miércoles, 6 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 11





Parpadeé un par de veces mientras mi vista se adaptaba a la claridad. Tomé el móvil que estaba sobre la mesita de noche. Los mensajes, de Pedro y Oscar me llenaban el buzón de voz. Exhalé con cansancio, y lo dejé de nuevo donde estaba. «Debía revisarlos pero no quería», necesitaba unas horas de descanso antes de enfrentar esa situación.


Fui al baño y después de asearme, recorrí el departamento en busca de mi padre, pero estaba sola. Mi estómago gruñó hambriento, así que fui por desayuno a la cocina.


Mientras lo preparaba el ruido de la puerta al cerrarse me sobresaltó, de tal forma, que casi me vierto el jugo de naranja que me había servido encima.


—Paula, ¿ya estas despierta dormilona? —Papá venía de correr. Su rostro estaba sudado y enrojecido.



—Sí, buenos días. No me despertaste para que te acompañara, sabes que me gusta salir a correr contigo —le reclamé.


—Te confieso que fui a buscarte, pero estabas tan rendida que preferí dejarte descansar. Tengo noticias con respecto a tu nuevo trabajo. —Abrió el refrigerador y sacó una botella de agua—Comienzas el lunes. Así que prepárate hija, porque después que empieces en el hospital, no vas a tener tiempo de nada. —¿Me estaba jugando una broma? ¿Me había conseguido un puesto en el hospital?


—Papá, mírame. —Estaba tan emocionada que no podía parar de sonreír—¿Hablas en serio? no bromees con eso. —Mi voz era aguda, estaba eufórica y muy ansiosa por comenzar una nueva vida. Él afincó su mirada en mí.


—Claro que es cierto, ¿por qué dudas? —Corrí para abrazarlo. No me importó lo sudado que estaba.


—Para, hija, no quiero ensuciarte. —Él trató de soltarse de mi abrazo, pero no lo dejé antes de lograr alejarse.


—¿Te he dicho alguna vez que eres el mejor papá del mundo? —se carcajea y dejo que me aleje.


—Paula, Paula, eres adorable, pero recuerda que tenemos una conversación pendiente que ya hemos atrasado mucho. —Él tenía razón, sin embargo, aún no quería que habláramos de eso. Deseaba leer primero el diario de Elizabeth, así podría tener en la mano las preguntas necesarias.


—Lo sé, te prometo que de este fin de semana no pasa, primero necesito averiguar unas cosas.


—Paula…


—Lo siento papá, sabes que es mi derecho. —Me miró con resignación y asintió con la cabeza. Sabía que no podía ocultarme por más tiempo la verdad. Le dio un largo trago al agua para asimilar mi decisión—¿Le puedo preguntar algo señor Roberto? —agregué para cambiar la conversación, y eliminar la tensión que se había creado entre nosotros por el tema de mi madre—¿Cuáles son sus intenciones con la señorita Alicia?


Él tiró la botella vacía en el bote de la basura, pasó una de sus manos por su cabello sudado. Su expresión cambió a seria, algo pensativa.


—No creo que eso aún le incumba señorita Chaves. Me voy a duchar, tengo que ir al hospital —alegó antes de salir de la cocina. Yo lo observé alejarse en silencio, por lo visto, ellos aún no tenían claro lo que sentían. Debía esperar para poder saber algo.


Después de desayunar, me fui a mi habitación, me senté en la cama con el bolso en la mano. Saqué el diario de Elizabeth de su interior. Tomé aire antes de abrirlo.


«Ya era hora de que lo leyeras», me dije mentalmente para darme algo de valor.


Querida Paula.

Quizá esta no es la mejor manera, pero la única que encuentro posible para que conozcas la pequeña historia de amor entre tu padre y yo.

Nos conocimos al salir de la clase de matemáticas. Ya íbamos a mitad del pasillo, cuando recordé que había dejado la chaqueta olvidada en el salón. Era mi primer día de escuela, tenía diecisiete años, y estaba cursando el último año de la secundaria. Me detuve agarrando del brazo a mi amiga Claire.

—He dejado la chaqueta en el salón, vamos por ella —Claire me sonrió, estaba acostumbrada a mis descuidos.

—¡Qué raro! —Dijo con sarcasmo—Vamos por ella, despistada —añadió guiñándome un ojo.

Me di la vuelta y me tropecé contra algo que me dejo en el suelo. Desconcertada por la sorpresa, comencé a levantar mis libros que rodaron por todos lados. Una mano se posó sobre la mía cuando los trataba de recoger. Alcé la mirada para ver de quién se trataba, allí estaban los ojos verdes más bellos que había visto en mi vida. Eran claros y brillantes. No podía dejar de observarlos, no sé cuánto tiempo pasó hasta que comencé a escuchar las carcajadas de Claire. El chico de los ojos verdes me habló haciéndome sentir aturdida.

—Lo siento, ¿estás bien? Déjame ayudarte —dijo, entregándome los libros.

—Sí, gracias. Discúlpame tu a mí, ando un poco distraída —baje la vista hasta el suelo, pude sentir como la sangre subía con rapidez a mi rostro.

—Ella siempre está distraída —agrego Claire en tono burlón. Ojitos verdes sólo nos sonrió.

—Estaba apurado por encontrarte, creo que esto es tuyo. —Me mostró la chaqueta con una sonrisa.

—Justo iba por ella cuando choqué contigo. —Por un momento me sentí avergonzada y torpe.

«¿Cómo no lo había visto antes? Siempre con la cabeza en otro lado Ely», me reproché mentalmente.

—Me llamo James —explicó sin dejar de mirarme.

—Ely… —tartamudeé, Claire carraspeó para hacerse notar—Esta es Claire.

Se saludaron con una leve sonrisa, y luego comenzamos a caminar hacia la salida cuando oímos un fuerte silbido. James se giró en su dirección.

—¡James! —Era otro chico, caminaba muy deprisa hacia nosotros.

Claire y yo intercambiamos miradas, nunca antes lo habíamos visto en la escuela. Además, los dos eran muy apuestos.

—¡Hey, Roberto!, te presento a Ely y Claire.


Cerré el diario de un solo golpe ahora estaba más perdida que al principio. Fijé la vista en un punto por sobre la solapa del diario y traté de asimilar lo que había leído. Si asumía que Rob era mi padre, entonces Elizabeth no se sintió atraída por él al principio, sino más bien por su amigo James, el chico de los ojos verdes.


«Ojos verdes, yo también tenía los ojos verdes, ¿sería una coincidencia?».


Mi móvil comenzó a sonar con insistencia, pero estaba tan confundida que no quería hablar con nadie. Podía asegurar que se trataba de Oscar o de Pedro y aún no tenía nada que decirles.


Me fui a la cocina en busca de un aperitivo, quería seguir leyendo el diario y terminar de entender qué había ocurrido con mi madre. Me serví una buena porción de helado de vainilla y regresé a mi habitación para continuar con la lectura.


Presentía que lo mejor estaba por venir.


Después de dos semanas de intercambiar miradas y tímidas sonrisas, James y Rob se acercaron a nosotras en la salida de la escuela. Claire y yo nos estábamos despidiendo de un grupo de chicas.


—¡Ely! … ¡Claire!— Gritó James. Las dos nos vimos y sonreímos como tontas.


—James, Rob —les dijo Claire esbozando una de sus sonrisas.


—Salgamos esta noche — soltó Rob.


Quedamos en encontrarnos en el Bowling cerca de la escuela, alrededor de las siete. Les lanzamos unos besos al aire, nos montamos en el auto de Claire y salimos con las caras de felicidad más genuinas que habíamos tenido alguna vez.


Claire era una chica alegre, llena de una energía sin igual, siempre con una sonrisa en sus labios. Era muy raro verla de mal humor. De cabello liso y rubio, piernas largas de modelo de pasarela y unos ojos color miel que brillaban con luz propia. Nos queremos como hermanas y pasamos más tiempo juntas que con nuestras propias familias.


Nos conocimos cuando cursamos juntas el tercer grado de primaria. Desde el primer día que nos sentamos en la cafetería de la escuela fuimos inseparables.


Vivíamos en el mismo vecindario de Greenwich Village, un suburbio tranquilo lleno de edificios de ladrillos rojos, con departamentos pintorescos, pisos de madera y de distintos niveles. Una zona familiar famosa por su cultura bohemia.
Claire quería ser una modelo famosa y yo una fotógrafa de renombre. Nuestros planes eran ir juntas a recorrer el mundo. Estábamos llenas de inquietudes, curiosidades y sueños, eran muchas las ganas de vivir, mirar y conocer.


—¿Ely… ¡Ely, despierta!, aterriza amiga —lo dijo tan fuerte que me sacó de mi ensueño.


—Claire, no sé qué me pasa —dije emocionada, ella rió.


—Te gusta, te gusta, te gusta —repetía en tono burlón mientras encendía la radio. Ella tenía razón. James me gustaba, no lo podía negar.


—Creo que sí. —Me llevé las manos al rostro, sentí como me ruborizaba.


—¡Lo sabía! Ely te lo dije ¿sabes que es lo mejor? —Negué con la cabeza.


—A mí me gusta Rob, esos ojazos azules —suspira—Amiga, estamos perdidas. ¿Qué vamos a hacer?


Era la primera vez que nos gustaba un chico, bueno, que nos gustaba de verdad, era una sensación nueva para los dos, despertaba algo tan fuerte, tan intenso que no sabíamos cómo actuar, ni qué decir.


A las siete en punto estaba tocando la puerta de casa de Claire. En lo que la abrió nos abrazamos sonriendo sin decir nada. Todo el camino lo hicimos en completo silencio, la emoción y los nervios se habían apoderado de nosotras.


Cuando llegamos al Bowling ya los chicos estaban jugando. 


Nos hicieron señas mostrándonos los zapatos. Las dos suspiramos al mismo tiempo, eran tan apuestos, altos, fuertes y robustos, que nos tenían literalmente babeando por ellos.


James y Rob se conocían desde niños, sus familias eran vecinas. Ellos no paraban de contar historias, todas estaban llenas de humor, inocencia y una fuerte amistad que iba más allá del tiempo.


Claire y Rob no paraban de mirarse, mientras tanto James había acaparado toda mi atención. Él era diferente a todos los otros chicos que había conocido, James tenía la capacidad de hacerme sentir especial.


Cerré de nuevo el libro y lo dejé encima de mis piernas. ¿Por qué Elizabeth hablaba de sus sentimientos hacia otra persona que no era mi padre?


Estaba claro que a quien realmente amaba era al tal James. 


Solté todo el aire retenido, dos preguntas rondaban mi cabeza: ¿cómo había logrado terminar con papá?, ¿y qué fue de su mejor amiga Claire?


—¡Hija!, ¿qué estás haciendo? —Mi padre me sorprendió mirándome desde el marco de la puerta con una sonrisa confusa marcada en los labios.


Suspiré con resignación, él descubrió el diario sobre mis piernas. Había llegado la hora de sincerarme. Le hice una seña y lo invité a sentarse a mi lado. Se acerca sin entender qué sucedía.


—¿Te acuerdas del detective David Rodríguez? —Mi pregunta le molestó. Su rostro se endureció pero se mantuvo en silencio—Mientras estuve en Dallas concertamos un encuentro, y él me hizo entrega de esto. —Tomé la libreta y la coloqué en sus manos. Mi padre lo examinó con paciencia para luego afincar su mirada en mí.


—Es un diario —sentenció con calma.


—Sí. Elizabeth lo dejo para mí. —Hice una pausa, necesitaba encontrar las palabras correctas para hablarle de lo que había leído—Apenas lo estoy comenzando, pero hasta ahora no logro entender a dónde quiere llegar.


—Tenías razón al aplazar nuestra conversación sobre el tema—expresó observando con pesar el cuaderno—Termínalo. —Colocó el diario en mis manos—Después aclararé tus dudas. —Se levantó con actitud derrotada y caminó hasta la puerta, pero antes de salir agregó—Una cosa hija, que esta sea la última vez que existe un secreto entre nosotros, ¿es posible? —declaró con autoridad. Yo solo pude asentir con la cabeza.


Él se marchó con evidente inquietud. La tristeza y la confusión se instalaron en mi cuerpo. Pero debía evitarlo, tenía que ser más fuerte que esos sentimientos. Me dejo caer sobre las sabanas, cierro los ojos y me olvido de mí por un tiempo.




MISTERIO: CAPITULO 10




El aeropuerto de Dallas estaba abarrotado de gente. Era el día de acción de gracias, muchas personas viajaban para pasarlo con sus familiares. En mi caso estaba regresando a casa después de asistir al congreso.


Me senté en la terminal de la aerolínea, esperando para abordar el vuelo con destino a Nueva York. Una chica uniformada, se colocó al lado de la puerta, sonrió de forma mecánica y comenzó a llamar a los pasajeros.


Me levanté con cuidado de no tropezar con la silla de ruedas de una señora mayor que no paraba de mirarme. Con seguridad se preguntaba la razón por la cual yo no me quitaba las gafas de sol. Ni siquiera para entrar en el avión.


Respiré hondo y caminé hasta la chica que parecía un maniquí. Me detuve frente a ella, le enseñé el boleto y esperé mientras rasgaba una parte del billete. Me abrí paso entre la gente, para encontrar mi asiento, justo al lado de la ventana. Coloqué el bolso en mis pies al sentarme, no sin antes, sacar de su interior el diario de Elizabeth.


Contemplé con preocupación las solapas de cuero, y pasé mis dedos por la tapa. Era suave, y en los bordes tenía un tejido diferente que lo hacía ver elegante.


Algo me decía que dentro de este diario iba a encontrar todas las respuestas a las preguntas que me había hecho por años. Estaba ansiosa por conocerlas, pero no lo podía negar, sentía mucho temor por su contenido.


El móvil sonó sacándome de mis pensamientos. Al ver la pantalla, dudé en contestar, pero las ganas de escuchar su voz era más fuerte que mi voluntad.


—¡Paula! ¿Dónde estás? —Fue lo primero que escuché al atender la llamada. Era Pedro y tenía un tono de voz grave, denotaba que estaba recién levantado y bastante desconcertado. «Ya había notado que me marché sin despedirme de él»—¡Paula, Paula!, ¿puedes oírme? ¿Dónde estás? —Esta vez había alzado un poco la voz.


Mi memoria se trasladó a la noche anterior: cuando Pedro se acostó a mi lado, me abrazó, acarició mi costado depositando tiernos besos sobre mi mejilla. El momento era perfecto. Acunó mi rostro entre sus manos para decirme: «Prepárate Paula, esta vez no voy a escapar».


Sus besos eran tan tiernos y suaves que casi me hicieron disolverme entre sus brazos. Coloqué la cabeza sobre su pecho, escuchando así su respiración tranquila y las palpitaciones de su corazón. En segundos me quedé dormida, mientras él acariciaba mi cabello, «duerme preciosa, mañana todo va a estar mejor».


Al sonar la alarma, la apagué en seguida y me senté en la cama. Por un instante contemplé embelesada su perfecto cuerpo desnudo, que aún dormía relajado. Había estado tan cansado que ni siquiera escuchó el sonido de mi móvil.


Con mis dedos rocé su cabello, cuidando de no despertarlo.


¡Me invadió un miedo terrible! ¿Qué ocurriría ahora con mi vida? ¿Cómo enfrentaría mis sentimientos y mi realidad en Nueva York? ¿Qué debía elegir?


Necesitaba pensar, y eso solo podía hacerlo en soledad.


Enseguida me levanté y recogí mis pertenencias. Estaba confundida. «Esta vez era yo quien salía corriendo».


La vida era una perra traicionera. Nos unió en uno de mis peores momentos, yo diría que el más oscuro, cuando mis dudas existenciales aún no se habían aclarado. No me podía dar el lujo de involucrar a otra persona en ese enredo. 


Primero tenía que solucionar mis problemas: mi relación monótona con Oscar, las razones del abandono de mi madre y el motivo del silencio de mi padre. Hasta que no pusiera orden en mi cabeza era imposible encargarme de mi corazón.


Pedro seguía hablándome por el móvil, gritándome exigencias, esta vez se mostraba muy molesto, pero no podía contestar. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar.


Otra lágrima corrió por mi mejilla, habían sido cientos las que dejé escapar de camino al aeropuerto, por eso llevaba los lentes oscuros. Cerré los ojos con fuerza mientras cortaba la llamada apretando el móvil entre mis manos.


El dolor desgarró mi corazón. Guardé el teléfono en el bolso junto con el diario, dando de nuevo rienda suelta a mi llanto.


Cuatro horas más tarde, arribe al aeropuerto La Guardia de Nueva York. Mientras bajaba del avión encendí el móvil, para enviarle un mensaje a mi padre anunciándole mi llegada. Tenía cerca de diez mensajes de texto y de voz de Pedro, pero lo ignoré, aún no me sentía preparada para enfrentarlo.


Roberto: ¿Te espero para cenar?


Paula: No sé qué planes tiene Oscar, te aviso en lo que sepa algo.


Fui a recoger mi equipaje y salí al exterior, en busca de Oscar que había quedado en ir a buscarme.


Segundos después unos brazos rodearon mi cintura.


—Princesa, por fin llegaste —susurró Oscar junto a mi oído.


Pero en esta ocasión, en vez de mostrarme contenta de verlo, mi corazón se estrujó en mi pecho por la pena. Él sonreía con satisfacción mientras yo deseaba que la tierra me tragara o lo desapareciera a él de mi vista. Era la peor persona del mundo. Oscar no se merecía mi engaño.


Me esforcé por darle un fuerte abrazo, pero al enterrar mi cabeza en su cuello no pude evitar llorar. La conciencia me pasaba factura por mis errores.


Oscar era un hombre amable, cariñoso y educado, además de ser atractivo, alto, rubio, de ojos marrones y fuertes brazos. Hasta hacía unos días junto a él me sentía protegida, segura y escudada. En esa oportunidad estaba asfixiada.


—Ya estás aquí Paula, juntos otra vez. —Levantó mi barbilla con una mano notando que lloraba—¿Estas bien? —quiso saber mientras me secaba el rostro. No quería que se preocupara, pero no era capaz de mantenerle la mirada. 


Estaba segura que si se fijaba con atención podía ver la culpa que me agobiaba.


—Te extrañé mucho Osqui. —Fue lo único que pude decirle.


Él sonrió con poco convencimiento, pero prefirió no hacer ningún comentario. Después de darme un gran beso en los labios me llevó a su auto, para dirigirnos a la casa de sus padres, donde nos esperaban.


Durante el viaje, ninguno de los dos pronunció una palabra. 


El silencio era tan incómodo que me hizo dudar que era una buena idea acompañarlo.


—¿Crees que sea buena idea que vaya a casa de tus padres? —le dije con pesar—No creo que me vea muy bien qué digamos —expresé, con la esperanza de él cambiara de parecer y me llevara al departamento de mi padre.


—¡Por supuesto! Estás hermosa como siempre. Además mis padres te adoran. Están locos por verte. —Suspiré desilusionada. No había vuelta atrás—La pasaremos bien Paula, ya verás —declara emocionado. Yo me esforcé por sonreír.


Los padres de Oscar vivían en un suburbio en las afuera de la ciudad. Al llegar, nos encontramos a su madre en el porche.


—¡Paula! —exclamó con los brazos abiertos cuando me acerqué a ella.


—Margaret, me alegra volver a verte —la saludé en medio de un abrazo.


—¡Mujeres! —comentó Oscar alegremente—Pero si solo han pasado dos semanas desde la última vez que se vieron.


—Pero el anhelo es el mismo —lo amonestó con cariño la mujer—Pasen por favor, George los espera en la cocina. —Margaret me tomó de la mano para llevarme al encuentro con el padre de Oscar.


Al entrar, padre e hijo se fundieron en un fuerte abrazo. 


Aquello, me hizo sentir nostálgica. Necesitaba en ese momento mi padre, por muy terco y misterioso que él pudiera ser.


—Paula, ven aquí y dame un abrazo —pidió George, en dirección a mí—Es bueno tenerte en casa otra vez. —Los dos sonreímos.


—Gracias por el cariño y la invitación, pero… —Tanto afecto por parte de ellos me hacía sentir aún más traidora. 


Necesitaba salir de allí. Oscar se me acercó desconcertado y me interrumpe.


—¿Qué ocurre Paula? —Me inquieté al ver su mirada ceñuda, no quería tener que seguir recurriendo a mentiras con él. Me sentía más culpable.


—Tuve una discusión con mi padre en Dallas, y al llegar me mandó un mensaje de texto para que cenemos juntos y conversemos. Hoy es un día especial.


—Entendemos, Paula —intervino Margaret con tono maternal—, y me parece muy justo que resuelvan cuanto antes los problemas. La familia es lo primero. —Colocó su brazo sobre mi hombro, para guiarme a la sala y sentarnos en el sofá—Pero no te vayas tan rápido, apenas acabas de llegar. Roberto entenderá si nos dedicas unos minutos. Puedes comer algo antes de irte, debes estar hambrienta. —El momento de tensión pasó gracias a la dulzura de esa mujer, aunque Oscar no dejaba de escudriñarme con la mirada, podía intuir que aquello era una excusa para escapar.


—Gracias Margaret, tienes razón, me estoy muriendo del hambre. —Estallamos todos en carcajadas, menos Oscar.


Una hora más tarde, un taxi se estaciona frente a la casa para llevarme a la de mi padre. Tuve que contarle a Oscar la razón de nuestra discusión, para que confiara en mí. Él se quedaría cenando con sus padres. Después de despedirme de Margaret y George, con la promesa de volver pronto, me dirigí con Oscar al exterior.


—¿Estas segura que debes comentarle a Roberto lo del detective? —Me preguntó con suavidad antes de entregarle mi equipaje al taxista para que lo guardara en el maletero.


—Es lo mejor, Osqui. Nuestra despedida en Dallas no fue la mejor. Además, tiene que darme algunas explicaciones. —Él besó mi frente con ternura.


—Está bien —resopló no muy convencido, «no quería que me marchara».


—Adiós, Osqui. —Subí al taxi despidiéndome de él con la mano. Oscar me hizo señas para que lo llamara más tarde.


De camino el sonido del móvil llama mi atención. Era Alicia.


—Gracias al cielo que contestas, Paula. —Su tono era desesperado.


—¿Está todo bien, necesitas algo? —Mi amiga era madre soltera de unas gemelas preciosas y no tenía con quien contar en la ciudad. El papá de las pequeñas la abandonó
cuando éstas cumplieron un año, alegando que no estaba preparado para esa vida, «un maldito patán».


—Todo está mal. El horno no quiere prender y tengo el pavo afuera esperando ser horneado. Además, las niñas quieren hacer las famosas galletas con chispas de chocolate y… ¡Arg!, quiero explotar —resopló con fuerza—Disculpa que interrumpa tu cena, amiga, necesitaba desahogarme. Hoy no ha sido un buen día.


—Tranquila Aly, todo va a salir bien, porque Súper Paula ya está de vuelta en la ciudad para resolver todos tus problemas. —Las dos reímos eso me relajó un poco—Voy a llamar a papá para que te espere con el horno precalentado. Llego en veinte minutos a la casa, y hacemos la cena juntas, ¿te parece? A las niñas les va a encantar.


—¿Y qué pasó con la cena en la casa de los padres de Oscar? —Yo suspiré con cansancio.


—Luego te cuento.


—Gracias amiga, no sé qué haría sin ti. Has salvado el día Súper Paula. —Volvemos a reír—Te dejo para preparar todo, nos vemos en tu casa, Bye —corta la comunicación tan rápido que no me dio tiempo de responder.


«Ahh, mi amiga Alicia, estaba más loca que una cabra».


Debía avisarle a papá, pero no quería llamarlo. Preferí enviarle un mensaje de texto.


Paula: Estoy de camino a la casa, mi amiga Alicia está en problemas.


Roberto: ¿Necesitas de mi ayuda?


Paula: Sí, enciende el horno a 350 grados, tenemos que ayudarla a hornear un pavo.


Roberto: No hay problema, nos vemos pronto.


Quizás y aunque fuera por unas cuantas horas lograría evadirme de toda la tristeza que me embargaba.


—¡Ánimo Paula! —me dije en voz baja. El chofer me miró por el espejo retrovisor, sonrió y negó con la cabeza. Debía pensar que estaba loca.


Al llegar al departamento y abrir la puerta, escuché música y vi a las gemelas corriendo, persiguiéndose por la sala mientras gritaban. Las saludé con la mano mientras caminaba hasta mi habitación para dejar la maleta. Fui al baño, me lavé las manos y me refresqué el rostro, desde allí podía escuchar las carcajadas de mi padre y mi amiga.


Me gustaba el ambiente alegre que se respiraba, ayudaba a que me olvidara de Pedro y de todos los problemas que tenía. Entré a la cocina y los vi uno al lado del otro, pelando papas, acompañados por dos copas de vino. Ambos pusieron caras de sorprendidos cuando me vieron.


—Hola —saludé. Alicia soltó todo y corrió a darme un abrazo.


—Paula, que bueno que llegaste, ¿viste a las niñas? —Sonrió con amplitud, nunca la había visto tan contenta.


—Hola hija. —Mi padre se acercó para darme un beso. Lo veía más guapo de lo normal.


—Sí, están preciosas. Las vi hasta más grandes. —Alicia sonríe.


—Que exagerada eres, amiga. —Me tira del brazo, para llevarme a la mesa de la cocina—Ven, ayuda al señor Roberto a pelar el resto de estas papas, mientras hago la masa para las galletas —mi padre abrió los ojos como platos.


—Un momento, Alicia, ¿me acabas de llamar señor? —Mi amiga se sonrojó, no sabía qué decir—Llámame Roberto, con lo de señor me haces sentir como un anciano. —Reímos a carcajadas.


—Lo siento, Roberto, es que desde que te conozco te he llamado así. —Vi que mi amiga observó a mi padre con un pestañeo de ojos extraño. «¡Oh, no!, ¿estaban coqueteando?, ¿me había perdido de algo?».


—Pues, es hora que eso cambie. Aquí estoy a la orden para lo que necesiten tú y tus pequeñas. —Abrí los ojos a su máxima expresión. «¡Oh, Si!, papá estaba siendo galante con ella, la mira con intensidad. «!Me muero!»—No dudes en llamarme. —Se cayó al ver mi cara de sorpresa—Bueno, voy por más vino, regreso enseguida. —Arrojó el paño de cocina sobre la encimera y salió con rapidez.


—Hey, heyy. ¿Qué fue todo eso? —pregunté en dirección a Alicia, sonriéndole con picardía.


—Nada, ¿de qué hablas? —Esquivó mi mirada ocultando una sonrisa—Roberto es muy amable, eso es todo. Además, deja de hablar tanto y trabaja más duro con esas papas —expresó con nerviosismo y me dio la espalda para buscar los ingredientes para hacer la masa de las galletas. Negué con la cabeza antes de ocuparme de mi tarea. Alicia gustaba de mi padre y lo mejor de todo, era que él no le era indiferente.


Nos pusimos manos a la obra. Le conté tan rápido como pude mi encuentro con Pedro y mi escapada de la casa de los padres de Oscar. Alicia no paraba de observarme sorprendida.


Papá regresó con la botella de vino en una mano y una niña colgada de cada pierna. Ninguna de las dos podíamos contener la risa, la escena resultaba muy graciosa. Las gemelas, al ver a su madre, se soltaron de mi padre y corrieron hacia ella.


—Galletas, galletas, ¡yupiii! —gritan al mismo tiempo. Alicia se arrodilló para recibirlas con los brazos abiertos, y por pura curiosidad, me giré para ver la expresión de mi padre. 


Parecía embelesado mirándolas con alegría, en sus ojos brillaba un sentimiento tan bonito que yo no sabía cómo explicar. Me acerqué y le quité la botella de las manos, lo hizo reaccionar.


—Lo siento, hija —murmuró y besó mi frente—Déjame abrirla. —Asentí y le permití que la tomara de nuevo.


Las chicas trabajaron en las galletas, mientras yo terminaba con las papas y las montaba sobre el fuego. Mi padre se encargó de meter la cacerola de vegetales en el horno haciéndole compañía al pavo.


—Listo, solo falta hornearlas, y estarán listas en veinte minutos. Vamos pequeñas, a lavarse las manos. —Alicia salió de la cocina junto con las niñas.


Era la primera vez desde que había llegado, que estaba a solas con mi padre. Quería preguntarle si seguía molesto conmigo, pero no deseaba arruinar el momento. Se veía tranquilo y relajado.


Se recostó de la barra de la cocina mientras revisaba el móvil.


—Parece que Pedro tiene planes de volver, ¿qué te parece? —Quedé congelada por su repentina intervención. ¿Hablaba en serio?


«¡Oh, por Dios, Pedro!» No había revisado los mensajes de texto que me había enviado desde que salí de Dallas. ¿Será cierto que regresaba?


—No sé… —titubeé algo nerviosa—, eso creo. —Él frunció el ceño al notar mi inquietud y entrecerró los ojos. ¿Acaso me estaba estudiando?


—¿Eso creo? Hija, eres pésima, tratando de hacerte la indiferente. —Colocó su mano en mi hombro y me miró con dulzura—Sé que estás tan contenta como yo —concluyó antes de volver a poner toda su atención a su móvil.


Papá tenía razón, ¿a quién trataba de engañar? Debía revisar los mensajes que Pedro me había enviado, para salir de dudas. Tenía que saber cuándo volvería a Nueva York y prepararme para el encuentro con él.







martes, 5 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 9




Me dirigí a la sala lo más rápido posible. La respiración aún la tenía agitada, y el corazón inquieto por los besos que me había dado Pedro. Disimulé lo mejor que pude mi estado antes de encontrarme con mi padre, que se hallaba tomando café con Irma, conversando trivialidades sobre el clima de Dallas.


—Papá, tenemos que irnos —dije apenas llegué a su lado. 


Pedro rodeó el sofá y se detuvo tras mi padre y frente a mí, para fulminarme con la mirada. Enseguida desvié la vista para ignorarlo.


—No es tan tarde todavía —alegó desconcertado, pero al ver mi postura fría prefirió ceder—Estoy bromeando, hija. Bueno, Pedro, ya Paula lo dijo: tenemos que irnos. Pídenos un taxi, por favor. —Pedro apretó la mandíbula antes de ir en busca de las llaves de su auto, y de la chaqueta de mi padre.


—Yo los llevaré, Roberto, y no acepto replicas —dictaminó con severidad.


—Gracias, Irma. Por la atención y por tan excelente comida. 


—Me apresuré a decir al verlo actuar con rapidez. Estaba visiblemente enojado. Se acercó a mí y me tomó del codo para guiarme a la puerta. Mi padre nos seguía en completo silencio.


El camino al hotel fue tranquilo, con solo la voz de mi padre sonando dentro del todoterreno mientras le narraba a Pedro algunas anécdotas del trabajo.


La despedida fue bastante fría, para que mi padre no notara lo que había ocurrido entre nosotros. Me acerqué a Pedro para darle un beso en la mejilla. Él se aproximó a mí más de la cuenta, poco le faltó para abrazarme, pero enseguida me alejé, sintiendo un roce en el brazo. Sé que Pedro hubiera sido capaz de detenerme y girarme para besarme del mismo modo en que lo había hecho en su casa.


 El respeto por mi padre fue lo único que lo cohibió.


Aproveché esa excusa para apartarme lo más que pude de él, y arrastrar a mi padre al interior del hotel, para regresar a mi habitación.


Al día siguiente fui al comedor para el desayuno, y hallé a papá sentado en una mesa, tomándose un café y leyendo el diario. Me acerqué saludándolo con un beso en la mejilla.


—Buenos días papá, ¿estás bien? —pregunté, al notar su rostro serio y algo tenso—¿Por qué tienes esa cara?, me preocupas. —Él resopló, estaba molesto y al parecer era conmigo. «Oh Dios ayúdame».


—¿De verdad quieres saber el motivo Paula? —No me llamaba hija, eso era una mala señal.


—Sí —respondí aunque para ser sincera, ya no estaba segura de querer saberlo. Su mirada severa me intimidó.


—Se puede saber, señorita, ¿por qué has contratado los servicios de un investigador privado? —«¡Oh no!», me había descubierto—David Rodríguez, ¿te suena?


—Bueno, papá… —Jugué con la servilleta que estaba sobre la mesa—.Oscar me lo recomendó, le conté que estaba tratando de averiguar el paradero de Elizabeth Benson, y él me ayudó contactando a David Rodríguez. Eso es todo.


—¡Eso es todo!, pero Paula. —Él tomó una bocanada de aire y dejó el diario sobre la mesa. Estaba furioso, nunca lo había visto así—¿Por qué lo has hecho a mis espaldas? ¿Por qué me tengo que enterar por un extraño y no por ti? Ese sujeto llamó al departamento ayer, antes que saliera al aeropuerto y me dijo que te andaba buscando. —Me miró decepcionado, «lo había defraudado. Me sentía terrible». No podía contener las lágrimas. Una de ellas corrió por mi mejilla, tomé una servilleta para secarla.


—Papá, por favor. No te molestes conmigo —le pedí con un leve temblor en la voz. «¡Maldición!, defraudarlo no era mi intensión».


—Basta hija, no te pongas así, cálmate por favor. —Mi padre tomó una de mis manos entre las suyas—Creo que se me ha pasado lo mano.


—Buenos días. —El saludo de Martha interrumpe nuestra conversación, pero al ver nuestros rostros contrariados, rápidamente se da cuenta que algo sucedía—Disculpen, creo que llegué en mal momento.


—No digas tonterías, Martha. Siéntate por favor —solicitó mi padre antes de levantarse—Me ha gustado volver a verte. Quédate con Paula, me tengo que ir al aeropuerto, tengo un vuelo que abordar. —Al recordar que papá se marchaba en pocas horas me inquieté. No quería que se fuera de esa manera: molesto conmigo.


—Pero papá, espera… —Él sonrió con resignación y se acercó para depositar un beso sobre mi frente.


—No te preocupes, hija, nos vemos mañana en casa. Ahora no es ni el momento ni el lugar para tener esta conversación.  —Sin decir más, se alejó de nosotras. El corazón se me partía al verlo marcharse cabizbajo. Era mi derecho conocer sobre mi madre, pero no quería lastimar a mi padre. Él había dado su vida por mi bienestar. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas, que me esforcé en reprimir.


—Paula, tranquilízate, toma un poco de agua —propuso Martha preocupada, alcanzándome el agua que mi padre había dejado sobre la mesa.


—Gracias Martha, pero será mejor que vaya al baño.


—Te acompaño.


Caminamos sin decir una palabra hasta el cuarto de señoras. Al llegar, abrí el grifo y me refresqué la cara. 


Respiré con fuerza, logrando sentirme un poco mejor.


—Gracias por acompañarme, ya estoy más tranquila —Le dije a Martha mientras me recogía el cabello en una cola alta.


—No tengo idea de lo que ocurrió, pero te voy a decir algo, Paula: todo se soluciona. El amor vence a los rencores. —Nos abrazamos para luego despedirnos en el pasillo y tomar caminos opuestos.


Entré a la sala de conferencias en un mejor estado, con esa frase taladrándome la memoria: «el amor vence los rencores». Sabía que con una larga conversación lograría que mi padre me comprendiera y perdonara mi acción. Él me amaba. Pero ¿podía usar ese concejo para superar el resto de los rencores que albergaba mi corazón?


Me consideraba una chica tranquila, segura y enfocada, con prioridades determinadas y planes a seguir, pautas infranqueables y metas por alcanzar, pero desde que había llegado a esta ciudad, no había hecho más que recibir sorpresas que afectaban mi vida: reencontrarme con Pedro, engañar a Oscar, enterarme de la muerte de mi madre, recibir un paquete misterioso de parte de ella que aún no era capaz de abrir, y por último, esa discusión con papá. Aquello fue la gota que derramó el vaso, comenzaba a sentirme superada por los problemas.


Ese día se realizaron las últimas actividades del congreso. 


Muchos de los asistentes regresaban esa misma noche a sus ciudades de origen, a mí me tocaba esperar hasta la
mañana siguiente, para tomar el primer vuelo con rumbo a Nueva York.


No me sentía con ánimos para cenar en el restaurante, así que subí a mi habitación y llamé al servicio de habitaciones.


 Ordené una hamburguesa con papas fritas y una botella de vino. Aunque no hacían buena combinación era lo que me provocaba y me ayudaría a relajarme, olvidarme de lo traidora que me había vuelto últimamente y reunir las fuerzas necesarias para abrir la dichosa caja marrón.


Me duché, para luego vestirme con el pijama color rosa de pantalón y camiseta. Casi enseguida llamaron a la puerta, abrí y deje pasar a la chica uniformada con el pedido. 


Mientras ella colocaba la bandeja sobre el escritorio, me apresuré en buscar la propina.


Al quedarme sola me tomé mi tiempo. Sin apuro abrí la botella de vino, me serví una copa y me la llevé a los labios.


 Era un Oporto, dulce y fuerte, justo lo que necesitaba para terminar el día. Le di un mordisco a la hamburguesa y tomé una de las papas. Me la comí mientras me servía una segunda copa.


Fui en busca de mi bolso para sacar el móvil y revisar mi correo electrónico, pero al ver la caja marrón cambié de opinión. Lo mejor era salir de dudas de una buena vez.


—¡Vamos Paula, ánimo! —me dije en voz alta.


Coloqué la caja sobre la mesa, justo al lado de la bandeja. 


De un solo trago me bebí el vino que quedaba en la copa, y me serví otra mientras me sentaba en el escritorio. Acaricié la cinta rosa aterciopelada y desaté el lazo. Una sensación extraña se apoderó de mí. Mis manos torpes y temblorosas se alejaron de la caja, para pasarlas por mi cabello húmedo.


Le di un sorbo al vino antes de atreverme a quitar la tapa. Lo primero que vi fue una libreta de anotaciones. La tomé entre mis manos para examinarla con cuidado. Al abrirla logré leer en la primera hoja: Diario de Elizabeth Benson, para Paula Chaves.


Lo cerré de golpe sintiendo un escalofrío. No podía seguir.


Lo metí de nuevo en el bolso y lo cerré. Fui a la cama y me tumbé boca arriba en ella, me cubrí el rostro con una almohada para ahogar un grito de miedo, ira, y frustración. 


Me sentía devastada. Sin más le di rienda suelta a un llanto que tenía años dentro de mi pecho, anhelando salir.


Cuatro copas de vino más tarde, me sentía más calmada gracias al efecto del licor. Sin embargo, anímicamente aún estaba derrotada. Al escuchar que llamaban a la puerta con insistencia, caminé con paso inestable. Al abrir me encuentro con Pedro. Lo miré y me lancé sobre él. Quería perderme en sus brazos, besarlo, y ser suya una vez más hasta perder la conciencia.


—Paula —dijo algo sorprendido. Su rostro perfecto estaba serio, y no quería que estuviera así. Tiré de él hacia la habitación y cerré la puerta de una patada—No luces bien, ¿dime que pasa?—pronunció preocupado, dejándose llevar, pero yo no quería hablar. Si lo hacía volvería a llorar y no quería eso. Le atrapé el rostro entre mis manos y lo besé con suavidad. Pedro me correspondía rodeando mi cintura, enseguida pareció reaccionar separándome—Háblame, Paula dime qué te pasa.


—No quiero hablar, Pedro. —Me alejé de él, y caminé hasta la mesa donde estaba la botella de vino para rellenar mi copa—¿A qué has venido? —Lo desafié con la mirada mientras probaba el licor.


—¿Por qué estas tomando? —Preguntó acercándose a mí.


—¡Que te importa! —Expresé alzando la voz. Mis emociones estaban a punto de desbordarse.


—Me importas Paula —alegó con voz suave, pero al verme dar un nuevo trago al vino se ofuscó—¡Basta! Dame esa copa y deja de comportarte como una niña malcriada. El otro día me dijiste que eras una mujer, demuéstramelo. —Me arrebató la copa de la mano, cogió la botella y tiró todo en el bote de la basura.


—No me mientas, ¡nunca te he importado! Ni ahora, mucho menos hace ocho años. Desapareciste como un ladrón y jamás volviste. —Me acerqué enfurecida hacia él y traté de darle una cachetada, pero su reflejo era más rápido y logró detenerme.


Aprisionó mi mano acercándome hacia él. Sus ojos azules brillaron de una manera diferente. Fríos como el hielo. Me asustó por un momento, pero le mantuve la mirada con desafío. Aquello encendió una hoguera en nosotros.


Pedro se lanzó sobre mi boca, besándome con desesperación y mordiendo mi labio inferior.


Me tumbó sobre la cama observándome con deseo. Lo llamé con un dedo y con una sonrisa seductora. Pedro se acercó y me quitó los pantalones de un tirón, apartando a un lado mi bikini. Yo le abrí las piernas a modo de invitación. La ansiedad de él brilló en sus pupilas mientras se inclinaba y acariciaba mi clítoris con un dedo.


—Estas mojada y excitada. —Su voz era más ronca de lo habitual. Me gustaba demasiado. Mi cuerpo tembló al verlo desnudarse con premura y rasgar el envoltorio de un preservativo que había sacado de su billetera. Estaba tan excitada que sentía la sangre hirviendo bajo mi piel—Mira como me pones Paula, yo también te deseo.


La imagen de su miembro duro y erecto me hizo agua la boca. Rápidamente me incorporé para quitarme la camiseta.


Pedro se ubicó sobre mí y me penetró duro y fuerte. Eso era justo lo que mi cuerpo necesitaba. Una de sus manos acarició uno de mis senos y la otra se aferró a mi cadera para poder entrar y salir con firmeza. Me dejé llevar. Estaba volando en el país de la lujuria y lo único que quería era prolongar ese momento.


—No pares, dame más, Pedro, ¡dame más! —Le rogué en medio de un estremecimiento. Estaba cerca de caer al abismo.


—Ahh, Paula, me vuelves loco. Estás tan apretada. —Mi cuerpo comenzó a temblar. Sus palabras me enajenaron—Eres mía, quiero que lo digas.


—Soy tuya, Pedro, solo tuya —le repetí entre gemidos. Y así era, yo era suya, y no quería ser de nadie más.


Su movimiento se hizo más rápido y firme. Los dos estábamos a un paso de estallar. Mis caderas adquirieron vida propia. Mi cuerpo estaba fuera de control.


Grité su nombre y él el mío cuando nos vino el orgasmo al mismo tiempo. Me aferré a su cuello. Quería grabar ese momento en mi memoria, había sido el mejor sexo de mi vida y sabía muy bien que a partir del siguiente día solo el recuerdo me acompañaría.