jueves, 21 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 5




Paula se quedó tan atónita como los doscientos invitados que la escucharon gracias a la formidable acústica del edificio.


–¡Me opongo! –repitió con una voz tan fuerte que resonó en las paredes como una explosión sónica–. ¡Me opongo por completo!


Había conseguido ser el centro de atención, y lo sería hasta que los guardias de seguridad se le echaran encima como en un partido de rugby o fuera internada como establecía la Ley de salud mental. ¿Cómo era... un peligro para una misma o para los otros? Solo había una persona para la que Paula quisiera ser un peligro, una persona que...


«Concéntrate, Paula. Tienes tu momento... No lo dejes pasar».


–¡Él...! –su segunda pausa dramática no fue intencionada. 


La última persona, la única que aún no se había girado, lo hizo y sus ojos se encontraron con los de Paula.


Lo único que pudo pensar fue... ¡Peligro!


Seguía siendo igual a como lo recordaba: orgulloso, arrogante, con aquella nariz recta, aquellos pómulos marcados y aquellos labios crueles y sensuales.


Lo que había olvidado era la humillante reacción de su cuerpo a la poderosa sexualidad que él irradiaba. Un hormigueo la recorrió de la cabeza a los pies y le hizo endurecer los músculos del vientre. Exactamente igual a seis años atrás.


La vergüenza la invadió y por un instante casi olvidó lo que la había llevado hasta allí. Rápidamente levantó el mentón y sofocó la sensación que le abrasaba el estómago. Estaba allí para darle a probar su propia medicina y comprobar hasta qué punto le gustaba ser humillado en público.


Pero lo último que él parecía era humillado. Lejos de reflejar turbación o embarazo, sus ojos eran los de un águila mirando a su presa.


No... ¡Ella no era ninguna víctima! Esa vez no. Agachó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente para recomponerse. Con el corazón desbocado, volvió a levantar la cabeza y lo apuntó con un dedo.


–No puedes hacer esto, Pedro –se apretó la mano contra el vientre–. Nuestro hijo necesitará un padre –al decirlo no pudo evitar acordarse de su propio padre. ¿Dónde estaría en esos momentos?



****


La mujer había acaparado la atención desde que abriera la boca, pero sus últimas palabras hicieron que todas las miradas se desviaran hacia él. Ni siquiera tuvo tiempo para recuperarse de la conmoción que había sufrido al verla, pero consiguió mantener una expresión impávida mientras por dentro seguía temblando.


Vio que ella movía los labios: «¿Sabes quién soy?».


¿Que si sabía quién era? En otras circunstancias se habría echado a reír por una pregunta tan absurda. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había perdido el control, y jamás podría olvidar aquella ocasión en particular... y a la mujer responsable.


Pero, aunque hubiera podido borrar el desagradable incidente de su memoria, siempre se le quedaría grabada en su cuerpo la reacción que experimentó ante aquella mujer.


Nunca, ni antes ni desde entonces, había sentido algo parecido.


¿Provocaría ella la misma reacción en todos los hombres? 


Hombres que, a diferencia de él, eran incapaces de ver aquella reacción como una debilidad. Hombres que eran esclavos de sus deseos. Hombres que carecían del autocontrol gracias al cual Pedro no había acabado siendo igual que su padre.



Bajó la mirada y la recorrió lentamente, desde los rizos que enmarcaban su perfecto rostro ovalado hasta sus interminables piernas y las voluptuosas curvas enfundadas en aquel vestido azul que rozaba la legalidad.


El deseo carnal, la reacción menos apropiada dadas las circunstancias, lo devolvió de golpe a la realidad y lo hizo explotar de furia.


–¿Qué demonios crees que estás haciendo? –espetó, mientras por el rabillo del ojo advertía la conmoción en la fila reservada a la comitiva real. Se avecinaba un desastre de proporciones bíblicas. ¿Dónde se habían metido los guardias de seguridad y por qué le habían permitido la entrada?


La sonrisa provocativa de la mujer hizo que diera un involuntario paso adelante, cegado por la ira.


–¡Ahora ya sabes lo que se siente! –remachó Paula bravuconamente, cuando en el fondo todo aquello le parecía surrealista.


Lo último que vio antes de perder el conocimiento, algo que nunca le había sucedido, fueron aquellos implacables ojos oscuros atravesándola con una intensidad abrasadora.


Antes de verla caer al suelo, Pedro pensó que su desmayo era tan falso como el resto de la escena.


Pero al ver que no se movía pensó que quizá se hubiera golpeado la cabeza... privándolo del placer de hacerle tragar sus palabras. Por desgracia, ninguna retractación pública podría arreglar la hecatombe. Pedro había empleado muchos años en convertir el apellido Alfonso en una marca que inspirase confianza, y a aquella mujer le habían bastado unos segundos para destruirlo todo.


Y él que había pensado que la ausencia de sus padres, quienes no habían querido interrumpir su crucero para asistir a la boda de su hijo, garantizaría una ceremonia libre de escándalos...


Los segundos pasaban lentamente con todos los presentes conteniendo la respiración, hasta que Pedro sucumbió al impulso de actuar. ¡Alguien tenía que hacer algo!


¿Y por qué tenía que ser él?, se preguntó una voz en su cabeza. Al menos su abuelo no estaba allí para verlo, pensó mientras deslizaba un brazo bajo las piernas de la mujer y otro alrededor de su espalda. Se preguntó cuántos móviles y cámaras estaban capturando el momento. La gente empezaba a removerse en sus asientos y los murmullos ahogaban el débil gemido de la mujer que levantaba en brazos. Sus cabellos se propagaban como una llamarada descontrolada. Pedro se apartó un mechón de la boca y le miró la cara, preguntándose cómo algo tan hermoso podía causar tanto daño.


Ella movió los párpados, sin abrir los ojos, y pronunció un nombre. 


¿Marcos?


¿Sería otra víctima?


En su estado inconsciente casi parecía vulnerable, nada que ver con la reina del drama que había sido momentos antes.


¿Por qué lo había hecho?


«Ahora ya sabes lo que se siente». Sonaba a venganza, pero ¿quién esperaba seis años para desquitarse? Las posibilidades se arremolinaban en su cabeza mientras recorría el pasillo hacia su novia, conteniendo a duras penas la furia que le martilleaba el cráneo y con una bruja que olía a flores.


–¡No te muevas! –le ordenó en voz baja cuando ella se retorció y aplastó sus pechos contra el torso de Pedro.


Su expresión se suavizó cuando llegó junto a Elisa, pero sintió una punzada de culpa por no haber pensado más en ella. La pobre Elisa... Si para él era una situación embarazosa, no se podía ni imaginar cómo debía de estar sintiéndose ella bajo el velo.Pedro habría entendido que se pusiera hecha una furia, pero su novia hacía gala de una dignidad impecable... no como la mujer que acababa de echar por tierra el trabajo de tantos años. Y a él no se le ocurría otra cosa que imaginársela desnuda...


–Lo siento –la disculpa coincidió con un silencio general en la iglesia, permitiendo que todos oyeran la admisión de culpabilidad.


Genial... Apretó la mandíbula con frustración y miró a la mujer que lo había ridiculizado ante cientos de personas.


–Yo no –susurró ella. Lo miró fijamente con sus increíbles ojos azules, antes de volver a cerrarlos y acurrucarse contra su pecho.


«Lo lamentarás», pensó Pedro. Cada vez le costaba más controlar sus hormonas, que solo respondían al apetitoso cuerpo femenino que tenía en brazos.


Sintió la mirada fulminante de Elisa a través del velo. No siempre apreciaba su compostura como debería, y pidió disculpas en silencio por haber deseado que mostrase un poco más de espontaneidad. El noventa y nueve por ciento de las mujeres en su lugar se habrían puesto histéricas.


–La puerta,Sergio.


Su padrino, que estaba a su lado, pareció salir de un trance y abrió la puerta a su derecha para que pasara Pedro.


–Ocúpate de Elisa –le pidió él–. Llévala... donde sea y dile que no tardaré. Ah, y avisa a un...


–Tenemos tres médicos aquí. ¿Algo más?


–¿Alguno de ellos es psiquiatra? –masculló, y respondió con un asentimiento a la mano que se cerraba en su hombro–. Padre, ¿hay algún sitio donde pueda...?


–Por aquí.


Siguió al sacerdote hasta una pequeña antecámara y dejó a la inconsciente en el sofá. Poco después llegaron Sergio y uno de los invitados.


–Este es Tom, el novio de Lucy. Es cirujano traumatólogo.


Pedro no le interesaban las credenciales del médico. Apartó los ojos de la chica y le estrechó la mano al hombre.


–¿Te importa echarle un vistazo? –se giró hacia su padrino–. ¿Dónde está Elisa?


–¿De cuánto tiempo está? –la pregunta lo hizo girarse de nuevo hacia el médico.


«Vete acostumbrando, Pedro», se dijo con la mandíbula apretada. Si perdía el control, aquella mujer se saldría con la suya.


–No lo sé. Esta mujer es... –se detuvo antes de decir que era una completa desconocida–. Está delirando.


Se volvió hacia su padrino sin importarle que el médico lo creyera o no para que le indicara dónde podía encontrar a Elisa.


La habitación era más grande y mejor amueblada que la que acababa de abandonar. Su novia se había echado el velo hacia atrás y estaba de pie ante la ventana, hermosa y digna.


Su madre, una mujer a la que Pedro nunca le había tenido cariño, estaba sentada en una silla. Dejó de hablar cuando él entró, pero la palabra «abogado» quedó suspendida en el aire.


–Sandra... –agachó ligeramente la cabeza.


–¡Nunca me había sentido tan humillada en mi vida! –exclamó ella.


«Qué me vas a contar», pensó él, y se giró hacia su novia para ver cómo sonreía.


–Eres formidable... Lo primero, nada de lo que ha dicho esa mujer es cierto.


Sandra emitió un bufido.


–Madre, no estás siendo de ayuda –la reprendió Elisa con una expresión dolida, antes de volver a sonreír–. Por favor, Pedro, las explicaciones no son necesarias. Confío totalmente en ti para arreglar esta... situación.


–Todo el mundo tiene un precio –masculló su madre.


–Gracias, Sandra –respondió él con sarcasmo–. Pero no he hecho nada por lo que tenga que pagar.


–Madre, Pedro puede ocuparse de esto...


–Ha permitido que ocurriera.


Pedro ignoró la acusación.


–¿Tú me crees, Elisa?


Ella apartó la mirada.


–Creo que no importa si las acusaciones de esa mujer son ciertas o no, Pedro.


–Te estás tomando muy bien la posibilidad de que haya abandonado a otra mujer después de dejarla embarazada.


–¿Prefieres que haga de novia dolida y traicionada? –preguntó ella con una sonrisa.


Él miró la mano que le había puesto en el brazo y al cabo de unos segundos ella la apartó y se ruborizó.


–A ninguno nos gustan las escenas, pero por la forma en que te estás comportando cualquiera pensaría que esperabas que yo montase una escena.


Buena observación, pensó él.


–Podría hacerlo –continuó ella–, pero ¿adónde nos llevaría? Soy realista, los dos lo somos. Tenemos que volver ahí fuera, poner buena cara y demostrarle al mundo que somos un equipo... Estas cosas ocurren, y lo importante ahora es que esa chica no abra la boca.


Pedro sintió que por primera vez veía algo que había estado delante de sus narices todo el tiempo. Sacudió la cabeza, pero no consiguió aclararse la visión.


–¿Cómo esperas que haga eso?


Elisa perdió su máscara de serenidad y se puso a chillar.


–¡Por amor de Dios, no seas tan obtuso! ¡Arrójale un puñado de billetes, que tienes de sobra! Este es mi día y no voy a permitir que... –respiró hondo y bajó la voz–. No voy a permitir que nada ni nadie lo eche a perder, y menos una golfa a la que has dejado embarazada.


–A ver si lo he entendido... ¿Pasarás por alto mis indiscreciones y a cambio esperas que te devuelva el favor?


Ella parpadeó y abrió los ojos como platos.


–Es obvio, Pedro. No creía que hiciera falta explicarlo.


Él sonrió burlonamente.



–Creo que a mí sí me hacía falta... –se giró hacia Sandra–. ¿Te importaría dejarnos solos?


–No voy a...


–Largo de aquí –en una reunión de negocios su tono amenazador no habría sorprendido a nadie, pues por algo lo precedía su reputación, pero las dos mujeres se quedaron boquiabiertas.


Pedro esperó a que Sandra saliera y se giró hacia su novia.


–¿No estás enamorada de mí?


–¿Insinúas que no te satisfago en la cama?


–No me refiero al sexo. Estoy hablando de... –se detuvo. Era un tema en el que estaba aún menos cualificado que Elisa–. No lo digo como una crítica, porque yo tampoco estoy enamorado de ti. No creía que fuese un problema, pero he descubierto que quiero más de lo que tú puedes darme –no quería una devoción ciega ni una pasión salvaje, sino una mujer a quien le importara mínimamente que su marido la engañara.


–Algo más... ¿Un trío? Soy de mente abierta, Pedro.


«Y yo soy muy rico», pensó con una mueca de disgusto.


–¿Qué tendría que hacer, Elisa, para que me vieras como alguien inaceptable?


–¿Por qué te comportas como si fuera yo la que ha hecho algo malo?


–Tienes razón –admitió pesadamente. Se había equivocado. 


Elisa le había parecido la esposa y madre perfecta y él no se había molestado en mirar más allá de la superficie–. Es culpa mía. No creo que pueda casarme contigo.


Una fea expresión de asombro e indignación contrajo el rostro de Elisa al ver cómo se desvanecía su futuro pintado de oro.


–¿Me estás dejando?


–Sí, supongo que sí.



****


Pedro había cometido muchos errores en su vida, pero cuando salió de la habitación y cerró la puerta tras él se dio cuenta de que había estado a punto de cometer el peor de todos.


En teoría, una mujer a la que le importara un bledo lo que hiciera el marido siempre y cuando la colmara de lujos y regalos sería la esposa perfecta para un determinado tipo de hombre, y él había creído serlo.


Pero al parecer no lo era.


Podía aceptar muchas cosas, o muchas carencias, en un matrimonio... pero no la falta de respeto mutuo.




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