miércoles, 6 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 10




El aeropuerto de Dallas estaba abarrotado de gente. Era el día de acción de gracias, muchas personas viajaban para pasarlo con sus familiares. En mi caso estaba regresando a casa después de asistir al congreso.


Me senté en la terminal de la aerolínea, esperando para abordar el vuelo con destino a Nueva York. Una chica uniformada, se colocó al lado de la puerta, sonrió de forma mecánica y comenzó a llamar a los pasajeros.


Me levanté con cuidado de no tropezar con la silla de ruedas de una señora mayor que no paraba de mirarme. Con seguridad se preguntaba la razón por la cual yo no me quitaba las gafas de sol. Ni siquiera para entrar en el avión.


Respiré hondo y caminé hasta la chica que parecía un maniquí. Me detuve frente a ella, le enseñé el boleto y esperé mientras rasgaba una parte del billete. Me abrí paso entre la gente, para encontrar mi asiento, justo al lado de la ventana. Coloqué el bolso en mis pies al sentarme, no sin antes, sacar de su interior el diario de Elizabeth.


Contemplé con preocupación las solapas de cuero, y pasé mis dedos por la tapa. Era suave, y en los bordes tenía un tejido diferente que lo hacía ver elegante.


Algo me decía que dentro de este diario iba a encontrar todas las respuestas a las preguntas que me había hecho por años. Estaba ansiosa por conocerlas, pero no lo podía negar, sentía mucho temor por su contenido.


El móvil sonó sacándome de mis pensamientos. Al ver la pantalla, dudé en contestar, pero las ganas de escuchar su voz era más fuerte que mi voluntad.


—¡Paula! ¿Dónde estás? —Fue lo primero que escuché al atender la llamada. Era Pedro y tenía un tono de voz grave, denotaba que estaba recién levantado y bastante desconcertado. «Ya había notado que me marché sin despedirme de él»—¡Paula, Paula!, ¿puedes oírme? ¿Dónde estás? —Esta vez había alzado un poco la voz.


Mi memoria se trasladó a la noche anterior: cuando Pedro se acostó a mi lado, me abrazó, acarició mi costado depositando tiernos besos sobre mi mejilla. El momento era perfecto. Acunó mi rostro entre sus manos para decirme: «Prepárate Paula, esta vez no voy a escapar».


Sus besos eran tan tiernos y suaves que casi me hicieron disolverme entre sus brazos. Coloqué la cabeza sobre su pecho, escuchando así su respiración tranquila y las palpitaciones de su corazón. En segundos me quedé dormida, mientras él acariciaba mi cabello, «duerme preciosa, mañana todo va a estar mejor».


Al sonar la alarma, la apagué en seguida y me senté en la cama. Por un instante contemplé embelesada su perfecto cuerpo desnudo, que aún dormía relajado. Había estado tan cansado que ni siquiera escuchó el sonido de mi móvil.


Con mis dedos rocé su cabello, cuidando de no despertarlo.


¡Me invadió un miedo terrible! ¿Qué ocurriría ahora con mi vida? ¿Cómo enfrentaría mis sentimientos y mi realidad en Nueva York? ¿Qué debía elegir?


Necesitaba pensar, y eso solo podía hacerlo en soledad.


Enseguida me levanté y recogí mis pertenencias. Estaba confundida. «Esta vez era yo quien salía corriendo».


La vida era una perra traicionera. Nos unió en uno de mis peores momentos, yo diría que el más oscuro, cuando mis dudas existenciales aún no se habían aclarado. No me podía dar el lujo de involucrar a otra persona en ese enredo. 


Primero tenía que solucionar mis problemas: mi relación monótona con Oscar, las razones del abandono de mi madre y el motivo del silencio de mi padre. Hasta que no pusiera orden en mi cabeza era imposible encargarme de mi corazón.


Pedro seguía hablándome por el móvil, gritándome exigencias, esta vez se mostraba muy molesto, pero no podía contestar. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar.


Otra lágrima corrió por mi mejilla, habían sido cientos las que dejé escapar de camino al aeropuerto, por eso llevaba los lentes oscuros. Cerré los ojos con fuerza mientras cortaba la llamada apretando el móvil entre mis manos.


El dolor desgarró mi corazón. Guardé el teléfono en el bolso junto con el diario, dando de nuevo rienda suelta a mi llanto.


Cuatro horas más tarde, arribe al aeropuerto La Guardia de Nueva York. Mientras bajaba del avión encendí el móvil, para enviarle un mensaje a mi padre anunciándole mi llegada. Tenía cerca de diez mensajes de texto y de voz de Pedro, pero lo ignoré, aún no me sentía preparada para enfrentarlo.


Roberto: ¿Te espero para cenar?


Paula: No sé qué planes tiene Oscar, te aviso en lo que sepa algo.


Fui a recoger mi equipaje y salí al exterior, en busca de Oscar que había quedado en ir a buscarme.


Segundos después unos brazos rodearon mi cintura.


—Princesa, por fin llegaste —susurró Oscar junto a mi oído.


Pero en esta ocasión, en vez de mostrarme contenta de verlo, mi corazón se estrujó en mi pecho por la pena. Él sonreía con satisfacción mientras yo deseaba que la tierra me tragara o lo desapareciera a él de mi vista. Era la peor persona del mundo. Oscar no se merecía mi engaño.


Me esforcé por darle un fuerte abrazo, pero al enterrar mi cabeza en su cuello no pude evitar llorar. La conciencia me pasaba factura por mis errores.


Oscar era un hombre amable, cariñoso y educado, además de ser atractivo, alto, rubio, de ojos marrones y fuertes brazos. Hasta hacía unos días junto a él me sentía protegida, segura y escudada. En esa oportunidad estaba asfixiada.


—Ya estás aquí Paula, juntos otra vez. —Levantó mi barbilla con una mano notando que lloraba—¿Estas bien? —quiso saber mientras me secaba el rostro. No quería que se preocupara, pero no era capaz de mantenerle la mirada. 


Estaba segura que si se fijaba con atención podía ver la culpa que me agobiaba.


—Te extrañé mucho Osqui. —Fue lo único que pude decirle.


Él sonrió con poco convencimiento, pero prefirió no hacer ningún comentario. Después de darme un gran beso en los labios me llevó a su auto, para dirigirnos a la casa de sus padres, donde nos esperaban.


Durante el viaje, ninguno de los dos pronunció una palabra. 


El silencio era tan incómodo que me hizo dudar que era una buena idea acompañarlo.


—¿Crees que sea buena idea que vaya a casa de tus padres? —le dije con pesar—No creo que me vea muy bien qué digamos —expresé, con la esperanza de él cambiara de parecer y me llevara al departamento de mi padre.


—¡Por supuesto! Estás hermosa como siempre. Además mis padres te adoran. Están locos por verte. —Suspiré desilusionada. No había vuelta atrás—La pasaremos bien Paula, ya verás —declara emocionado. Yo me esforcé por sonreír.


Los padres de Oscar vivían en un suburbio en las afuera de la ciudad. Al llegar, nos encontramos a su madre en el porche.


—¡Paula! —exclamó con los brazos abiertos cuando me acerqué a ella.


—Margaret, me alegra volver a verte —la saludé en medio de un abrazo.


—¡Mujeres! —comentó Oscar alegremente—Pero si solo han pasado dos semanas desde la última vez que se vieron.


—Pero el anhelo es el mismo —lo amonestó con cariño la mujer—Pasen por favor, George los espera en la cocina. —Margaret me tomó de la mano para llevarme al encuentro con el padre de Oscar.


Al entrar, padre e hijo se fundieron en un fuerte abrazo. 


Aquello, me hizo sentir nostálgica. Necesitaba en ese momento mi padre, por muy terco y misterioso que él pudiera ser.


—Paula, ven aquí y dame un abrazo —pidió George, en dirección a mí—Es bueno tenerte en casa otra vez. —Los dos sonreímos.


—Gracias por el cariño y la invitación, pero… —Tanto afecto por parte de ellos me hacía sentir aún más traidora. 


Necesitaba salir de allí. Oscar se me acercó desconcertado y me interrumpe.


—¿Qué ocurre Paula? —Me inquieté al ver su mirada ceñuda, no quería tener que seguir recurriendo a mentiras con él. Me sentía más culpable.


—Tuve una discusión con mi padre en Dallas, y al llegar me mandó un mensaje de texto para que cenemos juntos y conversemos. Hoy es un día especial.


—Entendemos, Paula —intervino Margaret con tono maternal—, y me parece muy justo que resuelvan cuanto antes los problemas. La familia es lo primero. —Colocó su brazo sobre mi hombro, para guiarme a la sala y sentarnos en el sofá—Pero no te vayas tan rápido, apenas acabas de llegar. Roberto entenderá si nos dedicas unos minutos. Puedes comer algo antes de irte, debes estar hambrienta. —El momento de tensión pasó gracias a la dulzura de esa mujer, aunque Oscar no dejaba de escudriñarme con la mirada, podía intuir que aquello era una excusa para escapar.


—Gracias Margaret, tienes razón, me estoy muriendo del hambre. —Estallamos todos en carcajadas, menos Oscar.


Una hora más tarde, un taxi se estaciona frente a la casa para llevarme a la de mi padre. Tuve que contarle a Oscar la razón de nuestra discusión, para que confiara en mí. Él se quedaría cenando con sus padres. Después de despedirme de Margaret y George, con la promesa de volver pronto, me dirigí con Oscar al exterior.


—¿Estas segura que debes comentarle a Roberto lo del detective? —Me preguntó con suavidad antes de entregarle mi equipaje al taxista para que lo guardara en el maletero.


—Es lo mejor, Osqui. Nuestra despedida en Dallas no fue la mejor. Además, tiene que darme algunas explicaciones. —Él besó mi frente con ternura.


—Está bien —resopló no muy convencido, «no quería que me marchara».


—Adiós, Osqui. —Subí al taxi despidiéndome de él con la mano. Oscar me hizo señas para que lo llamara más tarde.


De camino el sonido del móvil llama mi atención. Era Alicia.


—Gracias al cielo que contestas, Paula. —Su tono era desesperado.


—¿Está todo bien, necesitas algo? —Mi amiga era madre soltera de unas gemelas preciosas y no tenía con quien contar en la ciudad. El papá de las pequeñas la abandonó
cuando éstas cumplieron un año, alegando que no estaba preparado para esa vida, «un maldito patán».


—Todo está mal. El horno no quiere prender y tengo el pavo afuera esperando ser horneado. Además, las niñas quieren hacer las famosas galletas con chispas de chocolate y… ¡Arg!, quiero explotar —resopló con fuerza—Disculpa que interrumpa tu cena, amiga, necesitaba desahogarme. Hoy no ha sido un buen día.


—Tranquila Aly, todo va a salir bien, porque Súper Paula ya está de vuelta en la ciudad para resolver todos tus problemas. —Las dos reímos eso me relajó un poco—Voy a llamar a papá para que te espere con el horno precalentado. Llego en veinte minutos a la casa, y hacemos la cena juntas, ¿te parece? A las niñas les va a encantar.


—¿Y qué pasó con la cena en la casa de los padres de Oscar? —Yo suspiré con cansancio.


—Luego te cuento.


—Gracias amiga, no sé qué haría sin ti. Has salvado el día Súper Paula. —Volvemos a reír—Te dejo para preparar todo, nos vemos en tu casa, Bye —corta la comunicación tan rápido que no me dio tiempo de responder.


«Ahh, mi amiga Alicia, estaba más loca que una cabra».


Debía avisarle a papá, pero no quería llamarlo. Preferí enviarle un mensaje de texto.


Paula: Estoy de camino a la casa, mi amiga Alicia está en problemas.


Roberto: ¿Necesitas de mi ayuda?


Paula: Sí, enciende el horno a 350 grados, tenemos que ayudarla a hornear un pavo.


Roberto: No hay problema, nos vemos pronto.


Quizás y aunque fuera por unas cuantas horas lograría evadirme de toda la tristeza que me embargaba.


—¡Ánimo Paula! —me dije en voz baja. El chofer me miró por el espejo retrovisor, sonrió y negó con la cabeza. Debía pensar que estaba loca.


Al llegar al departamento y abrir la puerta, escuché música y vi a las gemelas corriendo, persiguiéndose por la sala mientras gritaban. Las saludé con la mano mientras caminaba hasta mi habitación para dejar la maleta. Fui al baño, me lavé las manos y me refresqué el rostro, desde allí podía escuchar las carcajadas de mi padre y mi amiga.


Me gustaba el ambiente alegre que se respiraba, ayudaba a que me olvidara de Pedro y de todos los problemas que tenía. Entré a la cocina y los vi uno al lado del otro, pelando papas, acompañados por dos copas de vino. Ambos pusieron caras de sorprendidos cuando me vieron.


—Hola —saludé. Alicia soltó todo y corrió a darme un abrazo.


—Paula, que bueno que llegaste, ¿viste a las niñas? —Sonrió con amplitud, nunca la había visto tan contenta.


—Hola hija. —Mi padre se acercó para darme un beso. Lo veía más guapo de lo normal.


—Sí, están preciosas. Las vi hasta más grandes. —Alicia sonríe.


—Que exagerada eres, amiga. —Me tira del brazo, para llevarme a la mesa de la cocina—Ven, ayuda al señor Roberto a pelar el resto de estas papas, mientras hago la masa para las galletas —mi padre abrió los ojos como platos.


—Un momento, Alicia, ¿me acabas de llamar señor? —Mi amiga se sonrojó, no sabía qué decir—Llámame Roberto, con lo de señor me haces sentir como un anciano. —Reímos a carcajadas.


—Lo siento, Roberto, es que desde que te conozco te he llamado así. —Vi que mi amiga observó a mi padre con un pestañeo de ojos extraño. «¡Oh, no!, ¿estaban coqueteando?, ¿me había perdido de algo?».


—Pues, es hora que eso cambie. Aquí estoy a la orden para lo que necesiten tú y tus pequeñas. —Abrí los ojos a su máxima expresión. «¡Oh, Si!, papá estaba siendo galante con ella, la mira con intensidad. «!Me muero!»—No dudes en llamarme. —Se cayó al ver mi cara de sorpresa—Bueno, voy por más vino, regreso enseguida. —Arrojó el paño de cocina sobre la encimera y salió con rapidez.


—Hey, heyy. ¿Qué fue todo eso? —pregunté en dirección a Alicia, sonriéndole con picardía.


—Nada, ¿de qué hablas? —Esquivó mi mirada ocultando una sonrisa—Roberto es muy amable, eso es todo. Además, deja de hablar tanto y trabaja más duro con esas papas —expresó con nerviosismo y me dio la espalda para buscar los ingredientes para hacer la masa de las galletas. Negué con la cabeza antes de ocuparme de mi tarea. Alicia gustaba de mi padre y lo mejor de todo, era que él no le era indiferente.


Nos pusimos manos a la obra. Le conté tan rápido como pude mi encuentro con Pedro y mi escapada de la casa de los padres de Oscar. Alicia no paraba de observarme sorprendida.


Papá regresó con la botella de vino en una mano y una niña colgada de cada pierna. Ninguna de las dos podíamos contener la risa, la escena resultaba muy graciosa. Las gemelas, al ver a su madre, se soltaron de mi padre y corrieron hacia ella.


—Galletas, galletas, ¡yupiii! —gritan al mismo tiempo. Alicia se arrodilló para recibirlas con los brazos abiertos, y por pura curiosidad, me giré para ver la expresión de mi padre. 


Parecía embelesado mirándolas con alegría, en sus ojos brillaba un sentimiento tan bonito que yo no sabía cómo explicar. Me acerqué y le quité la botella de las manos, lo hizo reaccionar.


—Lo siento, hija —murmuró y besó mi frente—Déjame abrirla. —Asentí y le permití que la tomara de nuevo.


Las chicas trabajaron en las galletas, mientras yo terminaba con las papas y las montaba sobre el fuego. Mi padre se encargó de meter la cacerola de vegetales en el horno haciéndole compañía al pavo.


—Listo, solo falta hornearlas, y estarán listas en veinte minutos. Vamos pequeñas, a lavarse las manos. —Alicia salió de la cocina junto con las niñas.


Era la primera vez desde que había llegado, que estaba a solas con mi padre. Quería preguntarle si seguía molesto conmigo, pero no deseaba arruinar el momento. Se veía tranquilo y relajado.


Se recostó de la barra de la cocina mientras revisaba el móvil.


—Parece que Pedro tiene planes de volver, ¿qué te parece? —Quedé congelada por su repentina intervención. ¿Hablaba en serio?


«¡Oh, por Dios, Pedro!» No había revisado los mensajes de texto que me había enviado desde que salí de Dallas. ¿Será cierto que regresaba?


—No sé… —titubeé algo nerviosa—, eso creo. —Él frunció el ceño al notar mi inquietud y entrecerró los ojos. ¿Acaso me estaba estudiando?


—¿Eso creo? Hija, eres pésima, tratando de hacerte la indiferente. —Colocó su mano en mi hombro y me miró con dulzura—Sé que estás tan contenta como yo —concluyó antes de volver a poner toda su atención a su móvil.


Papá tenía razón, ¿a quién trataba de engañar? Debía revisar los mensajes que Pedro me había enviado, para salir de dudas. Tenía que saber cuándo volvería a Nueva York y prepararme para el encuentro con él.







martes, 5 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 9




Me dirigí a la sala lo más rápido posible. La respiración aún la tenía agitada, y el corazón inquieto por los besos que me había dado Pedro. Disimulé lo mejor que pude mi estado antes de encontrarme con mi padre, que se hallaba tomando café con Irma, conversando trivialidades sobre el clima de Dallas.


—Papá, tenemos que irnos —dije apenas llegué a su lado. 


Pedro rodeó el sofá y se detuvo tras mi padre y frente a mí, para fulminarme con la mirada. Enseguida desvié la vista para ignorarlo.


—No es tan tarde todavía —alegó desconcertado, pero al ver mi postura fría prefirió ceder—Estoy bromeando, hija. Bueno, Pedro, ya Paula lo dijo: tenemos que irnos. Pídenos un taxi, por favor. —Pedro apretó la mandíbula antes de ir en busca de las llaves de su auto, y de la chaqueta de mi padre.


—Yo los llevaré, Roberto, y no acepto replicas —dictaminó con severidad.


—Gracias, Irma. Por la atención y por tan excelente comida. 


—Me apresuré a decir al verlo actuar con rapidez. Estaba visiblemente enojado. Se acercó a mí y me tomó del codo para guiarme a la puerta. Mi padre nos seguía en completo silencio.


El camino al hotel fue tranquilo, con solo la voz de mi padre sonando dentro del todoterreno mientras le narraba a Pedro algunas anécdotas del trabajo.


La despedida fue bastante fría, para que mi padre no notara lo que había ocurrido entre nosotros. Me acerqué a Pedro para darle un beso en la mejilla. Él se aproximó a mí más de la cuenta, poco le faltó para abrazarme, pero enseguida me alejé, sintiendo un roce en el brazo. Sé que Pedro hubiera sido capaz de detenerme y girarme para besarme del mismo modo en que lo había hecho en su casa.


 El respeto por mi padre fue lo único que lo cohibió.


Aproveché esa excusa para apartarme lo más que pude de él, y arrastrar a mi padre al interior del hotel, para regresar a mi habitación.


Al día siguiente fui al comedor para el desayuno, y hallé a papá sentado en una mesa, tomándose un café y leyendo el diario. Me acerqué saludándolo con un beso en la mejilla.


—Buenos días papá, ¿estás bien? —pregunté, al notar su rostro serio y algo tenso—¿Por qué tienes esa cara?, me preocupas. —Él resopló, estaba molesto y al parecer era conmigo. «Oh Dios ayúdame».


—¿De verdad quieres saber el motivo Paula? —No me llamaba hija, eso era una mala señal.


—Sí —respondí aunque para ser sincera, ya no estaba segura de querer saberlo. Su mirada severa me intimidó.


—Se puede saber, señorita, ¿por qué has contratado los servicios de un investigador privado? —«¡Oh no!», me había descubierto—David Rodríguez, ¿te suena?


—Bueno, papá… —Jugué con la servilleta que estaba sobre la mesa—.Oscar me lo recomendó, le conté que estaba tratando de averiguar el paradero de Elizabeth Benson, y él me ayudó contactando a David Rodríguez. Eso es todo.


—¡Eso es todo!, pero Paula. —Él tomó una bocanada de aire y dejó el diario sobre la mesa. Estaba furioso, nunca lo había visto así—¿Por qué lo has hecho a mis espaldas? ¿Por qué me tengo que enterar por un extraño y no por ti? Ese sujeto llamó al departamento ayer, antes que saliera al aeropuerto y me dijo que te andaba buscando. —Me miró decepcionado, «lo había defraudado. Me sentía terrible». No podía contener las lágrimas. Una de ellas corrió por mi mejilla, tomé una servilleta para secarla.


—Papá, por favor. No te molestes conmigo —le pedí con un leve temblor en la voz. «¡Maldición!, defraudarlo no era mi intensión».


—Basta hija, no te pongas así, cálmate por favor. —Mi padre tomó una de mis manos entre las suyas—Creo que se me ha pasado lo mano.


—Buenos días. —El saludo de Martha interrumpe nuestra conversación, pero al ver nuestros rostros contrariados, rápidamente se da cuenta que algo sucedía—Disculpen, creo que llegué en mal momento.


—No digas tonterías, Martha. Siéntate por favor —solicitó mi padre antes de levantarse—Me ha gustado volver a verte. Quédate con Paula, me tengo que ir al aeropuerto, tengo un vuelo que abordar. —Al recordar que papá se marchaba en pocas horas me inquieté. No quería que se fuera de esa manera: molesto conmigo.


—Pero papá, espera… —Él sonrió con resignación y se acercó para depositar un beso sobre mi frente.


—No te preocupes, hija, nos vemos mañana en casa. Ahora no es ni el momento ni el lugar para tener esta conversación.  —Sin decir más, se alejó de nosotras. El corazón se me partía al verlo marcharse cabizbajo. Era mi derecho conocer sobre mi madre, pero no quería lastimar a mi padre. Él había dado su vida por mi bienestar. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas, que me esforcé en reprimir.


—Paula, tranquilízate, toma un poco de agua —propuso Martha preocupada, alcanzándome el agua que mi padre había dejado sobre la mesa.


—Gracias Martha, pero será mejor que vaya al baño.


—Te acompaño.


Caminamos sin decir una palabra hasta el cuarto de señoras. Al llegar, abrí el grifo y me refresqué la cara. 


Respiré con fuerza, logrando sentirme un poco mejor.


—Gracias por acompañarme, ya estoy más tranquila —Le dije a Martha mientras me recogía el cabello en una cola alta.


—No tengo idea de lo que ocurrió, pero te voy a decir algo, Paula: todo se soluciona. El amor vence a los rencores. —Nos abrazamos para luego despedirnos en el pasillo y tomar caminos opuestos.


Entré a la sala de conferencias en un mejor estado, con esa frase taladrándome la memoria: «el amor vence los rencores». Sabía que con una larga conversación lograría que mi padre me comprendiera y perdonara mi acción. Él me amaba. Pero ¿podía usar ese concejo para superar el resto de los rencores que albergaba mi corazón?


Me consideraba una chica tranquila, segura y enfocada, con prioridades determinadas y planes a seguir, pautas infranqueables y metas por alcanzar, pero desde que había llegado a esta ciudad, no había hecho más que recibir sorpresas que afectaban mi vida: reencontrarme con Pedro, engañar a Oscar, enterarme de la muerte de mi madre, recibir un paquete misterioso de parte de ella que aún no era capaz de abrir, y por último, esa discusión con papá. Aquello fue la gota que derramó el vaso, comenzaba a sentirme superada por los problemas.


Ese día se realizaron las últimas actividades del congreso. 


Muchos de los asistentes regresaban esa misma noche a sus ciudades de origen, a mí me tocaba esperar hasta la
mañana siguiente, para tomar el primer vuelo con rumbo a Nueva York.


No me sentía con ánimos para cenar en el restaurante, así que subí a mi habitación y llamé al servicio de habitaciones.


 Ordené una hamburguesa con papas fritas y una botella de vino. Aunque no hacían buena combinación era lo que me provocaba y me ayudaría a relajarme, olvidarme de lo traidora que me había vuelto últimamente y reunir las fuerzas necesarias para abrir la dichosa caja marrón.


Me duché, para luego vestirme con el pijama color rosa de pantalón y camiseta. Casi enseguida llamaron a la puerta, abrí y deje pasar a la chica uniformada con el pedido. 


Mientras ella colocaba la bandeja sobre el escritorio, me apresuré en buscar la propina.


Al quedarme sola me tomé mi tiempo. Sin apuro abrí la botella de vino, me serví una copa y me la llevé a los labios.


 Era un Oporto, dulce y fuerte, justo lo que necesitaba para terminar el día. Le di un mordisco a la hamburguesa y tomé una de las papas. Me la comí mientras me servía una segunda copa.


Fui en busca de mi bolso para sacar el móvil y revisar mi correo electrónico, pero al ver la caja marrón cambié de opinión. Lo mejor era salir de dudas de una buena vez.


—¡Vamos Paula, ánimo! —me dije en voz alta.


Coloqué la caja sobre la mesa, justo al lado de la bandeja. 


De un solo trago me bebí el vino que quedaba en la copa, y me serví otra mientras me sentaba en el escritorio. Acaricié la cinta rosa aterciopelada y desaté el lazo. Una sensación extraña se apoderó de mí. Mis manos torpes y temblorosas se alejaron de la caja, para pasarlas por mi cabello húmedo.


Le di un sorbo al vino antes de atreverme a quitar la tapa. Lo primero que vi fue una libreta de anotaciones. La tomé entre mis manos para examinarla con cuidado. Al abrirla logré leer en la primera hoja: Diario de Elizabeth Benson, para Paula Chaves.


Lo cerré de golpe sintiendo un escalofrío. No podía seguir.


Lo metí de nuevo en el bolso y lo cerré. Fui a la cama y me tumbé boca arriba en ella, me cubrí el rostro con una almohada para ahogar un grito de miedo, ira, y frustración. 


Me sentía devastada. Sin más le di rienda suelta a un llanto que tenía años dentro de mi pecho, anhelando salir.


Cuatro copas de vino más tarde, me sentía más calmada gracias al efecto del licor. Sin embargo, anímicamente aún estaba derrotada. Al escuchar que llamaban a la puerta con insistencia, caminé con paso inestable. Al abrir me encuentro con Pedro. Lo miré y me lancé sobre él. Quería perderme en sus brazos, besarlo, y ser suya una vez más hasta perder la conciencia.


—Paula —dijo algo sorprendido. Su rostro perfecto estaba serio, y no quería que estuviera así. Tiré de él hacia la habitación y cerré la puerta de una patada—No luces bien, ¿dime que pasa?—pronunció preocupado, dejándose llevar, pero yo no quería hablar. Si lo hacía volvería a llorar y no quería eso. Le atrapé el rostro entre mis manos y lo besé con suavidad. Pedro me correspondía rodeando mi cintura, enseguida pareció reaccionar separándome—Háblame, Paula dime qué te pasa.


—No quiero hablar, Pedro. —Me alejé de él, y caminé hasta la mesa donde estaba la botella de vino para rellenar mi copa—¿A qué has venido? —Lo desafié con la mirada mientras probaba el licor.


—¿Por qué estas tomando? —Preguntó acercándose a mí.


—¡Que te importa! —Expresé alzando la voz. Mis emociones estaban a punto de desbordarse.


—Me importas Paula —alegó con voz suave, pero al verme dar un nuevo trago al vino se ofuscó—¡Basta! Dame esa copa y deja de comportarte como una niña malcriada. El otro día me dijiste que eras una mujer, demuéstramelo. —Me arrebató la copa de la mano, cogió la botella y tiró todo en el bote de la basura.


—No me mientas, ¡nunca te he importado! Ni ahora, mucho menos hace ocho años. Desapareciste como un ladrón y jamás volviste. —Me acerqué enfurecida hacia él y traté de darle una cachetada, pero su reflejo era más rápido y logró detenerme.


Aprisionó mi mano acercándome hacia él. Sus ojos azules brillaron de una manera diferente. Fríos como el hielo. Me asustó por un momento, pero le mantuve la mirada con desafío. Aquello encendió una hoguera en nosotros.


Pedro se lanzó sobre mi boca, besándome con desesperación y mordiendo mi labio inferior.


Me tumbó sobre la cama observándome con deseo. Lo llamé con un dedo y con una sonrisa seductora. Pedro se acercó y me quitó los pantalones de un tirón, apartando a un lado mi bikini. Yo le abrí las piernas a modo de invitación. La ansiedad de él brilló en sus pupilas mientras se inclinaba y acariciaba mi clítoris con un dedo.


—Estas mojada y excitada. —Su voz era más ronca de lo habitual. Me gustaba demasiado. Mi cuerpo tembló al verlo desnudarse con premura y rasgar el envoltorio de un preservativo que había sacado de su billetera. Estaba tan excitada que sentía la sangre hirviendo bajo mi piel—Mira como me pones Paula, yo también te deseo.


La imagen de su miembro duro y erecto me hizo agua la boca. Rápidamente me incorporé para quitarme la camiseta.


Pedro se ubicó sobre mí y me penetró duro y fuerte. Eso era justo lo que mi cuerpo necesitaba. Una de sus manos acarició uno de mis senos y la otra se aferró a mi cadera para poder entrar y salir con firmeza. Me dejé llevar. Estaba volando en el país de la lujuria y lo único que quería era prolongar ese momento.


—No pares, dame más, Pedro, ¡dame más! —Le rogué en medio de un estremecimiento. Estaba cerca de caer al abismo.


—Ahh, Paula, me vuelves loco. Estás tan apretada. —Mi cuerpo comenzó a temblar. Sus palabras me enajenaron—Eres mía, quiero que lo digas.


—Soy tuya, Pedro, solo tuya —le repetí entre gemidos. Y así era, yo era suya, y no quería ser de nadie más.


Su movimiento se hizo más rápido y firme. Los dos estábamos a un paso de estallar. Mis caderas adquirieron vida propia. Mi cuerpo estaba fuera de control.


Grité su nombre y él el mío cuando nos vino el orgasmo al mismo tiempo. Me aferré a su cuello. Quería grabar ese momento en mi memoria, había sido el mejor sexo de mi vida y sabía muy bien que a partir del siguiente día solo el recuerdo me acompañaría.






MISTERIO: CAPITULO 8





Al terminar el evento, me levanté de la silla para alejarme un poco de Pedro. Mi padre se acercaba y, no quería que supiera lo que ocurría entre nosotros.



—¿Tienen hambre? —Preguntó al estar frente a mí—Aún queda tiempo para la cena, pero no sé si fue el whisky lo que me despertó un apetito feroz. Creo que puedo comer hasta un toro tejano. —Los tres reímos por la ocurrencia, papá tenía un especial sentido del humor.


—Si puedes aguantar un poco, me gustaría que ambos vinieran a comer a mi casa, ¿qué dicen? —Papá me miró de inmediato, animado por la invitación.


—Por mí perfecto. ¿Hija tú qué dices? —Los dos me observaron con ansiedad. Sonrío, porque parecían unos niños en espera de una aprobación para realizar una travesura.


—Mañana es el último día del congreso y quisiera descansar para levantarme temprano —alegué. Ir a casa de Pedro significaba entrar en su mundo, conocer aún más la vida que había llevado, y tenía miedo a enfrentarme con lo desconocido. No sabía cómo aquello podría afectarme. Pero papá quería pasar más tiempo con Pedro y conmigo antes de volver a Nueva York, no podía negarme más—Está bien, pero me tienen que dar tiempo para cambiarme, ¿trato hecho? —Ambos asintieron con resignación.


—¡Mujeres!, anda a cambiarte, te esperamos en el bar. Pero por favor, no te tardes hija.


—Lo prometo —aseguré antes de lanzarle a mi padre un beso con la mano mientras me alejaba.


Caminé lo más rápido posible. Subía al ascensor cuando mi móvil sonó dentro del bolso por la llegada de un mensaje de texto. Era Alicia mi mejor amiga. Una chica estupenda, madre de unas gemelas preciosas, trabajadora, brillante y muy hermosa, además era mi vecina.


Alicia: Me tienes abandonada.


Paula: Estoy en Dallas, ¿no te acuerdas?


Alicia: Y que tal mandarle a tu mejor amiga un mensaje de texto, digo para saludar…


Paula: Soy la peor, no me lo recuerdes.


Alicia: ¿Cuándo regresas?


Paula: Pasado mañana, en el primer vuelo. Tengo algo importante que contarte.


Alicia: Adelántame algo, no me dejes en ascuas.


Paula: Es acerca de Pedro.


Alicia: ¿Tu amor de la adolescencia?


Paula: Sí, está aquí en el congreso. Estoy tan confundida.


Alicia: Tranquila, hablamos cuando regreses.


Me despedí de mi amiga justo antes de entrar en la habitación y enseguida me pongo manos a la obra para asearme y cambiarme de ropa. Me puse unos jeans, una blusa manga larga negra, y me cambié los accesorios por unos más juveniles. Cepillé mi cabello, dejándomelo suelto y retoqué mi maquillaje.


«Te vez linda Paula», me dije mientras me vi reflejada en el espejo, «no tienes por qué preocuparte. Además, ¿qué puede pasar?, tu padre te acompaña», recordé para tranquilizar mis nervios. Aquella no sería una cita romántica con Pedro, sino una especie de cena familiar como en los viejos tiempos, sin ningún tipo de compromiso.


Tomé el bolso y salí de la habitación rumbo al bar. Al llegar al lobby entró una llamada a mi móvil.


—Cambio de planes, hija, estaremos afuera, esperándote frente al hotel, en un todoterreno… —hizo una pausa para preguntarle a Pedro de qué color y marca era su coche—Es un Range Rover Sport de color negro, ¿te falta mucho?


—Estoy saliendo del hotel, tranquilo, desde aquí los veo.


Cambié mi dirección y caminé hacia las puertas acristaladas de la entrada. Los dos estaban sentados en la parte delantera del auto, pero Pedro salió para abrirme la puerta, con una sonrisa dibujada en los labios.


«¡Ahh, era todo un caballero! Que alguien me recoja, me he derretido».


—Estas hermosa Paula, ha valido la pena esperar —dijo mientras abrió la puerta, afincando una mirada seductora en mí.


—Gracias —pestañeo con coquetería, antes de deslizarme en el asiento de cuero. Él cerró la puerta con cuidado y volvió a su puesto detrás del volante.


Estábamos juntos como en los viejos tiempos. Suspiré de felicidad. Pedro encendió la radio y durante el viaje, él y mi padre conversan y ríen. Fijé mi atención en el camino, y en la música que sonaba en el estéreo. Por primera vez en ese día pude relajarme, había sido de locos. Entre las actividades de la conferencia, la reunión con el investigador y el encuentro con mi padre, no había parado. Sin mencionar las emociones encontradas que Pedro producía en mí.


—¿Todo bien Paula? —preguntó Pedro y me miró por el espejo retrovisor.


—Todo bien gracias —hice una pausa y observé con admiración el interior del todoterreno, acariciando la tapicería—Tienes un auto hermoso.


—¿Te gusta? —indagó sorprendido.


—¿No lo sabías?, es el favorito de Paula. De niña siempre quiso que comprara uno, pero tú me conoces, soy más de autos deportivos.


Pedro sonrió complacido y volvió a mirarme por el retrovisor.


—Cuando quieras Paula, el auto está a la orden —dijo guiñándome un ojo, le agradecí con una sonrisa y centré de nuevo mi atención en el camino.


Veinte minutos más tarde Pedro se detenía frente a una casa imponente con una fachada de ladrillos y piedra, era hermosa y muy grande. La predecía un porche techado y un inmenso jardín. Papá se giró con disimulo e intercambiamos miradas, los dos estábamos gratamente sorprendidos, luego se bajó para abrirme la puerta. Los tres caminamos hacia la entrada de madera y hierro forjado. Era enorme y soberbia.


Antes de llegar, la puerta se abrió, apareciendo una señora de edad avanzada, alta, delgada y con un cabello corto lleno de canas.


—Roberto, Paula, les presento a Irma. Ella es mi ayudante en la casa. Sin esta mujer estaría perdido —confesó mirándola con ternura. Me acerqué con papá para saludarla.


 Irma nos recibió ruborizada, parecía avergonzada por el elogio de Pedro.


—Pasen por favor —pidió señalándonos el interior.


—Bienvenidos —completó Pedro mostrándose complacido, al tiempo que se sacaba la chaqueta para dejarla sobre una percha, haciéndole un gesto a papá para que repitiera la operación.


Seguimos caminando hasta un salón inmenso que se comunicaba con la sala, el comedor y la cocina. Una construcción moderna de espacios abiertos, donde solo las habitaciones tienen puertas. Era impresionante.


—Tienes una casa preciosa —dije con sinceridad mientras admiraba la decoración rústica con madera y hierro forjado, muy típico tejano.


—Gracias, pero siéntense por favor —nos dijo señalando el sofá con una mano—¿Qué les ofrezco de tomar, vino… whisky?


—Eso ni se pregunta Pedro, yo quiero un whisky —sentenció mi padre.


—Y yo vino, por favor —pedí recibiendo una dulce sonrisa de su parte.


Pedro se retiró en busca de nuestras bebidas. Me levanté inquieta, en dirección a una repisa llena de fotos familiares. 


Era mi oportunidad de saber algo de él.


Quedé sorprendida al ver a Pedro, en casi todas las fotografías junto a una hermosa niña rubia, pecosa y de ojos azules. Estaba tan absorta mirando las imágenes que no sentí cuando él se me acercó por detrás parándose muy cerca de mí rodeándome con uno de sus brazos para entregarme la copa. Su cálida respiración cayó sobre mi oreja produciéndome un intenso calor que me hizo estremecer.


—Doctor Alfonso, la cena está servida, pueden pasar a la mesa. —El aviso de Irma me hizo sobresaltar y lo obligó a alejarse un paso. Mi padre había estado ensimismado admirando un cuadro de un pintor local, por eso no se percató de la escena.


—Gracias Irma. Pasemos a la mesa —ordenó él antes de colocar una de sus manos en la parte baja de mi espalda, para guiarme.


—Irma, ¿Emma ya cenó? —consultó Pedro mientras nos sentábamos a la mesa.


¿Emma, quién era Emma?, la curiosidad me invadió, y un sentimiento extraño se instaló dentro de mí… ¿Acaso me estaba sintiendo celosa?


«!Oh Dios!, no lo permitas».


—Sí doctor, ella está en su habitación viendo una película. ¿Quiere que la llame?


—Aún no, en lo que terminemos de cenar. Gracias Irma, ya puedes servir.


La cena consistió en estofado de carne con vegetales. Tuvo un buen aspecto y un olor insuperable. Al probarlo quedé encantada. Había sido tan bueno como el que preparaba mi abuela Esther.


—Irma, déjeme hacerle un cumplido: tiene usted un don privilegiado para la cocina. Este estofado esta para chuparse los dedos —alabó papá sin poder para de comer. Era evidente que le había gustado.


—Gracias —respondió la mujer con timidez y se retiró.


Terminamos la cena, entre risas y viejas anécdotas, no podía negar que había sido un momento agradable. 


Finalmente nos fuimos a la sala a charlar un rato más, pero Pedro no se sentó con nosotros.


—Vengo en un momento, quiero que conozcan a alguien. —Desapareció por un pasillo lateral.


—¿Sabes de quien se trata? —pregunté intrigadísima a mi padre. El corazón comenzó a latirme con fuerza.


—No tengo la menor idea, pero parece importante —concluyó él sin mucho interés. Yo por el contrario, me sentía frustrada. Estaba segura que Pedro tenía una vida, era estúpido pensar que había pasado tantos años solo.


Mis temores se sosegaron al verlo aparecer con una niña en brazos. ¿Era la misma de la foto?


A medida que avanzaban distingo con más claridad su rostro. «Sí, sí era ella». Eso me tranquilizó.


—Les presento a mi hija Emma —anunció él con orgullo mientras la colocaba en el suelo. La niña enseguida se escondió tras de las piernas de su padre, asomando su cabellera rubia por un costado.


—Me llamo Roberto —se adelantó mi padre para presentarse, levantándose del sofá, inclinándose para quedar a su altura. Emma salió poco a poco de su escondite improvisado—¿Cómo te llamas? —Preguntó con dulzura, extendiéndole la mano. Ella se la estrechó un poco insegura, pero la sonrisa amistosa de mi padre la hizo sonreír también.


—Em… Emma —habló y caminó hacia mí—¿Tú cómo te llamas? —me preguntó mientras me sonreía con dulzura.


—Paula —le contesto. Mi mano se fue sola y le agarré un mechón de su rubio cabello—Me gusta tu cabello, Emma. Es muy bonito.


—Gracias —expresó con las mejillas llenas de rubor, creo que era un poco tímida—¿Quieres jugar conmigo? Podemos jugar a peinarnos, ¿quieres? —insistió mostrándome la carita más tierna que había visto en mi vida.


—¡Emma! —Pedro la reprendió.


—No pasa nada —alegué en su defensa—Anda Emma, busca lo que necesitemos para peinarnos. Te espero aquí, ¿te parece? —Ella sonrió emocionada. Pude comprobar que sus ojos eran del mismo tono azul de su papá y brillaban llenos de inocencia.


—¡Sííí!—gritó con alegría antes de correr hacia el pasillo. 


Todos reímos por su reacción, la energía que tenía era tremenda.


—Discúlpame, Pedro —dijo papá con cierta incomodidad—¿Dónde está la mamá de Emma?


Suspiré aliviada. Esa duda torturaba mi alma desde el instante en que Pedro nos había presentado a la niña. 


«Gracias por preguntar papá, eres lo máximo».


—No te preocupes, Roberto, entiendo que quieras saber. La mamá de Emma murió hace tres años. —Automáticamente me llevé una mano al pecho, no esperaba esa respuesta. 


Sentí pena por la niña, sabía muy bien lo que era crecer sin una madre.


Emma apareció sonriendo con una caja llena de accesorios para el cabello en las manos, y por supuesto, con un cepillo.


Nos sentamos todos en los sofás para charlar mientras le hacía una trenza tipo espiga a Emma, tenía un cabello liso y largo hasta casi rozarle la cintura, además era muy sedoso. 


Una hora más tarde, mi padre comenzó a bostezar. Se le veía cansado.


Irma apareció con la intención de llevarse a Emma. Era su hora de dormir.


—Papi, quiero que Paula me lea un cuento, por fis... —La niña colocó sus manitos juntas en señal de súplica.


—Estas abusando de Paula, Emma. —Pedro me miró, esperando que dijera algo, para evitar que ella insistiera, pero yo no me podía negar ante el ruego de esos ojitos azules.


—Te leeré un cuento. Vamos, Emma. Enséñame el camino a tu habitación. —Se despidió de su padre con un beso y de mi papá con la manito.


Finalmente me tomó de la mano para caminar juntas por el pasillo lateral acompañadas de Irma. Con rapidez llegamos a su habitación, un lugar espacioso con paredes pintadas de color púrpura, cortinas de corazones con diferentes colores y repleto de peluches, muñecas y libros.


Con la asesoría de Irma la ayudé a ponerse el pijama de princesas color rosa, y la señora la llevó al baño para asearse. Al salir hacia la cama Emma primero se dirigió a su pequeña biblioteca en busca de un libro. Cuando al fin estuvo bajo las sábanas, me acomodé a su lado. Irma al ver que la niña estaba preparada para dormir, se despidió de mí
y se retiró, dejándonos solas para la lectura del cuento.


Tomé el libro y revisé su portada. La historia se llamaba Las Hadas de las Galletas de Chocolate. Mientras se lo leía acariciaba su cabecita, esa era una técnica infalible que mi amiga Alicia me había confesado que practicaba con sus dos pequeñas.


Emma se durmió enseguida, pegadita a mí. Al terminar la historia me levanté de la cama con cuidado, para no despertarla, y le bajé la intensidad a la lámpara ubicada sobre la mesita de noche, como me lo había explicado Irma antes de irse.


Me dirigí a la puerta, sorprendiéndome por encontrar a Pedro esperándome apoyado del marco. «¿Cuánto tiempo había estado allí?».


—Gracias Paula. —Su comentario me conmovió. Desvié la mirada, para que él no notara que mis ojos se habían llenado de lágrimas. «¿Pero que me estaba pasando? ¿Por qué me sentía tan sensible?».


—Mejor salgo ya, seguro papá se quedó dormido —le dije cambiando de tema y me traté de escabullir con rapidez en dirección a la sala.


Pero mi cintura fue atrapada por las fuertes manos de Pedro. Me giró hacia él y me mordisqueó el labio inferior con suavidad.


—¿Por qué tan apurada? —preguntó sobre mis labios antes de apoderarse de ellos con dulzura. Los dos nos fundimos en un beso cargado de pasión, me sentía tan bien cuando estaba entre sus brazos que no podía evitar corresponderle. 


Luego bajó su boca hasta mi cuello y un gemido se escapó de mi garganta.


Me había excitado, sentía como un escalofrío recorría mi piel placenteramente. Sus manos subieron por mi espalda y me acariciaron con fervor. Volvió a tomar mi boca, esta vez el beso fue desesperado, nuestras respiraciones se aceleraron, estaba tan enajenada por la bruma del deseo que detenerme no era una opción.


Nuestros ojos se encontraron en el momento que liberó mis labios, sentía que me falta el aire. Vi ardor y propósito en su mirada.


Pedro… —las risas de mi padre y, Irma nos traen de vuelta al momento. Trato de separarme, pero él me lo impide.


—Te deseo Paula —la tensión creció entre nosotros—No quiero que regreses a Nueva York. —Sus palabras me sorprendieron de tal forma que no me molesto en ocultar mi confusión.


Quería salir corriendo de toda aquella situación. Enfrentarme a mi realidad cada vez estaba más cerca. Volver a mi rutinaria vida era un hecho del que no podía escapar.


—Me tengo que ir… —Le digo negando con la cabeza—No hagas esto Pedro. No me pidas que me quede. —Me zafo de su agarre y me encamino a la sala a encontrarme con mi padre.