jueves, 21 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 4




–¿Estás seguro de esto?


Pedro levantó la mirada del suelo de piedra y la clavó en su padrino.


–Es broma –aclaró rápidamente Sergio–. Ya no hay vuelta atrás.


–Siempre hay vuelta atrás.


Era difícil ser objetivo, pero Pedro creía firmemente que aquel matrimonio tenía más probabilidades de salir bien que muchos otros supuestamente basados en el amor y la pasión.


No tenía que mirar muy lejos para ver la prueba. Sus padres habían disfrutado y seguían disfrutando de ambas cosas, y solo ellos podían calificar de próspera su turbulenta e inestable relación. Ellos y la prensa amarilla, cuyas ventas se disparaban cada vez que la famosa pareja se casaba o se divorciaba.


Lo único que el atractivo jugador de polo tenía en común con la hija única de un aristócrata británico era una falta absoluta de autocontrol y una indiferencia total por las consecuencias de sus actos.


No se les podía acusar de no haberlo intentado: se habían casado tres veces, divorciado dos y ambos habían tenido varias aventuras entre medias. Pedro había nacido durante su primer matrimonio, y a la edad de ocho años había sido rescatado, como a él le gustaba pensar, por su abuelo materno durante el segundo y corto matrimonio. Su abuelo se lo llevó a vivir con él a Inglaterra sin que la feliz pareja pusiera la menor objeción. Muy aliviados debieron de estar al librarse del niño...


Su hermanastra, Fernanda, resultado de una de las aventuras extraconyugales de su madre, nació en Mandeville y fue oficialmente adoptada por su abuelo. Apenas tenía relación con su madre, quien se desentendió de ella cuando solo contaba una semana de vida.


Siempre que debía tomar una decisión se preguntaba qué harían sus padres y automáticamente hacía lo contrario. Y siempre le había funcionado.


Cuando a Pedro le preguntaban qué quería ser de mayor, su respuesta había sido tajante: «no quiero ser mi padre».


Con dieciocho años decidió cambiarse el nombre y añadir el apellido de soltera de su madre. 


Fue su manera de agradecerle a su abuelo lo que había hecho por él, y aunque no recibió ninguna muestra de emoción por su parte sabía que el gesto lo había complacido.


Pedro había triunfado en devolver la dignidad a la familia. 


Actualmente, cuando la prensa hablaba de la familia Alfonso era para alabar su éxito económico y no para publicar los escándalos e infidelidades de sus padres en primera plana.


Su vida no sería un culebrón. Su matrimonio no sería un circo mediático.


En su lucha por limpiar el nombre de los Alfonso se había ganado una reputación de despiadado. Pero, insultos aparte, nadie había podido acusarlo jamás de ser deshonesto o ruin.


No se ofendía cuando lo tachaban de orgulloso. Lo era. 


Estaba orgulloso de atenerse a sus principios y de haber devuelto el prestigio a su familia. El apellido Alfonso era de nuevo sinónimo de seriedad y eficiencia. Y la recompensa a sus esfuerzos había llegado con el increíble contrato que estaba a punto de firmar.


Una oportunidad semejante solo se presentaba una vez en la vida, y aunque no era el motivo por el que se casaba tenía que admitir que el momento no podría haber sido más oportuno. La familia real creía firmemente en los valores familiares y confiaba mucho más en un hombre casado.


Eso no quería decir que el matrimonio fuera a cambiarlo. En absoluto. El éxito de un matrimonio radicaba en ser realista con las expectativas. Naturalmente tendría que respetar el compromiso, pero eso no supondría ningún problema. Pedro siempre se había enorgullecido de su autocontrol y no dudaba ni por un segundo de su fidelidad.


No como sus padres.


Le habría gustado que su abuelo hubiera estado allí para ver que el nombre de los Alfonso seguiría vivo y que Pedro había cumplido su promesa. No había sido muy difícil, gracias a los valores que su abuelo le había inculcado.


Él y Elisa estaban en el mismo barco. Los dos compartían los mismos valores y muy rara vez estaban en desacuerdo. 


Ella también opinaba que la estabilidad y la disciplina eran fundamentales para criar a un hijo, e incluso había accedido a renunciar a su carrera para formar una familia. Pedro no sabía nada de esa carrera, pero el gesto lo había conmovido.


Sergio empezó a moverse de un lado para otro.


–Odio esperar... ¿Y si...? No, seguro que aparece. No tendrás tanta suerte... Lo siento, no quería decir... Es solo que...


–¿Qué? –preguntó Pedro fríamente.


–Es un paso muy grande atarse a una persona para el resto de tu vida.


–Elisa no es dependiente ni pegajosa –dijo con una media sonrisa–. Los dos seguiremos con nuestras vidas como siempre.


Sin dramas, gritos ni cotilleos en la prensa.


–Entonces, ¿por qué casarse? –preguntó Sergio–. Perdona, pero ¿eres feliz...?


–¿Feliz? –Pedro no se consideraba una persona feliz, y la constante búsqueda de la felicidad siempre le había parecido agotadora. Él vivía en el presente–. Lo seré cuando acabe este día.



****


El interior de la iglesia era fresco, iluminado por cientos de velas e impregnado con el olor a jazmín y azucenas.


Cuando Paula se detuvo a mitad del pasillo la tensión que llevaba acumulando en el pecho alcanzó el punto crítico. De repente sentía que le faltaba el aire, en medio de todas aquellas elegantes personas que se habían reunido para ser testigos de una celebración, mientras que ella se proponía... 


«¿Qué estoy haciendo, Dios mío?». Se quedó inmóvil, con la adrenalina corriéndole por las venas, desgarrada entre la necesidad de huir y el deseo de luchar. Pero no podía hacer ni una cosa ni la otra: tenía los pies pegados al suelo y no sentía los miembros.


–¡Puedes sentarte aquí!


La alegre invitación evitó que sucumbiera al ataque de pánico. Respiró profundamente y se giró para ver a una señora con un sombrero muy grande que le hacía señas con la mano.


–Gracias –dijo en voz baja mientras la señora le hacía sitio en el banco. Apenas se había acomodado cuando los dos hombres sentados en la primera fila se levantaron.


–Mi hijo, Sergio –dijo la mujer con orgullo de madre–. Nadie lo diría a simple vista, pero es millonario... un genio de los ordenadores. Pedro y él han sido amigos desde el colegio.


Paula no estaba mirando al hombre rubio, desgarbado y visiblemente incómodo que saludaba a su madre. Toda su atención estaba puesta en la figura que tenía al lado, de pelo oscuro, recio cuello y anchos hombros. Estaba de espaldas a los invitados, frustrando el deseo de Paula de verle la cara.


Cuando los asistentes se levantaron, Paula tardó unos segundos en reaccionar. Le temblaban las piernas, tenía la garganta seca y se sentía al borde de un precipicio, incapaz de dar el salto.


Se sacudió mentalmente. En una ocasión había huido y había lamentado profundamente su cobardía. ¡No volvería a cometer el mismo error!


Momentos después, la novia pasó junto a ella envuelta en encaje y satén, pero Paula fue la única persona en la iglesia que no giró la cabeza para admirarla.


–Puedes hacerlo, puedes hacerlo... –se animó a sí misma entre dientes.


La señora del sombrero se arrimó a ella.


–¿Estás bien, querida? –le preguntó, usando el enorme sombrero como abanico.


–Sí, muy bien –respondió ella con una débil sonrisa, y justo entonces empezaron los novios a intercambiar los votos–. ¡Por fin! –susurró.


Al oír por primera vez la voz de su enemigo sintió una ola de rabia que barrió las pocas dudas que le quedaban.


Cuando más tarde intentó recordar la secuencia de los acontecimientos que precedieron a su intervención no consiguió ponerlos en pie. No supo cómo acabó de pie en el pasillo de la iglesia, pero sí recordaba perfectamente cómo abrió la boca dos veces sin que saliera el menor sonido.


A la tercera fue la vencida...


–¡Sí! ¡Yo me opongo!





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