sábado, 16 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 19





Paula se sentía tan mal que, cuando terminó de preparar la cena y subió al dormitorio para cambiarse de ropa, no tuvo más remedio que tumbarse un poco. Lamentablemente, la reunión de padres era esa noche, y le había prometido a David que asistiría.


Al cabo de unos minutos, David abrió la puerta y preguntó:
–¿Ya estás preparada?


El chico se quedó atónito al verla.


–Pero si estás en la cama…


–Descuida. Me levantaré enseguida.


–¿Te encuentras bien? Pareces enferma.


Paula no podía negar que lo estaba, pero no quería que David se llevara un disgusto, así que hizo un esfuerzo por fingirse bien.


–Anda, ve a vestirte. Estaré contigo dentro de un momento.


David la miró con escepticismo y salió del dormitorio. 


Momentos después, apareció Pedro y frunció el ceño al verla en la cama. Paula intentó levantarse, pero se mareó tanto que se tuvo que apoyar en la mesita de noche.


–Oh, Dios mío…


–Acuéstate otra vez, Paula –ordenó él.


Ella se sentó en el borde de la cama.


–No puedo.


Pedro se acercó, apartó la manta y las sábanas y dijo:
–Acuéstate.


Paula se sentía tan débil que solo pudo sacudir la cabeza.


–Maldita sea, Paula. Eres médico. Deberías saber lo que conviene en estos casos.


–Soy psicóloga, no médico de cabecera –le recordó.


–Razón de más para que te comportes con un poco de sentido común. No te morirás por asistir a una reunión de padres, pero pegarás el catarro a toda la población de los Cayos de Florida. Y dudo que David lo apruebe.


–No lo puedo dejar en la estacada –alegó ella–. Es la primera vez que un adulto lo iba a acompañar a una reunión de padres. ¿No comprendes que significa mucho para él?


–Por supuesto que lo comprendo. Y ahora, acuéstate.


Ella pasó una mano por la almohada. Resultaba de lo más tentadora.


–No te preocupes. Yo iré a la reunión –anunció Pedro.


Paula lo miró con asombro.


–¿Tú?


Él sonrió.


–Sí. ¿Por qué te extraña tanto? Si voy a formar parte de esta familia, es hora de que asuma más responsabilidades. Además, estoy seguro de que a David no le importará.


–Está bien… –susurró ella.


Paula se tumbó y apoyo la cabeza en la almohada. Pedro la tapó y salió de la habitación, pero volvió unos minutos después con un vaso de zumo de naranja y una jarra con agua.


–Dicen que hay que beber mucho cuando estás acatarrado.


–Sí, eso dicen… 


–Pues bebe.


–Ahora no me apetece.


–Bebe –insistió él.


Paula no tuvo más remedio que beber un poco de zumo.


–¿Estarás bien hasta que vuelva?


Ella asintió.


–Tamara se hará cargo de los más pequeños. Les preparará la cena y los acostará –anunció–. Vendrá a verte más tarde… Y yo volveré tan pronto como esa posible. Si necesitas algo, pega un grito.


Paula sonrió con debilidad y dijo:
–No, nada de gritos.


Pedro soltó una carcajada.


–¿Insinúas que, por una vez en tu vida, no vas a gritar? Vaya, menudo cambio… Es una pena que no vaya a estar presente para verlo.


Las palabras de Pedro le sonaron distantes, porque había cerrado los ojos y se estaba quedando dormida. Durante un momento, tuvo la impresión de que se inclinaba sobre ella y le daba un beso en los labios. Pero que no podía ser. Pedro era un caballero, y los caballeros no abusaban de mujeres enfermas.






viernes, 15 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 18





¿Enamorado? No, no podía ser. Era imposible que Pedro Alfonso, el famoso mujeriego, se hubiera enamorado de ella. 


Paula estaba segura de que desconocía el significado de esa expresión. Pero, por muchas veces que rechazara la posibilidad de que estuviera enamorado de ella, su inesperada confesión la tuvo tan preocupada que, al final de la tarde, todos sus pacientes se habían dado cuenta de que le pasaba algo.


Paula intentó concentrarse en su trabajo y demostrar algún entusiasmo por los pequeños éxitos del día, pero no dejaba de pensar en la alocada, impulsiva y, en su opinión, insensata declaración de amor.


Jamás lo habría imaginado. A pesar de sus defectos, era un hombre demasiado noble y sincero como para apelar al amor sin más intención que la de seducirla. Además, no tenía sentido que mintiera. Sabía que ella estaba dispuesta a acostarse con él. Y eso era parte del problema. Que ella estaba dispuesta y él, no. Pedro pensaba que, manteniendo las distancias, la protegería. Y cuanto más las mantenía, más le gustaba.


Si seguían por el mismo camino, corría el riesgo de enamorarse. Pero ni Paula buscaba una relación seria ni creía que Pedro la quisiera de verdad. Se estaba engañando a sí mismo.


Estaba fascinado por la novedad de vivir en una casa llena de chicos, y había perdido la perspectiva. No se daba cuenta de que su fascinación por la vida en familia desaparecería pronto.


Paula tomó una decisión. Le demostraría que no estaba hecho para esas cosas. Y su humor mejoró tanto que, cuando llegó la hora de cenar, se sentía como si volviera a ser la de siempre. Como si tuviera el control.


Desgraciadamente, su seguridad se esfumó en cuanto Pedro entró en la cocina, le dio un beso en la frente y, tras acercarse a la cacerola que humeaba en el fuego, halagó sus habilidades culinarias. Paula se estremeció de placer, y se preguntó qué demonios le estaba pasando. Se suponía que el enamorado era él.


La cena fue bastante incómoda. Los chicos los miraban de un modo tan raro que ella se quedó sin habla. Por suerte, Pedro se comportó como si no pasara nada en absoluto. Se interesó por sus cosas, les dio conversación y, al final de la velada, se encargó de que recogieran la mesa y la limpiaran. Para no estar acostumbrado a vivir con un montón de chicos, lo hacía maravillosamente bien.


–Eh, mamá… –intervino David, sacándola de sus pensamientos–. ¿Es verdad lo que Pedro ha dicho? ¿Vamos a ir a Miami el fin de semana?


Ella parpadeó, perpleja. Había perdido el hilo, pero miró al chico y contestó como si no fuera así.


–Ya veremos.


–A mí me parece una gran idea –dijo Tamara–. En Miami hay muchas tiendas y cines…


–Y también está el Miami Heat –se sumó Pablo, refiriéndose a un famoso equipo de baloncesto–. ¿Podríamos ir a ver el partido, Pedro?


–Si Paula está de acuerdo…


Paula maldijo su suerte. Pedro le había pasado la pelota de un modo extremadamente astuto. Ahora estaba atrapada, y no se podía negar.


–Por mí, no hay problema. Si está dispuesto a llevaros…


–Iremos todos –puntualizó Pedro–. No te vamos a dejar aquí, sola.


–Claro que no, mamá –dijo David–. Tú también necesitas un descanso.


–Vamos, Paula… Será mejor que correr mil kilómetros –dijo Tamara–. Además, siempre dices que hay que descansar de vez en cuando, para reducir el estrés.


Paula suspiró.


–Ya veremos. Habrá que organizarlo todo y…


–¡Oh, Dios mío! –exclamó David.


–¿Qué pasa?


–Me había olvidado de decírtelo… Hay reunión de padres en el colegio –contestó–. ¿Podrías ir, Paula?


–¿Por qué quieres que vaya a una reunión de padres? – intervino Joaquin con desdén–. Son aburridas y absurdas.


–Eso es lo de menos, Joaquin –dijo Paula–. Si es importante para David, iré.


–Tú verás lo que haces.


Joaquin se levantó y se fue, dejando a David avergonzado. 


Para David, Joaquin era el hermano mayor que no había tenido, y valoraba tanto sus opiniones que ahora se arrepentía de haber dicho nada.


–No hagas caso a Joaquin. ¿Cuándo es la reunión? –preguntó Paula.


–Pasado mañana.


Paula le acarició el pelo y dijo:
–Pues no te preocupes. Allí estaré.


Pedro se levantó entonces y ordenó a los chicos que se marcharan a hacer sus deberes. Todos obedecieron al instante, aunque Tamara los miró con picardía antes de salir.


–¿No te parece que has sido un poco obvio? –dijo Paula, frunciendo el ceño.


–¿Crees que se han dado cuenta de que quiero estar a solas contigo?


–Tamara se ha dado cuenta de sobra. En cuanto a los demás, quién sabe… Pero seguro que te estarán muy agradecidos por haberles evitado el mal trago de lavar los platos.


–Oh, vaya. Sabía que olvidaba algo.


Pedro se acercó y le dio un beso en la mejilla. Fue un gesto inocente, sin segundas intenciones. Pero la excitó de todas formas.


–Bueno, ya me acostumbraré a este asunto de la paternidad –dijo él–. Solo necesito un poco de práctica.


Pedro, tenemos que hablar.


–¿De qué? –preguntó con inocencia fingida.


–De ese asunto de la paternidad –respondió con sorna–. De ti, de mí y de los viajes a Miami.


–¿Y qué me tienes que decir?


Pedro se acercó al fregadero y empezó a lavar los platos como si no pasara nada.


–¿Me podrías prestar un poco de atención, por favor? – protestó ella.


Él se dio la vuelta, sonrió de oreja a oreja y la tomó entre sus brazos.


–No sabes cuánto me alegro de que por fin me lo hayas pedido.


–Maldita sea, Pedro


Pedro le mordió el lóbulo de la oreja.


–¿Es que no te tomas nada en serio? –continuó ella.


–Por supuesto que sí. Esto me lo tomo muy en serio.


Pedro le dio un beso que la dejó sin aliento.


–Escúchame, Pedro


–Pero si te estoy escuchando…


Paula se apartó de él a duras penas.


–¿Lo ves? No quieres asumir la realidad. Te comportas como si yo sintiera lo mismo que tú.


–Porque lo sientes.


–Eso no es cierto –dijo con vehemencia.


–Pau, te conozco muy bien. Ni siquiera considerarías la posibilidad de acostarte conmigo si no estuvieras enamorada de mí. Y sé que ahora la estás considerando, lo cual significa que estás enamorada de mí.


–Tú lógica es un desastre.


–Mi lógica es impecable –replicó–. Tengo un cerebro científico y bien ordenado. Una maravilla de la razón.


–Pero esto no tiene nada que ver con la razón.


–¿Esto? ¿Qué es esto, Paula?


–Lo que estamos hablando.


–¿Te refieres al amor?


–Exacto.


–Bueno, no recuerdo haber dicho que el amor sea lógico. Me he limitado a llegar a una conclusión a partir de las pruebas que me has dado.


–Vete al infierno.


–Oh, Pau… Ya estás hablando mal otra vez. Cada vez que pierdes una discusión conmigo, te pones a hablar como una verdulera.


–No has ganado esta discusión –bramó.


–Si tú lo dices…


Pedro le dio la espalda y volvió al fregadero para seguir lavando los platos.Paula lo miró con rabia y salió de la cocina





DESTINO: CAPITULO 17







A la mañana siguiente, los dos estaban ojerosos y protestones. En determinado momento, se enfadaron por algo sin importancia y Pablo preguntó:
–¿Se puede saber qué os pasa?


–Es que he dormido mal –contestó Pedro, que lanzó una mirada acusadora a Paula.


–¿Y de quién es la culpa? –replicó ella, mientras le servía una taza de té de hierbas.


–¿Té? Yo no quiero té. Quiero mi refresco… 


–Pues lo siento mucho. Los he tirado todos.


–¿Que los has tirado? –bramó.


–Sí. Tendrás que contentarte con el té.


–Eso ni siquiera es un té de verdad. No tiene ni un poco de cafeína.


–Exactamente.


En mitad de la discusión, Paula se dio cuenta de que los chicos los estaban mirando como si asistieran a un partido de tenis, así que suspiró y dijo:
–Está bien. ¿Declaramos una tregua?


–¿Eso significa que me puedo tomar mi refresco?


–No. Solo significa que dejemos de discutir.


–Dejaré de discutir contigo cuando me devuelvas los refrescos que has tirado.


–¡Vete a freír espárragos!


Paula se levantó de la mesa y se marchó, dejando boquiabiertos a los chicos.


–¿Mamá se encuentra bien? –preguntó David, atónito.


–Sí, claro que está bien –contestó Pedro.


–¿Seguro? –insistió.


Tamara miró a Pedro con ironía e intervino en la conversación.


–Creo que está enamorada…


–Tamara, no creo que debamos hablar de eso en este momento –dijo Pedro.


–Pero lo está, ¿verdad?


–Tamara… –le advirtió.


Joaquin los miró a los dos, se levantó de la silla y se dirigió a Tamara con un tono cargado de indignación.


–¿Es que te has vuelto loca? No es posible que mamá se haya enamorado de él. Tendría que haber perdido la razón.


–El hecho de que Pedro te disguste no significa que no guste a Paula –razonó la joven–. No seas tan obtuso.


–La obtusa eres tú.


Joaquin salió de la casa pegando un portazo.


–Si Paula y tú os enamoráis, ¿serás nuestro padre? –intervino Pablo–. Lo pregunto porque sería genial…


Pedro se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


–Basta ya. Estáis llegando a conclusiones apresuradas. Además, los sentimientos que tengamos no son asunto vuestro.


–Por supuesto que lo son. Vivimos con vosotros –alegó
Tamara.


–Sí, pero es un problema que solo nos atañe a Paula y a mí. Y no lo solucionaremos si os dedicáis a observarnos y a analizar todo lo que hacemos.


Tamara asintió lentamente, como si las palabras de Pedro hubieran confirmado sus sospechas.


–Es decir, que estáis enamorados.


–¡Tamara!


La chica sonrió con picardía.


–Oh, lo siento tanto… Me he dejado llevar por la emoción – dijo–. ¿Podemos hacer algo para ayudarte?


–Sí. Dejar de hacer conjeturas sobre nosotros.


Pedro se maldijo para sus adentros. Empezaba a comprender lo que sentían los famosos cuando sus asuntos personales pasaban a ser de dominio público Pedro esperó a que los niños se fueran al colegio. Afortunadamente, Melisa estaba en la guardería por las mañanas, así que no tenía que cuidar de ella. Y cuando se quedó a solas, salió de la casa y se dirigió a Dolphin Reach, donde Paula tenía la consulta.


Aquella iba a ser la primera vez que entrara en los dominios de la mujer de sus sueños. Conocía su trabajo porque Paula había ayudado al hijo de Tobias con su dislexia, pero no había tenido ocasión de visitar el edificio. Al llegar, se acercó a la recepcionista y preguntó por el despacho de Paula.


–Es el segundo a la izquierda, pero no está aquí. Está fuera, con los delfines.


–¿No está con ninguno de sus pacientes?


–No. El primero no llega hasta las diez.


–Ah, gracias…


Mientras caminaba hacia el muelle, la curiosidad de Pedro aumentó. Sabía que sus métodos eran muy vanguardistas, pero jamás habría imaginado que utilizaba delfines para sus terapias. Y se quedó perplejo cuando la vio arrodillada en una plataforma, delante de un grupo de delfines que parecían sonreír.


–¿Pau?


Paula se dio la vuelta y lo miró con seriedad.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–Me ha parecido que necesitábamos hablar.


–Ahora, no. Estoy ocupada.


–Sé que no tienes ningún paciente hasta dentro de una hora. Si es necesario, te la pagaré…


–Lo siento. No acepto pacientes con los que mantengo una relación personal.


Pedro sonrió.


–Eso no es cierto. Ayudaste a Kevin.


Ella estuvo a punto de sonreír a su pesar.


–Kevin fue una excepción.


–Pues haz otra excepción.


–¿Por qué?


–Porque los chicos me han obligado a asumir algo que me negaba a asumir.


–¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?


–De que estoy enamorado de ti.


Paula lo miró con tanto asombro como escepticismo. 


Pero Pedro supo en ese momento que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para demostrarle que había sido sincero.


Se arrodilló a su lado y preguntó:
–¿Y bien?


–No sé qué decir…


–Bueno, puedes empezar por decir lo que piensas. Es lo que aconsejan los libros de psicología, ¿no?


–Está bien, te diré lo que pienso… Pienso que estás loco.


Él sonrió.


–Menudo análisis profesional –se burló.


–No te rías de mí, Pedro.


–No me estoy riendo. Y, a pesar del pánico que veo en tus ojos, tampoco espero que te declares profundamente enamorada de mí. Solo quiero saber si tengo alguna oportunidad.


–No digas tonterías. No estás enamorado de mí. Solo lo crees porque alivia tu sentimiento de culpabilidad.


–¿Mi sentimiento de culpabilidad? No he hecho nada para sentirme culpable.


–Pero te gustaría haberlo hecho.


–Maldita sea, Pau… Te aseguro que no me siento culpable por desearte.


–Aunque sea cierto, lo que tú quieres no tiene nada que ver con el amor. Solo buscas una relación sexual pasajera, un simple juego.


La actitud de Paula le pareció tan irritante que sintió la tentación de tomarla entre sus brazos y besarla para impedir que insistiera con sus argumentos supuestamente psicológicos. Pero sospechaba que solo serviría para reafirmar su posición.


Al final, optó por una solución más categórica. Sin dejar de mirarla a los ojos, alzó un brazo, le pasó un dedo por la mejilla y, acto seguido, bajó hasta sus senos y le acarició un pezón hasta ponérselo duro.


–Puede que esto sea algo más que un juego, Pau


–No, no lo es… –susurró, excitada.


Él se inclinó entonces y la besó con suavidad durante unos segundos.


–¿Y qué pasaría si estás equivocada?


Pedro no esperó a que respondiera. Se levantó y se alejó tranquilamente, dejándola a solas con sus dudas.




DESTINO: CAPITULO 16




Su nuevo plan tenía un problema: que ni él ni ella sabían por dónde empezar. Durante los días siguientes, estuvieron tan tensos que Paula se sentía terriblemente frustrada. Cada vez que Pedro la rozaba sin querer, se sobresaltaba y se disculpaba con un nerviosismo exagerado. Y la paciencia de Paula estaba llegando a su límite.


Además, no sabía si era conveniente que Pedro se involucrara más en la vida de los chicos. Seguía creyendo que debían actuar con cautela; sobre todo, después de lo sucedido con Tamara. Y una noche, cuando se lo dijo después de cenar, él replicó:
–No puedes tener las dos cosas a la vez. No puedo quedarme en la casa y mantener las distancias al mismo tiempo.


–No veo por qué no –dijo con obstinación.


Él se limitó a mirarla fijamente.


–Bueno, puede que no esté siendo muy racional –admitió ella–. En este momento, no me siento precisamente racional.


–¿Y cómo te sientes?


–Como si me hubieran partido en dos.


–A mí me pasa lo mismo.


De repente, Paula rompió a reír. Todo el asunto le parecía absurdo. Se suponía que eran personas adultas, con la madurez necesaria para afrontar cualquier situación. Pero se comportaban como dos niños.


–¿Se puede saber de qué te ríes? –gruñó Pedro–. Tenemos un problema grave.


–No te lo voy a discutir. Pero, ¿me podrías hacer el favor de definir el problema? 


Pedro se puso nervioso.


–Bueno… Nosotros…


–Estamos permanentemente cachondos –dijo ella.


–¡Pau! –exclamó él, asombrado con su lenguaje.


–Puede que sea una forma algo cruda de decirlo, pero es verdad. Y también es verdad que, si yo fuera una mujer distinta, ya te habrías acostado conmigo.


–Pero eres quien eres.


–Y supongo que te debería estar agradecida por dedicarme un tratamiento tan especial. Pero no lo estoy en absoluto.


Pedro rio.


–Creo que te entiendo.


Los dos se miraron a los ojos durante unos segundos, sin decir nada.


–Podríamos ir a ver una película –dijo Pedro al final.


–Casi son las diez de la noche… 


–Pues alquilaremos una.


–Y nos sentaremos juntos en el sofá, acurrucaditos… 


–Umm. No sé si es una buena idea.


–Ni yo.


–¿Y si jugamos al ajedrez? Es un juego serio y muy intelectual, completamente alejado de fantasías eróticas.


–No sé jugar al ajedrez.


–Pues a las damas… –replicó–. Maldita sea, Pau, échame una mano. Intento encontrar una solución.


–Está bien, jugaremos a las damas. Creo que el tablero está en el dormitorio de Pablo.


–Ve a buscarlo tú. Yo haré unas palomitas.


–Debería haber sabido que aprovecharías cualquier oportunidad para atiborrarte de comida basura.


–Tranquila. A ti te traeré unas uvas.


Quince minutos después, el tablero, las palomitas y las uvas estaban en la mesa del salón. Y quince minutos después, Pedro había ganado la primera partida.


–No te estás concentrando –la acusó.


–¿Y quién se puede concentrar? Haces mucho ruido con las palomitas.


–Venga ya… ningún jugador bueno se desconcentraría por algo así.


–Pero yo no soy un buen jugador. Hasta Tomas me gana – dijo–. Y, por otra parte, deberías ser más atento conmigo. Al fin y al cabo, has sido tú quien se ha empeñado en jugar.


–Para estar ocupado y no estar pensando todo el tiempo en acostarme contigo –le recordó.


–¿Y funciona?


–En absoluto.


–Me lo temía. Tampoco funciona conmigo.


–¿Sabes por qué?


–¿Lo preguntas desde un punto de vista psicológico? ¿O puramente físico?


Él la miró con recriminación y dijo:
–Es porque estamos juntos y en la misma casa, pero ni tú ni yo nos atrevemos a… en fin, ya sabes.


Paula arqueó una ceja.


–Ni siquiera eres capaz de decirlo abiertamente, Pedro.


–¿Quieres que hablemos abiertamente?


–Por supuesto. Hablar es la mejor forma de solucionar los problemas.


Él sacudió la cabeza.


–En este caso, no. Créeme, Pau… Tengo experiencia al respecto, y sé que hablar de sexo empeoraría la situación.


–Yo no estoy tan segura. Serviría para ver las cosas con más objetividad.


–Lo único que me puede dar alguna objetividad es una ducha fría, y me la voy a dar ahora mismo.


Pedro ya había llegado a la puerta cuando se giró y dijo:
–Supongo que no querrás… 


–¿Ducharme contigo? No.


Él sonrió.


–Bueno, tenía que intentarlo.