miércoles, 6 de enero de 2016
MISTERIO: CAPITULO 10
El aeropuerto de Dallas estaba abarrotado de gente. Era el día de acción de gracias, muchas personas viajaban para pasarlo con sus familiares. En mi caso estaba regresando a casa después de asistir al congreso.
Me senté en la terminal de la aerolínea, esperando para abordar el vuelo con destino a Nueva York. Una chica uniformada, se colocó al lado de la puerta, sonrió de forma mecánica y comenzó a llamar a los pasajeros.
Me levanté con cuidado de no tropezar con la silla de ruedas de una señora mayor que no paraba de mirarme. Con seguridad se preguntaba la razón por la cual yo no me quitaba las gafas de sol. Ni siquiera para entrar en el avión.
Respiré hondo y caminé hasta la chica que parecía un maniquí. Me detuve frente a ella, le enseñé el boleto y esperé mientras rasgaba una parte del billete. Me abrí paso entre la gente, para encontrar mi asiento, justo al lado de la ventana. Coloqué el bolso en mis pies al sentarme, no sin antes, sacar de su interior el diario de Elizabeth.
Contemplé con preocupación las solapas de cuero, y pasé mis dedos por la tapa. Era suave, y en los bordes tenía un tejido diferente que lo hacía ver elegante.
Algo me decía que dentro de este diario iba a encontrar todas las respuestas a las preguntas que me había hecho por años. Estaba ansiosa por conocerlas, pero no lo podía negar, sentía mucho temor por su contenido.
El móvil sonó sacándome de mis pensamientos. Al ver la pantalla, dudé en contestar, pero las ganas de escuchar su voz era más fuerte que mi voluntad.
—¡Paula! ¿Dónde estás? —Fue lo primero que escuché al atender la llamada. Era Pedro y tenía un tono de voz grave, denotaba que estaba recién levantado y bastante desconcertado. «Ya había notado que me marché sin despedirme de él»—¡Paula, Paula!, ¿puedes oírme? ¿Dónde estás? —Esta vez había alzado un poco la voz.
Mi memoria se trasladó a la noche anterior: cuando Pedro se acostó a mi lado, me abrazó, acarició mi costado depositando tiernos besos sobre mi mejilla. El momento era perfecto. Acunó mi rostro entre sus manos para decirme: «Prepárate Paula, esta vez no voy a escapar».
Sus besos eran tan tiernos y suaves que casi me hicieron disolverme entre sus brazos. Coloqué la cabeza sobre su pecho, escuchando así su respiración tranquila y las palpitaciones de su corazón. En segundos me quedé dormida, mientras él acariciaba mi cabello, «duerme preciosa, mañana todo va a estar mejor».
Al sonar la alarma, la apagué en seguida y me senté en la cama. Por un instante contemplé embelesada su perfecto cuerpo desnudo, que aún dormía relajado. Había estado tan cansado que ni siquiera escuchó el sonido de mi móvil.
Con mis dedos rocé su cabello, cuidando de no despertarlo.
¡Me invadió un miedo terrible! ¿Qué ocurriría ahora con mi vida? ¿Cómo enfrentaría mis sentimientos y mi realidad en Nueva York? ¿Qué debía elegir?
Necesitaba pensar, y eso solo podía hacerlo en soledad.
Enseguida me levanté y recogí mis pertenencias. Estaba confundida. «Esta vez era yo quien salía corriendo».
La vida era una perra traicionera. Nos unió en uno de mis peores momentos, yo diría que el más oscuro, cuando mis dudas existenciales aún no se habían aclarado. No me podía dar el lujo de involucrar a otra persona en ese enredo.
Primero tenía que solucionar mis problemas: mi relación monótona con Oscar, las razones del abandono de mi madre y el motivo del silencio de mi padre. Hasta que no pusiera orden en mi cabeza era imposible encargarme de mi corazón.
Pedro seguía hablándome por el móvil, gritándome exigencias, esta vez se mostraba muy molesto, pero no podía contestar. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar.
Otra lágrima corrió por mi mejilla, habían sido cientos las que dejé escapar de camino al aeropuerto, por eso llevaba los lentes oscuros. Cerré los ojos con fuerza mientras cortaba la llamada apretando el móvil entre mis manos.
El dolor desgarró mi corazón. Guardé el teléfono en el bolso junto con el diario, dando de nuevo rienda suelta a mi llanto.
Cuatro horas más tarde, arribe al aeropuerto La Guardia de Nueva York. Mientras bajaba del avión encendí el móvil, para enviarle un mensaje a mi padre anunciándole mi llegada. Tenía cerca de diez mensajes de texto y de voz de Pedro, pero lo ignoré, aún no me sentía preparada para enfrentarlo.
Roberto: ¿Te espero para cenar?
Paula: No sé qué planes tiene Oscar, te aviso en lo que sepa algo.
Fui a recoger mi equipaje y salí al exterior, en busca de Oscar que había quedado en ir a buscarme.
Segundos después unos brazos rodearon mi cintura.
—Princesa, por fin llegaste —susurró Oscar junto a mi oído.
Pero en esta ocasión, en vez de mostrarme contenta de verlo, mi corazón se estrujó en mi pecho por la pena. Él sonreía con satisfacción mientras yo deseaba que la tierra me tragara o lo desapareciera a él de mi vista. Era la peor persona del mundo. Oscar no se merecía mi engaño.
Me esforcé por darle un fuerte abrazo, pero al enterrar mi cabeza en su cuello no pude evitar llorar. La conciencia me pasaba factura por mis errores.
Oscar era un hombre amable, cariñoso y educado, además de ser atractivo, alto, rubio, de ojos marrones y fuertes brazos. Hasta hacía unos días junto a él me sentía protegida, segura y escudada. En esa oportunidad estaba asfixiada.
—Ya estás aquí Paula, juntos otra vez. —Levantó mi barbilla con una mano notando que lloraba—¿Estas bien? —quiso saber mientras me secaba el rostro. No quería que se preocupara, pero no era capaz de mantenerle la mirada.
Estaba segura que si se fijaba con atención podía ver la culpa que me agobiaba.
—Te extrañé mucho Osqui. —Fue lo único que pude decirle.
Él sonrió con poco convencimiento, pero prefirió no hacer ningún comentario. Después de darme un gran beso en los labios me llevó a su auto, para dirigirnos a la casa de sus padres, donde nos esperaban.
Durante el viaje, ninguno de los dos pronunció una palabra.
El silencio era tan incómodo que me hizo dudar que era una buena idea acompañarlo.
—¿Crees que sea buena idea que vaya a casa de tus padres? —le dije con pesar—No creo que me vea muy bien qué digamos —expresé, con la esperanza de él cambiara de parecer y me llevara al departamento de mi padre.
—¡Por supuesto! Estás hermosa como siempre. Además mis padres te adoran. Están locos por verte. —Suspiré desilusionada. No había vuelta atrás—La pasaremos bien Paula, ya verás —declara emocionado. Yo me esforcé por sonreír.
Los padres de Oscar vivían en un suburbio en las afuera de la ciudad. Al llegar, nos encontramos a su madre en el porche.
—¡Paula! —exclamó con los brazos abiertos cuando me acerqué a ella.
—Margaret, me alegra volver a verte —la saludé en medio de un abrazo.
—¡Mujeres! —comentó Oscar alegremente—Pero si solo han pasado dos semanas desde la última vez que se vieron.
—Pero el anhelo es el mismo —lo amonestó con cariño la mujer—Pasen por favor, George los espera en la cocina. —Margaret me tomó de la mano para llevarme al encuentro con el padre de Oscar.
Al entrar, padre e hijo se fundieron en un fuerte abrazo.
Aquello, me hizo sentir nostálgica. Necesitaba en ese momento mi padre, por muy terco y misterioso que él pudiera ser.
—Paula, ven aquí y dame un abrazo —pidió George, en dirección a mí—Es bueno tenerte en casa otra vez. —Los dos sonreímos.
—Gracias por el cariño y la invitación, pero… —Tanto afecto por parte de ellos me hacía sentir aún más traidora.
Necesitaba salir de allí. Oscar se me acercó desconcertado y me interrumpe.
—¿Qué ocurre Paula? —Me inquieté al ver su mirada ceñuda, no quería tener que seguir recurriendo a mentiras con él. Me sentía más culpable.
—Tuve una discusión con mi padre en Dallas, y al llegar me mandó un mensaje de texto para que cenemos juntos y conversemos. Hoy es un día especial.
—Entendemos, Paula —intervino Margaret con tono maternal—, y me parece muy justo que resuelvan cuanto antes los problemas. La familia es lo primero. —Colocó su brazo sobre mi hombro, para guiarme a la sala y sentarnos en el sofá—Pero no te vayas tan rápido, apenas acabas de llegar. Roberto entenderá si nos dedicas unos minutos. Puedes comer algo antes de irte, debes estar hambrienta. —El momento de tensión pasó gracias a la dulzura de esa mujer, aunque Oscar no dejaba de escudriñarme con la mirada, podía intuir que aquello era una excusa para escapar.
—Gracias Margaret, tienes razón, me estoy muriendo del hambre. —Estallamos todos en carcajadas, menos Oscar.
Una hora más tarde, un taxi se estaciona frente a la casa para llevarme a la de mi padre. Tuve que contarle a Oscar la razón de nuestra discusión, para que confiara en mí. Él se quedaría cenando con sus padres. Después de despedirme de Margaret y George, con la promesa de volver pronto, me dirigí con Oscar al exterior.
—¿Estas segura que debes comentarle a Roberto lo del detective? —Me preguntó con suavidad antes de entregarle mi equipaje al taxista para que lo guardara en el maletero.
—Es lo mejor, Osqui. Nuestra despedida en Dallas no fue la mejor. Además, tiene que darme algunas explicaciones. —Él besó mi frente con ternura.
—Está bien —resopló no muy convencido, «no quería que me marchara».
—Adiós, Osqui. —Subí al taxi despidiéndome de él con la mano. Oscar me hizo señas para que lo llamara más tarde.
De camino el sonido del móvil llama mi atención. Era Alicia.
—Gracias al cielo que contestas, Paula. —Su tono era desesperado.
—¿Está todo bien, necesitas algo? —Mi amiga era madre soltera de unas gemelas preciosas y no tenía con quien contar en la ciudad. El papá de las pequeñas la abandonó
cuando éstas cumplieron un año, alegando que no estaba preparado para esa vida, «un maldito patán».
—Todo está mal. El horno no quiere prender y tengo el pavo afuera esperando ser horneado. Además, las niñas quieren hacer las famosas galletas con chispas de chocolate y… ¡Arg!, quiero explotar —resopló con fuerza—Disculpa que interrumpa tu cena, amiga, necesitaba desahogarme. Hoy no ha sido un buen día.
—Tranquila Aly, todo va a salir bien, porque Súper Paula ya está de vuelta en la ciudad para resolver todos tus problemas. —Las dos reímos eso me relajó un poco—Voy a llamar a papá para que te espere con el horno precalentado. Llego en veinte minutos a la casa, y hacemos la cena juntas, ¿te parece? A las niñas les va a encantar.
—¿Y qué pasó con la cena en la casa de los padres de Oscar? —Yo suspiré con cansancio.
—Luego te cuento.
—Gracias amiga, no sé qué haría sin ti. Has salvado el día Súper Paula. —Volvemos a reír—Te dejo para preparar todo, nos vemos en tu casa, Bye —corta la comunicación tan rápido que no me dio tiempo de responder.
«Ahh, mi amiga Alicia, estaba más loca que una cabra».
Debía avisarle a papá, pero no quería llamarlo. Preferí enviarle un mensaje de texto.
Paula: Estoy de camino a la casa, mi amiga Alicia está en problemas.
Roberto: ¿Necesitas de mi ayuda?
Paula: Sí, enciende el horno a 350 grados, tenemos que ayudarla a hornear un pavo.
Roberto: No hay problema, nos vemos pronto.
Quizás y aunque fuera por unas cuantas horas lograría evadirme de toda la tristeza que me embargaba.
—¡Ánimo Paula! —me dije en voz baja. El chofer me miró por el espejo retrovisor, sonrió y negó con la cabeza. Debía pensar que estaba loca.
Al llegar al departamento y abrir la puerta, escuché música y vi a las gemelas corriendo, persiguiéndose por la sala mientras gritaban. Las saludé con la mano mientras caminaba hasta mi habitación para dejar la maleta. Fui al baño, me lavé las manos y me refresqué el rostro, desde allí podía escuchar las carcajadas de mi padre y mi amiga.
Me gustaba el ambiente alegre que se respiraba, ayudaba a que me olvidara de Pedro y de todos los problemas que tenía. Entré a la cocina y los vi uno al lado del otro, pelando papas, acompañados por dos copas de vino. Ambos pusieron caras de sorprendidos cuando me vieron.
—Hola —saludé. Alicia soltó todo y corrió a darme un abrazo.
—Paula, que bueno que llegaste, ¿viste a las niñas? —Sonrió con amplitud, nunca la había visto tan contenta.
—Hola hija. —Mi padre se acercó para darme un beso. Lo veía más guapo de lo normal.
—Sí, están preciosas. Las vi hasta más grandes. —Alicia sonríe.
—Que exagerada eres, amiga. —Me tira del brazo, para llevarme a la mesa de la cocina—Ven, ayuda al señor Roberto a pelar el resto de estas papas, mientras hago la masa para las galletas —mi padre abrió los ojos como platos.
—Un momento, Alicia, ¿me acabas de llamar señor? —Mi amiga se sonrojó, no sabía qué decir—Llámame Roberto, con lo de señor me haces sentir como un anciano. —Reímos a carcajadas.
—Lo siento, Roberto, es que desde que te conozco te he llamado así. —Vi que mi amiga observó a mi padre con un pestañeo de ojos extraño. «¡Oh, no!, ¿estaban coqueteando?, ¿me había perdido de algo?».
—Pues, es hora que eso cambie. Aquí estoy a la orden para lo que necesiten tú y tus pequeñas. —Abrí los ojos a su máxima expresión. «¡Oh, Si!, papá estaba siendo galante con ella, la mira con intensidad. «!Me muero!»—No dudes en llamarme. —Se cayó al ver mi cara de sorpresa—Bueno, voy por más vino, regreso enseguida. —Arrojó el paño de cocina sobre la encimera y salió con rapidez.
—Hey, heyy. ¿Qué fue todo eso? —pregunté en dirección a Alicia, sonriéndole con picardía.
—Nada, ¿de qué hablas? —Esquivó mi mirada ocultando una sonrisa—Roberto es muy amable, eso es todo. Además, deja de hablar tanto y trabaja más duro con esas papas —expresó con nerviosismo y me dio la espalda para buscar los ingredientes para hacer la masa de las galletas. Negué con la cabeza antes de ocuparme de mi tarea. Alicia gustaba de mi padre y lo mejor de todo, era que él no le era indiferente.
Nos pusimos manos a la obra. Le conté tan rápido como pude mi encuentro con Pedro y mi escapada de la casa de los padres de Oscar. Alicia no paraba de observarme sorprendida.
Papá regresó con la botella de vino en una mano y una niña colgada de cada pierna. Ninguna de las dos podíamos contener la risa, la escena resultaba muy graciosa. Las gemelas, al ver a su madre, se soltaron de mi padre y corrieron hacia ella.
—Galletas, galletas, ¡yupiii! —gritan al mismo tiempo. Alicia se arrodilló para recibirlas con los brazos abiertos, y por pura curiosidad, me giré para ver la expresión de mi padre.
Parecía embelesado mirándolas con alegría, en sus ojos brillaba un sentimiento tan bonito que yo no sabía cómo explicar. Me acerqué y le quité la botella de las manos, lo hizo reaccionar.
—Lo siento, hija —murmuró y besó mi frente—Déjame abrirla. —Asentí y le permití que la tomara de nuevo.
Las chicas trabajaron en las galletas, mientras yo terminaba con las papas y las montaba sobre el fuego. Mi padre se encargó de meter la cacerola de vegetales en el horno haciéndole compañía al pavo.
—Listo, solo falta hornearlas, y estarán listas en veinte minutos. Vamos pequeñas, a lavarse las manos. —Alicia salió de la cocina junto con las niñas.
Era la primera vez desde que había llegado, que estaba a solas con mi padre. Quería preguntarle si seguía molesto conmigo, pero no deseaba arruinar el momento. Se veía tranquilo y relajado.
Se recostó de la barra de la cocina mientras revisaba el móvil.
—Parece que Pedro tiene planes de volver, ¿qué te parece? —Quedé congelada por su repentina intervención. ¿Hablaba en serio?
«¡Oh, por Dios, Pedro!» No había revisado los mensajes de texto que me había enviado desde que salí de Dallas. ¿Será cierto que regresaba?
—No sé… —titubeé algo nerviosa—, eso creo. —Él frunció el ceño al notar mi inquietud y entrecerró los ojos. ¿Acaso me estaba estudiando?
—¿Eso creo? Hija, eres pésima, tratando de hacerte la indiferente. —Colocó su mano en mi hombro y me miró con dulzura—Sé que estás tan contenta como yo —concluyó antes de volver a poner toda su atención a su móvil.
Papá tenía razón, ¿a quién trataba de engañar? Debía revisar los mensajes que Pedro me había enviado, para salir de dudas. Tenía que saber cuándo volvería a Nueva York y prepararme para el encuentro con él.
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