo quién era la nueva novia de su hermano.


Que su felicidad la provocara el sufrimiento de su hermano la hizo sentirse terriblemente culpable, pero la verdad era que, desde que existía la posibilidad de encontrarse cara a cara con el hombre que seguía protagonizando sus pesadillas seis años después, había vivido bajo un funesto presagio.


Lo cual no dejaba de ser paradójico, pues durante años había fantaseado con ese encuentro y poder decirle todo lo que llevaba dentro en vez de quedarse callada y recibir los insultos que él le escupía sin piedad... ¡Llegando incluso a disculparse!


Pero por muchas veces que había ensayado su discurso liberador sabía que no era más que una fantasía, y eso la irritaba sobremanera. Se había pasado la vida defendiendo a los más débiles, pero había sido incapaz de defenderse a sí misma y había optado por huir en vez de afrontar la situación.


Aún recordaba aquella fría noche de febrero, sintiendo las miradas reprobatorias de todo el mundo mientras corría a refugiarse en el hotel.


–Ha salido hoy en las noticias. ¿Lo has visto?


–¿A quién? –preguntó, aún pensando en el pasado.


Pedro Alfonso.


El nombre, y la admiración con que lo pronunció su hermano, casi la hizo gritar. Admiraba los logros de las personas, pero ¿qué mérito había en heredar dinero y prestigio?


–Hablaban del acuerdo que ha firmado con un país del Golfo Pérsico. La familia real pone el dinero y él pone a los técnicos y asesores para informatizar el servicio sanitario. Se crearán miles de empleos en la zona donde piensan levantar...


–Sacará una buena tajada con todo eso –lo interrumpió Paula


–Ojalá yo tuviera una mínima parte de su fortuna –se lamentó Marcos con un suspiro de envidia.


–¿Qué tiene que ver el dinero? ¿Y qué importa lo que él piense si vosotros queréis estar juntos?


–No sé por qué esperaba que lo entendieras, si tú nunca te has enamorado. Ah, sí, lo tuyo son los hombres casados, ¿verdad?


Marcos tenía buen corazón, pero podía ser terriblemente ofensivo cuando sufría por algo. Se desahogaba mediante la palabra para aliviar su dolor, y en Paula tenía un blanco idóneo al conocer mejor que nadie sus puntos débiles.


Era el único que conocía aquel punto especialmente débil. 


No los detalles, claro, esos jamás los compartiría Paula con nadie. Pero sí había tenido que explicarle lo básico cuando llamó a su puerta a las cuatro de la mañana, después de haber perdido su llave durante el terrible viaje de vuelta desde Cumbria en el que había tenido que cambiar numerosas veces de trenes y autobuses.


–¡Adrian está casado! –había exclamado, llorando, antes de arrojarse a sus brazos.


Pero todo eso formaba parte del pasado, se recordó Paula, y había seguido adelante con su vida.


Por desgracia, no podía olvidar lo ingenua y necesitada que había sido con dieciocho años. ¿Cómo había estado tan ciega para no ver más allá del encanto varonil y la retórica de su profesor?


–Si no estás preparada, Paula, puedo esperar. Entiendo que quieras que tu primera vez sea especial...


Y ella se había desvivido para asegurarle a Adrian que estaba preparada y que le encantaba Lake District. Nunca había tenido novia y sin embargo allí estaba, con aquel hombre guapísimo y sofisticado que parecía salido de un poema de lord Byron y que se enamoraba de ella, Paula Chaves.


Ella estaba impaciente por corresponderle como se merecía. 


Y lo habría hecho... si aquel hombre no hubiera aparecido de repente. Un año después, aquel hombre seguía colmando sus pensamientos. Los duros rasgos deliciosamente esculpidos en su atractivo y aristocrático rostro...


Hasta que abrió una revista en la consulta del dentista y lo vio en una playa de arena blanquísima, demasiado bonita para ser real... como la escultural modelo rubia a la que estaba abrazado.


El hombre que la había humillado en público era Pedro Alfonso: rico, con talento y nacido en una cuna de oro.


La había hecho sentirse sucia, inmunda y despreciable, y su desprecio le había hecho más daño que el engaño de Adrian. Al menos había tenido ocasión de decirle a Adrian lo que pensaba de él.


Aquel hombre ni siquiera se había molestado en preguntar. 


Únicamente había dado por supuesto lo peor. Ni se le había pasado por la cabeza que ella pudiera ser una víctima... Y lo habría sido de no haber sido por él. La había salvado de cometer un error fatal y la había convertido en una persona mucho más precavida en lo que concernía a los hombres.


Le había hecho un favor, de acuerdo. Pero involuntariamente. Su propósito había sido acusarla, insultarla y servirla en bandeja a la humillación pública.


El incidente había eliminado la confianza en su buen juicio a la hora de elegir, lo que había supuesto un obstáculo insalvable cuando algún tipo aparentemente honesto quería intimar más de la cuenta.


Cualquier psicólogo le diría que su miedo al rechazo era el resultado de haber sido una niña abandonada, lo cual era una estupidez, ya que Marcos había tenido su misma infancia y sin embargo no tenía problemas para enamorarse.


–¿Sabes, Marcos? A veces puedes ser un auténtico...


–Lo siento, Paula –arrepentido, se levantó y le dio un abrazo–. Sabes que no lo decía en serio. La verdad es que ni sé lo que digo. Todo iba tan bien... El fin de semana fue perfecto. Era como estar en otro mundo, Pau, ni te lo imaginas. Ella nunca me dijo que su abuelo era un lord, y la casa... Mandeville Hall es una mansión increíble. Al parecer los Alfonso llegaron a Inglaterra con Guillermo el Conquistador o algo así, mientras que nosotros... ¿qué somos? –la expresión de envidia y devoción dejó paso a una mueca de pesimismo mientras volvía a sentarse.


–Afortunados. Somos afortunados de haber encontrado una familia adoptiva maravillosa.


A la tercera había sido la vencida...


Al principio eran muchas las parejas ansiosas por adoptar a los preciosos gemelos, cuya aparición en la escalinata de una iglesia había acaparado la atención pública durante al menos cinco minutos. Pero el entusiasmo desaparecía al descubrir que uno de los bebés padecía una grave alergia que le provocaba continuos ataques de tos y unos feos sarpullidos que debían tratarse con medicamentos y pomadas.


Cualquiera habría adoptado con gusto al niño rubio y de mejillas rosadas, pero la ley no permitía separar a los gemelos, y así el niño se quedó con su problemática hermana. Pasaron por dos hogares temporales de acogida antes de ser finalmente adoptados por los Chaves, una maravillosa pareja que había llenado una pared de su mansión victoriana con las fotos de todos los niños que habían vivido bajo su techo a lo largo de los años, algunos por un corto periodo de tiempo, otros, como los gemelos, formando parte de la numerosa familia.


–Sí, lo sé –repuso Marcos–. ¿Nunca te cansas de ser tan agradecida, Paula, cuando nuestra madre nos abandonó al nacer?


–Seguro que tenía sus motivos.


–Me da igual por qué lo hizo. Lo único que importa es que lo hizo... ¿Sabes que los Alfonso pueden remontar su genealogía hasta Guillermo el Conquistador?


Paula soltó un bostezo.


–Sí, Marcos, ya me lo has dicho.


–Esa sí que es una historia para estar orgulloso.


La envidia que su hermano mostró irritó profundamente a Paula.


–Yo no me avergüenzo de mi pasado –gracias a sus padres adoptivos.


–Ni yo –protestó Marcos–. Pero estaba pensando que quizá podrías hablar con él y hacerle ver que no somos...


–¡Jamás! –exclamó, horrorizada solo de pensarlo.


–Pero...


–Por amor de Dios, Marcos, ¡madura de una vez y deja de gimotear! –las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas.


No era culpa suya, se dijo a sí misma para vencer los remordimientos. Era culpa de él... Entornó los ojos e intentó controlar el rencor que la dominaba mientras entraba en la catedral con una sonrisa. Seguramente saldría de allí por la puerta trasera y escoltada por uno de los numerosos guardias de seguridad, pero habría merecido la pena.


La boda perfecta no sería tan perfecta. El resto de sus vidas quizá sí, pero, por un momento, por un instante imborrable, sería él quien fuera humillado en público.










UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 2





–Disculpa –Paula dio un respingo cuando una joven la tocó en el brazo. Convencida de que llevaba escritas sus intenciones en la cara, esperó con la respiración contenida a que la echaran de allí.


«Y eso será lo que ocurra si no empiezas a creer en ti misma», se reprendió severamente.


–¿Podrías decirme, por favor, de quién es este vestido?


La pregunta la hizo sonreír y se relajó un poco.


–No estoy segura.


La joven la miró como si tuviera un vestidor lleno de modelos de los mejores diseñadores. Nada más lejos de la verdad. 


Solo tenía otro vestido además de aquella prenda a precio de saldo a la que había arrancado la etiqueta.


El vestido azul de seda dejaba los brazos al descubierto y acababa justo por encima de la rodilla. A Paula le gustaba el corte, sencillo y ligeramente ceñido, y el brillante color cerúleo era casi el mismo que el de sus ojos. La gente le preguntaba a menudo si llevaba lentillas de colores para tener aquel matiz tan espectacular.


–Si tuviera un pelo como el tuyo yo tampoco llevaría sombrero –la joven se fijó en la melena de Paula y se pasó una mano resignada por el tocado rosa que remataba su rubia y lisa cabellera, antes de volver con el joven alto y ceñudo que la llamaba con impaciencia.


Cuando el hombre vio a Paula, sin embargo, adoptó una expresión más amable y se ajustó la corbata. Paula intentó escabullirse, pero la joven volvió a cortarle el paso.


–¿Te importa que te saque una foto para mi blog?


Antes de que Paula pudiera responder, la rubia ya le había hecho una foto con su móvil.


–¿Quién era esa?


–Creo que es esa modelo... o la actriz que salía en esa película de...


En circunstancias normales los comentarios que provocaba a su paso la habrían hecho reír, pero la situación estaba lejos de ser normal y no podía permitirse la menor distracción.


No solo no era una modelo o una actriz famosa, sino que ni siquiera estaba invitada a la boda...


Es más, ¡iba a frustrar la boda!


Cuántas cosas podían cambiar en una semana...





UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 1



Paula no se esperaba que fuera tan fácil, pero hasta el momento su presencia pasaba inadvertida en la calle acordonada. Nadie había cuestionado su presencia entre las otras mujeres mientras intentaba guardar el equilibrio sobre sus altos tacones, temiendo que un tropezón quedara registrado para la posteridad por los fotógrafos que se agolpaban al otro lado de la barrera.


¡Tenía preocupaciones mayores que los tacones!


«Relájate, Paula». Un atisbo de sonrisa asomó a sus labios. 


Al fin y al cabo solo estaba siguiendo las indicaciones del médico. Pero dudaba que el bienintencionado doctor hubiera pensado en... eso cuando advirtió que no podía agarrar una taza con su temblorosa mano y la echó del hospital durante veinticuatro horas.


–Te avisaremos si hay algún cambio. Vete a casa –la había animado–. Come bien y descansa un poco. Tienes que cambiar de ambiente y ocupar tu cabeza con algo. Ya sé que es difícil, pero no le harás ningún bien a tu hermano si caes rendida. Lo he visto otras veces, te lo aseguro.


Si hubiera tenido fuerzas, se habría echado a reír ante la idea de abandonar a su hermano. Pero el sentido común le dijo que el médico tenía razón, de modo que no protestó cuando él llamó un taxi. Tampoco era que tuviese intención de ausentarse mucho tiempo; tan solo el necesario para darse una ducha y cambiarse de ropa.


Después de ducharse se comió un sándwich sin tener apetito mientras divagaba delante de la televisión encendida.


 ¿Y si...? Las dudas la asaltaban sin descanso, hasta que el agotamiento hizo mella y empezó a quedarse dormida en el sillón. Pero entonces oyó un nombre que la hizo desperezarse de golpe y subir rápidamente el volumen del televisor mientras una ola de odio visceral barría los restos de la fatiga.


La presentadora de las noticias estaba contando la vida del novio y la novia de lo que se consideraba «la boda del año».


Dios... ¿Había sido aquel día?


Permaneció sentada, invadida por el dolor y el resentimiento, mirando fijamente a la mujer que hablaba por el micrófono mientras se mostraban imágenes de la novia, hermosa y radiante, y del novio, aún más atractivo que ella, mirando con desprecio algo o a alguien al otro lado de la cámara.


Paula sabía todo lo que necesitaba saber de Pedro Alfonso y de su novia, y en su opinión estaban hechos el uno para el otro. La novia, Elisa Hall-Prentice, una despampanante belleza cuyo salto a la fama se debía a su participación en un reality show.


Aquella mujer era más falsa que Judas y hasta una sabandija tenía más empatía que ella.


Y aquel era su día... Todo sería perfecto para la feliz pareja mientras el pobre Marcos yacía en una cama del hospital y ella seguiría siendo virgen. ¿Por qué era todo tan injusto?


Porque la vida era injusta, pensó. Estaba a punto de apagar la tele, que en ese momento emitía las imágenes de los invitados VIP ataviados con túnicas árabes descendiendo de los helicópteros, cuando dejó caer el mando a distancia y abrió los ojos como platos... ¿Y si algo, o alguien, echaba a perder el día perfecto? Se le escapó una carcajada de nervios y entusiasmo... ¿Por qué no?


¿Por qué todo debería ser como quisiera él? ¿Por qué podía pasar por la vida sin que nada lo afectara, protegido por su inmensa fortuna y poder? La vida de Paula y la de su hermano había sufrido un giro dramático por culpa de aquel hombre, quien seguramente se había olvidado de que existían... Tal vez fuera el momento de recordárselo.


El cansancio la abandonó por completo, dejando paso a un propósito claro y decidido. Fue al armario y sacó el vestido azul. Aquel hombre la había humillado en público, y ella iba a pagarle con la misma moneda...